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~ Capítulo 5 ~

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~ Capítulo 5 ~

 

 

La chica está en el borde del camino, en un recodo en el que pasa desapercibida, camuflada bajo el manto grueso, de color parduzco, que le cubre desde la cabeza hasta las rodillas. Es verano, pero llueve mucho; sirimiri. Y hace fresco; hace días que llueve y hace fresco. Viene de visitar a uno de los pequeños de la escuela, que lleva varios días enfermo y no mejora. No ha visto bien al niño. Está más delgado, y con la carita consumida y roja, pero no el color rosado que tiene cuando corre por la plaza, sino el rojo mate que producen la fiebre y la enfermedad. Y esa tos… Está preocupada. Y entonces oye el ruido tras ella. Al principio es apenas un murmullo, como truenos de una tormenta lejana, pero poco a poco se va haciendo más fuerte. No, no es una tormenta, porque suena seguido. No hay pausa entre trueno y trueno, sino que parece uno solo, continuo, cada vez más fuerte, cada vez más cerca. Se para y mira hacia atrás, pero no ve nada. También oye algo que conoce bien: cascos de caballo contra la tierra, pero no uno, como suele ser habitual, sino muchos.

En el momento en que adivina qué está pasando, los ve.

Impresiona.

Sus casacas rojas brillan a pesar del ambiente gris. Ella ha visto soldados antes, pero siempre de tropas españolas o francesas, esto es nuevo y asusta.

Lleva días esperando que ocurra; todos en el pueblo llevan días esperándolo. A pesar de que es un pueblo pequeño, alejado del camino principal, las noticias llegan. Saben que los franceses se van del país, que ha habido una batalla en Vitoria que prácticamente los ha echado. El rey francés ha cruzado la frontera por Vera hace menos de un mes, y desde entonces todos los mensajes que han llegado hablan del acercamiento de los aliados. Hace pocos días, algunos batallones se han asentado en Yanci y Aranaz. Con estas últimas noticias, muchos hombres han huido o se han escondido en bordas en las montañas, por miedo a los reclutamientos forzosos. Los pocos afrancesados que había en la zona han huido también; esto ella lo sabe bien, ya que uno de ellos es una de las personas que más quiere. Llevan, por tanto, varios días expectantes, con mezcla de nerviosismo y miedo, y con la ingenua esperanza de que lo que vaya a ocurrir no afecte demasiado a sus vidas.

Lo que la chica está viendo desde el borde del camino echa por tierra esta esperanza: es evidente que tropas británicas están entrando en su pueblo: Echalar[3].

Es la mañana del día 18 de julio de 1813.

 

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La chica no sabe muy bien qué hacer, en un primer momento se queda paralizada viendo cómo van apareciendo más y más hombres en lo alto del camino, mientras las filas que ha visto surgir primero están cada vez más cerca de donde se encuentra ella. De pronto es consciente de que, a pesar de estar al lado del pueblo, está sola a merced de cientos de hombres extranjeros; y empieza a temblar. Enseguida decide hacer como siempre que tiene miedo y comienza a hablarse a sí misma, con palabras tranquilizadoras y dándose pequeñas órdenes que le conminan a actuar. Normalmente le suele funcionar. Esta vez también. “Sigue andando como hasta ahora”, se dice, “como si no estuvieran ahí”. “Sigue al mismo ritmo que llevabas antes de haberlos visto, ni más rápido ni más lento, como si todo fuera imaginación tuya y no estuviera sucediendo en realidad”. Y comienza a andar, a paso ligero, pero sin precipitarse. Y sin mirar hacia atrás.

Da una curva y ahí está, como siempre, la primera casa del pueblo, dando la bienvenida a todo aquel que llega. Es la casa del maestro. Su casa desde hace unos días. Pegada a ella van surgiendo las demás casas, algunas encaladas, otras de piedra o de madera. Ella sigue a su ritmo, oyendo cada vez más cerca los cascos de los caballos y el trueno infinito. Cuando está a 300 metros de la que ahora es su casa, le adelantan los primeros soldados a pie y, tras unas filas, aparecen los jinetes, montados en caballos oscuros. En ese momento, ella debe apartarse del camino, ya que el batallón de hombres ocupa todo su ancho y parte de la linde que está llena de helechos. Al apartarse, se queda parada a 7 u 8 metros de los hombres que van en el extremo de su lado del camino, bajo un árbol pequeño. No sabe si el helechal que tiene delante la oculta o los hombres siguen una disciplina férrea para avanzar hacia adelante, pero nadie repara en ella o, si lo hace, no lo manifiesta de ninguna manera. Siente cómo sus músculos se aflojan al descargar la tensión y el miedo, y unas lágrimas, inesperadas y no bienvenidas, afloran a sus ojos, mientras de su garganta  surge  un gemido involuntario. Hace un esfuerzo por controlar el llanto, sabe que nadie la va a ver, pero se niega a llorar, ni de miedo ni de alivio. Su madre y su querido maestro han sufrido mucho y ella no les ha visto derramar ni una sola lágrima, ahora ya no están con ella, pero debe seguir su ejemplo.

El lugar en el que se encuentra, al que ha sido apartada contra su voluntad, resulta privilegiado para observar a los recién llegados. Los hombres a pie llevan casacas rojas, cruzadas por dos bandas blancas que sujetan una mochila a su espalda, pantalones claros y sombreros negros cilíndricos. Es un uniforme vistoso y bonito. Pero ellos no lo son. Están empapados y, piensa ella, no parecen soldados de un ejército victorioso. Se les ve cansados y hastiados. La mayoría parecen muy jóvenes. Algunos, casi niños, aunque a medida que las filas avanzan, van apareciendo hombres de más edad. Los más llamativos son los hombres a caballo, llevan capas oscuras que les sirven para resguardarse de la lluvia, pero bajo ellas se adivinan las casacas rojas. El jinete más impresionante va al frente , es evidente que es el mando superior. No lleva capa, como si le fuera indiferente mojarse. La casaca, roja también, parece de mejor paño que las que llevan el resto de los hombres, los pantalones son más claros y están empapados por la lluvia, que solo él sabrá cuánto tiempo lleva cayendo sobre su cuerpo. Un cuello negro, alto y rígido, corona la casaca y se cierra sobre su garganta, un cierre suavizado por un fino pañuelo blanco de seda. Su gorro también es diferente al del resto de los soldados, no es cilíndrico sino triangular y lo lleva colocado a lo largo. Ya no es un hombre joven, tiene la piel muy blanca, como la mayoría de los soldados que está viendo, y los ojos claros, azules quizá. Es corpulento, pero sin resultar grueso. Va muy serio, con la mirada al frente, aguda, como un cazador cuando apunta con su rifle a la presa. Pasa muy cerca de donde está ella parada, pero no la ve. En el momento en que se sitúa a su altura, ella se fija en que bajo el sombrero se le ve el pelo de color rojo.

Cuando terminan de pasar los hombres a caballo, vuelven a aparecer algunas columnas de hombres a pie: llevan los cañones. Son de metal oscuro y se apoyan en unas ruedas grandes, de madera. Entonces se da cuenta de que son esos cañones deslizándose sobre el camino los que producen el ruido atronador que le ha anunciado la llegada de los soldados. Pasan varias filas de cañones, más soldados con fusiles y, cuando parece que el desfile va a terminar, aparece algo que ella no espera: varios carromatos tapados con lona gris. Sentados al frente de ellos van hombres no uniformados e, incluso, alguna mujer. Esto último le llama mucho la atención, ha oído que algunos soldados viajan con sus mujeres, pero verlo es impactante. En un carromato que va con la lona levantada en la parte trasera, ve a una mujer amamantando a un bebé de pocos días.

Cuando pasan los últimos carromatos, se da cuenta de que el desfile no ha terminado. Hay unos metros de vacío e, inmediatamente, aparece otro grupo de soldados. En este caso todos van a caballo. Llevan uniformes diferentes, de color muy oscuro, el frente de la casaca está adornado con cordones negros, gruesos, que la cruzan de arriba abajo en horizontal, y sobre el hombro izquierdo llevan otra pieza de tela: una capa corta con piel en sus extremos. Los pantalones son oscuros, y algunos llevan una faja roja rodeando su cintura. El gorro es cilíndrico y alto, pero más ancho que el que llevan los otros soldados, y está coronado por un penacho de pelo que lo sobrepasa en altura. En todos los gorros hay una insignia plateada en forma de calavera con dos tibias cruzadas, que es lo suficientemente grande como para que ella la distinga desde donde está. Es un uniforme muy elegante y los hombres que lo llevan marchan aún más rectos que los del batallón anterior. Al frente va un hombre que parece muy alto. Tiene la frente despejada y un gran bigote rubio. La estampa es impresionante, todos van muy serios y muy marciales. En este caso no hay retaguardia de artillería, ni carromatos con criados y mujeres, solo hombres y hombres a caballo.

Cuando pasa la última fila, la chica espera hasta que el sonido de los cascos de los caballos apenas se oye y vuelve a ponerse en marcha. En ese momento se da cuenta del estruendo que la ha envuelto desde que comenzó el desfile inesperado. Y también del tiempo que ha pasado: está segura de que lleva más de media hora viendo pasar al nuevo ejército invasor. Comienza a andar hacia la casa y llega al camino de acceso justo cuando la última fila de hombres a caballo gira en la curva de entrada al centro del pueblo. Cuando los cuartos traseros del último caballo desaparecen, ella está ya en la puerta de la casa. Se para y duda. Por un lado, quiere seguirles para saber si van a pasar de largo o se van a quedar en el pueblo, pero, al mismo tiempo, el sentido común le dice que es mejor entrar en la casa y esperar. Saca entonces la llave, abre la puerta y solo al cerrarla tras ella se da cuenta de que está  empapada y no ha dejado de temblar.

 

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La chica se llamaba Irene y era, desde hacía quince días, la única maestra del pueblo.

Una vez cerró la puerta, se dirigió a la cocina. Se quitó el mantón empapado, que colgó de una cuerda solitaria que atravesaba la estancia de lado a lado, cogió otro seco, del mismo color parduzco, pero algo más raído, y se lo echó por encima. Encendió el fuego y se calentó un buen tazón de leche, acabando así el puchero que había reservado por la mañana para ir consumiendo a lo largo del día. Cuando apuró la última gota bien caliente, se dio cuenta de que, por fin, había dejado de temblar. “Era frío”, pensó entonces, satisfecha consigo misma.

Habían pasado cinco minutos desde que había entrado en la casa, cuando ya no pudo retener más su curiosidad. Se acercó a la única ventana desde la que se veía el camino por el que había llegado la tropa: seguía lloviendo. Entonces los vio: dos hombres de casaca roja y bandas blancas cruzadas, como los que había visto andando en el primer batallón. Estaban sentados en el suelo, muy juntos, refugiándose de la lluvia bajo el alero de la última casa que aparecía a su vista. En ese momento aparecieron dos más, corriendo. Parecía un juego, ya que el soldado que iba delante reía mientras miraba hacia atrás y su perseguidor se dirigía hacia él con los dientes apretados, pero riendo también. El primero se acercó veloz a los soldados que estaban sentados y, de un salto, se sentó entre ellos, buscando refugio. Su perseguidor se abalanzó sobre él y comenzó a darle manotazos por todo el cuerpo. Estos no debían ser muy fuertes, ya que la víctima reía, mientras los dos soldados a su lado reían también, sin mover un músculo para ayudarle. Entonces el agredido lanzó un chillido que llegó a los oídos de Irene (quizá el último manotazo había sido demasiado fuerte), se puso serio un momento, pero volvió a sonreír de nuevo. De la mochila que llevaba a su espalda sacó el objeto que había motivado la persecución: una bota de vino, que entregó a su perseguidor. Este último la cogió, se sentó y le dio un trago largo. Cuando terminó, se la pasó a los dos compañeros que estaban sentados desde el principio, después recuperó la bota, la guardó en la mochila y los cuatro iniciaron una conversación; se les veía relajados y tranquilos.

Irene observó la escena fascinada. Le parecía que estaba viendo a sus alumnos en el patio del colegio. Ella no conocía la guerra de primera mano, pero suponía que era una de las experiencias más terribles por las que podía pasar un ser humano. Sin embargo, aquellos jóvenes jugaban como niños y reían como seres inocentes que no hubieran conocido jamás el horror. Pero eso que le asombraba también le estaba tranquilizando. Aquellos a los que llevaba días esperando con temor, no solo parecían inofensivos, sino que eran iguales a cualquiera de los jóvenes que ella conocía.

Por otro lado, lo que estaba viendo también le estaba dando otro tipo de información: la tropa, o parte de ella, se había quedado en el pueblo.

Y entonces tomó la decisión que llevaba rumiando desde que había entrado en la casa: no iba a permanecer encerrada hasta que todo terminara, iba a salir de nuevo. Decidió acercarse a la plaza del pueblo, pero no por el camino principal, sino por la parte de atrás, por el caminito de hierba entre el río y las huertas de los vecinos que, creía, no estaría lleno de tropa, o no aún (aquellos jóvenes juguetones parecían educados y las personas educadas no irrumpen en las propiedades ajenas sin permiso). Cubrió su cabeza y medio cuerpo con el manto seco y salió de nuevo al sirimiri.

Tal y como había supuesto, el camino estaba vacío y libre, aunque ella no sabía que se trataba de un golpe de suerte, ya que para esa hora muchos de los campos y huertas de los vecinos de Echalar se habían llenado de tropa. Sin permiso de los propietarios. Cuando llegó al punto desde el que se veía la plaza del pueblo, se paró en seco. A pesar de que los había visto llegar, desde el primero al último, verlos asentados en su pueblo le impactó: eran cientos, quizá miles. Jamás había habido en el centro de Echalar tanta gente reunida al mismo tiempo.

Respecto a los habitantes del pueblo, respiró aliviada al comprobar que ella no era la única que había salido a ver qué ocurría. La mayoría de los curiosos estaban apostados a la entrada de sus casas, fuera, pero a un paso de la puerta, en una posición que parecía indicar que las estaban defendiendo de cualquier problema que pudiera surgir, pero, al mismo tiempo, que podían refugiarse dentro si esos problemas surgían. Así estaban Juan Francisco Marticorena, Modesto Irazoqui y Pedro Yparraguirre, este último acompañado de Isidora , su mujer, dos palmos más alta y dos veces más valiente que él. Pero había otros, más irresponsables, que se movían libremente, alejados de sus casas y cerca de la tropa. Entre ellos reconoció a cuatro niños de la escuela (seguramente la entrada de la soldadesca les había sorprendido en la plaza y sus padres no habían tenido tiempo de esconderlos para protegerlos). Plácido Arburua, un chaval de unos quince años que nunca había tenido muchas luces, y dos de sus amigos, estaban sentados en el pretil de la iglesia, mirando a la caballería apostada junto a la pared del frontón. Y vio también a las hermanas Yndaburu en animada charla con algunos soldados.

Desde donde estaba veía también la entrada del ayuntamiento, y entonces una escena que estaba ocurriendo allí acaparó toda su atención. El alcalde, Miguel Tellechea, estaba flanqueado por los dos militares que tanto le habían llamado la atención: el hombre del pelo rojo, que parecía ir al mando del primer batallón, y el jinete de casaca oscura y bigote rubio, que parecía ser el mando superior del segundo batallón. Al lado de cada uno de los oficiales había dos hombres más, de menor graduación a la vista de sus uniformes. Se veía a los cinco hombres manteniendo una conversación. Miguel era un hombre hosco y fanfarrón, acostumbrado a mandar y a que nadie discutiera sus órdenes. Llevaba 20 años al frente de la alcaldía y era famoso por sus ataques de ira. La estampa que Irene estaba viendo desde la esquina no podía ser más extraña y desconcertante: se le veía encogido y parecía asustado. Sin embargo, la conversación que mantenían los cinco no parecía tensa, sino cordial. Hablaban los cinco, aunque no interactuaban todos con todos: los mandos hablaban mirando al alcalde y a sus ayudantes sucesivamente, y luego estos últimos hablaban con Miguel. Irene supuso que los soldados de menor graduación estaban haciendo labores de traducción.

Irene no tuvo que esperar mucho tiempo para descubrir qué es lo que se había hablado en aquella conversación. Se mantuvo en aquel lugar privilegiado cerca de una hora, al cabo de la cual, más tranquila al ver que el comportamiento de los soldados estaba siendo civilizado y que cada vez eran más los vecinos que salían de sus casas, se acercó a la plaza. Allí vio en una esquina a varias mujeres con las que tenía relación porque eran madres de niños de la escuela. En cuanto se acercó a ellas, le pusieron al corriente sobre lo que habían podido averiguar hasta el momento. 

La tropa que se había acercado a Echalar formaba parte de las divisiones aliadas que se habían asentado en la zona de Cinco Villas. A Echalar habían llegado dos batallones con sus respectivos coroneles. Lo que Miguel Tellechea estaba negociando era precisamente dónde acomodar a los mandos. Las mujeres estaban nerviosas y expectantes por ver si alguno de los mandos iba a ser alojado en sus casas. Por un lado no querían, pero, por otro lado, sospechaban que podía ser bueno para ellas. Al fin y al cabo, aquellos hombres mandaban sobre los cientos de soldados que iban a acampar alrededor del pueblo, así que tenerlos de su parte les podía asegurar protección extra.

 

Poco a poco se fueron enterando de donde sería alojado cada mando: en todas las casas importantes del pueblo se iba a hospedar uno de ellos y, en algunos casos, dos o tres. Respecto a los dos coroneles, en un principio se pensó acomodarlos en Gaztelu, la casa más emblemática y de más categoría del pueblo, pero dado que entre los dos tenían seis criados, decidieron que sería mejor separarlos, así que, finalmente, el pelirrojo se instaló en Gaztelu, mientras que el rubio lo hizo en casa del secretario del ayuntamiento. 

 

Entonces no supieron nada más, en el pueblo no quedaban personas a las que les interesaran los entresijos del ejército y la guerra, si hubiera sido así, habrían descubierto que el coronel pelirrojo era un escocés llamado Gabriel Russell, que estaba al frente de un batallón de la 7.ª división compuesto en aquel momento por 1.100 hombres, mientras que el rubio era Wilhem von Müeller, coronel de un batallón de húsares de Brunswick, a cuyas órdenes se encontraban 600 hombres.

 

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Dos horas después de la llegada al pueblo de las tropas aliadas, cuando los soldados y los mandos estuvieron acomodados, Gabriel Russell se dirigió a Gaztelu acompañado del alcalde y sus tres criados. Irene, parada en una esquina de la plaza, los vio pasar a menos de un metro de donde se encontraba ella. Volvió a fijarse en el coronel, que también resultaba imponente apeado de su caballo, volvió a fijarse en su mirada azul acero y en su pelo rojo. Él, al igual que había ocurrido dos horas antes al borde del camino, no se fijó en ella.

 

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