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~ Capítulo 15 ~

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~ Capítulo 15 ~

 

 

El incidente con la pequeña campesina perturbó a Gabriel. Además, cuando le contó a Daniel los detalles, este no reaccionó con su habitual flema y tranquilidad y, lejos de quitarle hierro al asunto, mostró preocupación:

—Esta chica ha sido víctima directa de tus hombres, en medio del pueblo. Esto que acabas de hacerle no solo abre la herida, sino que hurga en ella. Debe pensar que eres un monstruo. Además —continuó— viste como una campesina, pero ¿quién no lo es en este pueblo? No sabemos de quién es hija, esposa o viuda, ni la influencia que puede tener entre sus vecinos. Te conviene pedirle disculpas lo antes posible, y creo que debes hacerlo tú en persona. Si mandas a tus hombres otra vez, lo interpretará como una broma cruel.

Gabriel escuchó a su amigo y se mostró de acuerdo con él. Si no ponía remedio enseguida, lo que acababa de suceder podría ser la semilla de futuros conflictos en el pueblo. Había ocurrido antes, no con sus batallones, pero sí con otros. En algunos lugares había habido incluso asesinatos de soldados por parte de la población. Se trataba de hechos que desmoralizaban a la tropa, además de obstaculizar la labor que les había traído a la Península. En el momento del conflicto en que se encontraban, con los ánimos altos y a un paso de abandonar España victoriosos, no se podían permitir hechos de ese tipo.

Pero no sabía quién era aquella chica ni dónde podía encontrarla. Debía averiguarlo lo antes posible, y decidió empezar por la fuente de información más cercana: sus criados.

Higgins, O´Leary y Smith acudieron rápidos a su llamada. El primero no sabía nada, ni siquiera la había visto esa mañana en Gaztelu. O’Leary le repitió los datos sobre el encuentro que había tenido con ella al día siguiente del incidente: la joven parecía vivir sola —algo que no encajaba con el comentario de ella sobre sus diez hijos… o más—. Le dijo también dónde se encontraba su vivienda; a unos 1.000 metros de Gaztelu. Smith escuchó lo que decían sus compañeros y, como era su costumbre, no dijo una palabra hasta que su superior no le preguntó directamente. Gabriel dudaba de que el discreto criado, encerrado todos los días en Gaztelu, tuviera más información, pero aún así le preguntó, por cortesía. Y entonces Smith le sorprendió:

—No creo que la encuentre en su casa, señor. Mientras la joven estaba con usted, ha venido la dueña de esta casa. La ha visto salir y me ha dicho que es la maestra del pueblo. Que es una joven extraña, pero de buena familia. Ha añadido que le sorprendía mucho verla aquí, ya que pasa la vida encerrada entre los cuatro muros de la escuela que, por cierto, está aquí al lado, en la plaza del pueblo, a 200 metros de esta casa.

Así que aquella joven no era una campesina, pensó Gabriel desconcertado, además, la dueña de la casa había aportado otra información que confirmaba las peores previsiones de Daniel: a pesar de sus ropas, la joven era de buena familia. Aquello podía traerles problemas serios. Y finalmente, lo que le dijo Smith le sirvió para aclarar las palabras que tanto le habían desconcertado sobre los niños. La muchacha había debido ir en busca de comida para sus alumnos, no para sus hijos. Gabriel recordó entonces que ella había dicho “mis niños” y no “mis hijos”, era él quién había supuesto que se trataba de su descendencia.

Gabriel decidió entonces no demorar más su visita a la joven maestra, cuanto antes ofreciera sus disculpas menos posibilidades habría de que el asunto se complicara. Quería transmitirle que todo había sido un malentendido. Pensaba mostrarse arrepentido por lo ocurrido. Además, le ofrecería comida para “sus niños” de manera continuada. Esperaba aplacarla con todo aquello y que el incidente se olvidara definitivamente. Decidió vestirse con uno de sus mejores uniformes al completo —con guerrera, sombrero, botas altas y la espada al cinto—. Con aquellos pequeños gestos quería demostrarle a la mujer que se tomaba en serio lo ocurrido. Iría solo, ya que los apenas 200 metros que separaban su vivienda del colegio hacían innecesario llevar escolta, además, no quería violentarla aún más. 

Cruzó a pie el camino que separaba la linde del terreno de Gaztelu de la plaza del pueblo. A pesar de no estar montado en un caballo seguía resultando un hombre imponente. A muchos mandos les desaparecía todo el glamour al bajar de los caballos. Se les veía demasiado gruesos o delgados, torpes, contrahechos... lo que eran en realidad. No era el caso de Russell que era, incluso entre los británicos, más alto que la media y, sobre todo, más ancho y fuerte. La tupida cabellera, de color rojo intenso, remarcaba su singularidad. Además, caminaba siempre tranquilo y con aplomo, acrecentando la sensación de autoridad, por eso, las pocas personas que había en la calle en aquel momento no pudieron evitar mirar hacia atrás cuando le vieron pasar.

Cuando llegó a la zona donde le habían dicho que estaba la escuela, vaciló un momento. Había dos entradas, así que al principio no tuvo muy claro dónde tenía que llamar, pero entonces vio que sobre una de ellas ponía “escuela de niños” y sobre la otra “escuela de niñas”, se decidió, por tanto, por la segunda. La puerta tardó menos de diez segundos en abrirse. Allí estaba ella, igual de pequeña y gris, pero, sorprendentemente, mostrando una sonrisa que la iluminaba entera. En menos de un segundo, la sonrisa desapareció (evidentemente, no era a él a quien esperaba) y volvió a su cara la misma expresión de intensidad que le había visto poco antes en Gaztelu, y que se concentraba en sus ojos grises, hasta hacerlos parecer de fuego (gris-fuego, una combinación que nunca antes habría creído posible, era la mejor manera de describir la mirada de aquella joven). Le dio tiempo a ver cómo algunos niñitos se acercaban a la puerta, curiosos ante el nuevo visitante, antes de sacar de su garganta un ligero carraspeo, preludio de sus palabras. Y entonces, de repente, sin que ella hubiera apartado un momento su mirada intensa de él, sin que aparentemente hubiera hecho nada, oyó el ruido y se encontró con la puerta cerrada a un palmo de su cara.

El desconcierto le duró casi un minuto, el tiempo que le costó asimilar lo que había sucedido: le había cerrado la puerta en las narices. Miró a su alrededor y se sintió aliviado al comprobar que nadie había visto la escena. Afortunadamente, había ido solo.

No podía quedarse parado ante la puerta mucho tiempo, era una posición ridícula. Tampoco podía dar media vuelta y largarse, precisamente lo que más ganas tenía de hacer, aquello había empezado mal e iba a peor, pero debía solucionarlo ya. Así que tomó aire y llamó de nuevo. Pasó un minuto sin respuesta. Llamó otra vez, ahora con fuerza, y la puerta se abrió. Esta vez no le pilló desprevenido y en cuanto la hoja de la puerta se abrió 20 centímetros, metió la bota derecha de forma que cerrarla de nuevo fuera imposible. Ella le miró a los ojos, miró el pie y volvió a mirarle a los ojos, con una expresión claramente desafiante, pero esperó en silencio. Él mantuvo a raya su enfado y, sin quitar el pie de la puerta, lo que impidió que el gesto que hizo quedara todo lo formal y elegante que le hubiera gustado, realizó paso a paso el plan que llevaba preparado: se quitó el sombrero, hizo una reverencia y pronunció las siguientes palabras:

—Señora, vengo a ofrecerle mis más sinceras disculpas. Lo ocurrido en Gaztelu hace un momento ha sido fruto de un terrible malentendido: no la he reconocido y por eso he malinterpretado sus palabras. Ha sido mi amigo, el capitán Daniel Cadoux, quien me ha sacado de mi error. En cuanto me he dado cuenta, he venido a darle una explicación. Sé que su experiencia con nuestro ejército ha sido desgraciada y que yo mismo no he hecho más que ahondar en esa desgracia, pero le pido, por favor, que acepte mis disculpas: lamento profundamente mi actuación y mis palabras.

Ella le escuchó sin bajar un ápice la intensidad de su mirada, pero cuando él acabó soltó la mano de la puerta, lo que pareció indicar que había desistido de cerrársela de nuevo en las narices. Por el momento al menos. Luego respondió, con aquella voz enérgica que cambiaba totalmente la impresión que causaba con su cuerpo pequeño y sus ropas grises:

—No quiero nada de ustedes. Ha sido un error pedirles ayuda. Gracias.

 

Y sujetó la puerta de nuevo.

Estaba claro que la muchacha era dura de pelar y que no se iba a conformar con aquellas disculpas, pero aquello Russell ya lo había previsto. Era el momento de ofrecerle lo que, creía, iba a conseguir aplacarla, si no internamente —suponía que mantendría de por vida la animadversión hacia el ejército inglés—, sí al menos de cara a lo que pudiera decir en el pueblo. Tenía que conseguir que aceptara la comida del ejército para los niños. Así que calculó rápido y lanzó las palabras que creía que serían efectivas:

—Entiendo su enfado, señora. Yo mismo lo estoy conmigo mismo por mi torpeza y mi brutalidad. Entiendo que no quiera saber nada de nosotros, pero le pido, ya como un favor, que acepte la comida que necesitan los niños. Para nosotros será una forma —insuficiente, lo sé— de reparar el daño que le hemos causado. Le aseguro que no la molestaré más, puede usted odiarme todo lo que quiera —y al decir esto Gabriel tuvo que hacer un esfuerzo para que no asomara una sonrisa irónica a sus labios—, pero piense en el bien de los niños y acepte la comida.

—Es usted un presuntuoso —contestó ella tras una pausa en la que había continuado mirándole fijamente— no le odio, solo quiero dejar de verle, a usted y a cualquiera que lleve casaca roja, negra o verde. Si estuviera en mi mano, les echaría de mi pueblo ya. Pero tiene usted razón en una cosa, ahora mismo son ustedes la fuente de todos los problemas, pero también la única solución. Acepto su comida para los niños porque no es suya sino nuestra, ustedes nos la roban. Y, por supuesto, espero no volver a verle a usted nunca más.

Gabriel no habría consentido jamás que nadie le hablara así, y menos una pueblerina insignificante, maestra o no, pero se tragó su enfado y se obligó a aceptar. Lo importante era apaciguar a la muchacha para evitar males mayores. Se puso el sombrero y, tras dar un sonoro taconeo, terminó así:

—Así será, señora. Ahora mismo uno de mis hombres le traerá comida. Y así la recibirá a partir de mañana todos los días. Respecto a mí, no se preocupe, no volveré a entrar en contacto con usted.

Ella se limitó a asentir, lo que Gabriel tomó como una despedida, tras la cual pronunció un breve “buenos días”, dio media vuelta y se dirigió de nuevo a Gaztelu.

 

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Irene vio marchar a Russell con una mezcla de sentimientos. Había conseguido mantener a raya su enfado y su rabia porque necesitaba que entrara comida en la escuela. Y lo había conseguido. Así que estaba contenta porque sus niños no morirían de hambre. Pero continuaba rabiosa por los desplantes y la altanería de aquel hombre. Por suerte, no tendría que tratar más con él.

 

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Gabriel se alejó envuelto en la misma mezcla de sentimientos. Había logrado atajar problemas futuros y eso le tranquilizaba, pero aquella mujer había conseguido sacarle de sus casillas como poca gente lo hacía. Necesitaba descargar su mal humor de alguna manera, así que decidió coger su mejor caballo y dar un buen paseo. Cabalgaría un par de horas y a la vuelta se sentiría mejor. Al día siguiente ni  recordaría a la joven, estaba seguro de ello.

 

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Al día siguiente, Irene seguía sin quitarse de la cabeza lo ocurrido el día anterior. Aún no entendía qué había pasado, él había mencionado un tremendo error, no la había reconocido —había añadido—, pero aquello no justificaba la forma en que la había tratado. Joanes tenía razón, aquel hombre era arrogante hasta hacer daño. Le había hecho sentir tan desnuda y tan vulnerable como los dos bestias de su regimiento. La misma visita posterior para pedirle disculpas había sido insultante. El discurso suave y ensayado no la había engañado, se notaba a la legua que el hombre estaba haciendo un esfuerzo para no sacar su naturaleza desdeñosa y que a duras penas contenía su ira. En este punto, sin embargo, Irene sonrió un poco al recordar su propia reacción. No había sacado tanta furia jamás en su vida, ante nadie. Siempre había sido tranquila y dócil. Ni siquiera los agravios de algunos niños en el patio del colegio cuando era una niña habían conseguido enfadarla. Su reacción natural había sido siempre entristecerse. En aquellas ocasiones, había sido Joanes quien se había enfadado y pegado con los agresores por ella. Así que su reacción con el pelirrojo era algo nuevo. Pero enseguida le buscó una explicación; pensó que le había influido quedarse sola por primera vez en su vida, sin su madre, sin su maestro y sin Joanes para protegerla. Hasta aquel momento siempre habían sido otros los que habían tomado decisiones por ella. Ahora, sola, aparecía una nueva Irene que la desconcertaba, pero, sorprendentemente, también le gustaba mucho.

Se había entregado a aquellas reflexiones mientras los niños trabajaban en silencio, por eso la llamada a la puerta la sobresaltó. Pasaron por su mente Joanes y el pelirrojo, pero inmediatamente recordó la promesa de este último y supuso que quien llamaba era alguno de sus soldados con la comida. El día anterior ya había llegado la primera remesa. Menos de una hora después de que el coronel se fuera de la escuela, llegó uno de sus criados, precisamente el que le había abierto la puerta de Gaztelu: un hombre mayor con poco pelo y expresión adusta. Sin palabras, le entregó un hatillo con pan, seis huevos y cinco litros de leche. Fue una fiesta para los niños, hasta el punto de que acabó reservando algo de comida para el día siguiente, por miedo a que la falta de costumbre les provocara una indigestión. Esa mañana habían desayunado el resto y ella se había sentido feliz viendo sus caras sonrientes. Aquel día, además, habían venido dos niños más. Irene sospechaba que sus padres se habían enterado de que había comida en la escuela y los habían enviado de nuevo. Se alegraba por ello, hubiera la cantidad de comida que hubiera, siempre la iba a repartir entre todos los niños que acudieran a la escuela.

Aquella mañana, Irene le pidió que abriera la puerta a Gurutze, su alumna mayor que solía hacer las funciones de ayudante. No quería ver más casacas rojas si podía evitarlo. La jovencita abrió sonriente pues esperaba, igual que Irene, la llegada de más provisiones.

 

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Los dos se quedaron sin palabras. Por un momento fue como si hubieran encontrado su reflejo en un espejo, iguales en todo, pero diferentes en lo fundamental: uno, varón, la otra, mujer. Gurutze vio a un chico pecoso, jovencísimo, de ojos grandes color miel, él vio a una niña-mujer de ojos y pelo castaños. Sin apartar la mirada, a la vez, se sonrieron tímidamente. La sonrisa terminó de abrir la puerta que los comunicaba. No hablaron (si lo hubieran hecho no se habrían entendido: ella apenas hablaba castellano, él solo hablaba inglés), pero no les hizo falta, se habían leído el alma. Irene, ante la tardanza de Gurutze, apareció en aquel momento rompiendo el hechizo, pero sin darse cuenta de ello. Enseguida reconoció al muchacho: era el jovencito que le había sonreído fugazmente la primera vez que lo vio acompañando al coronel Russell, y el que le visitó en su casa al día siguiente del ataque, cuando fue a ofrecerle, junto a un compañero, las disculpas en nombre del coronel. Venía con otro hatillo de comida: aquel día fruta y más huevos. Irene se alegró de que fuera él el mensajero y pensó que ojalá fuera siempre él quien se acercara. Aquel chavalillo transmitía una mezcla de vulnerabilidad y ternura que hacía imposible sentir animadversión hacia él. Irene le sonrió, cogió el hatillo y le agradeció el presente. Él se despidió dando un taconazo, como su superior el día anterior, pero de forma más suave y mirando al hacerlo de forma alternativa a Gurutze y a ella, y luego salió casi corriendo hacia Gaztelu. Irene le miró alejarse sonriente y luego animó a Gurutze a entrar de nuevo a la escuela. No se dio cuenta de que su joven ayudante había vivido toda la escena sin apartar los ojos del muchacho, con los labios entreabiertos y expresión emocionada, sin mover un músculo hasta que ella la conminó a entrar.

Pasaron unos días en los que se instauró la costumbre de la visita del jovencito y de que fuera Gurutze quien abriera la puerta. Durante aquellos intercambios, que duraban menos de un minuto, no hablaban, pero tampoco se quitaban los ojos de encima, ni perdían la sonrisa que les afloraba en cuanto se veían. Sin embargo, nadie se dio cuenta de lo que estaba sucediendo entre ellos.

 

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Russell cabalgó el día del desencuentro, y descargó el enfado, pero no olvidó a la maestra tan fácilmente como le hubiera gustado. Al día siguiente, no terminaba de quitarse de encima los ojos grises de la muchacha, ni su forma airada de tratarle. Dos días después, la sensación se suavizó. El tercer día comenzó sin pensar en ella ni una sola vez. Al atardecer, decidió salir a cabalgar. Dio la orden a Higgins de preparar a su caballo favorito y, mientras esperaba que terminara de ensillarlo, se acercó a la orilla del río dando un pequeño paseo. Y entonces la vio de nuevo. El caminito que llevaba al río era el mismo que comunicaba con el lavadero donde las mujeres del pueblo lavaban la ropa. Ella salía de allí con un cesto sujeto entre su brazo izquierdo y su cintura. No tuvo tiempo de esquivarla ni de hacerse el despistado, ya que la vio cuando estaba a pocos metros de él y, necesariamente, debían cruzarse en el estrecho camino.  Los dos se pararon en seco, pero tras la vacilación inicial, ambos siguieron adelante. Al llegar a la misma altura, él paró y se apartó un poco para dejarla pasar, y la saludó con una inclinación de cabeza y un “buenos días”. Ella levantó la mirada al oírle, miró el camino buscando el punto donde más se alejaba de él y volvió a mirarlo apenas un segundo. No salió ni un sonido de su garganta, tan solo un ligero parpadeo antes de volver a fijar la mirada en el camino y pasar casi rozándole. ¿Aquel parpadeo podía considerarse un saludo o había sido objeto de un nuevo desplante? Russell no quiso encenderse de nuevo y prefirió pensar que, aunque escueta, aquella había sido una respuesta a su saludo formal. Se dio la vuelta para verla marchar de espaldas, rumbo hacia su casa, y se encontró pensando en darle una azotaina.

Aquella maldita chica había vuelto a ocupar sus pensamientos, pensó, ya más resignado que enfadado.

 

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