One

One


~ Capítulo 9 ~

Página 11 de 40

~ Capítulo 9 ~

 

 

La llegada de los aliados a Echalar fue en principio menos traumática de lo esperado, y el miedo inicial se convirtió en alivio, ya que el primer día el comportamiento de mandos y soldadesca fue ejemplar. No se registró ni un incidente, aparte del lógico desbarajuste que suponía recibir a más de 2.000 personas, además de otros tantos animales. Y tampoco hubo reclutamiento obligatorio de jóvenes, así que los huidos fueron volviendo al pueblo poco a poco.

Pero aquel primer día, los dos coroneles ocultaron detalles importantes. A los tres días de su llegada, una vez acomodados todos los soldados, se reunieron de nuevo con el alcalde y le comunicaron que el pueblo debía aportar, durante el tiempo que durara su estancia allí, alimento para sus animales y para la tropa. En cuanto la noticia se extendió por el pueblo, el alivio inicial se convirtió en rechazo. Aunque se trató de un rechazo soterrado que no expresaron abiertamente por miedo a posibles represalias.

Así fue como reaccionó la mayoría del pueblo, pero también hubo algunos, pocos, que recibieron con entusiasmo al ejército invasor.

Una de las entusiastas fue Mayí, la mujer de Bernardo, el hermano mayor de Joanes.

Joanes vivía con ellos en el caserío del padre, que continuaba con vida. Bernardo, como hijo mayor, era quien estaba al mando de la casa, las tierras y el ganado, e iba a ser el heredero de todo a la muerte del padre, como era norma entre los vascos. Al casarse con Bernardo, Mayí se había trasladado a vivir al caserío, convirtiéndose en la primera mujer que vivía bajo el mismo techo que aquellos tres hombres desde la muerte de la madre.

El joven amigo de Irene suspiraba por marcharse —vivir con Mayí era un infierno— pero antes debía decidir qué hacer con su vida. Desde los 10 años se dedicaba a pasar mercancías (a veces de contrabando) por los montes que separaban Echalar del vecino pueblo francés de Sara, donde tenía familiares y amigos. Al principio de forma esporádica, pero desde los 14 años a diario. Decidiendo si iba a trabajar toda su vida en un oficio inseguro y, a veces, ilegal o iba a aprender otro más tranquilo, Joanes había cumplido 20 años y continuaba viviendo en la casa paterna. El acuerdo habría podido mantenerse de por vida (en el pueblo, eran muchos los solteros que morían de ancianos en la casa en la que habían nacido, y que pertenecía a su hermano mayor), pero la relación con Mayí era imposible. La ocupación aliada había llegado en un momento de crisis para Joanes. Los días anteriores la mayor parte de sus conversaciones con Irene habían girado alrededor de su cuñada. Le había hablado de lo bruja que era (“sorgiñ hori[4]” la llamaba siempre), de la comida pasada que le ponía en el plato, de la ropa colgada pero sin lavar, de los chismes continuos en la mesa, de la tristeza soterrada que notaba en su hermano y de la tristeza manifiesta en su padre.

Y, para colmo, desoyendo la opinión de los tres hombres, Mayí se había empeñado en acoger en su casa a un mando inglés, a pesar de que, en un principio, su casa había quedado libre de esa obligación. Se trataba de un capitán joven, perteneciente al batallón del coronel pelirrojo. Alto y bien parecido, pero con un rictus desagradable en la cara que casaba perfectamente con el carácter de su anfitriona.

Otras personas que se posicionaron a favor de los aliados fueron las hermanas Yndaburu: Rosi y Leonor. Pero esto no le sorprendió a nadie. Eran hijas de un matrimonio tan pobre como mezquino, que había descubierto que el mejor modo de subsistir era sacar el máximo provecho de lo que tenían. Y a falta de tierras y animales, habían echado mano de su única posesión: sus hijas. Habían descartado enseguida la opción de unirlas en matrimonio, ya que poco o nada iban a sacar de ellas por aquel camino (aparte de pobres, aquellas chicas, más altas que la mayoría de los hombres, eran feas, desgarbadas y faltas de gracia). Así que, en cuanto despuntaron en ellas los primeros signos de madurez, los padres decidieron que las niñas no se casarían nunca y que en su lugar les buscarían una ocupación que supusiera una fuente regular de ingresos para ellos. Antes de decidir cuál iba a ser esa ocupación, estalló la guerra y el camino a seguir se les presentó claro y diáfano.

Cuando los primeros batallones franceses pasaron por el pueblo en 1808, las hermanas Yndaburu contaban 14 y 15 años respectivamente, eran muy jóvenes, pero estaban totalmente desarrolladas. A las dos horas del inicio del paso de soldados los padres decidieron, sin necesidad de mediar palabra entre ellos, cuál iba a ser la labor a la que se iban a dedicar sus hijas. Tres horas más tarde acomodaron dos colchones de paja en una esquina del habitáculo en el que malvivían y, al anochecer, las dos hermanas perdieron la virginidad, al unísono, como las decisiones de sus padres, con sendos soldados franceses. A partir de aquel día, cada vez que un batallón francés pasaba cerca, decenas de soldados se acercaban a casa de los Yndaburu.

En el pueblo era un secreto a voces la naturaleza de la ocupación de las Yndaburu, pero a nadie le escandalizaba demasiado; su extrema pobreza les estigmatizaba, pero también les protegía, y nadie se entrometía en sus asuntos. Lo único que se les pedía era que sus actos no afectaran a nadie del pueblo. Y los Yndaburu padres, que además de mezquinos eran listos, se cuidaban mucho de que esto fuera así: el trato de sus hijas era, siempre y exclusivamente, con extranjeros, manteniéndolas apartadas de los jóvenes del pueblo.

 

Pero aparte de aquellos casos llamativos, los entusiastas con la llegada de los aliados fueron muy pocos. Y a medida que fueron pasando los días, los acontecimientos parecieron dar la razón a los reticentes.

La soldadesca recibía un rancho diario, parte del cual era aportado por el pueblo, pero este rancho no debía ser suficiente o el alimento recibido no era del gusto de todos, porque en pocos días, lo que en principio se consideró desaparición esporádica de ganado acabó convirtiéndose en un expolio continuado. Las desapariciones se producían de noche o en momentos en que los animales estaban sin vigilancia, pero solo había una explicación a lo que estaba ocurriendo: los soldados robaban los animales.

Otros bienes que comenzaron a desaparecer a espuertas fueron el grano y la hierba. Pronto quedó claro que la caballería y resto de animales que habían llegado con los dos regimientos necesitaban más forraje del que se conseguía a través de las requisas oficiales. En este caso, el robo disimulado era prácticamente imposible, pero esto no detenía a la soldadesca. A los pocos días de la llegada de los aliados, no solo los campos comunales, sino la mayor parte de los campos de propiedad privada de los alrededores del pueblo acabaron ocupados por caballos de ambos regimientos, que comían y comían la hierba reservada para los animales, pero también las plantaciones de maíz e, incluso, las verduras y hortalizas de las huertas.

Finalmente, otro efecto negativo de la ocupación fue el aumento de la suciedad y los despojos. El pueblo no tenía forma de acoger a tanta gente sin que esto repercutiera de alguna manera en la limpieza y la higiene. Eran más de dos mil personas de golpe, y la cantidad de porquería generada era mucha: en pocos días el pueblo se volvió sucio, maloliente e insalubre.

¿Y cómo llevaba Irene el desbarajuste y la escasez general? Tras la marcha del maestro, no solo había heredado su puesto, sino también su casa.  Aquella de la entrada del pueblo en la que se había refugiado el día de la llegada de los soldados. La casa era tan modesta como el habitáculo de la escuela en el que había vivido desde la muerte de su madre, pero Irene se trasladó para poder acceder a la parte de la biblioteca que Esteban guardaba en ella. Entre los volúmenes de la escuela y los de la casa se completaba una biblioteca particular como había pocas en aquella época en Navarra. La casa tenía, sin embargo, una desventaja frente a la escuela: aunque estaba en el casco urbano, se situaba en un extremo de él, al comienzo del pueblo. Una mujer sola en una casa apartada no era preocupante en época de paz, pero en aquellos momentos de invasión, con miles de soldados alrededor, resultaba un poco inquietante. Irene, sin embargo, estaba tranquila. Pensaba que el hecho de no tener nada era suficiente protección. Aquel razonamiento quizá era ingenuo, pero lo cierto era que se estaba librando de muchos de los problemas que afectaban a la mayoría.

Sus días continuaron, por tanto, igual a los anteriores a la ocupación. Iba a la escuela temprano, la abría y esperaba a que fueran llegando los alumnos. El mayor cambio lo notaba durante el trayecto entre su casa y la escuela. Era un recorrido corto y céntrico, pero el paisaje había cambiado completamente. Antes de la ocupación apenas se cruzaba con unos pocos vecinos, pero ahora bullía de vida y ruido, con soldados, carromatos y acompañantes a todas horas. Solía realizarlo con los ojos muy abiertos, maravillada por el cambio de paisaje  humano. Le llamaban la atención, más que los uniformes, los tonos de piel y el color de los cabellos de los ocupantes, tan diferentes a ellos. También se fijaba en sus mujeres, alguna de las cuales eran españolas, algo que saltaba a la vista no solo por el físico, sino porque eran las  únicas a las que les oían palabras en perfecto castellano (después de tantos años en la Península era normal que hubiera matrimonios entre ocupados y ocupantes). Y, sobre todo, se asombraba con el idioma inglés, que ella descifraba un poco por escrito, pero del que no entendía una palabra cuando lo oía hablado. 

Pero a pesar de lo inusual de aquel paseo, no lo vivía como amenazante ni peligroso. Era Joanes, que le visitaba todos los días en la escuela, quien le contaba con pelos y señales todo lo malo que estaba ocurriendo en Echalar: el robo de animales y alimento, el destrozo de campos de labranza por el pasto incontrolado de la caballería, la suciedad y el mal olor de las calles y, sobre todo, Mayí y Richardson, Richardson y Mayí. Este último tema se había convertido en su mayor motivo de queja y el que ocupaba la mayor parte de su conversación: su cuñada y el oficial inglés que acogían en SU casa (y remarcaba el posesivo como Irene nunca le había oído hacerlo antes).

Al parecer, el capitán inglés era el compañero perfecto para su cuñada, se trataba de un hombre prepotente —déspota con sus criados y despectivo con quienes le acogían— que apenas hablaba español, aunque llevaba cuatro años de campaña en la Península (Irene no quería importunarle y callaba cuando oía esto, pero sabía que aunque el capitán inglés lo hubiera hablado, Joanes habría tenido dificultades para entenderle, ya que el único idioma que dominaba el joven era el euskera). Y, sin embargo, ayudado por las traducciones de uno de sus criados, era capaz de mantener larguísimas conversaciones con Mayí, en las que no hablaban más que de banalidades. Al final de aquellas conversaciones todo acababa con más comida y mejores sábanas para el capitán y menos para los hombres de la casa.

Joanes hervía por dentro al ver todo aquello, al ver la impotencia de su hermano, que acababa convirtiéndose en aceptación bovina, y la tristeza cada vez más profunda de su padre. Pero, por no disgustar más a ambos, callaba y, como mucho, salía pegando un portazo. Luego se dirigía a su único desahogo: al colegio y a Irene. Ella le escuchaba, le animaba e, incluso, le gastaba alguna broma que le hacía cambiar de humor, aunque fuera momentáneamente.

En una de aquellas visitas supo Irene cómo se llamaba el hombre del pelo rojo. Joanes mencionó de pasada que Richardson pertenecía al regimiento del pelirrojo, que se llamaba Russell y, al parecer, era escocés.

 

********************

 

Russell, efectivamente, era escocés. Llevaba cinco años en la Península, desde el inicio de la guerra. Había entrado por Portugal como capitán en 1808, bajo el mando de Wellesley, y a sus órdenes continuaba, pero, tras la victoria aliada en los Arapiles un año antes, ascendido a coronel. La vida que llevaba en Echalar distaba mucho de la que tenían Irene, el resto del pueblo y la mayor parte de su tropa. Tenía a su servicio tres criados, todos británicos, y no le faltaba alimento del mejor ni buenos uniformes. Aparentemente, se tomaba la vida con tranquilidad y disfrutaba del lujo que le rodeaba. En el pueblo llamó la atención que tanto él como otros mandos disfrutaran de muchas horas de ocio que empleaban fundamentalmente en la caza. La caza también estaba arraigada en las costumbres de los autóctonos, se contaban con los dedos de una mano los hombres que no cazaban en Echalar, pero aquellos ingleses lo hacían de forma diferente: a caballo y acompañados por una jauría de perros.

 

********************

 

Irene no tenía interés personal en los invasores, pero se había quedado con la cara de Russell el día que le había visto entrando en Echalar, así que cinco días después, cuando volvió a verlo, se fijó en él y recordó la información que le había dado Joanes. Ella volvía de la fuente hacia la escuela y, una vez más, tuvo que apartarse del camino para dejarles pasar, a él y al joven que le seguía a pie rodeado de perros de caza. Russell cabalgaba con la mirada al frente, igual que el día de su llegada, el chico que le acompañaba —uno de sus criados, supuso— era un jovencito poco mayor que sus alumnos, pecoso y con  los dientes desordenados. A pesar de lo estrecho del paso por el que se estaban cruzando y de que era evidente que Irene había tenido que detenerse y apartarse de su camino, Russell no hizo el menor gesto que mostrara que la había visto. El jovencito que le acompañaba por detrás, sin embargo, la miró a los ojos y le sonrió tímidamente, como disculpándose.

Por primera vez, Irene sintió algo de simpatía hacia uno de los ocupantes.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page