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~ Capítulo 11 ~

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~ Capítulo 11 ~

 

 

Seis días después de la llegada de los aliados, los problemas de los primeros días se habían agudizado. Los robos de ganado y gallinas continuaban, pero lo peor era la siega indiscriminada de hierba y cereales. Los soldados no respetaban ni vallas ni lindes a la hora de buscar alimento para sus caballos. Además, cortaban lo sembrado desde su base, produciendo un daño irreparable. Aquella práctica se había extendido a casi todos los campos de la zona y amenazaba con dejar a los vecinos sin víveres para los siguientes meses. Semejante saqueo terminó de alterar los ánimos de los vecinos, aunque el miedo a represalias por parte de los soldados hizo que sus quejas se dirigieran al ayuntamiento.

Lo  que la mañana del 24 de julio empezó como un goteo de vecinos quejumbrosos a la puerta de la alcaldía, al mediodía se convirtió en medio pueblo iracundo ocupando todas las estancias del edificio. Por una vez, fue Miguel Tellechea quien tuvo que soportar las iras de sus convecinos y no al revés. En cualquier caso, intentó buscar una solución.

Los dos coroneles, con quienes se reunió al acabar aquel día agotador, se mostraron receptivos. Con las requisas oficiales le dijeron que no se podía hacer nada: eran la parte de la guerra que les tocaba pagar a todos los pueblos, igual que los soldados pagaban con sus vidas, sin embargo, le dieron una salida para el problema de los robos y la apropiación indebida de bienes: se ofrecieron a firmar pagarés que posteriormente el ejército abonaría a sus portadores.

Miguel aceptó el ofrecimiento y colocó a un alguacil al frente de una mesa en los soportales del ayuntamiento, para que tramitara cada una de las quejas y devolviera los pagarés firmados. Temía, de todas formas, que el arreglo iba a servir para unos días nada más, uno o dos meses a lo sumo. Estaba seguro de que de los robos sin culpables conocidos no se iba a hacer cargo nadie: ni el ejército británico ni la administración española, y respecto a la siega indiscriminada, no tenía esperanza de recibir nada a cambio, salvo palabras bonitas. En cualquier caso, disfrutaba de los momentos de paz sin pensar demasiado en el futuro: una actitud inteligente en tiempos de guerra.

Pero aparte de aquel problema, había otros conflictos en los que el ayuntamiento era requerido para intervenir. La soldadesca modélica de los primeros días había empezado a enseñar los dientes y habían surgido los primeros altercados públicos. Casi todos aquellos incidentes habían tenido como principal instigador el alcohol. Porque si había unos negocios que habían salido ganando con aquella ocupación eran precisamente las tres tabernas que existían en el pueblo (algunos soldados gastaban toda su paga en alcohol, y la mayoría de ellos, una buena parte de ella).

La combinación de muchos hombres con poco que hacer y demasiado alcohol en las venas estaba, por tanto, en el origen de muchos de los problemas. Solía haber soldados tirados por las calles a cualquier hora, inconscientes y rodeados de sus propios vómitos y fluidos corporales. Y también había peleas que, aunque se daban entre los propios soldados, molestaban a los vecinos.

Miguel había hablado también de aquel tema con los coroneles Russell y Von Müeller, ellos se habían mostrado amables, pero, aparte de asegurarle que transmitirían su preocupación a sus mandos intermedios para que estos trataran de controlar a la tropa, poco más había conseguido de ellos. Miguel suponía que los coroneles llevaban escuchando aquel tipo de quejas desde su llegada a la Península, y habían acabado por ser impermeables a ellas. Algo que entendía muy bien, ya que en seis días de ocupación a él le estaba empezando a ocurrir lo mismo con las quejas de sus vecinos (aunque algunos dirían que siempre había sido así).

En aquel ambiente de incertidumbre, en el que unos pocos sacaban provecho y la mayoría alimentaba su hostilidad, había una persona que estaba dispuesta a pertenecer al primer grupo por encima de todo: Mayí, la cuñada de Joanes.

Su primer movimiento había sido procurarse un oficial para ella sola: el capitán Donald Richardson, pero pronto le pareció insuficiente, quería apuntar más alto, así que decidió dar un paso más. Mayí no sabía leer, pero sabía escuchar chismes muy bien y durante aquellos años de guerra había oído comentar que allí por donde pasaban las tropas se celebraban bailes y comidas en su honor, así que pensó organizar algo parecido en Echalar. Desechó enseguida la idea del baile porque no quería jóvenes rivales que le quitaran el protagonismo ante los soldados y se decantó por organizar una comida en su casa. Decidió invitar a “su” capitán Richardson y a los dos coroneles, el rubio largo y el pelirrojo, dando por supuesto que estarían encantados de acudir a la comida. Pensó también darles a estos últimos la opción de invitar a quienes quisieran, con la esperanza de que invitaran a otros mandos alojados en Lesaca.

Von Müeller era militar de carrera y de corazón, hijo y nieto de militares por vía paterna y materna, no concebía su vida fuera del ejército. Había ingresado en la Brunswick Oels Jäger, la formación que dirigía como coronel, tras su creación en 1809. Von Müeller tenía claro que su lugar en el mundo era aquel, pero algunas veces se lamentaba, en privado y con él mismo como único interlocutor, de los hombres que le había tocado a su cargo. Su batallón, como toda la Brunswick Oels Jäger, estaba formado por hombres de muy diversa procedencia: suizos, holandeses, croatas, daneses, polacos... Todos eran voluntarios, y casi todos se habían alistado atraídos por la paga y la sed de aventuras (detrás de algunos alistamientos también había razones más oscuras). La falta de un origen común y de un auténtico compromiso hacía que se tratara de batallones difíciles de dirigir. Habían cogido, allá por donde pasaban, una fama de desertores y buscadores de problemas que Von Müeller trataba de superar constantemente. Se enfrentaba a la labor de dirigir a sus tropas como un misionero a la labor de evangelizar infieles: sin descanso, con fervor y sin perder un ápice de fuerza y energía tras los sucesivos fracasos. Quería conseguir que aquel cuerpo de indisciplinados no solo se pareciera, sino que superara al otro cuerpo de germanos que tomaba parte en la contienda: “La King's German Legion”, un cuerpo de élite que todos los mandos británicos se disputaban tener entre sus filas.

No podía imaginar, por tanto, Mayí, lo poco interesado que estaba Von Müeller en los actos sociales en general y en aquella comida en particular. Iba a acudir, como lo hacía siempre en esos casos, porque sabía que no hacerlo le traería más problemas que alegrías (tener contenta a la burguesía local se solía traducir en mejor trato a la tropa y, en consecuencia, mejor comportamiento de esta), pero iba a ir solo, no iba a llevar ni siquiera a los dos capitanes que estaban a sus órdenes.

Russell, por su parte, iba a ir con las mismas nulas ganas que el austríaco. Sabía, como Von Müeller, que había que contentar a las fuerzas vivas de los lugares por los que pasaban, y por eso aceptaba las invitaciones que recibía pueblo tras pueblo, pero lo hacía por mero sentido del deber: era una parte de su trabajo, una parte desagradable, además. No le gustaba ni comer demasiado ni perder el tiempo en conversaciones banales, y eso era lo que solía encontrar en aquellos banquetes de pueblo. Estaba seguro de que en aquel pueblito perdido, la cosa no iba a ser diferente: no iba a encontrar ni una sola persona interesante ni, mucho menos, una conversación inteligente. Y se daría con un canto en los dientes si conseguía salir de aquella casa sin una indigestión.

Agradecía que la anfitriona de la casa en la que le había tocado alojarse, Gaztelu, fuera una viuda mayor a la que apenas veía, ya que se recluía en sus habitaciones dejando el resto de la casa libre para él y sus criados. Sin embargo, la anfitriona de Donald Richardson y promotora de la comida, con la que había intercambiado cuatro frases con traductor por medio, le había parecido irritante, con aquel tono de voz agudo y aquella sonrisa calculada. Respecto al resto de invitados, el panorama no podía ser más desalentador: Von Müeller era un buen hombre, serio y de fiar, pero se sentía incapaz de mantener una conversación con él que no versara sobre aspectos relacionados con el ejército y la campaña que se traían entre manos (un tema sobre el que a Russell le gustaba hablar lo menos posible). No pedía que le gustara la filosofía y la literatura: los temas que le apasionaban a él, pero es que ni siquiera podía hablar con él del otro tema, más ligero, pero no menos apasionante, que también centraba su interés: las mujeres. Von Müeller era inmune a ellas, no le interesaban en absoluto (y los hombres tampoco). Así que la presencia del austríaco no le iba a alegrar la velada. Por su parte, él estaba obligado a llevar a la comida a los dos capitanes a su cargo, no podía evitarlo ya que uno de ellos, Donald Richardson, era el inquilino de la anfitriona. Dejar de lado a Quinn, el otro capitán, habría sido descortés, además de fuente de conflictos futuros. Tenía con ambos una relación correcta de superior a subordinado, pero nada más, aunque le caía mejor el siempre afable Quinn que el rígido Richardson. No tenía la menor intención de invitar a mandos similares o superiores a él, todos acomodados en Lesaca alrededor del cuartel general ni, mucho menos, al mismísimo Wellesley, tal y como le había sugerido veladamente la anfitriona la única vez que había hablado con ella y  Richardson dos veces más.

Una de las razones de que tanto él como Von Müeller se establecieran en Echalar era precisamente la falta de interés que ambos tenían en medrar en las altas esferas militares. Este hecho hacía que las relaciones con sus superiores fueran correctas en lo profesional —ambos hacían bien su trabajo—, pero inexistentes en lo que se refería a su parte social. Para el resto de mandos de su división, ellos eran divergentes y extraños. Von Müeller era percibido como un militar demasiado entusiasta y Russell como demasiado poco. Por eso, el alojamiento geográficamente separado era una buena opción para todos.

Así que, a la vista de lo incómoda que se presentaba la velada para él, Russell decidió aprovechar la oportunidad que le brindaba la anfitriona de traer a alguna persona más e invitó a su amigo Daniel Cadoux.

Cadoux se alojaba en Vera, ya que allí estaba acuartelada la División Ligera, a la que él pertenecía. Era capitán de la compañía 95 de rifles, un cuerpo de élite dentro del ejército británico, llamados coloquialmente los “green jackets” en referencia a la casaca verde que portaban sus soldados y que los distinguía del resto de formaciones del ejército británico. Se trataba de unas fuerzas especiales, de avanzadilla, compuestas por soldados especialmente dotados y entrenados para el combate, famosos por su valentía y sus éxitos militares.

Gabriel Russell había conocido a Cadoux en Portugal, al poco tiempo de la entrada de ambos en la Península Ibérica. La primera impresión no podía haber sido peor. Cadoux era un hombre que llamaba la atención por sus maneras femeninas. Para colmo, su forma de vestir era también llamativa: sus camisas blancas tenían más puntillas que las de una duquesa, adornaba todos los dedos de sus manos con sortijas enormes, y las movía con gestos amanerados. Los soldados que no eran de su compañía se solían burlar de él y Russell había oído que le llamaban “Daniella” a sus espaldas.

Sin embargo, Russell comprobó con sorpresa que los hombres a sus órdenes le respetaban. La sorpresa se diluyó el día que le tocó luchar junto a él. De repente, aquel hombre afeminado se convirtió en un militar modélico, que supo mantener la calma para pensar la mejor estrategia posible y, al mismo tiempo, arengar a sus hombres para sacar lo mejor de ellos sin exponerlos a riesgos innecesarios. Desde aquel día, Russell lo respetó, y ese respeto le hizo acercarse poco a poco a él. Aquel acercamiento le descubrió a un hombre culto, con el que compartía su pasión por las artes y las letras, y con el que había llegado a mantener las mejores y más profundas conversaciones que había tenido en su vida. En poco tiempo, se convirtieron en amigos, y en aquel momento, tras cinco años de amistad, Gabriel podía decir que Cadoux era el mejor amigo que tenía en la Península. La oferta de la anfitriona le dio la oportunidad de invitarle y, de aquel modo, convertir aquella velada, que auguraba tediosa, en una oportunidad para reunirse con su amigo.

Mayí no acabó muy contenta con la lista final de invitados. Había tenido la esperanza de traer a alguno de los mandos superiores que se alojaban en Lesaca, al no conseguirlo se sintió decepcionada (lo poco que había visto de los dos coroneles de Echalar le había servido para darse cuenta de que eran la antítesis del glamour y el poder a los que ella quería acceder). En cualquier caso, no se desanimó del todo y pensó que aquella comida podía ser un primer paso para acabar consiguiendo algún día lo que perseguía. Pensó también que debía completar la mesa con las fuerzas vivas del pueblo, e invitó al alcalde, al secretario y al párroco.

Así pues, el 25 de julio, en casa de Joanes, se reunieron a comer, junto a Mayí y Bernardo, Von Müeller, Russell, Cadoux, Richardson, Quinn y un traductor por parte de los británicos, y Miguel Tellechea, el secretario Manuel Iturria y el párroco don Francisco por parte del pueblo. Joanes y su padre quedaron fuera de la mesa de invitados por decisión propia y para gran alivio de Mayí, pero mientras el padre se retiró a su habitación, Joanes pasó la velada espiando la llegada de los invitados y la marcha de las conversaciones.

La comida, tal y como había previsto Gabriel Russell, transcurrió entre el tedio y los lugares comunes. Aunque hubo también algunos momentos divertidos, todos protagonizados por don Francisco.

Mayí había impuesto el castellano en la mesa con el pretexto de que era la única manera de comunicarse con los ingleses, aunque fuera con intérprete, pero también con el objetivo oculto de asegurarse de que su marido —del que se avergonzaba ante sus invitados— permaneciera callado toda la velada, ya que solo entendía tres o cuatro palabras en castellano y era incapaz de pronunciar una sola. Ella lo chapurreaba algo mejor, Miguel y el secretario se arreglaban bastante bien, y los mandos, que hablaban en inglés, eran inmediatamente traducidos. La nota discordante y fuente del sufrimiento de Mayí (un sufrimiento contenido que le aportó una jaqueca al acabar la velada) fue el párroco, que se negó en toda la velada a utilizar una sola palabra en castellano, aunque lo dominaba, e hizo todas sus intervenciones en euskera cantarín. Todos los que le entendían en aquella mesa estaban convencidos de que la razón de aquel comportamiento no era el desprecio a los invitados, sino el exceso de vino consumido (antes de llegar a la cena también). Así que Mayí se sentía constantemente en la obligación de traducir a sus invitados las palabras intraducibles del párroco, ante el silencio y la risa contenida del alcalde y el secretario, que entendían perfectamente las tonterías que este decía y se daban cuenta de los esfuerzos de ella por inventar una traducción que encajara con la conversación que se estaba manteniendo en la mesa. Si hubiera sabido el poco caso que le hacían los militares (Von Müeller, de hecho, ni siquiera se dio cuenta  de que los autóctonos estaban utilizando dos idiomas diferentes), quizá habría dejado de preocuparse.

Hacia las seis de la tarde, la lenta dinámica se detuvo repentinamente. Von Müeller, tras tomar un postre de deliciosas natillas caseras, se levantó marcialmente y anunció —en un inglés gutural que fue inmediatamente traducido por su atragantado traductor (la reacción del coronel le había pillado desprevenido con una buena porción de natillas sin engullir en la boca)— que agradecía las atenciones recibidas, pero debía retirarse. Tras el anuncio, taconeó a modo de saludo ante cada uno de los invitados varones e hizo lo mismo ante Mayí, con besamanos incluido.

A Mayí no le habían saludado así en la vida, se sintió como una reina, y en aquel momento pensó, exultante, que solo por aquello había valido la pena organizar la comida.

Russell, que no perdía detalle a pesar de la pose de indiferencia que había exhibido durante toda la velada, se dio cuenta de la excitación de la mujer y, mientras Von Müeller era acompañado a la salida de la casa por el matrimonio anfitrión, le susurró a Cadoux, poniendo especial cuidado en que nadie más oyera sus palabras, que aquella mujer se había excitado con la mano y la boca de “pescado frío” de Von Müeller, más de lo que su marido había sacado de ella en toda su vida juntos. Cadoux, que tenía menos autocontrol que su amigo, tuvo que fingir un ataque de tos para disimular la carcajada.

El resto de la velada transcurrió sin pena ni gloria. Cuando terminaron con todo el alimento y la bebida, estaba empezando a anochecer. Russell pensó que había cumplido con creces el deber de aceptar la hospitalidad local, así que tomó la iniciativa para marcharse. En cuanto anunció en alto sus intenciones, el resto de invitados secundó sus palabras. Tras unos minutos de besamanos y despedidas corteses, cada cual se retiró a su alojamiento. Mayí quedó con Bernardo y Richardson en la casa. El párroco, acompañado del alcalde y el secretario, volvió a la casa parroquial, donde el ama, que le esperaba resignada, le acostó para que durmiera la mona. Quinn, el traductor, Russell y Cadoux, que ese día iba a pernoctar en Gaztelu gracias a la hospitalidad de su amigo, se alejaron de la casa dando un paseo.

Hacía buena temperatura, aunque apenas quedaba luz natural. A esa hora, el pueblo estaba tranquilo porque casi todos los soldados que habían estado por las tabernas se habían retirado. Todavía quedaba alguno desperdigado, pero en cuanto veían al coronel y sus acompañantes, salían corriendo hacia sus campamentos, ya que tenían la orden de retirarse al anochecer.

La imagen de los tres hombres en dirección a Gaztelu en animada conversación era, por tanto, lo más llamativo del pueblo en aquel momento. Hacían una estampa bonita y colorida, en rojo y verde, aunque la persona que les observaba tras la ventana de su habitación, en la casa de la que acababan de salir, no lo veía así. Él solo sentía  animadversión hacia ellos y hacia quien tan bien les había agasajado.

Esa persona era Joanes.

 

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El día, había sido para Irene muy diferente al que habían vivido los mandos aliados. Lo había pasado en la escuela, ocupándose de los pocos niños que habían acudido, porque debido a la inseguridad y la falta de alimentos, cada día que pasaba aparecía algún niño menos. A la vista del panorama cada vez más desolador, aquel día Irene había concentrado todas sus energías en mantener el buen humor de los niños. Los había entretenido con canciones y la lectura de varios cuentos, de tal manera que a las cinco, cuando todos volvieron a sus casas, lo hicieron sonrientes y contentos, deseando volver al día siguiente. Pero en cuanto cerró la puerta del aula tras despedirles, Irene supo que aquello no iba a durar mucho: en pocos días, si no se le ocurría algo, iba a quedarse sola en aquella aula desangelada.

Se quedó en el colegio unas horas más. Preparó las clases para el día siguiente y limpió el aula, frotando las mesas y bancos de madera más de lo que lo necesitaban, con la esperanza de que el ejercicio físico le aportara alguna idea para mejorar la situación de los niños. No consiguió nada más que enrojecer sus manos.

Cuando terminó, se dio cuenta de que había empezado a anochecer. Debía volver a casa ya. A aquellas horas no quedaría ningún vecino por las calles y, por el contrario, podía toparse con soldados desperdigados. Se regañó a sí misma por haberse despistado y, dando un suspiro, se dispuso a salir. Asomó la cabeza y observó la plaza. En un principio la vio tranquila, así que pensó cruzarla rápido para enfilar sin demora la calle principal, pero cuando iba a hacerlo se dio cuenta de que dos soldados de uniforme rojo dormían la mona en un lateral, cerca de la pared del frontón. Podía atravesar la plaza pegada a la pared de las casas situadas en el otro lateral, manteniendo a los soldados a diez metros de ella en el punto de paso más cercano, pero el silencio absoluto y la ausencia de otras personas a la vista la asustaron. Entonces tomó una decisión rápida, sin pensar demasiado. Había un camino estrecho entre la pared externa del frontón y la tapia que separaba las tierras de labranza del caserío más cercano. Era un camino que pasaba desapercibido, de no más de cuatro metros de ancho y cincuenta de largo, que desembocaba directamente en la entrada de la iglesia y del ayuntamiento. Irene solía utilizarlo en tiempos de paz, ya que el trayecto era  más corto que el que atravesaba la plaza. Esa familiaridad, y el miedo a que los soldados se despertaran al verla pasar, hicieron que no se lo pensara dos veces. Entró en el callejón, que estaba oscuro como un pozo, y enfocó su mirada al final del mismo, hacia la luz que entraba de la zona más abierta de la iglesia y del ayuntamiento, donde había un par de teas encendidas. Se tranquilizó a sí misma diciéndose que en menos de un minuto estaría al otro lado y se sentiría a salvo.

Cuando había recorrido medio trecho, notó algo, una sensación extraña, nada concreto... los latidos de su corazón, pensó; pero un sudor frío y un miedo repentinos le hicieron apurar el paso: uno, dos, tres, rápido…, hasta terminar corriendo.

Estaba a diez metros de la salida cuando una mano cayó sobre su hombro. Otra mano cerró su boca antes de que pudiera emitir el menor sonido. Pensó en escapar, pero estaba paralizada. Por el terror. Y por los brazos que le sujetaban como barras de hierro. Y entonces sintió que se desdoblaba: su cuerpo empezó a sufrir y, al mismo tiempo, otra parte de ella se mantuvo alejada, observando los hechos como espectadora. Oyó a los hombres, porque eran al menos dos, hablar entre ellos en inglés (¿Los dormidos en la plaza, que la habían visto, u otros escondidos en el callejón a quienes había rebasado sin darse cuenta?). Reían bajo y, sobre todo, resoplaban y gemían. Uno de ellos, con el aliento apestando a alcohol y comida fermentada, le besó la cara llenándola de saliva y babas, y luego le mordió la boca hasta hacerle sangrar (bendito sabor de la sangre que tapaba el del aliento asqueroso). Notó manos sobándole todo el cuerpo, pero, sobre todo, los pechos. Oyó la ropa rasgarse y sintió el olor a orines, sudor y suciedad que emanaba de aquellos hombres que le hacían daño. Mucho daño. 

Aunque se le hizo eterno, seguramente no pasó más de unos segundos paralizada hasta que pudo recuperar un poco el control de su cuerpo e intentó escapar. Vanamente. Oyó a uno de ellos reír más alto e, inmediatamente, recibió dos bofetadas salvajes que le hicieron sangrar aún más, esta vez por la nariz. Entonces le empujaron brutalmente contra la pared. Sintió un fuerte golpe en la espalda y en la cabeza y perdió el conocimiento por unos segundos, los suficientes para percatarse, cuando volvió en sí, de que la situación había cambiado para peor. Con la espalda apoyada en la pared, las piernas en el aire, sujetas  por uno de ellos (notaba sus uñas clavando y rasgándole la carne), el otro le había bajado la ropa interior y forcejeaba contra su cuerpo. Frotaba un trozo de carne fría y pegajosa, contra la parte superior de sus muslos, mientras con una mano le apretaba el cuello y lo empujaba hacia arriba, como si quisiera separarle la cabeza del cuerpo. Irene notó que se asfixiaba, solo un hilo de aire entraba a sus pulmones tras dar desesperadas boqueadas. A pesar de ello, el sentido del olfato seguía funcionándole y otro olor, más fuerte que la peste que emanaba de los hombres, se hizo presente. Era una mezcla de vómito, orina y heces. Se dio cuenta de que esta vez el hedor provenía de ella. Entonces le embargó una extraña sensación de aceptación y pensó que lo único que podía hacer era dejarse ir. Estaba a punto de perder el conocimiento de nuevo cuando, de pronto, todo paró.

Varios hombres entraron como una tromba de agua a través de la abertura de luz y, esta vez, los sorprendidos fueron los atacantes, que no tuvieron tiempo de hacer nada por evitar la furia que se abalanzaba sobre ellos. Irene sintió cómo se los quitaban de encima y cómo los arrastraban lejos de ella.

De pronto se encontró en el suelo, tosiendo la mezcla de vómito y saliva que se había juntado en su garganta, desmadejada y sin fuerzas. Había un hombre a su lado, apenas lo veía, pero notaba que su presencia era diferente a la de quienes le habían atacado. El hombre permaneció unos segundos a su lado sin tocarla y luego, con un gesto sutil, sin apenas rozarle la piel, le subió el tirante de la camisa y le tapó el pequeño pecho que había quedado descubierto. Intentó también recolocarle la falda, pero estaba hecha jirones y a duras penas le cubría las piernas ensangrentadas. Ella trató de levantarse y entonces él se acercó a sujetarla, suavemente, pero con firmeza, para acompañarla en sus primeros pasos. La ayudó a salir poco a poco hacia la luz. 

Hasta que no salió del callejón no se atrevió Irene a levantar la mirada. Había varios hombres con casacas rojas moviéndose rápido. Vio al coronel pelirrojo dando órdenes a unos soldados que se habían acercado al oír el ruido. Vio cómo llevaban, esposados y rodeados de soldados, a dos hombres que también llevaban casacas rojas, pero sucias y descolocadas. Pensó que debían ser sus atacantes y dejó de mirar. No quería saber cómo eran; no en aquel momento. Empezó a temblar, sintió ganas de vomitar de nuevo y se dobló sobre sí misma, pero entonces otro hombre se acercó a ella corriendo y, junto con el primero, la ayudó a sentarse en un banco frente a la iglesia. Este segundo hombre le tendió un pañuelo para que se limpiara la sangre y el vómito, y se quitó su casaca, que era de color verde, y se la puso por encima. Era ancha, como él, así que le cubría buena parte del cuerpo. La chaqueta le aportó calidez y peso, un peso que le trajo de nuevo a la tierra. Entonces, aquel hombre le empezó a hablar en inglés. Lo hizo tan despacio y tan amablemente que, a pesar de no entenderle nada, se sintió algo mejor. Pronto se dio cuenta de que otra voz se mezclaba con la primera y esta le hablaba en castellano, con un marcado acento. Se trataba del primer hombre que la había socorrido. Era joven y vestía casaca roja sin adornos, debía ser un soldado traductor. Le decía que estuviera tranquila, que todo había pasado ya. Ella quería creerle, pero no podía parar de temblar.

Al cabo de un tiempo, el jaleo exterior se calmó y, en la misma medida, ella se sosegó. El pelirrojo, que al parecer había dirigido la captura de los atacantes, dio las últimas órdenes a los pocos soldados que habían quedado tras el traslado de los agresores, y estos se retiraron a sus puestos. Después de aquello se acercó a ella. La miró fijamente largo rato, como si estuviera haciendo recuento de daños. Aquella mirada le tranquilizó también: le faltaba la calidez de los otros dos hombres, pero transmitía interés por ella.

 

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Aunque ella no podía entenderle, efectivamente, en esa dirección fueron las preguntas que Russell les dirigió entonces a Cadoux y al traductor. Les preguntó si la chica estaba bien y aprobó que la hubieran tapado. Le dijo al traductor que le preguntara dónde vivía y si podían avisar a alguien para que la ayudara. Irene, que iba volviendo poco a poco a su ser, tuvo fuerzas para contestar que estaba bien y que vivía cerca, añadió también que prefería ir a su casa sola, sin molestar a nadie.

El traductor le transmitió a Russell lo que Irene pedía y él, con un gesto afirmativo, le mandó a él y a dos soldados más acompañarla a su casa.

 

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Daniel Cadoux se quedó con Russell observando la estampa de los soldados y la chica alejándose de espaldas a ellos. Estaba acostumbrado a las salvajadas de la guerra, pero aquella chica temblorosa le había dado mucha pena, esperaba que los daños que había sufrido no fueran permanentes y que pudiera olvidar aquello. Russell y él hicieron el camino de vuelta a Gaztelu hablando de aquel asunto, que había acabado por ensombrecer el día. Russell le dijo a su amigo que pensaba tomar cartas en el asunto y dar a los atacantes un castigo ejemplar y público, para evitar que aquellos episodios se repitieran y alteraran aún más los ánimos del pueblo. No sabía quién era la chica, pero estaba seguro de que al día siguiente todo el mundo sabría lo sucedido por boca de ella.

Tampoco sabía lo equivocado que estaba.

 

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Irene llegó a la casa, se quitó la ropa sucia, hecha jirones, y la tiró a la chimenea. Al día siguiente la encendería para quemar todo, pero en aquel momento solo tenía fuerzas para apartarla de sí. Luego se echó sobre el colchón de lana. Se tapó con la manta tosca que hacía de cobertor y cayó dormida, agotada, hasta la mañana siguiente.

 

 

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