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~ Capítulo 8 ~

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~ Capítulo 8 ~

 

 

Irene volvió a casa  el día de la ocupación con ganas de contar lo que había visto, pero allí no había nadie para escucharla. Y en el pueblo tampoco. Sentada en la cocina, recuperó la sensación de soledad que había sido su fiel compañera cuando era niña, un sentimiento que se había atenuado (nunca desaparecido del todo) cuando Esteban de Rentería llegó al pueblo a hacerse cargo de la escuela.

Irene era hija de Francisca Echeverría, quien a su vez era hija de Juan Echeverría, el hombre más rico de Echalar.

Juan, de origen humilde, pobre, como la mayor parte de los habitantes del pueblo, pero espabilado como ninguno, había empezado con lo puesto, arrendando una ferrería gracias a un préstamo y, al cabo de pocos años, había conseguido adquirirla en propiedad y anexionar varias ferrerías más.

Durante muchos años la única pasión de Juan había sido el trabajo. No se le conocían amores ni conquistas, a pesar de que en Echalar y alrededores no había mejor partido para las chicas en edad casadera. Sin embargo, cuando todo el mundo había aceptado que la riqueza de Juan iba a acabar en manos de la iglesia —era un hombre muy devoto—, de la noche a la mañana inició una relación con María Iraola. Los motivos que le llevaron a unirse a ella nunca quedaron claros: no era guapa, no era rica, apenas hablaba y jamás sonreía, pero el hecho es que se casaron y, cuando la sorpresa inicial se diluyó en el día a día, no se distinguieron del resto de matrimonios del pueblo.

A los nueve meses exactos de la boda, nació Francisca. En cuanto empezó a crecer, todo el mundo apreció que la niña era un calco de su madre, por eso, cuando sucedieron los hechos que desembocaron en el nacimiento de Irene, más que un escándalo, lo que se extendió por el pueblo fue una gran sorpresa. Lo que Francisca no había conseguido nunca en persona: llamar la atención por algo, lo consiguió, con creces, cuando desapareció.

Una mañana, María encontró la habitación de su hija pulcramente recogida, como era habitual, pero con dos novedades: ella no estaba y en su lugar había una nota sobre la cama. Al contrario que Francisca, que por insistencia del padre había aprendido a leer y escribir, ella no era capaz de descifrar lo que ponía en el papel, así que tuvo que esperar a que Juan volviera de la ferrería, ya de noche, para escuchar de sus labios lo que la escueta nota decía: “Huyo con él, le amo”.

Por primera vez en su vida, Juan se enfrentó a un hecho que no podía controlar. Utilizó los contactos que tenía gracias a su posición económica privilegiada, para intentar averiguar dónde y con quién estaba su hija, pero todas las pesquisas resultaron infructuosas.

Un año después, Francisca apareció de nuevo en casa de sus padres, con una niña recién nacida en sus brazos. A pesar de que lo intentaron (por las buenas y, sobre todo, por las malas), no consiguieron sacarle una sola palabra sobre su extraña desaparición y regreso. Nada dijo tampoco sobre el padre de la criatura. Juan y María se resignaron y la acogieron en casa, pero no le permitieron volver a ocupar el lugar anterior. Le acomodaron una habitación al lado de la puerta de entrada de la casa y le proveyeron de lo necesario para subsistir, pero ahí acabaron todas sus atenciones.

Las circunstancias que rodearon la desaparición y regreso de Francisca dieron mucha vida al pueblo durante su ausencia, pero a los dos meses de su vuelta todo el mundo olvidó el episodio. A partir de entonces, los tres personajes continuaron comportándose como lo habían hecho antes de la huida: José como un déspota, y María y Francisca como dos mujeres sumisas e invisibles.

Aunque había un cambio significativo en la familia Echeverría: Irene.

Al principio fue un bebé igual que cualquier otro, luego una niña tímida y, finalmente, una joven discreta. De estatura y figura pequeñas, tenía el pelo rubio claro, muy fino y suave, ligeramente rizado (Francisca le decía que se parecía al diente de león, que tanto le gustaba a la niña soplar y aventar), la piel muy blanca, con pecas de color café con leche y unos ojos de color gris, grandes y vivaces.

Los primeros años, madre e hija vivieron en casa de los abuelos, en la habitación de la entrada, pero pronto Francisca consiguió independizarse físicamente de sus padres. Cuando Irene cumplió cuatro años, se trasladaron a vivir a una borda a las afueras del pueblo, propiedad de Juan, utilizada hasta entonces para guardar herramientas desechadas de la ferrería. Tras vaciarla y acondicionarla muy humildemente, se convirtió en el hogar de ambas.

Irene no tuvo una mala infancia. A pesar de la imagen distante que mostraba ante los demás, con ella, Francisca era cariñosa y dedicada. Pero lo que dentro del hogar era suficiente, fuera fallaba. La naturaleza reservada de Francisca, junto con el estigma de la maternidad ilegítima, hacían que no tuvieran ni una sola relación de amistad en el pueblo. Así que Irene era una niña querida, pero la falta de estímulos sociales le hizo tímida y reservada con cualquiera que no fuera su madre.

Hasta que llegó Esteban de Rentería.

Esteban apareció en el pueblo cuando Irene tenía 6 años. Era 1799, el año en que Napoleón había tomado por la fuerza el timón de Francia. Vino a hacerse cargo de la escuela, después de que el último maestro hubiera huido tras haber protagonizado con un niño un episodio que todo el mundo quería olvidar. El alcalde movió los hilos fuera del pueblo en busca de un nuevo maestro, y encontró a una persona de virtud probada que, a su vez, aceptaba trabajar en aquel pueblo de la montaña navarra a cambio de un salario de miseria. Se trataba de un guipuzcoano de 50 años con una preparación intelectual como jamás se había conocido en la zona (al fin y al cabo, los más ilustrados de los vecinos de Echalar eran quienes sabían leer de corrido y hacer las cuentas básicas, mientras que la mayoría de las mujeres y una buena parte de los varones eran analfabetos).

Qué hacía un hombre como Esteban en aquel puesto mal comunicado y peor pagado era algo que no entendía nadie, pero tampoco quisieron darle muchas vueltas. El hombre cumplió con creces todas las expectativas puestas en él y, además de ser respetuoso con los alumnos, se encomendó a su labor con entusiasmo. Al cabo de un año de su llegada, consiguió que prácticamente todos los niños del pueblo entre los 5 y los 12 años estuvieran escolarizados.

Otra cosa sucedía con las niñas, claro. Unos años antes, el anterior rey, Carlos III, influenciado por las ideas ilustradas, había promulgado varias disposiciones reales que abrían la posibilidad de instruir a las niñas, siempre que se hiciera de manera separada de los niños. Respecto a las maestras, la disposición real especificaba que debían ser mujeres de probada virtud, pero en ningún lugar se mencionaba que debían saber leer y escribir y, de hecho, muchas de las que acabaron realizando aquella labor eran analfabetas.

En Echalar, Miguel Tellechea, el alcalde, tomó en cuenta la norma y encomendó la labor de educar a las jóvenes a Dioni Tomasena, una joven que, a pesar de tener apenas 18 años, se ofreció a enseñar catecismo y costura a las niñas.

Esteban y Dioni debían compartir edificio, así que, para ser respetuosos con la norma real, organizaron horarios diferentes para evitar que niños y niñas coincidieran en los recreos y pasillos. Pero lo cierto es que  estaban acostumbrados a jugar entre ellos en la plaza del pueblo, así que los horarios no se llevaban a rajatabla. La mayoría de los niños y niñas intentaban escapar del aula para coincidir aunque fuera unos minutos en el recreo juntos, pero Irene reaccionó de otra manera. El recreo era el momento de la escuela que menos le gustaba. Las niñas no la maltrataban, pero no siempre la invitaban a sus juegos, así que muchas veces se quedaba sola. La posibilidad de acercarse al aula de los chicos en vez de salir a la plaza, le sirvió para evitar aquellas situaciones. Al principio se comportó como una niña asustadiza que huía en cuanto Esteban fijaba su mirada en ella, pero enseguida fue perdiendo el miedo, aguantando más tiempo en la puerta y tardando más en huir. Llegó un momento en que aguantó todo el recreo y, finalmente, viendo que Esteban no le decía nada, un día acabó sentándose al final del aula.

Durante mucho tiempo todo quedó en las visitas durante el recreo, que se convirtieron en habituales. Tanto Dioni como Esteban hablaron del tema y decidieron no darle importancia y aceptarlo como algo inofensivo. Pero al cabo de un año, Esteban decidió hacer algo más.

Él era un ilustrado de los pies a la cabeza, había leído la Enciclopedia de cabo a rabo y a todos los autores de la Ilustración: Voltaire, Montesquieu, Kant, Rousseau... y, al igual que la mayoría de ellos, defendía la educación universal pública para los varones en la misma medida que ignoraba esa posibilidad para las mujeres. Había leído también a Condorcet, que sí abogaba por la educación para las niñas en iguales condiciones que para los niños, pero no fue esa lectura la que le impulsó a hacer lo que hizo. Fue Irene, con su actitud, quien le convenció para dar un paso singular: enseñarle a leer. Sabía que llevar a cabo algo así podía traerle algún problema, pero también contaba con una ventaja: lo que pasaba en aquel pueblo perdido de la montaña no le interesaba a nadie. Había pocas posibilidades de que aquel acto contra la norma llegara a oídos de alguien con poder y, mucho menos, de alguien que tuviera interés en sancionarle (eso él lo sabía bien, por eso precisamente había decidido trasladarse a vivir allí). Así que Esteban pensó que el único escollo real que tenía que superar era conseguir el permiso de Francisca Echeverría.

Para su sorpresa, aquella mujer taciturna  respondió con entusiasmo a su propuesta. No solo aceptó sin dudarlo, sino que le pidió que le enseñara a Irene más, todo lo que pudiera. A pesar de que los chismes del pueblo no le interesaban, Esteban había oído algo acerca de la desaparición y retorno de Francisca, al verla responder así entendió que debajo de aquella apariencia abúlica latía un corazón apasionado y una mente acostumbrada a pensar y a tener ideas propias. Con una madre así, se entendía el comportamiento insólito de la niña.

Así que a partir del día siguiente de la obtención del permiso materno, Esteban empezó a instruir a Irene.

Tal y como había sospechado, aquel interés por aprender escondía una inteligencia privilegiada. Le costó aceptarlo al principio, pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia de que jamás, ni siquiera en los mejores tiempos del Seminario de Vergara, se había encontrado con un alumno tan aventajado: con 8 años sin cumplir, Irene comenzó a leer sin descanso todo lo que Esteban tenía en su biblioteca.

Pero aquel no fue el único cambio favorable que le trajeron a Irene las visitas al aula de los niños, además de encontrar su ocupación favorita, encontró también, por primera vez, un amigo de verdad. Se trataba de su compañero de bancada al final del aula: Joanes, un niño de su edad, delgado e inquieto, un polvorilla al que Esteban tenía dificultades para sujetar.

Joanes, tan diferente a ella, encajó con Irene como una mano a un guante hecho a medida. Pronto se hicieron inseparables. Él salía y entraba del aula y le contaba lo que ocurría más allá, y ella le escuchaba, le ayudaba con las tareas escolares y le escuchaba de nuevo. Irene absorbía los pedazos de vida que le traía Joanes de igual manera que las historias que encontraba en los libros. Él era su canal con el exterior, quien le acercaba el resto del mundo hasta las cuatro paredes de la escuela.

Aquellos fueron los mejores años en la vida de Irene. Si hubiera podido, se habría detenido allí para siempre: los libros, su madre, Esteban y Joanes conformaban su mundo, y no necesitaba nada más. Pero la vida continuaba, e Irene cumplió doce años. A partir de esa edad, niñas y niños dejaban la escuela. En el caso de Irene, sin embargo, aquello ni se planteó. Continuó estudiando, aunque ya de manera autodidacta y codo a codo con Esteban y, además de ello, empezó a ayudar de manera desinteresada a Dioni con las niñas.

Cuando Irene cumplió 16 años sucedieron dos hechos importantes en su vida: murió Francisca  Echeverría y Dioni tuvo que dejar su puesto de maestra para casarse.

La muerte de Francisca fue repentina. Un día se sintió mal después de comer, decidió hacer una siesta para ver si se reponía y cuatro horas después Irene la descubrió muerta en la cama. Sus abuelos organizaron unas pompas fúnebres correctas a las que acudió todo el pueblo, más por compromiso con ellos que por interés sincero. La presencia de ellos fue también de compromiso, ya que nadie les vio derramar una sola lágrima. Irene, sin embargo, lloró a su madre por todos ellos, aunque su discreción ocultó el dolor.

A la semana de aquella pérdida sucedió la otra: la despedida de Dioni, pero en este caso, aunque triste también, le trajo algo bueno a Irene.

El día del entierro de Francisca había dejado la casa que había compartido con ella. Con la ayuda de Joanes y Esteban había construido un camastro en un cuarto anexo a su aula, con la idea de trasladarse a vivir allí. Pero para poder cortar totalmente la relación con sus abuelos, como estaba decidida a hacer, debía renunciar a su asignación semanal. Aquella decisión le dejaba sin la única fuente de ingresos que había tenido hasta entonces. Ella era frugal, pero no tanto como para sobrevivir sin comer. La despedida de Dioni trajo la solución: Irene ocupó de manera natural la vacante que dejaba la joven y recibió a cambio el sueldo que la acompañaba, casi testimonial por lo exiguo, pero suficiente para que no muriera de hambre. Miguel tramitó los permisos necesarios e Irene continuó con la labor que, en realidad, ya llevaba cuatro años realizando junto a Dioni.

Al cabo de unos meses, la falta de la supervisión de Dioni, junto con la experiencia que había vivido ella misma le animaron a introducir un cambio en la escuela de niñas: decidió enseñarles a leer. Gracias a eso, en Echalar, todas las niñas, incluso las más pobres, tuvieron la oportunidad de aprender a leer.

Pero la labor de Irene no se limitaba a las niñas, a veces, Esteban le llamaba para que le echara una mano con alguno de los niños. Incluso, cuando tenía algún negocio fuera del pueblo y debía ausentarse, la dejaba al cargo de toda la escuela. Entonces, Irene juntaba ambos grupos y trabajaba con niños y niñas a la vez. Nadie puso ni una pega. Fuera del pueblo a nadie le interesaba lo que ocurría allí, y dentro, tenían problemas más serios como para ponerse a discutir por lo que hacían unos niños, un anciano y una joven insignificante.

Porque alrededor todo era caos y confusión.

Durante todo aquel tiempo de cambios en la escuela habían pasado por el pueblo algunos batallones de franceses y, finalmente, había estallado una guerra. Aunque el frente de batalla se había mantenido lejos, no se habían librado de los impuestos de los franceses. Había sido un tiempo de escasez y preocupación para casi todos, pero Irene, acostumbrada a sobrevivir con poco alimento, lo llevó con tranquilidad. Tenía, además, los libros, que eran para ella un alimento mejor. Pero a mediados de 1813 ocurrió la batalla de Vitoria, y el mundo de Irene se derrumbó de nuevo.

El día que llegó al pueblo la noticia de la victoria aliada en Vitoria, Esteban llegó lívido a la escuela con la gazeta en la mano. Les dijo a los niños que volvieran a casa y llamó a Irene para hablar en privado con ella. Una vez solos, le dijo que iba a recoger sus pocas pertenencias, algo de dinero e iba a huir a Bayona. Irene comenzó a llorar al escucharle. Esteban intentó consolarla de la única manera que sabía: encomendándole más responsabilidades. Le dijo que el trabajo de ella siempre había sido fundamental, pero que con su partida lo iba a ser más. Que alguien debía  quedarse al mando de la escuela y asegurarse de que no se cerrara. Que no había una labor más noble que aquella y que ella era la persona encargada de llevarla a cabo. Debía considerarlo un honor, una misión superior. Y dejar de llorar y lamentarse por él.

Aquellas palabras de Esteban le sirvieron para no quedarse paralizada por la pena. Se concentró en ellas y en el colegio, y se obligó a actuar. Inmediatamente después de despedirse de Esteban, se dirigió al ayuntamiento a hablar con Miguel Tellechea. Una hora antes ni se le habría pasado por la imaginación hacer algo así, pero el discurso del maestro le empujó como si fuera algo físico. Sin vacilar, entró en la alcaldía y se encontró con el alcalde.

 

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Miguel se sorprendió al ver a la tímida nieta de Juan parada ante él, hablándole directamente, pero la huida del maestro no fue una sorpresa para él: siempre había sospechado que andaba metido en conspiraciones revolucionarias. Por un lado, sintió alivio, en tiempos de guerra cualquier movimiento podía considerarse traición y podía acabar salpicándole a él como regidor. Pero perderlo también era un inconveniente, ya que necesitaban a alguien para continuar con la escuela de niños. La pequeña Echeverría le proponía ocuparse de los varones también. Él sabía que aquello era contrario a todas las leyes del Reino e, incluso, al sentido común, pero en aquel momento nadie sabía muy bien cuál era la ley, así que aceptó su propuesta. Los tiempos que corrían no permitían perder el tiempo buscando otras soluciones, era eso o no tener colegio. Cuando las cosas se calmaran, pronto, volvería a buscar un hombre adecuado para aquella labor, mientras tanto, la solución de Irene le pareció aceptable.

 

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Así que a partir del 23 de junio de 1813 Irene continuó siendo la maestra de las niñas y se convirtió en la nueva maestra de los niños.

El pueblo aceptó el arreglo al igual que había aceptado que ella cumpliera aquella función cuando Esteban se ausentaba. Además, el colegio estaba lejos del foco de atención aquellos días. Las noticias que llegaban colocaban a los aliados más cerca de Echalar cada día. También se extendió el rumor de que el ejército aliado andaba escaso de soldados y que, por eso, a medida que entraban en los pueblos, reclutaban a jóvenes autóctonos. Los llamaban voluntarios, pero muy pocos lo eran. La noticia cayó como una bomba, sobre todo entre las madres y esposas de jóvenes del pueblo. Dos días antes de la entrada de las tropas aliadas a Echalar, muchos jóvenes del pueblo huyeron a casas de familiares al otro lado de la frontera; o al monte. Se trataba de una huida temporal, pero lo cierto es que el pueblo se quedó casi sin hombres jóvenes.

Joanes fue uno de los que huyó.

 

 

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