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~ Capítulo 23 ~

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~ Capítulo 23 ~

 

 

Susan McKenzie había sido su prima antes que su esposa. Una prima diez años más joven que él, que vivía a 100 millas de su casa y con quien apenas tenía trato. Era una chica alta, casi tanto como él, delgada, de piernas largas, hombros estrechos y pecho exiguo. Tenía el pelo castaño y la cara alargada; ni fea ni guapa, lo mejor que se podía decir de ella era que era corriente. Su educación había sido cuidada, como correspondía a su posición: leía y escribía perfectamente en inglés y francés, y tenía nociones de griego y latín. Su formación había incluido, además, aquellos saberes que se consideraban femeninos, como las labores y bordados;  y la música, tanto cantada como interpretada con un instrumento. Todo se había adecuado, sin salirse un milímetro, a lo que se esperaba de ella. Y todo había sido dispuesto de aquella manera por su madre, hermana del padre de Gabriel y tan controladora de todo lo que rodeaba a sus hijos como aquel. Susan no había cuestionado jamás las órdenes y disposiciones maternas, al contrario, el hecho de no tener que pensar cómo debía desarrollarse su vida la había hecho especialmente feliz, solo había tenido que seguir el camino marcado.

Gabriel Russell tampoco había cuestionado las disposiciones paternas, el enfrentamiento no iba con su carácter. Su padre, por el contrario, estaba dispuesto a un enfrentamiento continuo antes de ceder un ápice en sus deseos. Muy joven, Gabriel había hecho un balance de ventajas e inconvenientes y había decidido que lo más inteligente era no discutir, acatar lo mayor y aprovechar los resquicios que quedaban para hacer su santa voluntad, sin hacer ruido ni levantar sospechas. Su amor por el estudio y la reflexión le habían ayudado a sobrellevar lo demás.

Por eso, cuando siete años atrás el conde y su hermana decidieron que Gabriel y Susan debían casarse, ninguno de ellos alzó la voz en contra de aquella decisión. Susan preparó sus esponsales con eficiencia y sin entusiasmo, tal y como hacía todo en la vida, y Gabriel se alegró de haber seguido la carrera que su padre había elegido para él. Su ocupación le permitiría estar alejado de Susan por largas temporadas y, al mismo tiempo, tener relaciones  con otras mujeres, sin escándalo de ningún tipo.

La boda se había celebrado seis años atrás,  un año antes de que Gabriel se incorporara a la Guerra Peninsular. Aquel primer año había sido el único que habían tenido un contacto continuado, ya que desde que él había desembarcado en Portugal solo habían vuelto a estar juntos una vez: un permiso de 15 días de los cuales solo 5 los pasó con ella en la hacienda común cerca de Inverness (los otros diez los pasó entre Londres y Oxford, visitando amantes y amigos). Así que solo habían vivido como matrimonio durante un año, y ni siquiera de manera continuada, ya que mucho de aquel tiempo lo había pasado Gabriel en el cuartel general en Londres. Sin embargo, a pesar de la frialdad de sentimientos, el matrimonio se descubrió un éxito enseguida. Aquella prima lejana (por la distancia y la edad), con la que apenas había intercambiado una decena de palabras antes de casarse, todas ellas de cortesía, resultó ser una esposa impuesta ideal. Era una mujer práctica que nada más entrar en la hacienda que iba a ser su hogar, tomó las riendas de su gobierno. Él dejó en manos de ella todo lo que tuviera que ver con ese tema, y aceptó de buen grado todo lo que ella decidió a partir de entonces.  Susan, además, demostró que estaba muy bien dotada para tal menester, ya que durante los cinco años que llevaban casados, las ganancias que proporcionaba la hacienda no habían dejado de aumentar.

Pero el matrimonio no solo era economía, estaba también la parte física. Con todo lo que le gustaban a Gabriel las mujeres, aquella prima que le había tocado como esposa era de las pocas que no. La mayor preocupación el día de la boda había sido cómo consumar el matrimonio. Había temido, por primera vez en su vida, no estar a la altura de las circunstancias. Al final, el recuerdo de las maniobras que le había realizado una amante londinense dos días antes le sirvió para despachar aquella primera vez sin quedar en ridículo. Susan reaccionó como él ya esperaba: se tumbó todo lo larga que era, mirando al techo con los ojos abiertos y el camisón levantado justo por encima del vello púbico, y se dejó hacer sin soltar un suspiro. Él intentó ser suave y no hacerle daño, pero fue incapaz de intentar hacerla disfrutar, como hacía siempre que estaba con una mujer; bastante tuvo con cumplir.

A partir de ese día, volvió a tener relaciones sexuales con ella, porque era lo que se suponía que tenían que hacer. Mejoró la técnica de recuerdo de sus relaciones con otras mujeres para responder cada vez mejor, y una vez, incluso, se animó e intentó hacerla disfrutar . Un error que no volvió a repetir, porque ella, muy suavemente y casi con cariño, le apartó la mano de su clítoris, poniéndola de nuevo donde debía estar: apoyada sobre el colchón para empujar mejor y terminar antes.

En aquellos cinco años de casados habían tenido muy pocas relaciones sexuales, algo más periódicas los primeros meses, pero nunca más de una semanal. Pronto comprobaron que el único objetivo de aquellos intercambios no llegaba a cumplirse: ella no se quedaba embarazada. Ni uno de los dos sufrió por ello. Gabriel no tenía interés en perpetuarse en otra persona, bastante había soportado a su padre como para querer hacer lo mismo con un semejante. Y ella no parecía sufrir por la ausencia de niños, al contrario, a medida que pasaban los meses sin embarazo, iba sonriendo más y más. Al final, las relaciones sexuales se fueron espaciando y cuatro meses antes de que Gabriel partiera hacia la Península, desaparecieron por completo. Ni siquiera en la corta visita en su permiso se habían acercado uno al otro. Y Susan había estado encantadora con él a medida que se acercaba el último día. Más encantadora que nunca. Sobre todo el día que partió.

Gabriel desconocía si Susan tenía amantes, suponía que no, pero, en cualquier caso, no le importaba, solo esperaba que, de tenerlos, los llevara con discreción. Aunque no tenía la menor duda de que aquella mujer metódica así lo haría de darse el caso.

Mientras su relación sexual decaía hasta desaparecer por completo, otro tipo de relación se afianzó, hasta convertirse en necesaria para los dos: la epistolar.

El hilo conductor fue la gestión de las tierras. Al inicio de la guerra, Susan se acostumbró a escribirle para contarle todas las decisiones que tomaba respecto a la hacienda, y como las cartas pedían contestación, Gabriel comenzó a contarle lo que le ocurría en campaña. Esta relación epistolar se había fortalecido durante aquellos cinco años, así que no pasaba una semana sin que Gabriel recibiera una extensa carta de Susan y viceversa. Ambos disfrutaban de la escritura del otro. Era evidente que habían encontrado la medida exacta de su relación.

La carta que había recibido aquel día, de más de cinco folios, le contaba a Gabriel con pelos y señales los resultados de la última cosecha de cebada y la buena calidad del whisky que habían producido con la anterior. Le contaba también un par de chascarrillos que tenían como protagonista a su mozo de cuadras, un hombre tan trabajador a diario, como juerguista cuando tenía el día libre. Susan se cuidaba mucho de ser hiriente, pero se las arreglaba para introducir notas de humor, sin perder la compostura. La carta terminaba transmitiéndole su alegría por las noticias de las últimas batallas victoriosas y se cerraba con el tradicional “Dios te bendiga”.

Gabriel terminó de leerla con una  sonrisa y pensó contestarle al día siguiente. Luego tomó entre sus manos la carta de Isabel de Benito. En su caso, solía recibir dos o tres a la semana, a veces todas a la vez, ya que en España el correo no funcionaba tan bien como en Gran Bretaña. Decidió guardarla para la noche, para cuando estuviera retirado en su habitación, con sus ropas de dormir y un vaso de whisky en la mano. Isabel era para la cama, al natural o por carta. Cogió el sobre y lo olfateó. El perfume le llenó entero y, como siempre que algo de ella le llegaba, notó que su miembro viril se tensaba. Sonrió, ahora más maliciosamente, al imaginar qué le habría escrito aquella vez. Siempre le sorprendía. Y le excitaba. Pero guardó el sobre en el bolsillo interno de su casaca esperando la llegada de la noche.

 

Cuando terminó con el correo eran cerca de las diez de la mañana, pensó que a esa hora el pueblo estaría ya en plena ebullición, así que decidió dar una vuelta para ver qué ambiente encontraba. Aquel paseo le permitiría ir bien preparado a la visita al cuartel general, ya que Wellington le preguntaría por las tropas, pero también por el ambiente en el pueblo y por todo aquello que ayudara a mejorar su respuesta en próximas batallas.

El ejército inglés había organizado una red de espionaje que funcionaba bien. Estaba en manos de George Murria, a cuyas órdenes se encontraban un buen número de mandos y soldados. Pero esta no era la única vía por la que recibían información. En todos los batallones había geógrafos, cartógrafos, zapadores, traductores... ocupaciones todas con un objetivo diferente y claro, y otro no manifiesto y común: tratar de sacar a la población autóctona la mayor cantidad de información posible. Todo servía en un principio, desde movimientos de tierras de última hora, a visitas intempestivas de un extraño a la hija soltera del vecino, todo se recogía y se trasladaba a los diferentes jefes, que analizaban estas informaciones, desechaban algunas y buscaban pruebas adicionales en otras. Eran muchas las batallas que se habían ganado así, antes de darles el golpe definitivo por medio de las armas.

Al llegar a la zona de la frontera entre España y Francia, Welleslley había sido muy insistente con este tema. En aquella zona montañosa, pegada al país enemigo, había que mantenerse en permanente estado de alerta, por eso les había insistido a sus oficiales que pusieran especial interés en la recogida de información.

Pero Russell era reacio a utilizar este tipo de estrategia, le parecía rastrera y poco noble. Esta era la única orden de sus superiores que trataba de sortear en lo posible. No se negaba a cumplirla, pero lo hacía con una falta de entusiasmo evidente. De hecho, había recibido varias reprimendas por su falta de compromiso con este asunto, que no habían ido más allá porque en lo restante cumplía con su deber con creces. A él aquellas reprimendas le daban igual, pero también sabía que no le convenía tensar demasiado la cuerda para no perder el bienestar relativo en el que vivía, así que de vez en cuando se mostraba obediente y aportaba información. Aquel día decidió que tocaba recogerla hasta la hora de partir hacia Lesaca. Dedicaría la mañana a pasearse por el pueblo, observar por sí mismo y preguntar a sus hombres.

Faltaban cinco minutos para las diez cuando llegó a la plaza del pueblo. En la hora que había transcurrido desde que había salido de la escuela, el panorama había cambiado por completo. La plaza bullía de vida. Había mujeres yendo de un lado al otro con bultos en su cabeza. Vio que algunas de ellas se dirigían al lavadero en grupos de dos o tres y recordó lo que Irene le había contado sobre el bullicio que solía haber en el lugar. Había también algunos hombres del pueblo, pocos, y la mayor parte de ellos de avanzada edad. Los hombres en edad de trabajar debían de estar cada uno en sus ocupaciones. La mayoría de los hombres que ahora veía estaban en las puertas de sus casas, de pie, o sentados en bancos de piedra pegados a ellas, como guardándolas, en una actitud que ya le había llamado la atención el día que había entrado en el pueblo por primera vez. Hasta ahí todo entraba dentro de lo que conocía. Lo que le llamó la atención, por inusual, fue ver a algunos soldados, de su regimiento y del de Von Müeller, repartidos por toda la plaza en pequeños grupos, en cada uno de los cuales había dos o tres chicas del pueblo. La estampa no habría tenido nada de inusual en cualquier otro sitio: esa había sido la imagen típica que les había acompañado en todos los pueblos por los que habían pasado, pero aquella zona del norte de Navarra se había comportado de manera diferente. Al llegar a Echalar no había habido recibimiento femenino, lo normal en todas partes, y los días siguientes tampoco. Afortunadamente, había un par de prostitutas en el pueblo que habían trabajado de sol a sol desde el día que habían llegado, y aquello había permitido calmar a los espíritus más fogosos. 

A Russell al principio le había extrañado la respuesta diferente de aquel pueblo, pero al ir a Lesaca y preguntar a otros oficiales había comprobado que era común en la zona. Al parecer, los vascos eran muy huraños con los extranjeros. Y sus mujeres también. Aquello explicaba también la preocupación de Irene por el comportamiento de su pupila con O´Leary: llamaban la atención porque eran los únicos. Pero, de repente, un mes más tarde, aquello había cambiado y las lugareñas empezaban a comportarse como todas las que habían encontrado a su paso por la Península.

 

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Lo cierto era que, aunque Russell no se había fijado, el cambio se había ido produciendo poco a poco los días anteriores. Los detonantes habían sido precisamente Gurutze y O´Leary. Irene tenía razón en sus miedos, aquella relación expuesta a los ojos de todos había caído como una bomba entre la gente del pueblo, y eran muchos los que los habían hecho el blanco de sus críticas.

Pero no todos.

Había habido un sector de la población que había visto con buenos ojos lo que estaba ocurriendo: las chicas jóvenes.

Las férreas normas no escritas que imperaban en el pueblo habían cortado de raíz todo intento de congeniar con los recién llegados, aunque algunas jóvenes habían buscado resquicios para saciar su curiosidad desde el primer momento, reuniéndose en las casas que daban a las calles principales, para observar a los soldados recién llegados. En principio, todo había quedado ahí, hasta que Gurutze había dado el paso que ninguna se atrevía a dar. Y si bien era verdad que su actitud era censurada públicamente, también era cierto que la reprobación no había pasado de ahí y todo se limitaba a palabrería y chismorreo de los mayores. Esto envalentonó a las chicas más audaces. Los días anteriores ya se había producido algún movimiento discreto: grupos de chicas que salían a pasear cuando había soldados, cruces de miradas fugaces…, hasta que aquel día se había dado el paso definitivo en la plaza.

 

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Una vez superada la sorpresa inicial, Russell se dispuso a observar con mayor detenimiento lo que estaba ocurriendo. Vio que entre los soldados había de todo, aunque abundaban los más jóvenes y atractivos; los maduros y poco agraciados vagaban de grupo en grupo sin recibir atención femenina y acababan en alguna de las dos tabernas ahogando su frustración; o haciendo cola en la casa de las dos prostitutas del lugar. Luego se fijó en las muchachas, la mayoría tan jóvenes como pobremente vestidas. Supuso que pertenecerían a familias humildes, en las que el control al que se sometía a las jóvenes casaderas se habría relajado un poco en un momento en el que el honor de las hijas no era el problema más acuciante. Cuando amplió el campo de observación, se fijó en que había otras personas que, como él, observaban la escena, y percibió en ellos gestos de reprobación. Estos eran manifiestos en la forma de mirar de unos jóvenes apostados en una esquina de la plaza, que tendrían la edad de las muchachas que hablaban con los soldados. Ellos eran, desde luego, los más perjudicados en aquel momento: la posibilidad de que las chicas les hicieran caso a ellos teniendo enfrente aquellos hombres exóticos y engalanados era nula. Russell observó aquello con cierta preocupación.

Decidió que lo que había visto tenía que ser completado con lo que le dijeran sus hombres, así que su siguiente movimiento fue reunirse con sus mandos y con los hombres encargados de recoger información. Lo que oyó en aquella reunión no hizo más que aumentar su preocupación: al parecer, la tensión en el pueblo iba en aumento y temían que en cualquier momento pudiera explotar. 

El tema de las jovencitas era nuevo y no era el más preocupante. Por un lado estaba la escasez de alimento: un problema generalizado que afectaba tanto a personas como a ganado. Los campesinos habían tirado la toalla de la batalla legal, y cada vez eran menos los que se acercaban al ayuntamiento a presentar sus quejas. A aquellas alturas de la ocupación, pocos confiaban en que lo requisado fuera devuelto alguna vez, mientras que los trámites en el ayuntamiento les alejaban de sus casas, permitiendo que los robos se llevaran a cabo con mayor facilidad.

Otro problema eran las enfermedades. El hacinamiento que se vivía en el pueblo causaba un aumento de los desechos de todo tipo por todas partes, esto, unido a la mala alimentación, había provocado que enfermedades que antes se daban de manera esporádica se estuvieran generalizando. En el mes largo que llevaban de ocupación, había habido entre los lugareños más muertes de lo normal. Si la situación no cambiaba pronto y las tropas no se iban, el problema se iba a agudizar.

Después de escuchar aquellas noticias, Gabriel volvió preocupado a Gaztelu, comió frugalmente y a las dos y media salió hacia Lesaca en compañía de Von Müeller y los capitanes.

Hacía calor, mucho más que la última vez que habían recorrido aquel camino, así que el viaje le resultó más incómodo que las veces anteriores. En media hora se presentaron en el cuartel general de Lesaca, sudorosos, rojos por la acción del sol, pero manteniendo la compostura que el encuentro que iban a tener requería.

Antes de dirigirse al edificio que hacía de cuartel general, pasaron por el centro del pueblo. Lesaca era un pueblecito pequeño, igual que Echalar. Tenía unas casas bonitas, de piedra y paredes encaladas, veteadas de vigas de madera maciza a la vista. Al igual que en Echalar, los vecinos trataban de engalanarlas, así que una buena parte de los balcones y ventanas estaban adornados con flores. Cruzaba el centro del pueblo un riachuelo que llevaba poquísimo caudal, canalizado por dos muros de piedra gris, bien cuidados, en cuyas paredes florecían pequeñas margaritas silvestres. Sin embargo, a pesar de aquel entorno tan encantador, en aquel momento había que hacer un gran esfuerzo para apreciar la belleza del lugar. Todo el espacio libre que ocupaban las calles y la parte más baja de los muros de las casas y del riachuelo estaban llenos de porquería, de todo tipo y orígenes. Sobre todo había deposiciones de animales, por todas partes. No había un hueco sin bosta de caballo. Era imposible andar por la calle sin pisarla en todo momento. Gabriel supuso cuál podía ser la razón de que todo el pueblo pareciera un gran estercolero. Lesaca, no más grande que el pequeño Echalar, era el lugar donde se había instalado la plana mayor del ejército de Wellington. Miles de soldados y de caballos. Para más inri, el centro de aquel pueblo estaba comprimido en muy pocas calles: las dos o tres que se encontraban alrededor de la casona que hacía las veces de cuartel general. Allí se encontraban también las tabernas y las tiendas, más allá solo había casas aisladas y huertas. Y aquella pequeña zona recibía la visita diaria de miles de personas, muchas de ellas a caballo.

Pero las deposiciones de caballo no eran la única porquería que se veía por las calles. Había también todo tipo de desperdicios, de origen animal y vegetal. Y desperdicios humanos: varios soldados aparecían tirados, desperdigados por el camino y en las esquinas de las casas, todos con aspecto de haber bebido más alcohol de lo prudente. Uno de ellos tenía la casaca quitada y la camisa, que en algún momento había sido blanca, se veía salpicada de vómito y otros fluidos. El hombre parecía dormido. A su lado se habían juntado un grupito de niños. Estaban cerca de él y se divertían intentando abrirle la camisa. Cada vez que lo hacían, el hombre reaccionaba lentamente, pero soltando un bufido, entonces los niños se apartaban de él, riendo, se alejaban no más de tres metros y, cuando el hombre volvía a cerrar los ojos y se quedaba quieto, volvían a acercarse e intentaban abrirle un botón más. Ese parecía ser el juego. Triste imagen la que aquel soldado estaba dando de su ejército, pensó Russell.

Antes de llegar a las puertas de la torre donde iba a tener lugar la reunión, pudo ver también un hecho que le sorprendió y asqueó con igual intensidad. A los pies de una de las paredes de la torre, a la vista de todo el mundo, se veía a un hombre con casaca roja con los pantalones bajados y las posaderas al aire. Subiendo y bajando. Bajo él se adivinaban ropas femeninas y dos piernas desnudas, abiertas a los lados de las posaderas. Seguramente se trataría de una prostituta, o una mujer del pueblo lo suficientemente desesperada, o lo suficientemente borracha, como para permitir que la tomaran de aquella manera (la forma en que la mujer agarraba los hombros del soldado mostraba que se trataba de una relación consentida y no una violación, en cuyo caso él habría intervenido sin dilación). Aquello superaba todos los excesos que él había presenciado nunca. Sabía que cosas como aquellas ocurrían todos los días en todos los pueblos en los que había compañías de ejército. De cualquier ejército. Pero no a la luz del día, en el centro del pueblo, a la vista de todos. ¿Dónde estaba Welleslley que permitía aquello?

 

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Welleslley estaba esperándolos en la habitación del edificio donde había establecido su cuartel general. Sobre la mesa de roble que presidía la estancia, había una gran cantidad de mapas desplegados en los que alfileres con cabezas de distintos colores marcaban posiciones y ejércitos. El motivo de la reunión, les dijo cuando todos los mandos estuvieron presentes, era hacer un balance de la situación en aquel momento y valorar estrategias futuras. Con voz grave y datos concretos fue informándoles.

Desde la última escaramuza en el puerto de Echalar, toda la zona norte había permanecido en calma tensa. No había habido movimientos ni por parte del ejército francés ni por parte del aliado. Ni él ni ninguno de los oficiales allí reunidos cuestionaba que se había tratado de un parón necesario. Tras los vertiginosos y sangrientos acontecimientos de los meses de junio y julio, era necesario reponer fuerzas. Pero fuera no lo veían tan claro. En Gran Bretaña, sobre todo, eran muchas las voces que clamaban por el inicio de nuevas operaciones. La opinión pública, acostumbrada a las victorias continuadas que habían culminando con la expulsión de la mayor parte de los franceses del territorio peninsular, no entendía que no se continuara adelante. En el noroeste de la Península había aún dos plazas en manos de los franceses: Pamplona y San Sebastián. Ambas ciudades estaban rodeadas de tropas aliadas, se encontraban asediadas y los franceses que permanecían dentro tenían serias dificultades para conseguir abastecimiento. En esas condiciones, iban a caer por su propio peso más pronto que tarde. Pero en Gran Bretaña, periódicos y políticos, secundados por la población civil, habían empezado a pedir su asalto, exigiendo la expulsión inmediata y definitiva de los franceses de la Península. Welleslley no lo veía claro, pero sentía la presión. Las críticas arreciaban también respecto al paso de la frontera. Habiendo sido tan expeditiva la última parte de la campaña —en menos de un mes los franceses habían pasado de tener un rey sentado en Madrid a casi desaparecer de la Península—, no se entendía que la campaña no continuara en suelo francés. Welleslley, sin embargo, consideraba que el territorio francés era peligroso. Allí las tropas francesas estaban en casa y tenían todo a su favor. Entrar sin pensar bien los pasos a seguir suponía correr un grave riesgo que podía acabar en un desastre. Y si eso ocurría, aquellos que ahora le empujaban a atacar no dudarían en responsabilizarle a él de la derrota. La decisión era difícil, pero, finalmente, Wellington les dijo que había muchas posibilidades de que no tuviera que tomarla él y fueran los franceses quienes iniciaran el ataque.

La razón era que su enemigo y par, el mariscal Soult, estaba recibiendo el mismo tipo de presiones que él. Los franceses necesitaban una buena dosis de moral tras los últimos desastres: recuperar la vía de unión entre la frontera y San Sebastián podía ser un buen revulsivo, además de abrir la puerta para volver a tomar plazas en la Península y, por qué no, su gobierno de nuevo.

Así que Welleslley se temía movimientos franceses en esa dirección.

Había que mantenerse alerta por tanto, les dijo, porque podía haber un ataque francés masivo en cualquier momento. Las órdenes fueron claras: tenían que apostar vigías cada pocos metros, anotar y comunicar todo movimiento extraño, por muy inocente que pareciera y, sobre todo, estrechar lazos con los lugareños para conseguir la mayor cantidad de información posible. Muchos habitantes de la zona tenían contactos, incluso familiares, con habitantes de la zona francesa, por eso no había que escatimar medios para hermanarse con ellos. Bailes y cenas bienvenidas eran, había que enviar hombres a todas ellas, sin entrar en gustos personales. Sabía que aquellos campesinos no podían ofrecer el lujo y la variedad de Madrid o Valladolid, pero el objetivo no era divertirse. Se podían hacer sobornos con comida también, pero solo en el caso de estar ante una información crucial y no de forma generalizada, ya que podían ser engañados por el aliciente de la comida.

Cuando les tocó el turno de palabra a los mandos, quedó claro cuál iba a ser la dificultad para llevar a cabo aquellas órdenes recién recibidas. Todos hablaron del hambre, la suciedad y las enfermedades que habían empezado a padecer los lugareños, consecuencia directa de su estancia entre ellos. Era difícil que colaboraran con ellos si los sentían como sus verdugos. Todos estaban de acuerdo en que se trataba de un problema de difícil solución, ya que el ejército no podía subsistir sin saquear los lugares por los que pasaban, pero acordaron que intentarían ganarse las simpatías de algunos al menos, y extremarían las precauciones para no ser engañados por quienes les odiaban que, a medida que las condiciones empeoraban, eran cada vez más. La reunión acabó cuando Welleslley les comunicó que a partir de ese día recibirían dos despachos diarios y serían convocados a Lesaca cada dos días, “los días de descanso tocan a su fin”, fueron sus últimas palabras.

Russell volvió a Echalar preocupado. Cenó envuelto en aquellos pensamientos, pero una vez en la cama decidió aparcarlos y leer, por fin, a Isabel. Desnudo, tal y como le gustaba dormir, desplegó las cuatro cuartillas de cuidada caligrafía que ella le había enviado esta vez. Una vez más, su contenido no le decepcionó. Isabel sabía vivir el sexo, tanto por escrito como en persona, de manera nueva y original cada vez. E intensa. A la mitad de la primera cuartilla tenía ya una erección digna de un joven de quince años. Terminó a duras penas la lectura de las cuatro cuartillas sin eyacular. Solo hicieron falta un par de movimientos ascendentes y descendentes para que lo hiciera finalmente, con profusión.

Aquella mujer le volvía loco.

 

 

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