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~ Capítulo 19 ~

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~ Capítulo 19 ~

 

 

Pasaron unos días en los que, aparentemente, en el pueblo reinaba la paz y la armonía con el ejército invasor. Sin embargo, esa apariencia era engañosa, ya que el resquemor y el rechazo hacia los ocupantes iban aumentando. Las razones de aquellos sentimientos negativos había que buscarlas en los problemas que estaba trayendo la ocupación. Por un lado estaba el hambre que, por culpa del pillaje y las requisas, empezaba a ser una realidad en la mayoría de las casas. Pero junto al hambre había otro hecho que estaba haciendo que muchos hubieran empezado a aborrecer a aquellos ingleses: se sospechaba que algunas chicas, e incluso algunas mujeres casadas, habían empezado a prostituirse para conseguir comida y no morir de hambre. Nadie lo hacía a la luz del día, como las Yndaburu, pero empezaba a ser un secreto a voces que para algunas familias aquello se estaba convirtiendo en la única manera de conseguir alimento.

Y mientras aquello andaba en boca de todo el mundo, una chica del pueblo se paseaba abiertamente a los ojos de todos, cogida de la mano de uno de los ocupantes, mirándolo embelesada.

Irene se dio cuenta enseguida del peligro que aquello suponía. Temía por su pupila, pero también por el futuro de la escuela, ya que para muchos Gurutze era una maestra más. El joven era, además, quien traía la comida a la escuela. La mayor parte del pueblo no sabía nada del acuerdo que había cerrado con Russell, a Irene le constaba que los padres de los niños no estaban contando nada para evitar la envidia de los vecinos que no tenían hijos, pero como el joven soldado tenía todos los ojos del pueblo posados en él por la relación que mantenía con Gurutze, aquello al final iba a salir a la luz. Y cuando esto ocurriera, no tardarían en tener problemas.

Tenía que parar aquello de alguna manera sin prohibirle a Gurutze estar con el joven soldado (algo que, sabía, Gurutze no iba a aceptar), y sin perderla definitivamente. La mejor solución era que el muchacho dejara de traer la comida, o que la trajera a otras horas, cuando no estuviera Gurutze. Pero la única persona que podía forzar aquel cambio era el mando superior del muchacho. Si Irene quería conseguir ese cambio, tenía que volver a hablar con aquel pelirrojo al que se había jurado no volver a mirar a la cara nunca más. 

Pasó varios días dándole vueltas al asunto, resistiéndose a dar el paso, hasta que un día observó en una esquina de la plaza cómo un grupo de mujeres del pueblo y un par de jóvenes de los más “gallitos”, cuchicheaban y miraban con descaro a Gurutze y O'Leary durante todo el recreo. Aquello se les estaba yendo de las manos, pero solo pensar en volver a Gaztelu a pedirle algo a aquel hombre  le revolvía el estómago.

Y entonces, se le ocurrió una forma de contactar con él sin que su orgullo se sintiera tan herido. La última vez que se habían visto, cuando se habían cruzado en el lavadero, él la había saludado. Estaba segura de que si ella lo hubiera querido, habrían podido intercambiar algunas palabras incluso. Si se volvían a encontrar y él volvía a saludarla de aquella manera, podía iniciar una conversación que le llevara al punto que le interesaba a ella. Tendría que hacer de tripas corazón, pero era una salida.

Y la mejor forma de provocar ese encuentro era acercarse al lavadero por la tarde, nada más acabar las clases vespertinas, a la misma hora que se lo había encontrado la vez anterior. Si era un hombre de costumbres, allí estaría de nuevo.

 

********************

 

Aquel 18 de agosto había hecho un calor sofocante. El sol había golpeado fuerte y el viento sur había soplado durante todo el día. Tantas horas de sol y el aire asfixiante habían calentado el ambiente de tal forma que en la calle no se podía estar. Irene se dirigió al lavadero llevando en el cesto muy poca ropa, la justa para justificar su visita y que, al mismo tiempo, le supusiera poco esfuerzo lavar. Con el calor que hacía era difícil que el pelirrojo estuviera en la calle. En realidad, era difícil que hubiera alguien. Pero, aun así, había decidido ir: una vez que tomaba una decisión, la seguía hasta el final. Al acercarse al lavadero le extrañó oír bullicio. Primero gritos alegres. Después risas. Enseguida se dio cuenta de que todas las voces eran graves; masculinas. La algarabía llegaba del río, así que los que reían y jugaban no se encontraban en su camino. Podía acceder al lavadero y, una vez allí, ver, sin ser vista, qué es lo que estaba ocurriendo. Seguramente serían jóvenes del pueblo.

¿Pero…, y si eran ingleses?

Por lógico que pareciera, este pensamiento no se le presentó hasta que llegó a la entrada del lavadero. E inmediatamente sintió miedo. Mucho miedo. Si eran ingleses y la veían... De repente se dio cuenta de que podía estar haciendo una locura y decidió darse la vuelta. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, lo vio, apoyado en el muro que daba al río, dándole la espalda, con su cabellera roja brillando al sol.

Aunque había ido precisamente para encontrarse con él, el corazón le dio un vuelco.

 

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Russell estaba concentrado mirando la escena del río. En esa zona era ancho y llevaba tan poco caudal que se veían las piedras del fondo, lisas y brillantes. Allí se había congregado una decena de sus hombres. Formaban un grupo heterogéneo, había jóvenes recién llegados y veteranos con más años de servicio a sus espaldas que él. Hombres curtidos en la guerra y novatos, con nada en común salvo la pertenencia al mismo batallón. Y estaban todos, juntos y mezclados, en el lecho del río. Habían aprovechado la cercanía del agua fresca para bañarse y paliar de alguna manera el fuego en el que se había convertido el ambiente. La mayoría estaba sin la casaca —se veían varias montañas de color rojo en la orilla—, solo con la camisa y el pantalón, aunque alguno de ellos estaba sin camisa. Jugaban como niños, empujándose, chapoteando, quitándose prendas unos a otros y haciendo grupos para mojar a los más reticentes.

A Russell le gustaba ver a sus hombres así, mostrando lo que seguramente habían sido antes de enrolarse en el ejército. Era terrible pensar que muchos de ellos podrían estar muertos en unos días, o gravemente heridos, y que nunca volverían a disfrutar como lo estaban haciendo en aquel momento. Rechazó estos pensamientos lúgubres y se concentró en el momento presente. Una sonrisa le apareció en el rostro cuando vio los esfuerzos de tres de los más jóvenes por mojar la cabeza de un soldado veterano, de aquellos a los que en situación normal se les respetaba y temía al mismo tiempo, pero que en el río, rotos los diques que imponían los galones, se convertían en el objetivo a batir por todos. El hombre, un galés grande y calvo, reía también, y sus carcajadas, roncas y graves, llenaban el ambiente. No se oía nada más, pero en un momento dado se dio la vuelta. Y allí estaba ella, a menos de tres metros de él, parada, mirándole.

 

********************

 

Había empezado aquella rutina de visitas a ese lugar precisamente para conseguir un encuentro con ella, pero lo cierto era que hacía ya un par de días que había olvidado el propósito inicial y ya no esperaba encontrarla allí. Ni la buscaba. Pero ahí estaba, desconcertándole una vez más. Porque lo inesperado del encuentro estaba haciendo que no fuera capaz de reaccionar. Curiosamente, a ella parecía estar pasándole lo mismo y permanecía mirándole con los ojos muy abiertos, sin apenas moverse.

Tras unos segundos que se hicieron eternos, fue él quien reaccionó. Se llevó la mano al sombrero inexistente, en un intento de llevar a cabo el saludo militar, y al tocar su pelo y darse cuenta de que aquel no era el saludo más adecuado para una dama, bajó la mano, recompuso la postura y, entonces sí, verbalizó un saludo adecuado:

—Buenos días, señorita —dijo en su correcto español con marcado acento inglés.

Irene no se había dado cuenta del desconcierto del coronel, ya que estaba más preocupada por calmar su corazón. La voz de él le hizo volver a la realidad y pudo responderle un escueto:

—Buenos días, caballero.

—Hace un día precioso —dijo entonces él, dueño ya de la situación.

Irene se terminó de tranquilizar al oír aquel comentario. Pensó que ya había conseguido lo más difícil: restablecer la comunicación con aquel hombre. Ahora tenía que continuar la conversación e intentar llevarla al terreno que ella quería.

—Sí —contestó— aunque quizá hace demasiado calor para estar ahí al sol, debería refugiarse bajo alguna sombra.

La respuesta de Irene, larga y haciendo referencia a su persona, le mostró a Russell que algo había cambiado. No solo no había rastro de la animadversión anterior, sino que le estaba dando pie a continuar hablando con ella.

Y decidió aprovechar la ocasión.

—Permítame que le ayude a llevar el cesto de la ropa hasta el lavadero, porque hacia allí se dirige usted, ¿no es cierto?

Irene asintió y contestó con un escueto “de acuerdo”, pero acompañado de una sonrisa, la primera que le dirigía a él. Russell pensó que si le hubiera enseñado esa sonrisa en su primera visita a Gaztelu, él habría sido más amable con ella, sin duda.

Entraron en el lavadero. El espacio era una zona amplia, rodeado de cuatro gruesas paredes de piedra con varias aberturas que dejaban entrar la luz. El edificio había sido construido a la orilla del río, de tal forma que solo había hecho falta una pequeña desviación para conducir parte de sus aguas, canalizadas, por el medio de la construcción. A ambos lados del pequeño canal había unas piletas de piedra. Sobre cada una de ellas se apoyaba una piedra de forma cóncava. Había diez o doce piletas, pero en ese momento no había nadie en el lugar.

Russell pensó que en invierno aquel sitio sería frío y húmedo, pero en aquel momento le pareció lo más cercano al paraíso. Su cuerpo agradeció el alivio que supuso dejar de sentir la fuerza del sol sobre su cabeza y su piel, además, dentro, la temperatura era bastante más baja que en el exterior. Desde la penumbra interior se veía el agua del río titilando, como si fuera de plata, y la hierba y los árboles de la orilla opuesta, como si estuvieran plagados de piedras preciosas de diferentes tonos de verde. No veía a sus hombres, pero oía sus risas. Aquel lugar, en aquel momento, era un refugio de paz, frescor y alegría. Si no hubiera sido por la chica, no habría entrado nunca en él. Entonces salió de su ensimismamiento y la miró a ella. Estaba parada a su lado, a menos de un metro, mirando absorta al frente, metida en sus pensamientos, igual que él. Tuvo la sensación de que ella estaba viviendo un momento parecido al suyo, aunque en su caso aquello no podía ser novedoso: conocía el lugar y acudía a él regularmente.

Entonces ella, sin cambiar de postura y sin dejar de mirar al frente, con voz suave, dijo:

—Este sitio es mágico, sobre todo en días como hoy, aunque lloviendo es maravilloso también.  Pero hay que venir cuando no hay nadie.

Russell pensó que el final de la frase era una mención velada a él, pero esta vez, en vez de encenderse de nuevo, decidió intentar desactivarla contestando con una disculpa:

—Estoy de acuerdo con lo que dice usted, es mágico, lamento estar estropeando su experiencia de hoy.

Ella se volvió inmediatamente, mirándole a los ojos.

—Discúlpeme, no me refería a usted, quería decir que hay que venir en momentos como este, cuando no están las mujeres del pueblo, que con su parloteo constante tapan la sensación que produce este lugar.

Evidentemente, algo había cambiado en ella con respecto a él. Así que Russell pensó que era el momento de intentar arreglar del todo el desaguisado de los días anteriores:

—Me alegro de que haya aceptado mi compañía, así le puedo reiterar mis disculpas por mi comportamiento de hace unos días. Fui torpe, maleducado y soberbio.

Ella le escuchó sin decir nada, pero mirándole de manera amistosa. Russell vaciló un poco antes de continuar, pero decidió que era mejor zanjar el asunto definitivamente, así que se atrevió a mencionar el incidente original.

—Espero que lo sucedido con mis hombres no haya dejado en usted más huella que un recuerdo desagradable. Han sido castigados y expulsados del ejército, en estos momentos se encuentran en un barco de vuelta a Inglaterra.

Irene se azoró un poco:

—Estoy bien —contestó escuetamente. Y tras un momento de silencio, continuó—. Acepto sus disculpas y debo a mi vez pedirle disculpas por mi comportamiento. Creo que mi enfado fue excesivo, al menos a partir del momento en que usted se dio cuenta del malentendido. Creo que podríamos empezar de cero si le parece, señor Russell.

—Llámeme Gabriel, por favor —dijo él inmediatamente.

Ella pensó que le gustaba el nombre pronunciado a la manera inglesa. Lo repitió en alto un par de veces intentando imitar la forma en que lo había verbalizado él: “Geibriel”, haciendo la R muy suave, casi imperceptible, mientras él la miraba sonriente y añadía al final, con su fuerte acento extranjero:

—Más o menos.

Rieron los dos a la vez. Después, ella añadió:

—Yo soy Irene Echeverría, pero llámeme Irene, por favor.

Se repitió el ritual, y él dijo su nombre intentando acercarse a la pronunciación española, pero sin poder evitar que la primera “e” resbalara y se alargara, haciendo que ella respondiera, igual que él: “más o menos”. Algo que provocó la risa de ambos de nuevo.

Habían conseguido un instante complicidad, pero una vez que las risas se apagaron se quedaron en silencio. Antes de que el momento se volviera incómodo, Irene aprovechó para sacar a colación el tema que le había empujado a provocar aquel encuentro.

—Me gustaría decirle algo. Estoy muy agradecida por la comida que nos envía todos los días, pero está surgiendo un problema con el que no contaba. El soldado que la trae es muy amable, pero… —vaciló un momento— parece que entre él y mi ayudante ha surgido un sentimiento de amistad. Temo que esta amistad no sea bien entendida en el pueblo y que acabe afectando a la escuela.

—Sé de qué me habla, Irene, yo también he sido testigo de lo que está ocurriendo entre su ayudante y el mío, pero puedo asegurarle que mi criado es un joven de moral y comportamiento intachables. Además, estoy seguro de que la relación es inocente y no hay más de lo que vemos. De lo que todo el mundo ve.

—Yo también pondría la mano en el fuego por Gurutze —contestó Irene—. Y también creo que todo lo que hay entre ellos es lo que vemos. Pero, precisamente, ese es el problema, que se muestran a la luz pública, para usted, para mí y para el resto del pueblo. Y, siento decírselo, pero en este pueblo ustedes no son muy queridos.

—Supongo —respondió Gabriel— que intentar convencerla de que no somos tan malos para ustedes es difícil. Estamos creando una serie de problemas en su pueblo que son muy evidentes —usted misma ha sido brutalmente atacada por hombres nuestros—, mientras que los beneficios que traemos no son tan visibles, al menos por el momento. Pero los traemos, Irene, se lo aseguro.

—Eso que acaba de decir —le cortó entonces tajante Irene— es cuando menos discutible, pero no es mi deseo empezar una nueva disputa con usted, así que dejemos ese tema porque no nos va a llevar a nada bueno.

—De acuerdo —dijo Gabriel, mientras pensaba divertido “desde luego, es valiente: ni le imponen mis galones, ni se calla lo que piensa”.

—Supongo que entre ustedes, igual que entre nosotros, habrá buenas y malas personas —continuó Irene— pero la mayoría de mis convecinos no se anda con las mismas sutilezas que yo y les odia. A todos y cada uno de ustedes. Y en medio de este ambiente hostil, una de las “nuestras” se muestra en público con uno de los “suyos”. Pensará que para evitarlo no tengo más que hablar con ella, pero lo cierto es que yo no soy nadie para decirle lo que debe hacer. Además, Gurutze, a pesar de ser muy joven, está demostrando que en este tema tiene las ideas muy claras, así que seguramente no me haría caso. Por eso acepto a regañadientes lo que ella está haciendo, pero el problema es que su comportamiento afecta al colegio. Se muestran juntos en horas escolares y mientras ella está cuidando a los niños. Lo ve todo el pueblo, y temo que haya represalias y estas se centren en la escuela.

Tras un silencio grave, continuó.

—Sé que podría evitarlo ocupándome yo misma de recibir a su criado y de cuidar a los niños en la plaza, pero este cambio no sería entendido por Gurutze y podría provocar que ella dejara la escuela. Algo que tampoco quiero que suceda. Así que me gustaría pedirle un favor: ¿podría usted enviar a su criado a otras horas? Hacia las ocho de la mañana sería perfecto, ya que las clases no empiezan hasta una hora después, que es cuando llega Gurutze. Además, obtendríamos una ganancia más, ya que a esas horas la entrega de la comida sería más discreta.

Gabriel pensó que no podía eludir lo que le pedía la joven. Se lo debía después de todo lo que había ocurrido.

—Entiendo lo que me dice, Irene, y la voy a ayudar —le dijo—. Me encargaré hoy mismo de cambiar la orden de entrega de la comida para adaptarla a lo que usted me pide. Supongo que a O´Leary tampoco le va a hacer mucha gracia, pero la diferencia entre su puesto y el mío es que mi cometido es dar órdenes para que mis hombres hagan cosas que no quieren hacer, y ellos se cuidan mucho de cuestionarlas. En mi presencia al menos —terminó irónicamente.

Irene le contestó con un breve “gracias”, acompañado de una sonrisa.

En ese momento la conversación se interrumpió. Habían acabado con todo lo que tenían que decirse y, de repente, continuar en aquel solitario lugar, juntos los dos, se les hizo violento a ambos. Gabriel entendió que era el momento de marcharse, aunque, francamente, no le apetecía mucho hacerlo. Miró a Irene y, tras hacerle un saludo —esta vez todo lo adecuado y encantador que sabía hacer— le dijo:

—Voy a dejarle continuar con los trabajos que ha venido a hacer, por hoy ya la he entretenido bastante. No se preocupe, porque mañana mismo recibirá usted la comida a la hora que hemos acordado. —Y tras un silencio, añadió—: ha sido muy agradable charlar con usted hoy.

Él mismo se sorprendió al oírse decir estas últimas palabras, que parecieron surgir de sus labios con vida propia, pero no se arrepintió, lo cierto era que aquella chica le había empezado a interesar de verdad.

Irene le contestó tan solo que le agradecía su ayuda. Después, le vio marcharse con una mezcla de sentimientos: contenta por haber conseguido lo que quería y extrañada al darse cuenta de que su actuación no había sido todo lo impostada que había planeado.

 

Porque ella también había estado a gusto. Y le había dado pena despedirse de él.

 

 

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