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~ Capítulo 17 ~

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~ Capítulo 17 ~

 

 

Tras la visita a Navarra, pasaron unos días en los que la novela no avanzó nada. Alicia no grababa y Abdoulaye no tenía material para transcribir. Los primeros días, Abdoulaye lo llevó bien, hacía un tiempo espléndido que le permitía salir a pescar todas las madrugadas con Martín y luego presentarse en casa de Alicia relajado y cargado de energía. Allí, aprovechaba para ir leyendo los diccionarios y así mejorar su castellano y ampliar su vocabulario. Pero al tercer día de hacer lo mismo empezó a sentirse agobiado. Ver que Alicia no grababa le ponía más nervioso aún, porque era señal de que iban a pasar más días sin tener trabajo “de verdad”, como le gustaba pensar a él. No estaba acostumbrado a estar ocioso y, además, aunque Alicia le había dicho que algo así ocurriría tarde o temprano, tenía miedo de que ella acabara pensando que su trabajo no era necesario. Por otro lado, también echaba de menos saber más de la historia. Él era el transcriptor, pero antes que nada era el primer “oyente” de aquella novela y, como buen consumidor de historias, deseaba saber más. De hecho, si la historia hubiera llegado a él en forma de novela terminada, no le habría durado entre las manos más de dos días: se la habría “zampado”, como hacía con todos los libros que le enganchaban.

La mañana del cuarto día, no aguantó más y se acercó al despacho de Alicia. Ella no se sorprendió al verle:

—Estás agobiado porque no grabo nada —afirmó ella antes de que él dijera nada—. Te dije que esto pasaría. A menudo. No grabo regularmente, a veces lo hago varios días seguidos y a veces puedo pasar meses sin hacerlo. Y no puedo decirte cuándo sí y cuándo no voy a grabar porque yo misma no lo sé. No debes preocuparte, tu trabajo es así, y es parte de él llevarlo bien. En los momentos de descanso debes hacer lo que has hecho estos días: estudiar para pulir tu estilo. También puedes hacer visitas a la biblioteca de Irún, como el otro día, si crees que te va a ayudar a entender mejor los hechos que narra la novela. Si quieres, —continuó tras un breve silencio— hoy puedes volver a la biblioteca. Aprovecha y mira quién era el hombre aquel de la estatua de Bera. Mañana te pasas por aquí y me cuentas lo que has encontrado.

A Abdoulaye le gustó la idea, así que tras aquella conversación, más tranquilo ya, se despidió y se dirigió a la biblioteca de Irún. Tal y como habían acordado, al día siguiente volvió para contarle a Alicia lo que había descubierto. Matilde se apuntó también, así que Abdoulaye se encontró en el salón espacioso de la casa, con el mar azul intenso de fondo, y tres tazas de té con canela y dos mujeres expectantes enfrente.

—Os voy a contar la historia de Fermín Leguía —empezó Abdoulaye—. Tal y como sospechamos en Bera, Alicia, la fecha que vimos en la estatua no se corresponde con la época en la que vivió. La fecha es del año en el que erigieron la estatua, pero él vivió durante la época de la Guerra de la Independencia, en la que tomó parte como guerrillero de las tropas de Espoz y Mina.

—A ese Espoz y Mina lo conozco yo —cortó entonces Matilde inesperadamente— lo estudié en el colegio, ¡era navarro!

—Efectivamente, era de Navarra —afirmó Abdoulaye— de un pueblo cerca de Pamplona. Comandó un destacamento de guerrilleros voluntarios. Llegó a tener 3.000 hombres bajo su mando. Su actividad era menos organizada que la del ejército regular, pero, por eso mismo, más difícil de prever. Hacían mucho daño a las tropas regulares francesas, que carecían de una organización guerrillera alternativa. Se movían sobre todo por Navarra, pero también por Castilla, Aragón e incluso Guipúzcoa. Espoz y Mina fue uno de los héroes españoles de la Guerra de la Independencia, por eso lo estudiaste, Matilde.

Ella afirmó, y luego le cortó riendo:

—Vale, guapo, pero vete a lo interesante ya, que ni a la monja le hacía yo tanto caso, me duele la cabeza de tanta concentración.

Abdoulaye no pudo evitar reírse también, antes de continuar:

—Paciencia, Matilde, que llegamos ya a la historia de nuestro héroe. Fermín Leguía era un joven navarro de Bera. Había nacido en un caserío del pueblo y era hijo de campesinos arrendatarios, bastante pobres. Por lo que cuentan las diferentes fuentes que he consultado, era un muchacho de baja estatura, fuerte e inquieto; el típico chaval navarro, añaden, aunque yo no sé muy bien qué quiere decir esto, vosotras sabréis mejor. 

—Uy, —dijo Matilde— eso puede querer decir varias cosas, pero en ese tipo de definiciones suele encajar bien la palabra “bruto”. ¿Puede ir por ahí? —preguntó.

—Sí, encaja con lo que he leído —dijo Abdoulaye—. El caso es que el muchacho vivía tranquilo en un caserío con sus padres, hasta que una mañana que estaba recogiendo castañas en un árbol se topó con una partida de guerrilleros. Aunque Bera se encontraba en una zona de paso de tropas francesas, hasta aquel momento no había resultado muy castigada por la guerra. El caso es que el chaval quedó impresionado cuando vio a los hombres armados frente a él y, a pesar de que no sabía gran cosa de la guerra, se alistó voluntario sin perder tiempo. Yo pienso —añadió Abdoulaye— que para un chico de corazón aventurero, como dicen que era Leguía, la sola visión de unos hombres uniformados y con armas, montados a caballo, tuvo que ser impactante. Si además el chico era impulsivo, veo normal que se apuntara sin pensarlo mucho. Imaginaos qué puede suponer para un joven así vivir en un pueblo perdido entre niebla y montañas, con la recogida de castañas como actividad más emocionante.

Alicia y Matilde asintieron divertidas y Matilde añadió:

—De ese tipo de motivos tú debes entender más que nosotras, porque has cambiado hasta de continente.

—Sí —dijo Abdoulaye— comprendo lo que pudo sentir Leguía, aunque mi decisión de partir no fue impulsiva, sino muy meditada. Pero entiendo esa necesidad de salir y conocer personas y lugares nuevos.

—Eso mismo es lo que queremos nosotras también, Lay, pero sin salir de esta sala —dijo entonces Matilde—. Por eso estamos aquí sentadas escuchándote con la boca abierta, así que ya puedes seguir.

—Leguía —continuó entonces Abdoulaye— se alistó y se tomó con entusiasmo su nueva labor. Dejó a sus padres, su caserío y sus castañas, y se puso a las órdenes de Espoz y Mina, a hostigar franceses como principal objetivo. Pero parece ser que además de impulsivo era ambicioso, y no se conformaba con vivir la aventura, sino que aspiraba a la gloria. Pero esta se le resistía: sus hazañas no eran más ni mejores que las de cualquier otro soldado de su compañía, así que hacia el final de la guerra decidió hacer algo más llamativo. Por lo que cuentan —prosiguió—, todo volvió a suceder en Bera. En marzo de 1813, cuatro meses antes de la historia que cuenta tu novela, Alicia —dijo Abdoulaye mirando a esta y observando cómo ella asentía, pero sin mostrar especial interés por el dato aportado—, la compañía de Leguía se acercó a Bera. Aprovecharon para pasar por casa de Fermín, y allí su madre les dio bien de comer y de beber. Las crónicas cuentan que se comieron un cordero, así que está claro que en aquel momento aún no se pasaba hambre en la zona. El caso es que, quizá porque habían bebido más de la cuenta, comenzó la típica discusión masculina por ver quién había tomado parte en la acción más peligrosa, quién había matado más enemigos, etcétera. Cada vez que Fermín contaba una hazaña suya, uno de sus compañeros refería un episodio más importante o impactante. Fue entonces cuando Fermín decidió hacer algo que le sirviera para acallar a los fanfarrones de su grupo y, al mismo tiempo, darle la fama y el reconocimiento que ansiaba hacía tiempo. Así que al día siguiente decidió llevar a cabo una acción que si hubiera llegado a oídos de cualquier mando militar con dos dedos de frente, habría sido abortada de inmediato. Sin embargo, aprovechando el ambiente de exaltación general, consiguió convencer a 15 hombres, tan inconscientes como él, para que lo siguieran. El objetivo era atacar el destacamento de franceses más cercano, precisamente el que se encontraba aquí en Hondarribia. Se trataba del castillo de San Telmo, una construcción fortificada que miraba al mar, desde donde se obtenía una buena vista de la costa francesa, y que permitía anticipar cualquier eventual ataque por mar. 

—Ese sitio lo conocemos —dijo entonces Matilde emocionada— está aquí al lado, ¿recuerdas, Ali? Más de una vez hemos ido paseando hasta allí, está en la subida al faro de Higuer.

Alicia afirmó y dijo que era un lugar que le gustaba especialmente, y que solía visitarlo cuando iba a correr, ya que le hacía sentirse bien.

—No tenía ni idea de que hubiera sido testigo de aquella guerra —añadió, mostrando una vez más su ignorancia sobre todo lo que no tuviera relación directa con los hechos concretos que narraba su novela.

—Pues sí, efectivamente, se trata del castillo que conocéis y que yo, me avergüenza decirlo, no he visitado nunca por tierra, aunque me suelo fijar en él cada vez que entro en el puerto, ya que se ve perfectamente desde el mar.

—Pues está a pocos metros del puerto subiendo hacia el faro —añadió Matilde—, así que ya estás tardando en ir. Un día te acompaño si te apetece.

Abdoulaye se mostró encantado con la propuesta:

—Me apunto —dijo. Y después continuó con su relato—. El caso es que los dieciséis hombres decidieron acercarse a Fuenterrabía el 11 de marzo de 1813. Amaneció un día de perros, con viento fuerte y helador y lluvia torrencial, pero aquello no les arredró. Siguieron el curso del río Bidasoa, empapados, metiéndose en charcos, esquivando zarzales…, con una única idea en la mente: llevar a cabo la hazaña planeada. Llegaron a Hondarribia a las 11 de la noche, no se veía un alma y todo era oscuridad. Siguieron el borde del mar, acompañados únicamente por el sonido de las olas al romper contra las rocas, y llegaron a su destino. La fortaleza se veía en un alto, a los pies del rugiente mar, y solo se adivinaba una torre de vigía, a la que asomaba periódicamente un soldado francés. Leguía y dos hombres más, en absoluto silencio, fueron introduciendo clavos en las grietas de los sillares de la torre y atando cuerdas, para ir ascendiendo poco a poco. Imaginaos —les dijo Abdoulaye en voz baja y emocionada— la noche más oscura, el mar bravo y rugiente a sus pies, un huracán alrededor y unas cuerdas atadas a unos hierros fijados de manera inestable. Y todo para conseguir subir a una fortaleza llena de soldados enemigos, secos, tranquilos y bien armados: una locura, ¿verdad?

 

Las dos mujeres asintieron en silencio, expectantes, deseando saber más.

—Pues bien —continuó Abdoulaye— aunque parezca increíble, lo consiguieron. Leguía llegó a lo alto el primero, seguido de un compañero. Enseguida redujeron al único vigía que encontraron. Rápidamente lo amordazaron e inmovilizaron con cuerdas. Aprovecharon que el ruido del vendaval tapaba otros sonidos, y avisaron al resto de sus compañeros con un suave silbido. Una vez todos arriba, fueron en busca del resto de soldados franceses. La empresa salió bien porque todos dormitaban. Tras apresarlos y maniatarlos, decidieron acabar con el polvorín que se guardaba allí. Echaron al mar toda la munición y las armas, excepto las que calcularon que podrían llevar de vuelta y, finalmente, incendiaron el fuerte, utilizando como mecha la bandera tricolor francesa que hasta entonces había ondeado en lo alto del castillo. Después huyeron, llevando con ellos algunos prisioneros y toda la munición y armas que fueron capaces de transportar encima.

La huida se preveía difícil, como así resultó, ya que en cuanto se avistaron las primeras llamas de San Telmo, los soldados franceses apostados en otras zonas de Hondarribia salieron tras ellos. Les pisaron los talones, hasta el punto de intercambiar balas en algunos momentos, pero Leguía y sus hombres conocían muy bien el terreno, así que una vez enfilado el curso del Bidasoa, de vuelta a Bera, los franceses desistieron de seguirles. Empapados y agotados, pero eufóricos por su triunfo, llegaron varias horas después a Bera. Leguía consiguió su objetivo y no solo fue compensado con un ascenso a teniente, sino que pudo ver cómo su fama crecía y se extendía, tal y como había soñado. Y aquí se acaba la historia —terminó Abdoulaye, mirando sonriente a las dos mujeres—. ¿Os ha gustado?

Ellas tardaron unos segundos en contestar, porque se habían quedado enganchadas al relato.

—Mucho —dijo Matilde— un hombre valiente y una historia emocionante, ¿cómo puede ser que nadie la recuerde por aquí?, como mínimo, debería haber una placa en el castillo...

—Nadie recuerda nada —dijo Abdoulaye— porque la fama, por muy grande que sea, tiene fecha de caducidad. Ya ves, en Bera hay una estatua y toda una calle principal con su nombre, pero apuesto a que casi nadie en el pueblo sabe quién era Leguía. Y solo han pasado doscientos años. De todas formas, Matilde —terminó— , yo no describiría a Leguía como un valiente, lo veo más como un arrebatado con pocas luces, porque ¿qué ganó con aquello?: unos pocos fusiles y balas. Nada más. Aquel episodio no fue determinante para la guerra. Y los riesgos que corrió él, y en los que puso a los hombres que le acompañaron, fueron muy altos. Ni el episodio me parece una hazaña ni él un tipo modélico.

—Bueno —terció Alicia— consiguió lo que quería: ascender y que lo tuvieran en cuenta, más o menos lo que busca todo el mundo que se mete en ese tipo de empresas. Así que a él sí le mereció la pena.

Y así, entre risas y reflexiones, terminaron la mañana. Por la tarde, Abdoulaye estuvo leyendo en su despacho hasta las seis. A esa hora, se despidió de las dos mujeres, pero antes aprovechó para quedar con Matilde a las nueve de la mañana del día siguiente, para dar un paseo hasta San Telmo antes de incorporarse al trabajo.

Al día siguiente, poco antes de las nueve de la mañana, Abdoulaye tocó el timbre de la casa de Alicia. Una sonriente Matilde, vestida con un chándal rosa, le abrió la puerta preparada para dar el paseo acordado. Llegaron al fuerte en menos de diez minutos. Alicia tenía razón, el edificio y el lugar eran especiales. Transmitían paz y magia al mismo tiempo. Matilde y Abdoulaye buscaron la zona por la que habían ascendido Fermín y sus hombres. Parecía imposible que por allí se pudiera acceder al fuerte, ya que el mar rugía abajo y solo unas pocas rocas ofrecían la posibilidad de poner pie sobre algo firme. Y eso teniendo en cuenta que aquel día la mar estaba en calma, nada que ver con la situación con la que se habían encontrado Leguía y sus hombres, en medio de un temporal. Matilde y Abdoulaye se asombraron una vez más de la proeza del beratarra. A ella, aquello le confirmó que se había tratado de un hombre extremadamente valiente, a él, que era un auténtico descerebrado. En aquel momento, se percataron los dos de que el cielo se empezaba a cubrir rápidamente de nubes grises cargadas de lluvia.

—Será mejor que volvamos —dijo Matilde—. Además, Ali empezará pronto a grabar.

Abdoulaye se extrañó de que Matilde supiera lo que la misma Alicia parecía desconocer, pero en el poco tiempo que llevaba compartiendo trabajo con ella, ya había aprendido que no merecía la pena discutirle nada.

Volvieron en animada charla, parando en el puerto un momento, ya que Matilde quiso que Abdoulaye le explicara el proceso de descarga del pescado, algo que él hizo de muy buena gana. Eran las 10 de la mañana cuando llegaron a la casa, pocos minutos antes de que un aguacero cayera con fuerza.

Alicia les esperaba impaciente:

—Voy a encerrarme a grabar. Por la tarde tendrás algo de material para empezar a transcribir —le dijo a Abdoulaye antes de cerrar la puerta de su despacho tras de sí.

 

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