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~ Capítulo 3 ~

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~ Capítulo 3 ~

 

 

Tras despedirse de Alicia, Abdoulaye salió de la casa y se encontró de nuevo al aire libre. Bajó tranquilo la larga escalinata, tal y como había estado durante toda la entrevista, pero al llegar abajo, cuando se encontró en terreno familiar, sintió la tierra temblar bajo sus pies. Fue consciente de que, por segunda vez en su vida, se iba a embarcar en un cambio de vida total, haciendo caso omiso al juramento que se había hecho a sí mismo de no volver a hacerlo nunca más.

Tres años antes habría dado todos sus ahorros y su colección de libros (el objeto material que más amaba en este mundo) por conseguir una oportunidad como aquella; y lo habría considerado un golpe de suerte increíble. Dos años atrás habría dado cualquier parte de su cuerpo no imprescindible para sobrevivir; y lo habría considerado un milagro. Pero le sucedía cuando no lo necesitaba. Cuando sólo le daba miedo. Mucho miedo.

Y, sin embargo, había dicho que sí.

Y no tenía intención de echarse atrás.

Porque, a pesar del miedo, aceptar significaba estar más cerca que nunca del único sueño que había tenido en su vida: ser escritor. Escribiría para otra persona, pero escribiría. Aprendería el oficio y tendría tiempo libre para crear sus propias obras. El Hiru Izar le había salvado la vida, pero pescar no era lo que quería hacer el resto de ella. Y si el plan salía mal, como había ocurrido con el que le había llevado a Madrid, volvería a Dakar. A casa. Si tenía que hacer algo que no le gustaba, que fuera al menos en su hogar y rodeado de su gente.

Le extrañó, ahora que lo veía tan claro, no haber visto antes el camino a seguir, pero es que su vida había sido un torbellino de cambios desde que había salido de Senegal. Lo que en un principio había sido una aventura, se había convertido en supervivencia pura y dura. Y pensando en sobrevivir, había olvidado tener objetivos, perseguir sueños y luchar por la vida que quería vivir.

Abdoulaye había nacido en Dakar 29 años atrás. Era el tercero de una familia de seis hermanos: cuatro chicas y dos chicos, que habían salido adelante bajo la mirada atenta de su madre. Su padre se había ido de casa cuando su hermana pequeña tenía dos años y él diez. Lo que para algunos habría sido una gran pérdida, para los seis niños no había pasado de ser un hecho anecdótico. Antes de desaparecer, el padre había parado poco por casa, y cuando lo había hecho, había estado demasiado borracho como para relacionarse con ellos.

Cuando desapareció el padre, su madre no solo no le echó de menos, sino que respiró aliviada. Aquel hombre solo le había traído problemas. Habría maldecido su mala elección si no fuera porque creía que aquello era una característica consustancial al género: todos los hombres traían problemas. Se había casado porque había que casarse, y también para huir del hombre al que había tenido que aguantar hasta entonces: su padre. Además, en un principio, le había parecido trabajador. Un principio que resultó ser solo eso: principio, ya que a los dos meses exactos de casarse, recién embarazada de su primer hijo, él empezó a beber y a faltar al trabajo, a beber y a perder el trabajo (dos días después de nacer su hijo) y a beber y no volver a trabajar nunca más. Al echar la vista atrás, Talita, la madre de Abdoulaye, no entendía muy bien qué le había hecho aguantar 15 años y cinco hijos más.

La explicación se encontraba en su carácter: era una mujer inteligente, pero conformista. O fatalista. Pensaba que la vida era molesta la mayoría de las veces y muy desagradable el resto. Que aquello que algunos llamaban felicidad no eran más que puntuales momentos de alivio tras episodios de sufrimiento o incomodidad; como quitarse una piedra del zapato. Igual. Así que cuando el padre de Abdoulaye desapareció, Talita disfrutó de la sensación de alivio y continuó adelante sin más.

La desaparición del padre tampoco supuso un descalabro económico para la familia. Talita era cocinera en el Hospital Principal de Dakar y, aunque tenía un sueldo pequeño, le llegaba para dar de comer a sus seis hijos. Suficiente.

Los niños estudiaron en la escuela pública y, a medida que fueron terminando la enseñanza elemental, abandonaron los estudios y comenzaron a trabajar. El mayor, Abdou (Talita no había perdido mucho tiempo pensando el nombre de sus hijos), resultó ser un chico grande y fuerte, como su padre, no muy inteligente, como su padre también, pero bonachón y buen trabajador. A los doce años había empezado a trabajar en la construcción y ahora, con 33 era encargado de obra. Buen padre de familia, tenía tres hijos varones a los que Talita miraba, cuando creía que no se daban cuenta, con la misma desconfianza con la que había  mirado siempre a su padre, su marido y sus dos hijos varones.

Abdoulaye era grande y fuerte, y bonachón y trabajador, pero, a diferencia de su padre y hermano, también era inteligente. Muy inteligente. Michel D'Armagnac, su maestro francés en la escuela primaria, lo descubrió enseguida.

D´Armagnac era un idealista (solo por eso se podía entender qué hacía un parisino de clase alta en una escuela de una barriada de Dakar), así que se planteó como objetivo vital el enviar a aquel chico a la Universidad. Tenía montada su propia ONG: la componían su madre —de derechas, católica apostólica, de misa diaria y peluquería semanal— y sus cinco amigas de timba. Cuando D'Armagnac necesitaba aumentar la calidad de su sacrificio, cuando consideraba que no era suficiente con dedicar cada minuto de su vida a aquella escuela sin futuro, enviaba una carta lacrimógena a su madre pidiéndole fondos para una buena obra, y entre ella y sus amigas juntaban el dinero para llevarla a cabo. Michel D´Armagnac se cuidaba mucho de contarle a su madre la verdad: solo le escribía lo que ella quería leer. Enviar a un chico sano y fuerte a la Universidad no era una prioridad para Marcelline D’Armagnac, su hijo lo sabía bien, así que para conseguir el dinero necesario para hacer de Abdoulaye un universitario, inventó la historia de una pobre huérfana, gravemente enferma, sin dinero para poder ser operada.

Siempre había sido así. Aquella era la tercera vez que D'Armagnac se embarcaba, con éxito, en una cruzada de aquel tipo. Así había conseguido una  biblioteca para su colegio —que en París, en casa de Marcelline, tenía el nombre de “Pauline Ndiaye, viuda reciente, madre de diez hambrientos niños”—. Y después unas duchas, también para el colegio, que permitían que sus niños más pobres mantuvieran una higiene adecuada, y que en París se llamaban: “pierna ortopédica de Abdoul Fall, niño de cinco años que había perdido la suya al ser atropellado por el autobús escolar”. En todas las ocasiones, había conseguido un grado de verosimilitud mayor gracias a posados de sus niños y al photoshop. Para el tercer cuento, el que sirvió para pagar la Universidad de Abdoulaye, inventó a una huérfana aquejada de una grave y extraña enfermedad. En este caso, había utilizado una fotografía de Fatimah, la hermana pequeña de Abdoulaye (introducir algo de verdad le tranquilizaba la conciencia). Adelgazándola hasta extremos de modelo de pasarela, y llenándole la cara de pústulas, había logrado lo que buscaba. Marcelline le había enviado 3.000 euros, reunidos entre ella y sus cinco amigas de timba, que habían servido “para una primera operación” (para la matrícula de la Universidad y los libros de segunda mano del primer curso). Y los seis años posteriores, le habían enviado 3.000 euros anuales para “financiar las medicinas, carísimas, que la niña necesitaba” (los libros y matrículas de los años siguientes, hasta que Abdoulaye se doctoró).

Y todos contentos.

Marcelline y sus amigas seguían apostando el dinero de sus maridos (vivos o muertos) en la partida semanal con la conciencia tranquila por el deber caritativo cumplido. Michel iba construyendo su plan de vida basándose en objetivos humanitarios —tal y como había decidido con veinte años— y Abdoulaye había conseguido la Maitrîse en Lengua Española en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar y, posteriormente, el doctorado, cuya tesis fue alrededor de Los gozos y las sombras de Torrente Ballester. Fue el cuarto alumno que se doctoró en la especialidad de Lengua Española en aquella Universidad. 

Así, con 25 años, Abdoulaye consiguió un título que en España no le habría servido de mucho, pero que en Senegal era una rareza exótica (la mayor pérdida de tiempo que había visto en su vida, decía Talita siempre). 

 

Durante los años de estudio no se conformó con disfrutar del momento y, a partir del segundo año de facultad, empezó a planear su vida para cuando terminara la Universidad. Desde los 12 años había compaginado sus estudios con trabajos a tiempo parcial, algo corriente en Senegal y obligatorio en casa de Talita. Al principio había limpiado los coches de los ricos y vendido tarjetas telefónicas, luego, cuando desarrolló un cuerpo de hombre, encontró dos fuentes de dinero mejores: descargar pescado en el puerto de Dakar cuando llegaban los barcos de madrugada y trabajar en la construcción durante los meses de vacaciones. Talita les exigía a sus hijos el 80% de sus ganancias, fueran las que fueran, mientras que permitía que se quedaran con el 20% restante para sus otras necesidades.”Os doy de comer, pero no me pidáis nada más”, era su ley, y ésta se cumplía a rajatabla. Abdoulaye empezó a guardar desde el principio la mayor parte de su 20%, y, a partir del momento en que tuvo claro qué quería hacer con esos ahorros, guardó todo, aunque aquello le supuso tener que llevar, durante años, la ropa que su hermano mayor desechaba. Nunca le importó: perseguía un bien superior.

Su plan era comprar un billete de ida y un visado para Madrid, la capital de su país amado. Una vez llegara, tras asegurarse el sustento con cualquier trabajo, pensaba dedicarse a lo que siempre había soñado: escribir. Y quería hacerlo en castellano: el idioma de Vargas Llosa, Pérez Galdós y Torrente Ballester.

Con el doctorado reciente en el bolsillo, comenzó los trámites para conseguir el visado y el billete. Tardó en conseguir todo más tiempo del que había previsto, no eran buenos tiempos para salir de África hacia Europa, pero lo consiguió al fin: un visado de estudios (para ello tuvo que matricularse en un curso de verano en la Complutense, algo que no había planeado, pero que le resultó estimulante también). Tras pagar todo, calculó que con el resto tendría para vivir, de manera muy modesta, tres meses, cuatro a lo sumo. Pero no tenía miedo (entonces aún no), le parecía tiempo más que suficiente para encontrar una fuente de ingresos. Estaba dispuesto y preparado para trabajar duro, en lo que hiciera falta.

Así llegó a Madrid: en avión, con visado y con dinero para sobrevivir cuatro meses.

Nada más pisar suelo español lo notó.

El desprecio.

Como una bofetada.

Hablaba perfectamente castellano, pero no importó. Antes de una semana supo que nada de lo que había planeado iba a salir bien. Desde el primer día comenzó a buscar trabajo, se presentaba a las entrevistas de todo: camarero, peón... y, aunque cambiaba la cara de los entrevistadores, la expresión que encontraba enfrente era siempre la misma. Enseguida supo traducirla en palabras: eres negro, eres africano, no nos interesas. De nada le servían sus ganas de trabajar y su perfecto castellano. En Madrid, en su adorada España, ser negro, ser africano, era peor que ser nada.

Algún entrevistador compasivo le aconsejó ir al sur, a Almería, a los plásticos, allí recogían a los que eran como él, le dijo, pero Abdoulaye no quería ir, no había venido a España a acabar en un gueto, apartado de los autóctonos como un apestado. Leía los periódicos para buscar empleo, y ahí leía también la información que llegaba a España sobre su país y su continente: pateras, hambre, desesperación... A nadie le interesaba saber más, saber que en Senegal se estudiaba español, en la Universidad y en los colegios (era la opción de segundo idioma mayoritaria en los institutos de secundaria de todo el país), que un senegalés podía doctorarse en Lengua y Literatura Castellana.

Luego vino el frío.

Había alquilado un cuarto en una casa que compartía con dos personas. La habitación le costaba 300 euros al mes y no le llegaba el dinero para mucho más. Y en Madrid empezó a hacer frío, más del que había sentido en toda su vida. La habitación no tenía calefacción y su ropa no era adecuada.

Y, finalmente, vino el hambre.

Con el dinero justo para pagar el alquiler, la ingesta de alimento se redujo a lo mínimo para no morir de inanición. Aunque lo que decían los medios de comunicación era que una de las causas del éxodo masivo de África era el hambre, él no lo sintió hasta llegar a Madrid.

A los cuatro meses de llegar se quedó sin dinero. Tuvo que abandonar el cuarto en el que había vivido hasta entonces y se encontró en la calle. Sin nada. Sin nadie. Lo que unos meses antes le había parecido poca cosa y alejado de sus planes: ir a Almería a trabajar, podría haber sido la solución, pero ya no tenía fuerzas ni para salir de la estación de metro en la que pasaba los días. 

 

Si hubiera tenido un poco de fuerza, ésta le habría bastado para hacerse desaparecer: tirarse a las vías del tren, por ejemplo. No tenía más que dar unos pocos pasos desde el lugar donde pasaba la mayor parte de las horas. Pero no tenía energía ni para eso.

Si las cosas no hubieran cambiado, habría acabado muriendo: de frío y desnutrición. De pena. A veces ocurría, todos los años varias personas morían en Madrid de aquella manera. Muertes lamentables, pero asumibles; “mendigos y borrachos, ellos se lo habían buscado de alguna manera”, pensaba la mayoría.

Por suerte, no ocurrió así. Un día cualquiera de abril, diez meses y diez días después de haber llegado, oyó algo que por un segundo le hizo pensar que había muerto y estaba en las puertas del cielo: unas palabras en wolof, su idioma materno. Al levantar la cabeza, se encontró con dos rostros jóvenes y sonrientes que le hablaban a él. No estaba en el cielo, continuaba en la estación de Atocha, y lo que aquellos hombres jóvenes le habían dicho había sido algo tan prosaico como “¿Eres senegalés?”. Pero el hecho de oír su idioma materno y, sobre todo, de que alguien, por primera vez desde que había llegado, se dirigiera a él de manera amistosa, le provocó un llanto inesperado.

Una semana después, Cheick y Mamadou, los chicos que se le habían acercado, y después le habían recogido y llevado a su piso (compartido con otros cinco senegaleses), le contaron que su acercamiento había sido fruto de una apuesta. Cheick estaba convencido de que era capaz de distinguir a un senegalés de cualquier otro africano de un país vecino, Mamadou le decía que, si acertaba, era por casualidad. Mientras reían y discutían sobre el tema le vieron a él y entonces Cheick dijo que aquel chico sentado en el suelo, estaba seguro, era senegalés. Entres risas, decidieron apostar cinco euros.

Eso es lo que costó el rescate de Abdoulaye: cinco euros. Y un par de sonrisas amistosas.

El llanto de hombre adulto, y que contestara que sí, y el hecho de que en el piso en el que vivían todavía quedara un hueco para tirar una esterilla y un saco de dormir, y el recuerdo de lo mal que lo habían pasado ellos también —aunque al menos siempre habían estado juntos—, todo aquello y quizá algo más dentro de cada uno de ellos fue lo que les empujó a ayudarle.

Lo llevaron a su piso, le presentaron al resto de compañeros, le hicieron un hueco en el salón, al lado del sofá donde dormía Cheick, le dieron comida senegalesa y no dejaron de hablarle en wolof mezclado con francés; el de Senegal, no el de París.

Los primeros días, Abdoulaye no fue capaz de decir gran cosa, aparte de contestar con monosílabos a las preguntas que le hacían sus compañeros de piso. Pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en la esterilla sobre la que dormía. Solo se levantaba para ir al aseo y para comer. Pero poco a poco fue volviendo a la vida. Al cabo de una semana, ya era capaz de hablar con ellos de cosas banales, relacionadas con el día a día: qué había para comer, qué tiempo hacía... y permanecía más tiempo de pie o sentado en el sofá del salón. Sus compañeros de piso no le presionaban ni le exigían nada. Al cabo de una semana y media, viendo un partido de fútbol, Abdoulaye se rio por primera vez por un comentario de Cheick. Nadie dijo nada, pero en la habitación se sintió una corriente de alegría. A partir de ese momento, Abdoulaye empezó a comportarse con mayor normalidad. A pesar de que no le habían  pedido nada a cambio, acordó con ellos que se ocuparía de las comidas y de la limpieza del piso. En un mes, la situación se estabilizó.

Podría haber permanecido mucho tiempo así, pero cuando se sintió mejor, Abdoulaye decidió que debía corresponder económicamente. El problema era que tenía terror a buscar trabajo de nuevo.

Habló con Cheick y Mamadou. Le ofrecieron trabajar con ellos en la venta ilegal, era duro, pero conseguían lo necesario para sobrevivir, además de que así continuaban en Madrid, algo que les dejaba la puerta abierta a posibilidades mejores. Pero aquella opción no era buena para Abdoulaye. Las calles de Madrid se habían convertido en su peor pesadilla (apenas salía del piso a hacer la compra en la tienda del barrio). Cheick y Mamadou tenían amigos en un pueblo del norte de España, en Hondarribia, trabajaban como pescadores; se les antojó una buena opción para Abdoulaye. Movieron los hilos y consiguieron una oferta para una marea de prueba. Aquello no parecía muy diferente de los plásticos de Almería, pero los meses que habían pasado entre una oferta y otra habían variado la percepción que tenía Abdoulaye de aquellos trabajos. Además, necesitaba salir de Madrid tanto como había necesitado llegar.

Así que, tras vivir dos meses con los que consideraba sus ángeles de la guarda, se despidió de ellos con un abrazo y un papel en el bolsillo con los datos de Ibrahima, el primo de Cheick, que iba a ser quien le iba a recibir al llegar a Hondarribia.

Aquellos dos chicos avispados, que habían cambiado de continente para pasar de vivir en un suburbio a otro, incultos, tramposillos, con los que no tenía gran cosa en común aparte del idioma y el lugar de origen, y con los que no habría intercambiado ni dos palabras seguidas si los hubiera conocido en Senegal se habían convertido en dos de las personas más importantes de su vida: le habían salvado la vida, le habían cuidado mientras convalecía de sus heridas del alma y le habían señalado un camino nuevo a seguir.

Así fue como Abdoulaye llegó a Hondarribia, al Hiru Izar, donde trabajaba Ibrahima y donde fue contratado, primero para una marea de prueba y poco tiempo después con contrato indefinido. Durante la temporada de pesca vivía en el barco, cuando volvía a tierra compartía piso con Ibrahima y tres compañeros más. Cobraba bien, tenía de sobra para tener habitación privada, comprarse ropa de invierno y comer decentemente. Y le sobraba para enviar a Senegal, a su madre, la mitad de su sueldo.

Tenía una relación cordial con sus compañeros de faena y piso, y una relación casi paterno-filial con Martín Susperregi, su patrón, hombre de pocas palabras, pero sensible y buena persona. Nada se parecía a lo que había planeado tres años atrás, cuando salió de Senegal, pero, tras pasar por el infierno, podía decir que era moderadamente feliz.

Nunca hablaba de lo ocurrido durante aquellos meses que había estado vagando y viviendo en las calles de Madrid. A veces, le venían a la mente imágenes de lo vivido, entonces las apartaba como se apartan las pesadillas por la mañana al despertar, aunque los sentimientos y las sensaciones, a veces, se apoderaban de él.

No fue hasta dos años después de llegar a Hondarribia, cuando, asentado y tranquilo, se encontró preparado para retomar su sueño de ser escritor. Luego vino el atasco creativo y la idea de poner un puesto en el mercado para superarlo.

Y entonces apareció aquella mujer, Alicia, y, de nuevo, todo tembló.

 

 

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