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~ Capítulo 12 ~

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~ Capítulo 12 ~

 

 

El paso entre julio y agosto suele ser la época más calurosa del año en la zona del Bidasoa. Muchas veces entra viento del sur, y entonces se extiende un calor pesado y asfixiante que hace que la tierra arda y que la estancia al aire libre sea muy difícil en horas de sol. Pero a veces hay suerte y entra el viento del norte, entonces las altas temperaturas son más llevaderas y, a la sombra sobre todo, se está bien.

Aquel 26 de julio de 1813 amaneció así. Irene se despertó antes que cualquier otro día, la noche anterior no había cerrado las contraventanas y la luz, cegadora, se colaba a través de las ventanas de su habitación con toda la intensidad del verano. Su primera reacción fue taparse la cabeza con la manta y acurrucarse aún más sobre el colchón. Quería desaparecer de nuevo en la niebla del sueño. No pensar. No recordar. Aguantó así, tapada, unos minutos, no más de media hora, hasta que decidió que ya era suficiente y debía enfrentarse a la realidad. 

El pequeño esfuerzo de incorporarse sobre la cama le llenó de dolor. Sentía como si tuviera cientos de agujas clavándose por todo su cuerpo. Era también un dolor que olía y tenía sabor: a sangre, vómito y terror. Permaneció sentada en el borde de la cama unos minutos, con los ojos cerrados, respirando hondo, tratando de controlar lo que sentía. Luego abrió los ojos y pensó en los siguientes pasos a dar.

Primero se lavaría bien para quitar de su cuerpo cualquier resto de los hombres que la habían atacado, después analizaría su cuerpo centímetro a centímetro, para descubrir todas sus heridas, luego intentaría curarlas y, finalmente, se vestiría e iría a la escuela, como todos los días. Y allí acabarían todos sus lamentos sobre lo ocurrido el día anterior. Tenía clara una cosa: no iba a hablar con nadie acerca de lo sucedido.

Si la noticia se extendía por el pueblo, la única que iba a perder era ella. Nadie iba a defender su honor ante las tropas extranjeras. La mayoría, además, le culparía. Por la hora (“¿qué hacía a esas horas sola por la calle?”) y, sobre todo, por ser quien era: una mujer que había roto todas las reglas establecidas desde el momento en que había sido concebida. Y de la culpabilidad al rechazo social solo había un paso. Si aquel episodio se hacía público, lo que hasta entonces había sido su protección —ser nieta de quien era— se diluiría. Sus abuelos no iban a mover un dedo para ayudarla, y quienes llevaban tiempo mirándola con desconfianza aprovecharían para darle el golpe de gracia (imaginaba, además, a Mayí como instigadora de ese grupo). Quería seguir siendo la maestra del pueblo, era su misión por encima de todas las cosas, así que no iba a arriesgarse a perder el puesto.

Otra razón para mantener silencio era Joanes. Porque lo que había pensado al principio tenía una excepción: él sí estaría dispuesto a defenderla. A muerte y ante los dos batallones al mismo tiempo si hacía falta. Pero aquello lo único que traería sería su destrucción, así que para protegerlo no iba a decir nada, ni a él ni a nadie. Confiaba en mantener el secreto sin dificultad, ya que las únicas personas que se habían enterado de lo sucedido eran unos pocos soldados ingleses. Tenía la esperanza de que no dijeran nada; al fin y al cabo, ellos también salían perdiendo, ya que lo sucedido les colocaba en una mala situación ante el pueblo.

Aquella determinación le terminó de dar fuerzas para ponerse en marcha. Se levantó dispuesta a descubrir las marcas de la noche anterior. Al moverse, todo su cuerpo protestó de nuevo, pero esta vez prestó más atención para descubrir los puntos más dolorosos. Primero notó ardor en la parte interna de sus muslos, un dolor palpitante y agudo, y los tocó sin atreverse a mirar aún. La piel de la zona, normalmente lisa y suave, se notaba abultada e irregular. Notó también la espalda dolorida en varios puntos, en algunos sitios la sensación era aguda, como de herida abierta, en otros, sorda y palpitante. Le dolía también, mucho, la parte de atrás de la cabeza, al palparla notó algo pegajoso, sangre supuso, y un gran bulto. Pensó que aquella herida era la menos preocupante, ya que el pelo la taparía y, si no fuera suficiente, cubriría su cabeza con un pañuelo. La nariz, que había sangrado, le molestaba, pero no demasiado, estaba segura de que no la tenía rota.

Tras hacer recuento de daños guiándose por el dolor, llenó de agua la palangana en la que se aseaba todas las mañanas y trajo unos trapos limpios. Cuando tuvo todo listo, se atrevió finalmente a mirar.

Empezó por las piernas, y vio que estaban manchadas de sangre seca y otros fluidos. Humedeció un trapo y, poco a poco, las fue limpiando con mucho cuidado, descubriendo las heridas que había bajo las costras de sangre. Fueron apareciendo arañazos, algunos profundos, pero ninguno tanto como para que las heridas no pudieran sanar por sí solas al pasar unos días. Los arañazos eran largos y aparecían en la parte interna de los dos muslos, suponía que se los habían hecho al intentar abrir sus piernas, cuando la empujaron contra la pared del callejón. Además de los arañazos, ambas piernas estaban llenas de manchas de color azulado, algunas veteadas de puntos rojos. Eran moretones, cuya disposición coincidía con la marca de los dedos de las manos; las manos de sus atacantes. Suponía que con el paso de los días irían oscureciéndose hasta tornarse verdes y marrones, y desaparecer finalmente. Tardó un buen rato en limpiar bien las dos piernas, pero una vez hubo terminado pensó que, a pesar de lo aparatoso de lo que veía, ninguno de los daños era grave ni iba a ser permanente. Después se miró los pechos. Recordaba cómo se los habían manoseado, furiosamente. Eran blancos y pequeños, así que la marca que vio en uno de ellos, el derecho, resaltaba de manera violenta. Era un mordisco en el que se podía distinguir la huella de cada uno de los dientes de quien se lo había hecho. Sintió una arcada y tuvo que correr hacia la pila de la cocina para vomitar. Cuando se repuso, decidió no volver a mirar sus pechos hasta que hubiera pasado el tiempo suficiente para que la marca desapareciera. Ver allí la impronta de su atacante era más de lo que podía soportar. 

Luego centró su atención en la espalda. Tenía un espejito que justo le servía para mirarse la cara, pero era demasiado pequeño para poder verse la espalda con él, así que se limitó a hacer un reconocimiento táctil. Parecía que los daños eran similares a los de las piernas: muchos arañazos y erosiones, pero superficiales. Se lavó bien y aprovechó para hacer lo mismo con el resto del cuerpo, frotando suavemente, ya que le dolía por muchos sitios, pero a conciencia, para limpiar todo rastro de aquellos hombres y de lo que le habían hecho. Se lavó el pelo también, quitando los pegotes de sangre que tenía en su parte trasera. Le dolía y escocía un poco, pero al tacto le pareció que la herida no era grave; no sangraba ya.

Solo le quedaba investigar una zona, pero le daba miedo hacerlo. Al final se atrevió y, con mano temblorosa, tocó su sexo. No había rastro de heridas y era una de las pocas zonas que no le dolía. Aquellos brutos no habían llegado hasta allí, estaba segura. Cuando lo comprobó, suspiró aliviada. Finalmente, se dispuso a pasar la última prueba y miró su cara en el espejito. Aliviada, observó que la nariz no presentaba ninguna herida visible. Las bofetadas le habían hecho sangrar, pero, una vez limpiados los restos de sangre seca, no se notaba nada, no tenía ni una marca.

Finalmente se fijó en el cuello, y allí sí vio algo que la alarmó. Estaba marcado con el mismo tipo de manchas azuladas que tenía en las piernas. Era el rastro que le habían dejado al sujetarla por el cuello. Tendría que ocultarlo de alguna manera, así que pensó envolverlo con un pañuelo, a pesar de que al ser verano se vería un poco extraño.

Limpia ya de arriba abajo, decidió que era el momento de vestirse. Con la ropa no se le iba a ver ninguna de las marcas que había detectado en piernas y tronco, así que, para no dar pistas sobre lo ocurrido, solo tenía que tener cuidado con el cuello y con la forma de moverse. Debía sobreponerse al dolor que le hacía moverse despacio y encogida. Sabía que al sentarse y apoyar la espalda en el respaldo de la silla vería las estrellas, que el mínimo roce de cualquier niño le haría sentir un dolor agudo, así que tenía que mentalizarse para soportar aquel dolor con disimulo, para que nadie sospechara lo más mínimo. Sobre todo, tenía que prepararse para cuando Joanes la visitara. Se vistió con una blusa que le tapaba cuello y brazos y, para asegurarse de que no se veía nada, se puso un pañuelo por encima de los hombros y otro alrededor del cuello.

Una vez preparada, se dispuso a salir. En ese momento, vio en un rincón de la chimenea, arrebujado, el montón que formaba su ropa del día anterior. Sintió cómo el terror volvía a apoderarse de ella. De repente, todos los esfuerzos que había hecho para reponerse se mostraron insuficientes. Notó de nuevo, como si le estuviera sucediendo en aquel momento, la asfixia del día anterior. Le llegaron de la ropa los olores que habían emanado de los cuerpos de aquellos hombres y los que había producido el suyo. Unas violentas arcadas le sobrevinieron, y creyó que iba a vomitar de nuevo, allí mismo. Y en ese momento, alguien tocó en la puerta de la casa.

Aquello detuvo las arcadas en seco.

Nunca había oído aquel sonido en aquella casa, nadie la había visitado desde que se había mudado allí. Un montón de pensamientos negativos comenzaron a pasar por su mente, pero hizo un esfuerzo por disiparlos: era imposible que aquellos hombres volvieran, ella misma había visto cómo los llevaban presos. Y ningún otro hombre iba a acercarse a su casa a atacarla, a plena luz del día. Aquellos pensamientos no la tranquilizaron del todo, pero le sirvieron para recuperar la capacidad de movimiento. Se acercó a la ventana al lado de la puerta y miró a través de ella.

No había ningún hombre, solo una figura femenina, alta y solitaria. Al abrir la puerta la reconoció. Tapada con un mantón de arriba abajo, a pesar del calor, y alejada cuatro metros de la puerta, se encontraba Rosi Yndaburu. El asombro de Irene creció al escucharle las precipitadas palabras que le dirigió:

—Atzo dana ikusi gendun… Leo eta biok hau prestatu dizugu[7].

Y señaló un hatillo que estaba colocado con cuidado al lado de la puerta.

Antes de que Irene pudiera contestarle, Rosi añadió:

—Joan behar dut[8].

Levantó la mano derecha a modo de saludo, se sujetó bien el mantón sobre la cabeza y salió del camino de entrada a la casa, apresurada, manteniendo el paso por la carretera general. 

A pesar de que era de la misma edad de Rosi, las Yndaburu formaban parte de las niñas que jamás habían ido a la escuela, así que Irene no había tenido relación con ellas. Pero siempre las había saludado cuando se las había cruzado por la calle. Sabía que prácticamente todo el pueblo les negaba el saludo; pero ella no. Esa podía ser la razón de que se hubieran acercado a ella en aquel momento. Mientras reflexionaba sobre lo ocurrido, se agachó y abrió el hatillo que le había dejado la muchacha. Un olor conocido y agradable la envolvió. En el hatillo había una buena cantidad de “kolpe belarra” seca. Se trataba de una planta que todo el mundo utilizaba para infinidad de males, desde catarros, hasta inflamación por golpes. Las Yndaburu habían adivinado bien las magulladuras y heridas que tenía y le habían preparado algo que podía paliarlas. De repente, unas gruesas lágrimas empezaron a caer lentamente mientras se agachaba hasta quedarse en cuclillas. El contraste entre el ataque brutal del día anterior y la compasión de aquellas dos mujeres, sacó lo que llevaba guardado dentro desde la noche anterior.

Y concentrada en su pena, no oyó a los dos nuevos visitantes hasta que los tuvo a un metro de distancia y uno de ellos carraspeó.

Desde su posición en cuclillas, levantó la cabeza alarmada y se encontró con dos soldados de casaca roja. Enseguida reconoció a los dos: uno era el joven que le había acompañado la noche anterior, el que hablaba español, y el otro era el jovencito de los dientes desordenados que había visto una vez acompañando al coronel pelirrojo. Supo entonces que la visita era de cortesía, y se tranquilizó. Se incorporó mientras se secaba las lágrimas, y en ese momento el joven soldado traductor comenzó a hablar. Con el mismo castellano con acento inglés, pero más rígido que la víspera, le comunicó que se habían acercado a su casa siguiendo las órdenes del coronel Russell para asegurarse de que se encontraba bien. Al terminar de decir aquellas palabras se quedó en silencio, mirándola fijamente, a la espera, al parecer, de una respuesta.

Irene estaba viva y no estaba gravemente herida, pero tenía el cuerpo magullado y el alma también, prueba de ello eran las lágrimas incontroladas que acababa de verter y que no eran normales en ella. Sabía que sus heridas físicas sanarían, pero respecto a las del alma... no estaba tan segura. Por supuesto, nada de esto le iba a contestar a aquel muchacho, así que, siguiendo el plan que se había trazado un momento antes, dijo escuetamente: “Sí, estoy bien, gracias”.

El traductor no se movió al oír aquellas palabras, al parecer, no acababa ahí la encomienda de su coronel. Mientras tanto, el otro joven la miraba amistosamente, con una mezcla de timidez y afecto. No había dicho ni una palabra desde que habían llegado y daba la sensación de que no entendía nada de lo que había dicho su compañero ni de lo que había respondido ella, pero se veía que sabía qué había ocurrido. Entonces, el otro continuó con su envarado discurso. Era muy joven también, y se veía que la tarea encomendada le resultaba incómoda y le venía un poco grande.

—El coronel —prosiguió— desea transmitirle sus más sinceras disculpas, lamenta lo ocurrido y quiere que sepa que los hombres que la atacaron han sido apresados y van a ser duramente castigados. Recibirán cincuenta latigazos cada uno, y serán expuestos para escarnio público durante tres días en el crucero del pueblo. Posteriormente, serán expulsados del ejército de Su Majestad. Le comunica también que a partir de ahora el ejército británico se encuentra a su disposición para cualquier cosa que usted necesite.

Había dicho todo de corrido, casi sin coger aire. Al acabar se quedó mirándola de nuevo, esperando una respuesta.

Ella tardó esta vez más tiempo en contestar. Estaba intentando asimilar lo que acababa de escuchar. No le había sorprendido saber que los hombres iban a ser castigados, al fin y al cabo se los habían llevado detenidos delante de ella, pero sí se sorprendió, y de manera muy desagradable, al saber que los hombres iban a estar  expuestos a la vista de todo el pueblo, ya que con ellos lo iba a estar  ella también. Su idea de no contar nada a nadie se podía ir al traste con aquel castigo ejemplar. Así que, tras meditarla un momento, esta fue su respuesta:

—Agradezco el castigo a los culpables, pero pídale a su coronel de mi parte, por favor, que no le cuente a nadie la razón del mismo. Dígale que la reputación de las mujeres españolas se resiente con este tipo de sucesos, así que necesito que se guarde el secreto. Si no lo hacen ustedes así, me perjudicarán aún más.

A pesar de que la respuesta había sido improvisada, resultó creíble; el joven asintió y le dijo que así se lo transmitiría al coronel. Con aquella frase consideró que había terminado el encuentro, dio un taconazo, al que se unió el otro soldado, y ambos enfilaron el camino de vuelta al pueblo.

Irene volvió a fijar su mirada en la curva de entrada del pueblo, viendo alejarse a sus visitas por segunda vez aquel día. En cuanto las figuras de los dos soldados desaparecieron de su vista, se dio cuenta de que era la hora de acercarse al colegio, varios niños estarían allí esperándola ya, así que debía apresurarse. Entró a la casa el tiempo justo para dejar el presente de las Yndaburu. Echó una rápida mirada a los restos de su ropa del día anterior y pensó que quemaría todo por la tarde, al volver de la escuela. Ya no tenía ganas de llorar, la visita de los soldados la había sacado del momento de tristeza.

Antes de salir de la casa, decidió que iría a la escuela por el camino de atrás, el mismo que había utilizado el día de la llegada de los dos batallones. Desde aquel día lo había evitado y había optado por el camino principal, que le daba más seguridad. Tenía miedo, claro, pero le provocaba más rechazo volver a ver a los hombres que la habían atacado, aunque estuvieran encadenados, y si se acercaba a la escuela por el camino principal se iba a encontrar de frente con ellos. Echó un último vistazo a su cara, se ajustó bien el pañuelo del cuello y salió cerrando con cuidado la puerta de la casa.

 

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Muchos de los mandos que conocía Gabriel Russell toleraban los actos como el ocurrido el día anterior o miraban para otro lado. Pero él no. Los soldados que llevaban tiempo a sus órdenes lo sabían y cumplían a rajatabla, pero siempre que recibía soldados nuevos tenía problemas. Era lo que había ocurrido con los dos individuos del día anterior, que habían venido en un grupo de reemplazo dos semanas antes. El castigo ejemplar de 50 latigazos y la posterior expulsión servirían para enseñarles a los nuevos cómo funcionaba aquel batallón.

Por otro lado, cuando ya no había marcha atrás y alguna infamia ocurría, intentaba reparar el daño de alguna manera. Por eso había mandado a dos de sus soldados a interesarse por el estado de la muchacha. No se había fijado apenas el día anterior, pero le había dado la sensación de que era muy joven, así que supuso que sería su padre quien recibiría a los soldados. Esperaba que agradeciera la embajada después del disgusto del día anterior. Los españoles, por lo que había podido comprobar repetidamente, eran orgullosos y celosos defensores de su honor. Aguantaban bien los embates de la mala fortuna, de la guerra y del hambre, pero no así los daños infligidos por terceros, y, menos aún, si estos eran extranjeros.

Pero Brown y O´Leary le trajeron noticias desconcertantes. Le comunicaron que la chica les había recibido sola y que, aparentemente, así vivía. Le confirmaron que era muy joven, pero no habían visto a nadie más en la casa ni parecía haberlo. Luego le dijeron que ella había hecho una petición: quería mantener en secreto lo ocurrido.

Aunque Russell entendió las razones de la joven, le pareció extraño todo lo que sus soldados le contaron sobre ella. Era insólito que una mujer tan joven viviera sola, más aún en aquella España mojigata que él tan bien conocía, y también era raro que una mujer que acababa de pasar por semejante trance fuera capaz de pensar de manera tan fría. En cualquier caso, decidió no darle más vueltas. Exigió a sus criados que mantuvieran la boca cerrada al respecto. Solo le quedaba hablarlo con los pocos soldados que habían tomado parte en la captura de los atacantes y con Daniel, quien, por supuesto, no diría nada.

Cuando le dejaron solo, pensó que aquella deriva de los acontecimientos le iba a favorecer incluso. Le serviría para tranquilizar al alcalde y con él al resto del pueblo. Explicaría, sin dar detalles, que los dos hombres estaban siendo castigados por comportamiento incívico con la población. Así, cada cual pensaría lo que quisiera (que era por los robos, por las peleas, por alteración del orden público...), y entendería que en aquel batallón ese tipo de actos no quedaban impunes. De aquella manera, esperaba parar la oleada de animadversión que empezaba a extenderse entre los autóctonos. Pensó que debía aprovechar inmediatamente aquel golpe de suerte, y decidió acercarse al ayuntamiento a hablar del asunto con el alcalde. Por el camino olvidó totalmente a la joven.

 

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En el momento en que Gabriel se reunía con el alcalde, Irene llegó a la puerta de la escuela, a pocos metros del ayuntamiento y del crucero donde estaban expuestos sus dos atacantes. Entró en el aula aliviada por haber dejado la calle, donde se había sentido vulnerable de nuevo, saludó a sus alumnos, que estaban sentados formales esperándola, y comenzó un día más de escuela. Con total normalidad.

Poco antes del mediodía empezó a ponerse un poco nerviosa, ya que se acercaba la hora en que Joanes la visitaba todos los días. Para ir a la escuela, Joanes debía pasar por el crucero, así que vería a sus atacantes y preguntaría por la razón de aquel castigo. Iba a ser su amigo, por tanto, quien le iba a transmitir si el coronel había respetado su petición o no. En caso afirmativo, tal y como deseaba, tendría que poner a prueba su autocontrol para que su amigo no notara nada extraño en ella.

Pero el tiempo del almuerzo pasó sin que Joanes apareciera. Aquello era muy extraño porque siempre que se retrasaba encontraba la manera de avisarle para que no se preocupara. Mandó a los niños a jugar un rato más y se quedó sentada en los escalones de la plaza manteniendo la mirada fija en el lugar por el que aparecía su amigo todos los días. De repente vio algo inusual: un grupo numeroso de vecinos empezó a bajar de la zona del crucero. Un par de decenas más o menos, la gran mayoría varones. Reconoció a los jóvenes y a muchos de los hombres importantes del pueblo. Observó que algunos entraban en la taberna de la esquina, mientras otros seguían hacia sus casas. Irene supuso que lo que estaba viendo estaba relacionado con los soldados expuestos en el crucero y se puso más nerviosa aún. No duraron mucho sus desvelos, ya que tras un pequeño grupo de personas, entre los que distinguió al alcalde y al coronel pelirrojo, apareció Joanes con una enorme sonrisa en la cara.

Llegó hasta donde estaba ella a paso rápido, le dio un pequeño golpe cariñoso en el brazo más cercano a él y se sentó de un salto a su lado, sin perder la sonrisa. Ella disimuló una mueca de dolor, ya que el golpe había caído en una de sus zonas magulladas, pero Joanes no se dio cuenta. Venía excitado y con ganas de hablar. “Tengo que contarte muchas cosas, Irene”, le anunció, y comenzó a hablar sin parar, pasando de un tema a otro y cambiando sus emociones mientras lo hacía. Irene respiró aliviada: estaba claro que no se había enterado de lo que le había pasado a ella.

Joanes empezó contándole detalles sobre la comida del día anterior. Se dedicó a describir a cada uno de los comensales. Sobre todos tenía juicios negativos, empezando por su hermano, al que tildaba de calzonazos sin honor, pasando por su cuñada y Donald Richardson, a quienes decía odiar, y terminando con el pelirrojo y su “amigo de la casaca verde”, a quienes describió como estirados y soberbios. Sobre el alcalde, el secretario y el párroco poco dijo, aparte de que eran de sobra conocidos sus defectos y que estos habían quedado bien patentes durante la comida.  

Cuando Joanes llegó a la descripción de la hora en que a ella le había sucedido todo, escuchó aliviada que él se había retirado a dormir nada más marcharse los invitados y, agotado por la rabia contenida, había  caído en los brazos de Morfeo (Irene sonrió al oír de su boca aquella expresión que había aprendido de ella y repetía sin entender). Gracias a eso se había podido levantar fresco a las 5 de la mañana, a hacer el pase de mercancía que le tocaba aquel día.

Y ahí empezaban las buenas noticias que no habían parado desde ese momento. Al otro lado de la muga, cerca de Sara, le esperaba su contacto de siempre y una sorpresa: Esteban de Rentería.

Al oír aquello, Irene soltó un grito de alegría. Joanes miró a su amiga sonriente: le gustaba hacerla feliz. Después le dijo que, entre otras razones, Esteban se había acercado a hablar con él para pedirle que le diera un mensaje a ella. Quería que supiera que él se encontraba bien, que sabía que se había hecho cargo de la escuela y que se sentía orgulloso de ella.

Irene se sintió reconfortada con las palabras de su maestro, eran como una caricia entre tanta desdicha a su alrededor. Luego, Joanes sacó un paquete que llevaba bajo el brazo, y que a Irene le había pasado desapercibido hasta ese momento, y se lo entregó:

—También me ha dado esto, me ha pedido que te diga que es  para ti, aunque sabe que lo vas a compartir con los niños.

Dentro del paquete, Irene encontró varias longanizas y unas cuantas sardinas viejas. Agradeció el regalo de su maestro y pensó que, por supuesto, lo iba a compartir con sus alumnos. Hubo entonces un instante de silencio durante el cual los dos amigos se miraron sonrientes. Por un momento pareció que Joanes iba a añadir algo más, seguramente relacionado con el encuentro con Esteban, pero haciendo un leve gesto de negación con la cabeza, que no le pasó desapercibido a Irene, el muchacho cambió de tema. Ella no tuvo tiempo de preguntarle, ya que Joanes volvió a hablar atropelladamente del último suceso que, dijo, le había terminado de alegrar el día. Le contó que al volver del monte se había topado con dos casacas rojas encadenados al poste del crucero. Aunque había preguntado, no había sacado nada en claro. Ni siquiera Miguel parecía conocer las razones exactas del castigo, aunque, al parecer, estaba relacionado con los desbarajustes y los ataques a las propiedades de los últimos días. Muchos hombres del pueblo se habían acercado al saber que, además de estar expuestos, aquellos hombres iban a recibir un castigo público. Él mismo había llegado tarde a su cita con ella por aquella razón. Ver a aquellos casacas rojas gritar de dolor, observar sus espaldas teñirse de rojo, verles perder el sentido y orinarse encima le había proporcionado, le dijo, uno de los mejores días de su vida.

A Irene, un día antes no le habría gustado oírle decir aquellas cosas a Joanes, habría pensado que la ocupación estaba sacando lo peor de él, pero después de lo que le había pasado a ella, no solo no censuró sus palabras, sino que adivinó dentro de sí misma un sentimiento de satisfacción: aquellos hombres habían sido unos monstruos con ella y estaban probando de su propia medicina. Al parecer, pensó, aquella guerra también estaba sacando lo peor de ella.

Después de aquello, Joanes le dijo que debía irse ya. Le prometió que volvería al día siguiente y que en cuanto supiera algo nuevo de Esteban se lo contaría. Al mencionar al maestro, Irene advirtió de nuevo el gesto contenido que le había observado unos minutos antes. No le dijo nada y le despidió sonriente, pero luego le observó pensativa mientras se alejaba.

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