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~ Capítulo 6 ~

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~ Capítulo 6 ~

 

 

Aunque estaba acostumbrado a trabajar duro, transcribir la grabación le dejó exhausto. Era una sensación extraña, una mezcla de cansancio físico y emocional. A pesar de que sabía que era una idea descabellada, lo cierto era que se sentía como si hubiera asistido a los sucesos que había descrito. La intensidad de las escenas había calado en su piel como si hubiera estado junto a aquella joven llamada Irene en julio de 1813 en Echalar, donde quiera que estuviera aquel pueblo.

Como ese día había superado el horario laboral, decidió marcharse a casa a descansar. Al día siguiente retomó la corrección y tras seis horas de trabajo, solo interrumpido por un pequeño descanso en el que comió junto a Matilde, le puso el punto final al primer capítulo de aquella novela. Decidió entonces buscar a Alicia, a la que no veía desde que le había entregado la grabadora el día anterior. La encontró en su despacho con la puerta abierta. Entró y se sentó, mientras ella le miraba desde el otro lado de la mesa con la expresión que parecía ser característica en ella: amable, pero reservada. Cuando Abdoulaye le tendió los folios, ella le pidió que no se moviera del despacho hasta  que terminara de leer.

Durante diez minutos solo se oyó el sonido de las hojas al pasar. Cuando Alicia terminó de leer la última palabra pronunció de manera casi imperceptible “ya está”, pero no le miró. Se quedó pensativa un par de minutos más. Abdoulaye aguantó sin decir nada y sin apenas moverse. Estaba nervioso, pero asumía que ella marcaba los tiempos.

Finalmente, Alicia le miró a los ojos. Y Abdoulaye pensó: “sí, le ha gustado”.

Y ésas fueron, precisamente, las primeras palabras que ella pronunció:

—Me ha gustado. Has conseguido lo que yo quería: contar la historia sin alterar lo que he grabado.

Abdoulaye no tuvo tiempo de disfrutar de lo que acababa de oír, porque ella empezó a moverse hacia la puerta, dando por zanjado el asunto.

—Abdoulaye, no hemos terminado por hoy, ahora vamos de excursión. Y conduces tú —y, sin esperar su respuesta, añadió—, sígueme.

Una vez fuera de la casa se dirigió a la parte trasera del jardín. Allí, en un extremo, había una construcción baja y ancha con una puerta de madera listada en su frente. Alicia abrió la puerta y ante los ojos de Abdoulaye apareció el interior de un garaje en el que estaba aparcado un BMW grande, negro y brillante.

—Era de mi padre —le dijo Alicia—. Yo no sé conducir, pero he querido mantener el coche en buen estado, así que de vez en cuando viene un conocido que trabaja en un garaje del pueblo y lo revisa, le da un paseo largo y me lo trae limpio y abrillantado. ¿Te atreves a conducirlo?

Abdoulaye no solo se atrevía, sino que estaba deseando hacerlo. Ella se sentó en la parte trasera, justo detrás de él. Le dijo que cuando viajaba le gustaba abstraerse y no hablar. Le tendió un CD para que lo pusiera y, después, le pidió que se acercara a Etxalar.

Abdoulaye no tenía ni idea de dónde se encontraba aquel lugar. No sabía si estaba cerca o lejos, si era un pueblo o una ciudad. Por primera vez desde que había conocido a Alicia se atrevió a tomar la iniciativa para hablar y le preguntó dónde estaba, disculpándose por su ignorancia y achacándola a su condición de extranjero. Alicia sonrió con cierta tristeza y le dijo:

—No te preocupes, no es un problema de los extranjeros, aquí hay muchos autóctonos que no tienen ni idea de dónde está Etxalar, de hecho, yo creo que muchos creen que la carretera se acaba en Behobia y más allá no hay nada —tras una pequeña pausa prosiguió— está en Navarra, muy cerca, a unos veinticinco kilómetros: en media hora o menos estaremos allí. Es un pueblo precioso, ya verás.

Llegar a Behobia fue fácil, se trataba del barrio más oriental de Irún, el que hacía frontera con Francia; pequeño, lleno de tienditas en las que era fácil encontrar todos aquellos cachivaches y recuerdos que cualquier turista extranjero esperaba encontrar en España: toros, motivos flamencos…, pero que fuera de aquel barrio era imposible conseguir en cientos de kilómetros a la redonda. Esta peculiaridad se debía, por un lado, a la cantidad de turistas extranjeros que pasaban por allí diariamente y que buscaban lo más típico del país en el que acababan de entrar y, por otro, a lo poco identificados que se sentían con aquellos símbolos muchos de los habitantes de la zona. A Abdoulaye el tema no le afectaba emocionalmente, así que se limitaba a observar el fenómeno, divertido.

El barrio comunicaba con Francia, pero también con la carretera que llevaba a Navarra. Abdoulaye sabía que siguiendo aquella conexión se llegaba a Pamplona. Una vez había estado a punto de ir a los famosos “Sanfermines”, pero no lo había hecho, así que iba a ser la primera vez que realizara aquel trayecto. La carretera era ancha, aunque tenía muchas curvas. Alicia le dijo que era un lujo en comparación con la que había existido hasta pocos años antes. Una carretera, añadió, que no debía ser muy diferente del camino que habían conocido los protagonistas de su novela.

Lo primero que le llamó la atención a Abdoulaye fue la ausencia de casas. Estaba acostumbrado a que en Gipuzkoa fuera imposible distinguir dónde acababa un pueblo y comenzaba el siguiente, ya que todo el espacio estaba construido. Ocurría incluso en la frontera entre España y Francia. Sin embargo, nada más salir de Behobia, las aglomeraciones de edificios desaparecieron. Había alguna gasolinera y algún caserío solitario, pero nada más. El paisaje era precioso, a ratos se veía el curso del Bidasoa, a ratos se adivinaba, por los saltos de vegetación. Todo alrededor de la carretera eran árboles, río y montículos suaves, creando un paisaje espectacular. Unos veinte minutos después de salir de Irún, Alicia le indicó que se apartara de la carretera principal y cogiera una desviación que señalaba hacia Etxalar. A partir de ese momento, la carretera, que ascendía suavemente, se hizo más estrecha y sinuosa, con cantidad de vegetación y árboles a su alrededor. Cuando el arbolado empezó a disminuir y se abrieron algunos claros, aparecieron los primeros caseríos dispersos que anunciaban la cercanía del pueblo. De repente, con un tono que a Abdoulaye le recordó un poco al que utilizaba en las grabaciones, Alicia dijo en voz baja: “Aquí estaba Irene cuando llegaron”, y luego, recuperando el tono y la voz habitual, añadió: —hoy no vamos a bajar, así que vete más despacio para que puedas ver algo.

Abdoulaye obedeció y pudo ver cómo la carretera descendía suavemente con curvas menos pronunciadas, y cómo aparecían las primeras casas del pueblo. Con un ligero toque en el hombro, Alicia le señaló el lugar en el que había situado la casa en la que vivía Irene. Al tomar la curva que se encontraba al final de aquellas primeras casas, apareció el pueblo.

Recorrerlo entero siguiendo las indicaciones de Alicia no les llevó mucho tiempo, era un pueblo tan pequeño como bonito. Unas cuantas casas, apiñadas alrededor de una plaza con un gran frontón cubierto en un lado de ella. Todas las casas eran de estilo vasco, parecidas a las de Hondarribia, pero más sobrias, porque sus ventanas y vigas estaban, en su mayoría, pintadas de marrón. Para aliviar esta sobriedad, muchas de las calles, las entradas de las casas y las ventanas y balcones estaban adornadas con macetas llenas de flores multicolores. El pueblo en su conjunto, con sus casas, sus calles limpísimas y bien cuidadas, el color de las flores y el viento sur de aquel día, era mágico.

Alicia fue señalando los lugares que creía que él debía conocer. Así, pasaron muy despacio dejando a su izquierda Gaztelu, el lugar donde Alicia había instalado al coronel pelirrojo. Se trataba de una casa de piedra oscura, grande y señorial, a orillas de un río ancho de poco caudal. Siguiendo unos metros el curso del río, llegaron a una presa, donde dieron la vuelta. Pararon un momento delante de la iglesia parroquial, un lugar que transmitía belleza y quietud, y del ayuntamiento, que apenas se distinguía de las casas que lo rodeaban. Una de ellas, dijo Alicia, era la casa natal de Joanes. Ante la mirada interrogativa de Abdoulaye, contestó:

—Lo conocerás en el próximo capítulo. 

El paseo a través del pueblo no duró más de 15 minutos. Tal y como Alicia le había advertido, en ningún momento bajaron del coche. El lugar le pareció especial, pero no estaba seguro de que aquella sensación fuera  producto del pueblo en sí, seguramente todo lo que había escrito el día anterior le influía en su percepción de él.  

Al dejar atrás las últimas casas del pueblo, Alicia le dijo:

—Volveremos.

Hicieron todo el camino de vuelta en silencio. Al llegar a Irún, vieron cómo una gran masa de nubes cubría el monte Jaizkibel y bajaba a gran velocidad por su ladera, ésa era la señal de que el tiempo iba a cambiar. Cuando llegaron a casa de Alicia y se bajaron del coche, comprobaron que hacía más frío. Al cerrar la puerta del garaje y dirigirse hacia la casa, las primeras gotas de lluvia cayeron sobre ellos.

 

 

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