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~ Capítulo 16 ~

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~ Capítulo 16 ~

 

 

Abdoulaye pasó dos semanas con las últimas transcripciones. A pesar de que el trabajo era laborioso, estaba disfrutando como nunca. Llevaba más de un mes trabajando para Alicia y ya podía decir que había tomado la mejor decisión de su vida. El trabajo le absorbía más allá de las horas que metía en él, se acostaba con Irene en su mente, se levantaba con Russell…, pero esto no le suponía estrés ni preocupaciones, sino todo lo contrario. Había conseguido, además, reorientar su relación con Martín Susperregui. Todos los días que el tiempo lo había permitido, había salido con él a pescar antes de acercarse a casa de Alicia. Así que, por primera vez desde que había llegado a España, era feliz. Y aquella felicidad se había visto incrementada porque había comenzado a escribir sus propios cuentos de nuevo. Había sucedido durante la última semana. El miércoles antes de cenar, sus compañeros de piso le comunicaron que aquella noche tocaba el semanal “partido del siglo” entre el Madrid y el Barcelona. La cena transcurrió entre apasionados intercambios de parecer —sobre el partido, por supuesto—, pero en armonía. Él habló largo y tendido también, así que al terminar consideró que había cumplido con creces con la parte de relación social que le tocaba con sus compañeros de piso. Declinó la invitación de ver el partido y, a pesar de las burlas de sus compañeros, se encerró en su habitación. De repente, sintió la necesidad de escribir un cuento. Se sentó sobre su cama con un bolígrafo y unos folios sobre las piernas y comenzó a escribir. Cuando el partido acabó, a pesar de las interrupciones (le abrieron la puerta varias veces y había tenido que ir a ver la repetición de los goles), había conseguido hacer el borrador de un cuentito que trataba sobre un joven que quería ser estrella del fútbol. Los dos días siguientes los dedicó, también por la noche tras los obligados momentos sociales, a pulir el cuentito. Y en tres días consiguió tenerlo terminado. Era corto, apenas tres folios, pero se sintió orgulloso del resultado. Pensó entonces que su nuevo trabajo había abierto una puerta que daba a su creatividad, y se sintió doblemente feliz por haberlo aceptado. A partir de entonces —decidió— escribiría algo suyo todos los días, aunque no consiguiera publicar un folio en toda su vida ni jamás nadie leyera uno de sus cuentos.

El lunes de la semana siguiente, Abdoulaye se dirigió a la casa con el propósito de hablar con Alicia, ya que no quedaban grabaciones por transcribir. No hizo falta que la buscara porque aquel día no fue Matilde quien le abrió la puerta sino la misma Alicia, vestida para salir.

—Te esperaba —le dijo— nos vamos a dar un paseo. —Y se dirigió al garaje y al BMW. Una vez acomodados ambos en el coche, Alicia inició la conversación sacando a colación, precisamente, el tema que él quería tratar con ella aquella mañana:

—He leído lo último que has transcrito, Abdoulaye. Me ha gustado mucho, creo que vamos muy bien, pero no he grabado nada más, así que he decidido continuar con nuestra visita por la zona en la que se desarrolla la novela. Te vendrá bien para situar los escenarios. ¿Recuerdas por dónde se iba a Etxalar? —continuó sin pausa.

Abdoulaye respondió afirmativamente, encendió el motor del coche, que sonó potente y suave a la vez, y se dirigió rumbo a Navarra por la carretera N-121. Por el camino, ambos se mantuvieron en silencio, escuchando la música que ella había elegido ese día. Poco después de la desviación de Etxalar, Alicia le indicó que saliera de la carretera general hacia una desviación que indicaba “Igantzi” y “Arantza”. Así lo hizo. Primero visitaron Arantza que estaba en un alto y era un pueblo pequeñito y coqueto, “como todos los pueblitos de la zona navarra del Bidasoa”, le dijo Alicia. Luego visitaron Igantzi, que le resultó similar. Alicia le recordó a Abdoulaye que uno de los episodios que había narrado la semana anterior había ocurrido precisamente en aquel pueblo, que en aquella época se llamaba Yanci, entonces Abdoulaye lo recordó y se concentró aún más en observar la zona. Después, se dirigieron a Lesaka. Era un pueblo pequeño también, pero más grande que los dos anteriores. En el centro del pueblo había una casa-torre, que imponía por su antigüedad y su elegancia, a cuyos pies discurría un riachuelo canalizado que atravesaba todo el pueblo como una arteria de agua. Abdoulaye recordó algo que había leído en la biblioteca y le dijo a Alicia que seguramente en aquella torre se habían alojado tropas de Wellington durante los tres meses que duró su estancia en la zona.

—Se alojaban en este pueblo la mayoría de los mandos militares de aquel ejército —añadió Abdoulaye.

—Pero Gabriel Russell no estaba aquí, ya sabes —le dijo entonces Alicia.

—Es cierto —afirmó Abdoulaye—, algunos de los mandos militares se alojaban en los pueblos de alrededor, en los tres que ya hemos visto: Etxalar, Igantzi y Arantza, y en el que nos falta por conocer: Bera.

—Precisamente, allá vamos ahora —dijo entonces Alicia, mientras dirigía sus pasos hacia el lugar donde habían aparcado el coche.

Cuando llegaron a Bera eran más de las dos de la tarde, así que Alicia decidió sobre la marcha comer allí mismo. Aparcaron al lado de un Instituto de Educación Secundaria. Abdoulaye se fijó en el letrero que adornaba su fachada: se llamaba Toki Ona. Le gustó el nombre y le gustó ver que se trataba de un edificio grande, lo cual indicaba que en la zona había muchos jóvenes realizando estudios secundarios (todavía le admiraba lo fácilmente que se conseguía en su país de adopción lo que en su país de origen era un lujo). Comieron en una taberna agradable que se llamaba Errekalde, sentados al lado de una cristalera que daba a un riachuelo. Durante la comida charlaron animadamente, era la primera vez que pasaban tanto tiempo cara a cara los dos solos. Al aparcar, él había tenido miedo de que la situación resultara un poco violenta, al fin y al cabo, ella siempre había mantenido las distancias con él, pero todo fluyó sin problemas. Hablaron un poco de todo, incluso de Senegal. Él le habló de Michel d´Armagnac y de su obsesión por dar educación a los jóvenes humildes como él. Después Alicia le habló de Pío Baroja, un escritor español que él conocía y apreciaba, y le dio una agradable sorpresa: en aquel pueblo se encontraba la casa que había habitado durante muchos años de su vida, la vivienda en la que solía pasar seis meses al año, alternando su estancia con la que poseía en Madrid. Al acabar el café se dirigieron hacia ella. Se trataba de una casa grande y elegante, en un enclave tranquilo y evocador. 

De allí se dirigieron, andando y atravesando todo el pueblo, hacia la zona donde estaban la parroquia y el ayuntamiento. Fue un paseo de un cuarto de hora muy agradable, ya que la temperatura suave y el sol otoñal acompañaban. El ayuntamiento tenía unas pinturas muy curiosas de inspiración clásica pero, sobre todo, le gustó la iglesia, situada en medio de la plaza, pero en lo alto de unas empinadas escaleras, y que más parecía una fortificación que un lugar santo. En aquel momento, Abdoulaye recordó haber leído que en esa plaza se encontraba una casa en la que había pernoctado una noche el mismísimo Napoleón, al inicio de la contienda. Así se lo dijo a Alicia, que se mostró sorprendida con la información. Poco después, bajaron por una pequeña cuesta que comunicaba la plaza con la calle que debían tomar de vuelta hacia el aparcamiento, y abajo del todo se toparon con una estatua que representaba a un joven vestido de militar con un sombrero alto. “A la memoria de Fermín Leguía”, decía la placa, y luego una fecha: “1919”. Les llamó la atención que la fecha no encajara con la ropa que vestía la estatua, que era de época napoleónica. Se fijaron también en que la calle que debían coger de vuelta llevaba el nombre del soldado. Debía haber sido alguien importante. Abdoulaye apuntó mentalmente el nombre y decidió que lo investigaría en cuanto tuviera un día libre. Algo le decía que aquel Leguía podría estar relacionado con los hechos que narraba la novela de Alicia.

Una vez en el coche, camino ya de Hondarribia, Abdoulaye reflexionó sobre lo vivido aquel día. Su jefa seguía mostrándole que había algo extraño en la forma en que se documentaba. Había grabado una novela histórica que aportaba datos muy concretos, tal y como él mismo había comprobado en la biblioteca de Irún, pero, por otro lado, mostraba una absoluta ignorancia hacia hechos y datos mucho más conocidos, como la visita de Napoleón a Bera. ¿Cómo podía saber tanto de algunas cosas y tan poco de otras?

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