One

One


~ Capítulo 18 ~

Página 21 de 40

~ Capítulo 18 ~

 

 

Después del último encuentro, la maestra había vuelto a ocupar los pensamientos de Gabriel Russell. Los desplantes en la puerta de la escuela y en el camino del lavadero le habían enfadado mucho, pero luego había analizado los hechos con su habitual flema y se había calmado. Aquella joven insignificante había conseguido alterarlo cada una de las veces que se había cruzado en su camino, y había que reconocer que aquello, en sí mismo, era todo un logro. Con aquel efecto que producía en él, la endemoniada maestrilla había conseguido despertar su curiosidad, por eso, dos días después del último encuentro, pensó que lo que en un principio le había resultado molesto se podía convertir en un entretenimiento en aquel pueblo sin alicientes, y decidió volver al lavadero, más o menos a la misma hora que había coincidido con ella, con el objetivo de provocar un nuevo encuentro “casual”. Quería ver cómo reaccionaba ella, hasta donde llegaba su osadía. Y también quería comprobar si él era capaz de dominar sus emociones y reírse, fuera cual fuera la reacción de ella. No se lo planteó más que como una forma de pasar el rato, inocua por otra parte.

Pero el encuentro se resistía. Sin buscarla se había topado varias veces con ella, ahora que la buscaba, parecía que había desaparecido de la faz de la tierra. Varios días de visitas continuas al lavadero no dieron ningún resultado. Nada. Ni rastro de ella. También se asomó a la plaza un par de veces. Llegó a ver a los niños a la hora de recreo, pero era otra jovencita quien les cuidaba, la muchacha de los ojos grises no aparecía por ningún lado.

 

********************

 

Irene sí estaba, por supuesto. Ajena a las intenciones del coronel, su ausencia de las calles no tenía nada que ver con él, sucedía, simplemente, que había entrado en un estado de desazón que le empujaba a evitar en lo posible el contacto con otras personas, por eso había dejado de ir al lavadero. También estaba evitando salir a la plaza en los recreos, y enviaba a Gurutze a ocuparse de ese menester.

Uno de los problemas que le angustiaba era Joanes. Cada día que pasaba, su preocupación iba en aumento, porque a pesar de que llevaban muchos días sin batallas por la zona, seguía sin tener noticias de él. Había pensado visitar a Bernardo, su hermano, para preguntar por él, pero la sola idea de ver a Mayí le hacía desistir.

Pero además de Joanes existía otra razón para su zozobra: había empezado a pagar las consecuencias del intento de violación. Los primeros días lo había llevado bien, demasiado bien se daba cuenta ahora, pero después del incidente en Gaztelu con el pelirrojo, todo el horror del ataque había revivido en ella. Era como si todos aquellos sentimientos negativos hubieran estado agazapados, esperando el momento propicio para apoderarse de ella. La descortesía de aquel hombre de uniforme rojo había sido el desencadenante. En cualquier caso, no se estaba dejando llevar por la desesperación, sabía que el episodio quedaría grabado en su memoria para siempre, pero que ella saldría adelante. Solo necesitaba algunos días de aislamiento, que se tomó como si fueran la convalecencia de una enfermedad. Después, todo volvería a la normalidad, estaba segura.

 

********************

 

Mientras aquello sucedía con el coronel y la maestra, Gurutze y O´Leary, el joven criado de Russell, habían ido acercándose cada vez más. Él era el encargado de llevar la comida para los niños, y era ella quien le abría la puerta de la escuela y la recogía. Poco a poco habían ido alargando ese momento, hasta pasar un par de minutos mirándose embelesados, sin hablar. 

Al principio, Irene no había notado nada, pero al cabo de unos días se dio cuenta. Decidió no decirle nada a Gurutze, bastante dura estaba siendo la guerra para todos como para añadir motivos de fricción, pero no le gustaba demasiado lo que estaba sucediendo. El chaval le caía simpático, había sido así desde la primera vez que lo había visto, y en todos sus encuentros posteriores había confirmado esa impresión, pero era un soldado extranjero, y relacionarse con uno de ellos solo podía traerle problemas a su joven ayudante.

Gurutze era una buena chica, tenía apenas 14 años y era la mayor de cinco hermanos, todos varones, hijos de un matrimonio muy humilde. Había empezado en la escuela cuando ya era Irene quien se ocupaba de las niñas. A Irene le recordaba un poco a ella, aunque había una diferencia significativa: Gurutze no tenía el interés que tenía ella por el estudio. Pero era feliz rodeada de niños más pequeños que ella. Le gustaba atenderlos y cuidarlos. El último año, siguiendo el camino que había recorrido Irene con Dioni, como si se tratara de una tradición, había ido pasando poco a poco de ser alumna (la mayor de todos), a convertirse en la ayudante de Irene con los más pequeños. Y desde que Esteban había huido, aquella nueva función se había consolidado.

Gurutze había sido dócil desde el principio. Irene jamás le había tenido que reprender porque siempre era correcta y hacía lo que se esperaba de ella. Y, sin embargo, con el joven inglés estaba actuando de manera diferente. Los primeros días, cuando había sonado la llamada que anunciaba la llegada del muchacho con la comida, Gurutze había esperado el permiso de Irene  para abrir la puerta. Pero llevaba unos días en los que había empezado a ir directamente, sin siquiera dirigirle una mirada a la maestra. Para más inri, a los 8 días del inicio de las visitas, se produjo un cambio: el soldadito empezó a venir un poco más tarde que de costumbre, de forma que su visita coincidía con el inicio del recreo de los niños.

En pocos días se instauró una nueva rutina, Gurutze abría la puerta y al tiempo que dejaba escapar a los niños a la plaza, recogía las viandas que traía el joven. Luego salía a cuidar a los niños, mientras él permanecía sentado a su lado durante todo el recreo. Este no duraba ni un minuto más de lo debido, ya que Gurutze, siempre responsable, hacía entrar a los niños a la hora que les correspondía, sin tener que obligar a Irene a la desagradable tarea de regañarla. Pero, aún así, el tiempo que se exponían juntos a la vista de todo el pueblo era demasiado.

Irene observó con preocupación este cambio. Aquello era peligroso para Gurutze. Los poderosos como Mayí corrían ciertos riesgos al posicionarse a favor de los aliados (al fin y al cabo, la guerra aún no había acabado y no había un vencedor seguro), pero los ricos siempre tenían medios para evitar las represalias, o salir airosos de ellas en caso de que perdieran “los suyos”. Que una niña pobre como Gurutze se significara de aquella manera era más peligroso, porque nada ni nadie la iba a proteger si las cosas se torcían. Pero incluso en el caso de que todo fuera bien y fueran aquellos casacas rojas los vencedores finales, como se presuponía a esas alturas de la guerra, lo que estaba ocurriendo seguía siendo peligroso para Gurutze. ¿Qué futuro podía tener una relación así?: ninguno. Todo lo que Irene imaginaba que pudiera salir de aquello era malo para Gurutze. Lo más previsible: ser abandonada por el joven inglés en poco tiempo y quedarse con el alma herida y la reputación maltrecha (ya podía olvidarse de que alguien del pueblo la pretendiera después, nadie conveniente al menos). Y si la dejaba con algo más, solo le iba a quedar el rechazo social de por vida. Y ella sabía bien qué duro era aquello.

A Irene le hubiera gustado prevenir a su pupila, pero veía tal determinación en ella que sabía que si lo hacía, la joven se negaría a aceptar lo que ella le dijera y lo único que conseguiría sería alejarla de ella y empujarla aún más a los brazos del joven soldado. Prefería entonces seguir observándola y tratar de protegerla con su mirada al menos.

 

Russell los vio también una de las veces que se acercó a la plaza. Sorprendido, enseguida se fijó en la joven que acompañaba a su criado. Era una chica de pelo castaño oscuro y rizado, menuda, pero con una cara redonda y ancha que desentonaba un poco con su cuerpecito. En contraste con el pelo, tenía la piel blanquísima y una sonrisa tímida adornada por unos dientes pequeños y en buen estado. A pesar de que no era bella, el conjunto no era desagradable. Pero era una niña. Russell sabía que con el paso del tiempo aquellos dientes se estropearían, la piel se arrugaría por efecto de la exposición al sol y la sonrisa desaparecería por los rigores de la vida. En unos años, aquella joven sana, que rezumaba alegría e ingenuidad, sería igual a cualquiera de las campesinas tristes y avejentadas que paseaban por las calles de aquel pueblo... y de todos los pueblos del mundo. No entendía qué había visto su joven criado en aquella pueblerina, por qué ella sí y tantas otras no (eran cientos las campesinas que se habían cruzado en su camino desde que estaban juntos, y por ninguna había mostrado interés hasta entonces), pero era evidente que aquella muchacha había despertado una parte de él que hasta entonces nunca se había manifestado.

Aquel mismo día, cuando O'Leary volvió a Gaztelu, se fijó más en él y se dio cuenta de que los ojos le brillaban más que de costumbre. Y de que se le veía feliz. Él no veía nada malo en lo que estaba haciendo y, además, le gustaba verle contento, así que decidió no decirle nada, que disfrutara.

Russell no se lo había confesado nunca a nadie, pero sentía debilidad por su criado más joven. Había llegado de Gran Bretaña con dos criados nada más, Smith y Higgins, personal más que suficiente para ocuparse de un solo hombre. Smith le había acompañado desde que había salido de su casa paterna. Era un criado eficiente y, al mismo tiempo, casi invisible. Características que le permitían estar bien atendido y, a la vez, tener la sensación de estar solo, como tanto le gustaba sentirse. Cuando tuvo que escoger otro criado más, porque partía a la Península Ibérica, buscó un hombre que tuviera más o menos las mismas características de Smith. Así había encontrado a Higgins: un hombre que siempre había trabajado a las órdenes de mandos del ejército. Con aquellos dos hombres Russell tenía más que suficiente para cubrir sus necesidades, sin embargo, un año antes de la llegada a Echalar, contra todo pronóstico, O´Leary se sumó a su servicio.

Lo conoció en la batalla de los Arapiles, aquel episodio terrible para todos los que tomaron parte en él. Gabriel había actuado valientemente y había tomado una loma que estaba en manos de los franceses, con muy pocas bajas en su compañía. Pero tras la batalla, todo se convirtió en un caos a su alrededor. Por doquier había cadáveres destrozados; personas heridas gritando de dolor; moribundos gimiendo, pidiendo ayuda o suplicándola; y muchos de los hombres que habían salido indemnes vagando sin rumbo.

Para Russell aquella era la peor parte de su trabajo. Antes de la batalla estaba el miedo, pero la necesidad de entrar en acción le ayudaba a sobreponerse a él. Pero una vez que la batalla acababa, la desesperanza se apoderaba de su ánimo. Ver aquella destrucción a su alrededor le golpeaba como pocas cosas conseguían hacer. El Russell de acción dejaba paso al Russell reflexivo, y este solo veía el sinsentido de todo. Tantos muertos, tanto sufrimiento ¿para qué? Solía entrar en un estado de melancolía y abatimiento que le duraba varios días, y que solo superaba con mujeres. No conseguía concentrarse leyendo. Cabalgar no le servía para calmar el dolor. Y la compañía de sus amigos tampoco era consuelo. Normalmente, a todos ellos les ocurría lo contrario que a él y, tras una batalla, entraban en estado de euforia: el solo hecho de estar vivos era motivo de alegría. Si la batalla había resultado victoriosa, el estado de exaltación gozoso era extremo. A Gabriel, su compañía en estos momentos le acentuaba la melancolía y la sensación de absurdo ante lo sucedido. Prefería, por tanto, alejarse del bullicio y refugiarse en la mujer o las mujeres que tenía en aquel momento. Isabel de Benito había sido la mejor en este aspecto también. Siempre tan alegre y tan sabia. Le curaba con sexo, una y otra vez, y con conversaciones sobre cualquier tema que no tuviera  que ver con la guerra. Desde que la había dejado en Ciudad Rodrigo, sus cartas eran lo que más le calmaba aquella angustia cuando aparecía (aunque las diferentes mujeres que habían pasado por su cama desde entonces también le habían procurado alivio).

Nada más acabar la batalla de los Arapiles, le sobrevino uno de aquellos momentos que tanta angustia le producían. Se encontró en medio de un campo, rodeado de muertos y heridos gimientes. Y de los mejores de sus hombres exultantes por la victoria. Decidió alejarse un momento para buscar un espacio de soledad, y entonces lo vio: un soldado acurrucado contra una roca pequeña que apenas tapaba la mitad de su cuerpo. El soldado llevaba puesta la casaca roja. Y al observarlo más de cerca, se dio cuenta de que pertenecía a su compañía. Lo reconoció. Era un joven que había llegado en el último reemplazo, tres semanas antes, en principio, asignado a su regimiento pero no bajo sus órdenes directas. Sin embargo, dos bajas de última hora —dos deserciones— habían hecho que él y otro soldado pasaran a estar bajo su mando el día anterior, justo antes de la batalla que acababan de ganar. No había tenido tiempo de hablar con él ni de aprender su nombre, como le gustaba hacer con todos los hombres que estaban a su cargo. Se acercó a él todo lo que pudo sin bajarse del caballo y le preguntó si se encontraba bien. El muchacho no reaccionó, seguía acurrucado en la misma postura. Entonces, Russell se dio cuenta de que se le oía la respiración, fatigosa y angustiada, como si hubiera corrido kilómetros y kilómetros sin descansar. O como si estuviese herido. Gabriel miró a su alrededor en busca de ayuda, pero vio que sus hombres estaban demasiado lejos, así que, aunque no era su cometido y podía ser peligroso, decidió bajar del caballo para comprobar el estado del muchacho. Una vez cerca  de él, observó que el chico temblaba entero, tenía las manos en actitud de ruego, pegadas a la cara, y estaban mojadas de lágrimas. Se inclinó y le tocó ligeramente en el hombro. El muchacho pegó un brinco y se incorporó al mismo tiempo que apartaba su cuerpo de la mano de Russell, luego fijó sus ojos en los de él, con una expresión de pavor inmenso. Era evidente que hasta ese momento no se había percatado de la presencia del coronel y que había sido el contacto de su mano lo que le había traído de nuevo a la realidad. Russell le dio un rápido vistazo de arriba abajo y comprobó que el muchacho no estaba herido: lo único rojo que se apreciaba sobre su cuerpo era la casaca militar. La rapidez con la que se había incorporado era otra señal de que físicamente se encontraba bien. Pero el terror de sus ojos mostraba otro tipo de herida.

No era la primera vez que Russell veía un soldado en ese estado: se quedaban paralizados en cualquier sitio, en posición fetal, gritando, llorando y haciéndose todo encima. Aunque él jamás abatía a un soldado enemigo cuando lo encontraba así (se limitaba a hacerlo prisionero), lo cierto era que pocos tenían tantos escrúpulos como él, al contrario, para la mayor parte de la tropa se convertían en un trofeo fácil. Ahora bien, el comportamiento de Russell en estos casos no venía inspirado por la lástima, sino por el honor: matar a una persona en esas circunstancias era para él como matar a una persona desarmada o atacar por la espalda, pero aquellos hombres le inspiraban más desprecio que otra cosa. Él había pasado miedo, entendía lo que les sucedía, pero nunca había dejado que el miedo se hiciera dueño de su persona. Jamás.

Sin embargo, con el joven de Arapiles le ocurrió algo extraño. Quizá porque era casi un niño, no solo no sintió desprecio por él, sino que sintió una profunda compasión. En aquel momento llegaron tres hombres de su batallón, dos de ellos de confianza. Les encomendó llevar al muchacho a la zona de las tiendas de campaña, sin añadir nada más. Pensó que aquello sería suficiente, pero al día siguiente seguía pensando en el joven, así que se acercó a la zona en la que acampaba para asegurarse de que se encontraba bien. Al preguntar por él, supo que se llamaba John O´Leary, que había llegado, efectivamente, tres semanas atrás y que se encontraba en la zona de tiendas reservada a los reclutas recién llegados. Pronto lo vio. Estaba lavando la cacharrería en la orilla de un riachuelo, alejado de la tropa, que departía alegremente tras haber dado buena cuenta del rancho. Tenía mejor aspecto que el día anterior, pero era tan delgado y pequeño que el uniforme bailaba sobre su cuerpo. Y volvió a sentir la punzada de la compasión. Y sintió que debía protegerlo. Por eso, a pesar de que no lo necesitaba, en aquel momento tomó la decisión de ponerlo a trabajar a su servicio, junto con Smith y Higgins.

En cuanto tomó la decisión se acercó al muchacho. Este dio un bote, igual que había hecho el día anterior. Dejó los cacharros que tenía en la mano junto a la orilla del río, se puso firme y se llevó la mano a la cabeza mientras taconeaba, escenificando torpemente el saludo militar. Gabriel volvió a sentir una oleada de simpatía y le conminó a descansar. Mantuvo con él un intento de conversación que, por la forma de contestar del muchacho, se pareció más a un interrogatorio. Así, Gabriel confirmó que el muchacho se llamaba John O´Leary y que había llegado a la Península directamente desde su pueblo natal, una pequeña aldea de la Irlanda rural. Se había alistado voluntario porque era el quinto hijo de una viuda reciente, con ocho hijos más a su cargo, y en su casa no había alimento suficiente para todos. Ante la pregunta de cuántos años tenía, el muchacho vaciló un momento antes de contestar que 17. Russell supuso que le mentía, y que había mentido también para alistarse. Sospechaba que no cumplía la edad mínima exigida de 16, pero no le quiso violentar más: en aquel momento aquello ya no tenía vuelta atrás. Después, Russell le comunicó su cambio de puesto: “a partir de este momento trabajarás como criado para mí”, le dijo sin ceremonias. El muchacho parpadeó varias veces seguidas, desconcertado, y volvió a cuadrarse diciendo que cumpliría su labor lo mejor posible. Russell añadió que el cambio debía hacerse efectivo ese mismo día. Le daba un par de horas para recoger todos sus enseres y, después, debía presentarse en su alojamiento en Ciudad Rodrigo. Tras esto, se alejó de él, convencido de que el muchacho aún no era consciente de la suerte que había tenido.

Al cabo de dos horas, el joven se presentó en el alojamiento y comenzó su nueva vida. Ni Higgins ni Smith hicieron comentario alguno cuando les comunicó la novedad, pero Russell se dio cuenta de que para ambos había sido una mala noticia, ya que la entrada de un tercer criado alteraba el equilibrio que habían conseguido entre ellos dos. Sin embargo, O'Leary, como le llamaban todos, demostró ser tan buen criado como pésimo soldado había sido. Encontró él solo su hueco entre los dos criados más antiguos: se ocupaba de hacer las labores más pesadas de entre las que tenían asignadas cada uno: lavar cacharrería de la cocina, limpiar manchas de los trajes…, en el caso de Smith; limpiar a los animales, acarrear su comida…, en el caso de Higgins. Hacía estas labores sin que apenas se lo indicaran, demostrando una habilidad casi sobrenatural para saber en cada momento qué debía hacer para descargar de trabajo a sus compañeros y, de entre todo lo que había por hacer, qué era lo que a ellos menos les gustaba. Lo hacía de tal manera, además, que apenas se notaba su presencia. Y, lo más importante, jamás se interponía entre ellos y Russell. Su labor era silenciosa e invisible, y los méritos del trabajo bien hecho siempre eran para Higgins y Smith. En menos de un mes, los dos criados no solo veían indispensable a O´Leary, sino que le apreciaban, con un sentimiento parecido al que había sentido inmediatamente Russell por él. Porque O'Leary, además de ser eficiente y discreto, irradiaba luz. Siempre estaba contento y sonriente, nunca se enfadaba, jamás se quejaba. Llevaba consigo la alegría.

Así había pasado un año hasta que habían llegado a Echalar. O´Leary tenía entonces 15 años recién cumplidos, porque, tal y como Gabriel había sospechado cuando lo conoció, aún no había cumplido los 14 cuando se alistó en Irlanda huyendo del hambre.

 

Ir a la siguiente página

Report Page