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~ Capítulo 10 ~

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~ Capítulo 10 ~

 

 

La cantidad de material grabado daba para más de una hora de escucha. Abdoulaye oyó dos veces la grabación, dejándose llevar por la voz gutural y extraña que, una vez más, había empleado Alicia. Se sintió transportado en el tiempo y se empapó del Echalar de principios del siglo XIX. Al terminar, tuvo que dejar pasar un tiempo de espera, tal y como le había ocurrido la primera vez, hasta recuperar el contacto con la realidad. No sabía si era la historia en sí, la voz hipnótica de Alicia o una mezcla de ambas cosas, pero estaba claro que aquel relato le afectaba. Pero ahora, aquello ya no le pilló desprevenido. Empezaba a gustarle, incluso, la sensación de enajenación de sí mismo que le embargaba al escuchar las grabaciones.

Después, comenzó la parte más lenta de su trabajo: transcribir lo que acababa de escuchar. Tenía mucho cuidado de no introducir palabras nuevas a no ser que fuera estrictamente necesario, tal y como le había pedido Alicia. No tenía muchos problemas en seguir esa indicación, ya que, sorprendentemente, se veía obligado a hacer pocos cambios. Era evidente que las grabaciones se habían hecho en varias tiradas, cada una de ellas de corrido y sin pausas, y, sin embargo, el discurso de Alicia era coherente y sin fallos, y mantenía un estilo y un tono adecuados. En realidad, parecía que en vez de inventar se había grabado leyendo una obra ya escrita y corregida (una idea absurda, que el trabajo que él estaba haciendo refutaba).

Sabía por propia experiencia que el proceso creativo era arduo, laborioso y vacilante, lleno de tachones y borrones, ¿cómo lo hacía Alicia? Tal y como había firmado en el contrato, no podría hacerle nunca esa pregunta, pero lo cierto era que le intrigaba.

 

Siguiendo esta rutina, la transcripción de aquella tanda de grabaciones le llevó seis días. Al atardecer del sexto día Abdoulaye se dirigió al despacho de Alicia con la veintena de folios de material transcrito y corregido. Esta vez ella prefirió leer en soledad; media hora después le llamó. Le dijo de nuevo que estaba satisfecha con el resultado final. Después añadió que no preveía grabar nada en los próximos días y que, dado lo intenso de los días anteriores, le volvía a dar un día libre. Abdoulaye agradeció la oferta, ya que aquellos días de trabajo ininterrumpido le habían dejado exhausto.

Salió de la casa, por tanto, contento, aunque con un interrogante añadido: le sorprendía la falta de rutinas de aquella mujer. Él había conseguido escribir cosas con sentido y corrección, cuando se había impuesto una rutina de escritura. Por lo que sabía, la mayoría de los escritores así lo hacía. Y, sin embargo, Alicia era impredecible. Podía pasar horas y horas encerrada grabando, sin salir siquiera a comer, y luego, de repente, parar totalmente la actividad, no por un rato, sino por tiempo indefinido. Al escucharla, daba la sensación de que ella misma no sabía cuándo iba a volver a grabar. La forma que tenía de crear historias era una actividad desordenada y nada rutinaria que, por otro lado, encajaba mal con la imagen de persona seria y rigurosa que transmitía.

En cualquier caso, aceptó una vez más que aquella mujer le rompía los esquemas, y salió de la casa dispuesto a disfrutar del descanso y del buen tiempo del que gozaban. No tenía nada planeado así que mientras se dirigía al centro de la ciudad, hacia la calle San Pedro, fue pensando en alternativas para pasar lo que quedaba de aquel día y el siguiente.

Sus relaciones sociales eran escasas. Desde que había llegado a Hondarribia, solo se había relacionado con compañeros de trabajo y compañeros de piso, dos de los cuales también entraban en la primera categoría, ya que pescaban en el Hiru Izar. Todos ellos, además, eran compatriotas. Se trataba de unas relaciones cordiales, pero que no iban más allá. Paradójicamente, la persona con la que había conseguido mejor relación era precisamente la que a priori se antojaba más alejada de él: su antiguo patrón. Alguna vez había reflexionado sobre el tema y, en principio, había pensado que la explicación podía estar en que Martín Susperregui no había tenido hijos varones. Aunque adoraba a Aitziber, su hija, no era lo mismo para aquel hombre tradicional. No tenía una persona a la que enseñarle todo lo que sabía sobre pesca y a la que dejarle el negocio cuando no le quedara más remedio que jubilarse (o morirse, porque cualquiera que conociera a Martín sabía que intentaría morir con las cañas en la mano).

Pero esta teoría chirriaba por muchas partes. Él era uno entre las decenas de jóvenes que habían pasado por el Hiru Izar. Con más puntos para ser ignorado por Martín que muchos de los anteriores. Para empezar, era extranjero; y era negro. No hablaba ni una palabra en euskera (aunque ahora, dos años después, se arreglaba con el lenguaje del trabajo y de la calle) y, lo más importante, no tenía pasión por la pesca. No, no era la falta de un hijo varón lo que le acercaba a él, era otra cosa. Abdoulaye no sabía exactamente qué era o por qué sucedía, pero lo cierto era que tenían una conexión especial.

Recordando todo esto tomó la decisión de romper el período de alejamiento que se había autoimpuesto al dejar de trabajar con él (los primeros días no se había sentido con fuerzas para soportar el halo de melancolía que había envuelto a su antiguo patrón cuando se había enterado de que dejaba el barco). Iba a pasar el día libre con él.

Decidió dejar el teléfono de lado y acercarse directamente a su casa. Abrió la puerta Pepita, la mujer de Martín, que mudó inmediatamente la expresión de sorpresa inicial por una de alegría, exclamó: “¡bendito sea el señor!”, giró la cabeza y gritó hacia el interior: “¡Martín, zure mutila[5]!” .

La alegría extravertida de Pepita contrastó con la sobria respuesta de Martín, que salió con calma de la sala y, acercándose a Abdoulaye sin prisa, le dio un escueto apretón de manos, con expresión amable, pero seria. Aquella bienvenida podía resultar fría para quien no le conociera, Abdoulaye, sin embargo, leyó en la expresión de sus ojos, y en la intensidad del fugaz apretón, la emoción que Martín estaba sintiendo por volver a verle. 

Pepita compensó de nuevo la parquedad de su marido, arrastrando a ambos hacia el interior de la casa y sentándolos en el sofá de la salita en la que Martín  pasaba las horas que no estaba pescando, después desapareció hacia la cocina, prometiéndoles un café con leche caliente en unos minutos.

Una vez se quedaron solos, a la escueta pregunta “Ze mouz[6]?” de Martín, Abdoulaye respondió contándole a grandes rasgos cómo era su trabajo nuevo. No se explayó mucho, porque sabía que Martín, en realidad, no quería saber nada. Se abstuvo también de decirle nada sobre cómo se encontraba anímicamente en el nuevo trabajo. Si le decía —mintiendo— que mal, Martín se enfadaría con él por haber dejado el Hiru Izar. Si le decía que bien, se sentiría herido. Entonces entró Pepita y tomaron los tres el café, con el ruido de fondo de la conversación de la mujer, que tampoco tenía interés en el nuevo trabajo de Abdoulaye.

Pepita comenzó, como siempre, con un interrogatorio sobre la familia de Abdoulaye. No los conocía personalmente y jamás había hablado con ellos por teléfono, pero sabía todo sobre ellos y recordaba hasta sus cumpleaños. A lo largo de aquellos dos años, cada vez que Abdoulaye se había acercado a su casa, Pepita había ido recabando información sobre su madre y sus hermanos, así que cada vez que Abdoulaye volvía, ella era capaz de hacer un seguimiento de cada miembro de su familia (“¿qué tal el brazo de tu hermana?, ¿se recuperó bien de la caída?, ¿tu madre ha conseguido el aumento de sueldo?, ¿cómo se va a llamar tu sobrino nuevo?...”). Abdoulaye había llegado a pensar que a veces llamaba a casa (normalmente una vez a la semana), más para recabar la información que luego le transmitiría a Pepita, que por auténtica necesidad de él o de su madre.

Después del interrogatorio, Pepita solía dejarlos solos de nuevo. En cuanto esto sucedía, Abdoulaye solía tardar cinco minutos o menos en despedirse y salir de la casa. El tiempo suficiente para que los dos hombres acordaran lo que iban a hacer al día siguiente o, mejor dicho, a qué hora iban a hacerlo, ya que el qué lo sabían de antemano. Aquel día también.  Abdoulaye asomó la cabeza por la cocina, para dar los dos besos de despedida a Pepita, nada más quedar con Martín a las cuatro de la madrugada en el puerto.

Al día siguiente, puntuales los dos, salieron en el txintxorro de Martín. Estuvieron cinco horas en las que apenas pronunciaron cuatro frases cada uno, pescaron una sepia y una lubina y volvieron a casa contentos. Quedaron al día siguiente, pero una hora antes, a las 3, ya que Abdoulaye había agotado sus días libres y debía presentarse en casa de Alicia a las 9 de la mañana. Esta vez intercambiaron tres frases y no pescaron  nada, pero volvieron más contentos aún, ya que ambos tuvieron claro (aunque jamás lo dirían en alto) que habían encontrado una manera de mantener su relación.

Aquel día, una vez se despidió de Martín, Abdoulaye salió del puerto hacia su casa para cambiarse y presentarse en casa de Alicia. El cielo estaba cubierto por unos nubarrones oscuros y densos que amenazaban lluvia en cualquier momento, y no lluvia fina, sino un buen chaparrón. Eso y la temprana hora —las siete de la mañana— explicaban por qué no había nadie en el paseo entre el puerto y su casa. Por eso se sorprendió mucho cuando a la altura de las casas de los pescadores vio aparecer al fondo una figura corriendo: una figura de mujer. La sorpresa fue mayor cuando se dio cuenta de que quien venía hacia él, enfundada en unas mallas y una camiseta negras, era Alicia. Los dos se reconocieron al mismo tiempo y al saludo sorprendido de él, le siguió un saludo fugaz de ella, que continuó sin parar y sin perder el ritmo que llevaba.

Al cabo de dos horas, Abdoulaye se presentó en la casa, perfectamente duchado y vestido. Como ya se había establecido entre ellos cierta confianza, aprovechó para decirle a Matilde que había visto a Alicia un par de horas antes corriendo. Matilde le contestó, sin darle demasiada importancia, que aquello era habitual. Salía todos los días, sin fallar ni uno, hiciera el tiempo que hiciera. Le dijo también que hacía una hora que había vuelto y que ya se encontraba lista en el despacho esperándole. Abdoulaye pensó que llegados a ese punto, su jefa iba a empezar a sorprenderle el día que dejara de hacerlo.

Después de despedirse de Matilde se reunió con Alicia y, mientras escuchaban el chaparrón que caía fuera, ella le dijo que se iba a encerrar a grabar. Le pidió que esperara en su despacho, ya que, esta vez, prefería ir pasándole el material poco a poco, para que él empezara a transcribir mientras ella seguía grabando.

Cuatro horas después, Abdoulaye recibió de manos de Alicia la continuación del relato.

 

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