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~ Capítulo 4 ~

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~ Capítulo 4 ~

 

 

Dos días después de la entrevista con Alicia, Abdoulaye recibió la llamada del bufete de abogados que se iba a encargar de redactar su contrato. Le citaron para aquel mismo día en sus oficinas de la Avenida de la Libertad en Donostia. Allí le recibió un señor alto y rubio, que se presentó como Fernando Monreal: 

—No quiero entretenerle mucho, así que iremos al grano —le dijo tras estrecharle la mano y señalarle una silla—. Hemos redactado un contrato en los términos que Alicia nos ha pedido. Le aconsejo que lo lea con calma y me haga todas las preguntas que le surjan, hoy o en los próximos días. Alicia ha insistido en que no hay prisa, así que puede  tomarse todo el tiempo que necesite antes de tomar una decisión.

En aquel momento, Monreal se calló unos segundos y, mirándole a los ojos, añadió, utilizando un tono de voz más cercano: 

—Yo no soy nadie para aconsejarle, pero no puedo dejar de  decirle que el documento que le voy a dar a leer está escrito en términos muy ventajosos para usted. Gran parte de mi trabajo consiste en asesorar a empresas en sus contrataciones y le puedo asegurar que no se ven a menudo contratos de este tipo. Le diría que me sorprende, pero, viniendo de Alicia, no lo hace en absoluto —sonrió.

Luego se quedó en silencio de nuevo y, tras coger aire, continuó: 

—Bien, yo quería avisarle de que Alicia es especial y de que ésa es la razón de que lo que le ofrece también lo sea. En cualquier caso, usted decidirá tras leerlo.

Abdoulaye asintió. Desde el principio había tenido ocasión de conocer la parte especial de Alicia. No sabía qué iba a encontrar en aquel contrato, pero estaba preparado para que le sorprendiera.

—Debe saber también —continuó Monreal, volviendo al tono profesional del principio— que existe una cláusula de cumplimiento ineludible. Si la rompiera, se le rescindiría el contrato. En cualquier caso —terminó— ya he hablado más de lo necesario, lo que corresponde ahora es que usted lea el documento y después aclaremos dudas.

Abdoulaye aceptó lo que le decía Monreal y, tras recoger el documento de sus manos, se dispuso a leerlo. El abogado le dijo entonces que le daba unos minutos para analizarlo con tranquilidad y salió del despacho dejándole solo.

En el contrato, corto y preciso, aparecía mucho de lo que ya le había mencionado Alicia dos días antes, pero también datos nuevos. En resumen, el listado de trabajos y contraprestaciones era el siguiente:

-1.500 euros netos mensuales más dos pagas extra por el mismo importe.

-Una jornada laboral de 8 horas diarias los cinco días laborables de la semana.

-Un mes de vacaciones pagadas al año; a negociar con Alicia fechas y reparto de días.

 

A cambio se le pedía el siguiente trabajo:

-Labores de secretario, entre las que se encontraba fundamentalmente la transcripción de las cintas grabadas por Alicia. La transcripción debía ser literal en cuanto a los hechos que se contaban y en el orden que se contaban. Se le permitían correcciones gramaticales y de estilo. Todo lo transcrito por él debía pasar el examen y visto bueno de Alicia.

-En caso de posterior publicación de las novelas, su nombre aparecería como corrector en los ejemplares publicados.

-Bajo ningún concepto se le consideraría autor o coautor de las obras.

-Alguna vez debería hacer de chófer, pero siempre se trataría de viajes relacionados con la novela y el proceso de transcripción.

 

Desde luego, todo encajaba en lo que le había dicho Monreal: ni en sus mejores sueños habría imaginado un contrato de trabajo mejor para él. No eran solo las condiciones económicas y laborales ni el tipo de trabajo, tan perfecto para él. Además de todo aquello, si las obras se publicaban algún día, su nombre aparecería en las novelas. ¡Iba a formar parte del mundo en el que siempre había querido trabajar!

Pero después de todo aquello venía la cláusula que le había mencionado el abogado. Era de confidencialidad, algo que consideró lógico teniendo en cuenta que por sus manos iba a pasar material creativo. Pero había algo extraño en ella, porque no pedía confidencialidad respecto al contenido de la obra. En resumen, la cláusula decía que no debía contarle a nadie nada que tuviera que ver con el proceso de creación de la obra. Y tampoco debía investigar nada con relación a Alicia y a la forma en que se inspiraba y documentaba. 

Aquello era un poco extraño.

Pero lo cierto era que, aparte de aquella cláusula, que debía ser parte de las rarezas que había mencionado Monreal, una vez leído el documento entero, Abdoulaye no solo no encontró nada que le hiciera desistir de firmarlo, sino que confirmó la primera impresión que había tenido en casa de Alicia: aquello era un sueño.

En el momento en que sus pensamientos empezaban a divagar, entró de nuevo el abogado Monreal, dispuesto a despejar las dudas que le hubieran surgido durante la lectura. Abdoulaye le mencionó la extrañeza que le había causado la cláusula. El abogado le tranquilizó:

—Alicia es muy celosa de su intimidad. No sé por qué le preocupa tanto ese aspecto concreto, pero yo lo enmarco dentro de su deseo de privacidad —le dijo—. Lo que sí le aseguro es que detrás no hay nada ilegal o perjudicial para usted.

Abdoulaye se conformó con esta respuesta y ahí acabaron todas sus preguntas.

Tras un momento de silencio, Monreal le preguntó cuánto tiempo iba a necesitar para tomar una decisión. Abdoulaye le dijo entonces que la decisión estaba tomada ya: pensaba aceptar el trabajo y firmar el contrato. Una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro del abogado.

—Me alegra oírlo. Si no hubiera aceptado, habría pensado que estaba haciendo usted la mayor tontería que he visto en este despacho, y le aseguro que he visto unas cuantas —añadió con gesto irónico.

Así pues, aquel mismo día Abdoulaye firmó el contrato. Y quince días después, tal y como estaba estipulado, se presentó en casa de Alicia para iniciar el primer día de su nuevo trabajo. Le recibió de nuevo Matilde, sonriente y luminosa como una mañana en Dakar.

—¡Hola, Lay! —le dijo nada más abrir la puerta y, ante el gesto de extrañeza de él, añadió— te he acortado el nombre, espero que no te moleste, pero no puedo con ese nombre tuyo tan raro —y soltó una carcajada que sonó como una cascada de agua de manantial.

—Ali está grabando y me temo que va a estar encerrada un buen rato, así que tendrás que esperar a que acabe —continuó sin esperar respuesta de él—. Mientras tanto, te voy a llevar a tu despacho.

La mujer le llevó a una estancia espaciosa y elegante, en cuyo centro había una mesa grande de madera maciza sobre la que se veía un ordenador de última generación. Una de las paredes de la habitación estaba cubierta de lado a lado y de techo a suelo por una librería de baldas gruesas llena de libros. Decidió ojearlos hasta que Alicia le llamara.

Un buen rato después, unos golpes suaves en la puerta y la cabeza de Matilde asomando le anunciaron que Alicia había terminado y quería verle.

—Querido Abdoulaye —le dijo Alicia en cuanto lo vio—, antes de nada tengo que pedirte disculpas por no haberte recibido nada más llegar, pero estaba en plena grabación y cuando eso sucede nadie puede interrumpirme. Así es como trabajo, ya te irás acostumbrando.

Después, cogió una pequeña grabadora plateada que estaba sobre la mesa.

—Aquí tienes lo que he grabado estas últimas semanas. Una buena parte, antes de conocerte y el resto, hoy, del tirón. Creo que da más o menos para un capítulo.

Abdoulaye estaba deseando empezar a transcribir, así que ella le explicó cómo funcionaba la grabadora y le dejó marcharse a su despacho.

Una vez allí, encendió la grabadora. Inmediatamente, escuchó la voz de Alicia. Lo primero que le llamó la atención fue precisamente eso: su voz. Era diferente a la que conocía, a la que acababa de escuchar en directo. Si no fuera porque siempre había visto a Alicia entera y sobria, como hacía unos minutos, habría dicho que estaba bajo los efectos de alguna sustancia —alcohol o tranquilizantes—, ya que su voz sonaba lenta, lejana, gutural... Pero alejó esos pensamientos y empezó a transcribir.

Fue escuchando partes pequeñas de la historia, parando y encendiendo la grabadora, transcribiendo frase a frase, hasta llegar al final de la grabación. Una vez terminó, confirmó que la voz de Alicia se mantenía extraña de principio a fin. El cambio, entonces, no era achacable a la ingesta de ninguna sustancia, ya que él la había visto perfectamente pocos minutos después de terminar de grabar. Aquello era un poco extraño, pero recordó la cláusula que había firmado: debía mantener a raya su curiosidad. Le habían contratado para transcribir y eso era lo único que debía interesarle.

 

 

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