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~ Capítulo 34 ~

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~ Capítulo 34 ~

 

 

Tras la visita al puente de Bera, Alicia continuó grabando y Abdoulaye se entregó a su labor con esa mezcla de concentración de escritor y disfrute de lector que le proporcionaba la transcripción de la novela. Aunque había empezado a sentir tristeza también. Porque en lo que estaba transcribiendo adivinaba que la historia estaba tocando a su fin. No podía faltar mucho para que llegara el último capítulo. Quizá en aquella tanda, como mucho en la siguiente. Y no quería que ocurriera.

Por otro lado, el misterio que rodeaba a la novela se había acrecentado tras la visita al puente de Bera. Cuando había comenzado a transcribirla, tres meses atrás, había creído que todo lo que Alicia grababa era una invención. Pronto se dio cuenta de que tenía base real, pero pensó que los personajes, excepto los claramente históricos como Wellington, eran inventados. Acababa de descubrir que Daniel Cadoux, un personaje secundario pero muy presente en la novela, había existido en realidad. De nuevo, tuvo necesidad de investigar más. Pensó hacerlo la próxima vez que Alicia le diera unos días libres. No tenía intención de meterse en terrenos prohibidos, dejaría a Alicia al margen de su investigación, pero sí quería saber más sobre la historia de Daniel Cadoux. Y también tenía curiosidad por saber si Irene Echeverría y Gabriel Russell habían existido.

A mediados de diciembre, cuando el aire olía ya a Navidad, Alicia le entregó el final de un capítulo y le hizo un anuncio:

—Solo falta un capítulo —le dijo, confirmando sus temores—. Voy a necesitar dos o tres días de descanso antes de ponerme con él, así que cuando termines de transcribir este, te daré dos días libres.

Abdoulaye transcribió el capítulo con el corazón en un puño. Cuando le puso el punto final, decidió que tenía que hacer algo para paliar la desazón que le empezaba a envolver: se movería y utilizaría los dos días libres para realizar la investigación que había pensado.

Pasó el primer día entero en la biblioteca de Irún. Allí buscó información sobre el final de la guerra en la zona y confirmó lo que acababa de transcribir el día anterior. Efectivamente, la batalla final que hizo que los aliados pudieran entrar en Francia tuvo lugar el 7 de octubre de 1813 en los vados entre Fuenterrabía, Irún y Hendaya. A partir de ese día, todas las fuerzas aliadas desplegadas en la zona fueron entrando en Francia, hasta que el 10 de octubre de 1813, Wellington abandonó el cuartel general de Lesaca.

Una vez confirmados los grandes hechos históricos, Abdoulaye buscó la historia de Daniel Cadoux, esta vez en los ordenadores de la biblioteca conectados a Internet. Encontró varios documentos que lo mencionaban, todos encajaban con lo que él había transcrito. Había muerto la madrugada del 1 de septiembre de 1813, defendiendo el puente de San Miguel, en Vera, junto a sus hombres. No había recibido ayuda de su general que, efectivamente, había sido Skerrett, y este había caído en desgracia después. Encontró también un par de referencias en las que se mencionaba que Daniel era afeminado en sus formas, y un relato desagradable sobre cómo algunos soldados le habían cortado un dedo después de muerto, para robarle los anillos de grandes piedras preciosas con los que se solía adornar. Pero lo importante era que, al final, el nombre de Daniel Cadoux había perdurado gracias a su valiente gesta. Abdoulaye sonrió al pensarlo. Le habría gustado que Gabriel hubiera sabido que la muerte de su amigo no había sido tan absurda: su nombre aparecía en documentos escritos doscientos años después, precisamente por lo ocurrido en aquella batalla. 

Cuando terminó con la historia de Daniel, se dispuso a buscar datos sobre Gabriel e Irene. Con Irene no consiguió nada, ni rastro de ella, algo que ya había supuesto. Por muy excepcional que hubiera sido, se trataba de una mujer humilde, de un pueblo perdido. Se centró entonces en Gabriel Russell. Estuvo más de dos horas buscando sin encontrar y, cuando estaba a punto de darse por vencido, lo vio en un listado de mandos aliados: “Gabriel Russell, coronel de la VII división”. Aquello le daba una nueva dimensión a lo que estaba transcribiendo. Si Gabriel Russell había existido, todo podía ser verdad. Alicia podría estar describiendo hechos reales y no una novela. No tenía ni idea de cómo lo hacía, porque jamás la veía consultar nada ni documentarse, pero lo que grababa coincidía con la realidad.

Continuó tras la pista de Gabriel Russell y encontró algún documento más. Se le mencionaba en listados de oficiales en Portugal, en Ciudad Rodrigo y en la zona del Bidasoa, pero de ahí en adelante, nada , su nombre no volvía a aparecer asociado a ningún otro lugar de aquella contienda. Ni de ninguna otra posterior. Eso podía querer decir muchas cosas. Esperaba (y temía) que el último capítulo que iba a transcribir lo aclarara.

Cuando terminó con Gabriel, decidió que debía intentar descubrir algo sobre Irene. Se le ocurrió que podían existir registros en el mismo pueblo, así que entró en la página del ayuntamiento de Etxalar. Se sorprendió agradablemente cuando vio una pestaña que daba opción a consultas en el registro eclesiástico. Desplegando la pestaña vio que, de manera muy fácil, podría acceder a los datos de la época de la novela. Al parecer, tenían el registro digitalizado desde el siglo XVI. Solo había que pedir hora para consultarlo y para ello se daba una dirección de correo y un teléfono. Salió de la biblioteca y llamó a aquel teléfono. Le contestó una voz cantarina en euskera que, muy simpática, le explicó enseguida en un castellano con marcado acento, que al día siguiente podría realizar la consulta en la casa de cultura del pueblo.

Al día siguiente llegó a Etxalar no sin dificultad, ya que el transporte público que funcionaba desde Irún era muy escaso. Era la tercera vez que iba a aquel pueblo, y cada vez le gustaba más. Parecía un pueblo de cuento, limpio y bonito, con las casas cuidadas y las calles impecables, pero había algo más. Cuando entraba en él sentía una paz especial, una sensación intensa de que todo estaba bien, de que todo encajaba. No le extrañaba que aquellos dos soldados tan diferentes, el experimentado Russell y el joven O´Leary, se hubieran enamorado allí (porque, por lo que había escrito, él tenía claro, igual que la duquesa Isabel, que Gabriel Russell se había enamorado de Irene, aunque él no lo quisiera reconocer).

Llegó a la casa de cultura envuelto en estos pensamientos. En cuanto abrió la puerta, lo primero que vio fue a la chica. Estaba de perfil colocando libros en una estantería. Era muy bajita, más que la media de las españolas, que ya eran pequeñas para él, tenía el pelo corto, cortado de manera irregular, en uno de esos peinados imposibles que tanto les gustaban a las vascas y que a él tanto le asombraban, llenos de ángulos y líneas trazadas con tiralíneas. Lo llevaba teñido de negro intenso y contrastaba con su piel blanca, dando un resultado final algo inquietante (parecía sacada de una película de vampiros). La chica se dio la vuelta al oír el ruido de la puerta, pero de manera muy suave y sin prisa, y entonces Abdoulaye pudo verla de frente. Tenía la cara un poquito alargada y unos ojos marrones, luminosos. No tenía ni idea de si era guapa o no según el patrón de la zona, suponía que no, pero a él le pareció preciosa. Y eso, a pesar de la cara de susto que puso y del grito que soltó.

 

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Josune, que así se llamaba la chica que estaba haciendo la sustitución de la bibliotecaria, ausente por motivos familiares, había visto antes negros como Abdoulaye (¡tan negro!), pero jamás había imaginado que uno pudiera entrar en la casa de cultura de su pueblo. El grito fue inesperado para ella también, y enseguida se avergonzó (le habían hablado del racismo y sabía que lo que acababa de hacer estaba mal). Así que primero se tapó la boca, como si fuera una niña, y luego, primero en euskera y enseguida en castellano, suponiendo que aquel negro no podía hablar otra cosa, le pidió perdón y le preguntó qué deseaba, todo atropelladamente.

Abdoulaye sonrió. Se había dado cuenta de lo que había ocurrido —no era la primera vez que alguien se asustaba al verlo en aquel país—, pero le gustó la reacción de ella, intentando arreglar su primera respuesta. Y, sobre todo, le gustó ella, que le miraba con una expresión encantadora y una sonrisa de dientes pequeños y blancos, más encantadora aún. Se quedó un momento mirándola y sonriendo como un bobo, hasta que por fin pudo hablar, entonces le dijo que era la persona que había llamado el día anterior. Ella abrió los ojos asombrada, porque no tenía la menor duda de que aquel hombre no tenía antepasados en Etxalar. Si hubiera nacido algún negro como aquel en el pueblo anteriormente, ella lo habría sabido, ya que la noticia habría pasado de generación a generación. Abdoulaye enseguida le confirmó que no era para él, que estaba escribiendo una novela (una verdad a medias o una verdad entera, según se interpretara). Ella siguió mirándole con los ojos como platos. A pesar de hacer aquellas sustituciones temporales en la biblioteca, no era lectora. Había leído los libros que le mandaban en la escuela y se había enganchado a la saga Crepúsculo, que había devorado, pero aparte de eso, sus hábitos lectores se limitaban a los mensajes de Whatsapp y de Instagram. Sin embargo, apreciaba lo que acababa de oír, sabía que ser escritor era algo importante. Y ser escritor y negro era especial, de eso estaba segura.

Muy negro.

Y muy guapo.

Siempre había pensado que todos los negros eran iguales. Una vez en el “insti” una “profa” se había empeñado en convencerla de que esto no era así. Le había dicho que los negros eran tan diferentes entre ellos como “nosotros”, y bla, bla, bla, pero ella no se lo creyó en absoluto, porque saltaba a la vista que lo eran. Iguales.

Sin embargo, aquel le parecía menos igual.

Así que se acercó a él encantada y le explicó con una sonrisa cómo funcionaba el ordenador del registro, luego le dejó buscar solo, pero sin moverse de la habitación y echándole de vez en cuando miradas furtivas.

Abdoulaye estuvo una hora mirando el registro, buscó desde 1783 hasta 1880. No encontró ni rastro de alguien llamado Irene. Nada. Cero. Pero aquello encajaba con lo que había transcrito: no aparecía porque había nacido fuera del pueblo. Y, al parecer, tampoco había muerto allí. De haber existido en realidad, claro.

Hizo una búsqueda más genérica y descubrió que en la época de la ocupación militar, entre septiembre y octubre sobre todo, había habido más defunciones que durante los meses y años anteriores y posteriores. Esto encajaba perfectamente con el aumento de la mortandad que aparecía reflejado en la novela.

Cuando terminó, se demoró en recoger las notas que había tomado. Durante la hora de búsqueda, no había dejado de espiar los movimientos de la chica. Había visto cómo se afanaba en colocar libros al principio —las devoluciones del día anterior, supuso— y en ordenar mesas y sillas después. Cuanto más la observaba más le gustaba. Se movía ágil, como si lo hiciera al ritmo de una canción alegre. En varios momentos, sus miradas se cruzaron y ella le sonrió. Cuando ya no hubo más razones para permanecer allí, dando un suspiro que sonó demasiado alto, se acercó a ella y le dijo que se iba ya. Ella se quedó mirándole de frente, sonriente, y así permanecieron unos segundos los dos, sin moverse, hasta que Abdoulaye alargó torpemente su mano oscura y estrechó la de ella.

—Gracias por todo —le dijo—, me llamo Abdoulaye, gracias, —repitió un poco balbuceante.

Ella soltó una risita y estrechó su mano sin dejar de sonreír.

—Y yo Josune —le dijo.

Abdoulaye salió del lugar pensando que tenía que buscar la forma de volver a verla. Era la primera vez desde que había llegado a España que se sentía atraído por una chica.

 

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Josune vio salir al chico negro pensando que le encantaría volver a verlo. “Tiene un cuerpo perfecto”, pensó. Si era escritor, igual iría a la feria del libro que se organizaba en Irún. Ella la conocía porque una vez les habían llevado desde el cole. Se había aburrido mucho, pero ahora agradecía recordarla. Buscaría en Google cuándo era e intentaría acercarse con sus amigas, a ver si veía a... “¿cómo ha dicho que se llama?”.

 

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Al día siguiente, Abdoulaye se incorporó de nuevo al trabajo. Había estado lloviznando toda la noche, pero en aquel momento, a primera hora de la mañana, estaba despejado. Después de saludar a Matilde se dirigió al jardín de la parte trasera, donde la mujer le había dicho que estaba Alicia.

—Lleva allí un buen rato, está en uno de sus momentos ausentes —le dijo poniendo cara de circunstancias.

Alicia estaba sentada en el pequeño porche construido como avance de la casa. Todo de cristal, era una estancia que se podía utilizar para admirar el jardín a resguardo, sin embargo, en aquel momento, la gran cristalera central estaba abierta de par en par. Hacía frío, pero Alicia estaba bien abrigada, con una taza de té humeante en las manos. Mantenía la mirada fija al frente, pero parecía que su mente estaba muy lejos de allí. Él aún no había llegado a su altura cuando ella, sin hacer ningún movimiento ni gesto que mostrara que le había oído acercarse, dijo con voz clara:

—Siéntate a mi lado, Abdoulaye. Tengo que contarte algo.

Él obedeció y ella comenzó a hablar.

—Sé que quieres saber de dónde he sacado la inspiración y la información para contar esta historia. Es normal que tengas curiosidad, teniendo en cuenta las coincidencias históricas y mi extraña forma de trabajar. Desde el principio me pareció que eras la persona perfecta para hacer este trabajo, y no me he equivocado —le miró por primera vez desde que había comenzado a hablar—, pero había cosas que prefería que no supieras, por eso te hice firmar aquella cláusula. Sin embargo, creo que ya estás preparado para saber la verdad.

A Abdoulaye le dio un vuelco al corazón.

—Eres la primera persona a la que le voy a contar esto —continuó Alicia—. Matilde sabe algo, en parte porque lo adivina, en parte porque le he ido contando algunas cosas estos años, pero sin darle demasiados detalles. Ella no los necesita, me conoce bien y sabe que soy especial. Y no le importa. Pero contigo es diferente, al fin y al cabo, estás embarcado conmigo en el proceso de sacar a la luz esta historia.

En ese momento hizo una pausa que duró cerca de un minuto. Parecía que estaba buscando las palabras adecuadas para explicar bien lo que tenía que decir. Luego, suspiró profundamente y continuó.

—Empecé a ser consciente de lo que me sucedía con diecisiete años. Siempre estaba perdida en ensoñaciones. Me había construido un mundo interior en el que me inventaba historias y personajes, y solía estar más tiempo allí que aquí. Una niña soñadora, eso es lo que decían de mí Matilde y mi padre, y lo que creía yo también. Hasta que una de esas historias se me apareció en una excursión que hice con mi padre por tierras de Castilla. Fuimos a una iglesia en Segovia donde había tumbas medievales, y en dos de ellas, contiguas, vi escritos los nombres de dos personajes de una historia que hasta entonces yo había pensado que era producto de mi imaginación.  El impacto me dejó tocada durante dos semanas. Después, cogí fuerzas para investigar y descubrí que no solo coincidían los nombres y las fechas: lo que yo creía fantasía, no era tal. En mi mente se estaba desarrollando una historia que había sucedido ochocientos años atrás. ¿Cómo podía ser, si yo antes no había tenido noticias de aquellos hechos? Una locura. Pero a  aquella le sucedieron otras. Cogí la costumbre de investigar y siempre encontraba datos que confirmaban que los hechos principales y que los protagonistas habían sido reales. No llegaba a confirmar todos los detalles, pero aquello era normal por otro lado, porque “mis” historias eran de gente normal, no de grandes personajes. También me fui observando y me di cuenta de que el entorno me afectaba a la hora de “percibir” aquellas historias. Lo hacía mejor y con más intensidad si escuchaba música, y no siempre la misma ni del mismo tipo: unas veces clásica, otras, moderna… También me ayudaba el mantenerme en forma, sobre todo correr y, lo más importante, me di cuenta de que solo recibía las historias cuando llovía. El agua de lluvia parecía funcionar como transmisor. Aún lo sigue haciendo. El caso es que una vez acepté lo que me ocurría, aparqué los porqués y las investigaciones y me dejé llevar. Al principio no grababa, solo me perdía en aquellas historias. Pero cuando mi padre murió, noté en mí un impulso nuevo. La recepción de las historias se hizo más intensa y algo me empujó a sacarlas de mi mente. Así fue como se me ocurrió grabarlas. Durante muchos años aquello fue suficiente, pero hace seis meses, no sé por qué, algo cambió de nuevo. Mientras la historia número trece iba apareciendo en mi mente, empecé a sentir que debía dar un paso más y darla a conocer. Descarté hacer públicas las grabaciones, no tenía ganas de ser tomada por lunática, y entonces se me ocurrió publicar la historia en forma de novela. Era la mejor manera de sacarla a la luz sin levantar suspicacias. Yo nunca he querido ser escritora, Abdoulaye, pero hacer pública esta historia era una necesidad, que surgía no sé de dónde, pero que no podía ignorar.

Al llegar a este punto, Alicia hizo una nueva pausa que duró aún más que la anterior. Abdoulaye aguantó sin decir nada, hasta que ella comenzó a hablar de nuevo.

—El problema, como bien sabes, es que no me arreglo con los ordenadores,  así que no me quedó más remedio que buscar un transcriptor. Aunque lo cierto es que, más que buscarte, llegaste a mí, como mis historias —añadió, mirándole con una sonrisa—. Al principio decidí ocultarte todo para no asustarte —continuó—. Sabía que tendrías curiosidad y querrías saber más, que te extrañaría mi forma de crear, y yo misma, pero tenía miedo de que salieras corriendo si te enterabas de la verdad, y no quería que nada interrumpiera la labor que estabas haciendo. Pero has acabado tu trabajo y pienso que ya no debo seguir ocultándotelo. Si vamos a seguir trabajando en esto juntos, que es lo que deseo, debe haber confianza entre los dos. Esta es la verdad, Abdoulaye —terminó Alicia—. No sé si me crees o no, y tampoco me importa mucho, lo importante es que quieras seguir trabajando para mí. Porque siento que, una vez empezada, esta labor tiene que continuar.

Abdoulaye había seguido fascinado el discurso de Alicia. Él no era creyente, en nada, y mucho menos en historias con tintes mágicos, pero no había sentido rechazo ante lo que ella le había contado. Había que reconocer que todo lo que le había intrigado hasta entonces encajaba perfectamente en aquella explicación. Además, Alicia le parecía extraña, pero también sincera. Estaba seguro de que ella creía lo que le acababa de contar. ¿Y él? Bien, lo cierto era que aquello chocaba con su naturaleza racional, pero no le parecía una razón suficiente para descartarlo del todo. Quizá en algún momento alguien encontraría una explicación científica para lo que le acababa de contar Alicia. Quizá el pasado estaba grabado de alguna manera en el ambiente y ella funcionaba como un aparato receptor que recogía las ondas de lo sucedido. ¿Por qué no? Pero en aquel momento decidió aparcar aquellas reflexiones, ya pensaría en ello más adelante. Alicia le había dicho que quería seguir contando con él, y no había nada que le pudiera hacer más feliz. Por eso le dijo que claro que quería seguir trabajando con ella.

—Para empezar —terminó— estoy deseando acabar de transcribir la historia de Gabriel e Irene.

Ella sonrió y, más cercana que nunca, le tocó suavemente una mano y le dijo:

—Me alegro Abdoulaye, eres la persona más indicada. La única. Y ahora, si quieres, ve a tu despacho, ahí tienes el final.

 

 

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