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~ Capítulo 24 ~

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~ Capítulo 24 ~

 

 

La mañana del 20 de agosto, Irene se levantó más temprano de lo habitual. Había dormido inquieta y se había despertado al amanecer. Antes de salir hacia la escuela había estado mirando con desolación su pequeño huerto. El día anterior, cuando había vuelto de la escuela, lo había encontrado saqueado. Antes del saqueo apenas quedaba nada comestible, así que quien lo había robado tenía que estar muerto de hambre. Y ella estaba segura de que se trataba de alguien del pueblo. Estaba claro que la situación era desesperada para algunos y, si continuaba la ocupación, aquello solo podía empeorar.

Salió de la casa rumbo a la escuela envuelta en aquellos pensamientos lúgubres, hasta que al llegar a la plaza del pueblo vio una figura en la puerta de la escuela que le sacó de ellos. Por un instante, pensó que se trataba del coronel, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. No tenía su figura ni su cabellera roja. Era un hombre delgado, de pelo castaño y ondulado, muy joven.

Irene echó a correr y, ya en la puerta de la escuela, se abrazó con fuerza a Joanes.

Permanecieron así dos minutos largos, sin entrar. Poco a poco aflojaron el abrazo y se separaron lo justo para mirarse a los ojos y reír. “Non ziñen[11]?” —dijo entonces Irene, riendo y golpeándole suavemente el hombro, en un gesto que era castigo y caricia a la vez.

Joanes tomó aire y, más sereno y formal de lo que ella le había visto nunca, le dijo:

—Goazen barrura eta kontatuko dizut…[12]

Irene asintió. Y en ese momento se dio cuenta de que Joanes había cambiado. Fuera lo que fuera lo que había pasado durante aquellos 20 días, su amigo había dejado de ser un joven despreocupado.

Una vez dentro de la escuela, Joanes le contó que durante su ausencia había estado viviendo con sus primos, en su casa de Sara, y que había estado bien, ya que al otro lado de la frontera el alimento no escaseaba tanto como en Echalar.

—Eta zer egin duzu hainbeste denbora han?[13] —le preguntó ella en cuanto su amigo quedó en silencio.

—Betikoa… badakizu... hango komertzianteekin bildu, jeneroa eskuratu...[14]—Contestó vagamente él.

Irene sospechó, como el último día antes de que partiera, que Joanes callaba algo.

—Eta zergatik ez zara etorri  neri abisatzera?[15]

—Dena soldaduz beterik zegoen,ezinezkoa zen alde batetik bertzera pasatzea[16] —Respondió él, y volvió a callar.

Al oír aquello, Irene ya no tuvo dudas de que su amigo le estaba ocultando algo. Joanes no tenía problemas para moverse por los montes y esconderse de cualquiera. Llevaba toda la vida haciéndolo, conocía todos los recovecos del bosque y los atajos y caminos que no conocía nadie. Estaba claro que no había vuelto por otras razones, y también que no quería contárselas a ella.

—Estebanekin egon naiz —continuó entonces él— ongi dago. Goraintziak bidaltzen dizkizu, eta pakete bat eman dit ere. Zuretzat…[17]

Y le alargó un paquetito, pequeño pero pesado.

A Irene le hubiera gustado abrazar a su maestro como acababa de hacer con su amigo, pero Esteban estaba lejos y no podía volver; por aquella horrible guerra y por tomar partido por uno de los bandos. Y empezaba a sospechar que Joanes estaba tomando el mismo camino que él. Pero decidió no pronunciar en alto aquellos pensamientos. No estaba segura aún. No quería estarlo. Igual todo eran imaginaciones suyas.

Estuvieron un rato hablando hasta que Joanes le dijo que tenía que irse, quería llegar a casa antes de que hubiera jaleo en la calle. Le prometió que volvería en el recreo y salió.

Solo cuando Joanes cerró la puerta tras él se acordó Irene del coronel. Miró el reloj y respiró al comprobar que aún faltaban diez minutos para las ocho. Había estado tan centrada en su amigo, que se había olvidado de la visita inminente de Russell. Un encuentro entre ambos hombres habría sido tenso, por suerte, no había sucedido.

 

********************

 

Lo que Irene no sabía era que el coronel sí había visto a Joanes salir de la escuela. Se había levantado temprano, más de lo que acostumbraba, al igual que le había sucedido a ella. Los acontecimientos y las noticias del día anterior le habían desvelado. Como era demasiado pronto para ir a la escuela, había decidido dar un paseo por los alrededores. El aire limpio de la mañana fue su único acompañante hasta que llegó frente al río Chimista. Entonces la vio pasar.  Iba camino de la escuela, ligera y encantadora. Le gustó ver su figura por detrás. Estaba muy delgada, pero aun así se adivinaban sus formas femeninas. La siguió con la mirada hasta que llegó a la puerta de la escuela, y entonces se fijó en el muchacho que esperaba. Y fue testigo de cómo ella corría hacia él y cómo se fundían ambos en un abrazo que terminó cuando decidieron entrar en la escuela.

La punzada que sintió en las tripas le sorprendió. Era desagradable. Pero fue un segundo nada más, enseguida desapareció para dejar paso a algo parecido al alivio: aquella chica tenía un amante, lo cual facilitaba que él no tuviera nada con ella de ninguna manera.

Se quedó en el lugar, hasta que veinte minutos después vio salir al joven de forma apresurada. Pensó que diez minutos, el tiempo que faltaba para la hora de su visita, era tiempo suficiente para dejar que la maestra se arreglara y tuviera todo en orden para recibirle. Y esperó un poco más.

Cinco minutos después de que el reloj de la parroquia diera las campanadas de las ocho, llamó a la puerta de la escuela. Ella abrió correctamente vestida y peinada, aunque sus ojos brillaban un poco más que el día anterior. Tras cerrar la puerta, ambos se saludaron: “buenos días, Irene”, “buenos días, coronel”, y Gabriel le tendió el paquete en el que iban los víveres de aquel día: un par de litros de leche en una marmita, cuatro manzanas y una rebanada de pan.

Tras el intercambio de víveres hubo unos segundos de silencio.

—He leído el escrito de Olympe de Gouges —empezó él, rompiendo el hielo—. Me ha gustado mucho su estilo directo y afilado.

Irene sonrió al escucharle.

—Estoy de acuerdo en que solo por eso se trata de una obra notable, pero no es el estilo lo que más debería haberle llamado la atención, ¿no cree?

—Por supuesto que no —continuó él— lo más interesante es lo que dice, no cómo lo dice, pero quería empezar por el exterior antes de centrarme en lo importante.

—¿Y qué le ha parecido el “interior”?

—Bueno —contestó Gabriel—, me ha sorprendido. Los escritos revolucionarios tan exaltados como este no se encuentran entre mis favoritos, pero he de decir que me ha hecho repensar algunos temas.

Irene no contestó y se limitó a mirarle con expresión interrogativa.

—En un principio, las propuestas de la señora De Gouges me han parecido un poco extravagantes —continuó él—, por ejemplo, la propuesta de que el acceso a cargos y empleos públicos se produzca según la capacidad y sin tener en cuenta el sexo. Pero, por otro lado, tengo que reconocer que no se limita a lanzarlas sin más, sino que intenta defenderlas con argumentos. No se puede negar, por ejemplo, que es difícil rebatir el siguiente: si las tasas e impuestos no distinguen de sexo, tampoco deberían hacerlo el acceso a cargos y desempeños.

Russell guardó silencio de nuevo, mirando a la muchacha en espera de una respuesta que no llegó, por lo que decidió continuar:

—Pero a pesar del esfuerzo argumentativo, que aprecio, le encuentro demasiados puntos débiles. Por un lado, insiste en que las mujeres tienen las mismas capacidades para manejar los asuntos públicos que los hombres, pero no aporta ninguna prueba que justifique tal afirmación. Por otro lado, nos incluye a todos los hombres en el bando enemigo. Nos hace responsables de todos los males que ha padecido el Ser Humano desde el origen de los tiempos, dando por hecho que si la mujer hubiera tomado parte en el gobierno del mundo el resultado habría sido otro. Otra afirmación carente de pruebas. Y, finalmente, se atreve a afirmar que la mujer no es que sea igual al hombre, sino que le supera. El sexo superior las denomina, ¡casi nada! En definitiva: ideas extremas, pobre argumentación, aunque no nula, lo admito, y demasiada inquina contra quienes debería ganar para su causa. No hay que olvidar que, en la situación actual, somos los varones quienes promulgamos las leyes, y somos, por tanto, nosotros los únicos que podemos cambiarlas. Conociendo cómo se las gastaban Robespierre y sus secuaces no me extraña que la guillotinaran. No lo justifico, solo constato un hecho.

Russell había observado a Irene durante toda su intervención y se había dado cuenta, con cierta diversión, de cómo ella mudaba su expresión inicial de expectación por una de enojo contenido. Era evidente que aquella chica no estaba acostumbrada a que le discutieran sus ideas. También se notaba que estaba haciendo un esfuerzo por disimular su enfado, pero la falta de costumbre en esas lides la delataba.

—Usted dice —empezó ella directa— que hay que probar que la mujer tiene las mismas capacidades que el hombre en estos menesteres, pues yo le conmino a que pruebe lo contrario. Tanta falta de pruebas hay en una afirmación como en la otra. Y no me diga —continuó cortándole el intento de respuesta— que los hechos lo demuestran: es normal que falten mujeres ilustres en los gobiernos y cargos públicos, jamás se nos ha permitido acceder a esos ámbitos. Por tanto, es imposible juzgar si tenemos capacidad o no, y si esta es superior o inferior a la de los varones. Solo hay una forma de comprobarlo: permitirnos utilizarlas, tal y como Olympe propone.

A Russell había pocas cosas que le gustaran más que los combates de esgrima dialéctica, y tenerlos con aquella joven vehemente le estimulaba y divertía especialmente, pero, tras los desencuentros iniciales, la buena relación con la joven maestra aún era muy frágil, así que decidió retirarse de la batalla antes de que ella se enojara de verdad.

—Querida señorita —le respondió con tono suave— hay que reconocer que ha utilizado usted un argumento de peso. Tiene usted razón, soy un ignorante en estos temas, así que estoy dispuesto a aceptar todo lo que usted me diga.

Irene palideció y sus ojos grises se volvieron fuego.

—Señor coronel —respondió con tono acerado— no soy una niña o una persona de pocas luces, así que no me trate usted como si lo fuera. El hecho de que no se haya interesado nunca por estos temas y que esté dispuesto a darme la razón como a los tontos muestra que desprecia la inteligencia de las mujeres. Y, por consiguiente, la mía también. Le ruego, por favor…

Gabriel se alarmó al ver la deriva que acababa de tomar la conversación. Su última frase había sonado demasiado condescendiente y había provocado justo lo contrario de lo que buscaba. Le cortó antes de que ella terminara, temiendo que lo que se avecinaba fuera una nueva despedida con cajas destempladas.

—Le ruego me perdone de nuevo, Irene, no hago más que ofenderla desde que la conozco, tiene usted mucha paciencia conmigo. Me he expresado mal. Realmente respeto a las mujeres, no como mero adorno o como medio para conseguir aplacar los instintos sensuales —al decir esto observó que ella se sonrojaba—. Tengo grandes amigas y me gusta hablar con ellas, de todo, y al mismo nivel que lo hago con mis amigos. Esto es lo que quería decirle: no pongo en duda que sus capacidades están al mismo nivel que el de los varones. En el ámbito privado yo siempre me he percatado de esta igualdad, tal y como le dije ayer. Pero reconozco que hasta ahora no me había planteado que la mujer pudiera ir más allá en el espacio público, eso es lo que me ha desconcertado cuando he leído la Déclaration, y lo que no termino de ver con claridad. Pero leer a De Gouges y hablar con usted me está mostrando que hay temas que debo replantearme. Al igual que me he replanteado llenar el vacío de mi formación por no haber leído hasta ahora nada escrito por una mujer, ya que esta obra de la señora De Gouges ha sido la primera.

—Pues debería usted revisar el concepto que tiene de sí mismo, porque se trata de un vacío incomprensible en una persona que presume de su amor por los libros y su estima hacia las mujeres. —Le cortó ella de improviso, desconcertándole primero y haciéndole soltar una carcajada después.

—Es usted rápida —le dijo sonriendo—. Touché —añadió, mirándola a los ojos y consiguiendo que ella sacara una  sonrisa—. Pero estoy de acuerdo, Irene, ya es hora de llenar ese vacío —continuó—. Si me lo permite, le voy a pedir un favor: que ejerza conmigo de consejera literaria. Podemos instaurar una rutina: yo le traeré comida todos los días y me llevaré a cambio los libros de mujeres que usted considere que debo leer. ¿Qué le parece? —Terminó, sin rastro del tono condescendiente que tanto le había enfadado a ella.

Irene hizo un esfuerzo por reconducir sus emociones. Se daba cuenta de que su enfado había sido excesivo. Le habría gustado mostrarse templada y dueña de sí misma, como se mostraba él siempre, pero la falta de costumbre le había traicionado. Decidió aprovechar el cambio de tono de coronel para cambiar ella el suyo. Y nada mejor que el humor para conseguirlo.

—Bien... hay que rellenar ese vacío, estoy de acuerdo, así que le ayudaré. Pero iremos poco a poco, empezando por lo semejante, para que no le provoque reacciones adversas. Si resiste, podremos pasar a palabras mayores. Le propongo tres lecturas sobre mujeres escritas por tres varones: Condorcet, Feijoo y Campomanes. Al ser hombres, le resultará a usted más fácil entender y asimilar sus ideas.

Se le quedó mirando con expresión solemne, así que a Gabriel le costó unos segundos darse cuenta de lo que ella acababa de hacer. Un brillo en sus ojos la delató: se estaba burlando de él… Aquella joven era un tesoro...

 

********************

 

Unos minutos después, Russell se despidió de Irene con los tres ejemplares bajo el brazo, después de prometerle leerlos para el día siguiente. Una promesa fácil de cumplir, ya que se trataba de obras de poca extensión. De Nicolás de Condorcet, la joven le había dicho que leyera la primera memoria de la obra Cinq mémoires sur l’instruction publique. De Benito Jerónimo Feijoo, debía leer el capítulo XVI de uno de los volúmenes de la obra Teatro crítico universal, el capítulo en cuestión tenía el contundente título de “Defensa de las mujeres”. Y, finalmente, de Pedro Rodríguez de Campomanes, le había pedido que leyera el apartado XVII, titulado “De las ocupaciones mujeriles, a beneficio de las artes”, de la obrita Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento.

Una vez en el exterior, comprobó que no había nadie en la plaza y enseguida su mente se ocupó con la lista de quehaceres pendientes. Aquel día le tocaba revista de tropas después de la reunión con Von Müeller. Pero antes de ponerse a trabajar iría a cabalgar para empezar el día en forma y con la mente clara.

Su plan se vino abajo en cuanto entró por la puerta de Gaztelu. Smith le esperaba nervioso, algo inusual en él. Le dijo que el alcalde se había presentado muy temprano, apenas había salido él, y que llevaba una hora esperándolo. Había llegado alterado, pero la hora de espera le había alterado aún más y no hacía más que dar vueltas de un lado a otro, resoplando y soltando palabras que él no entendía, pero que no parecían amables. Para intentar entretenerlo había hecho llamar al traductor.

—Menos mal que ha llegado —le dijo Smith— estaba empezando a temer por el traductor, ¡parece que se lo va a comer!

Russell sonrió al oír la expresión de su criado y se dirigió a la estancia donde le esperaba el regidor del pueblo. Allí lo encontró, de pie, moviéndose de lado a lado, mientras el soldado traductor se mantenía de pie también, pero parado en una esquina de la habitación. En cuanto el alcalde vio al coronel, cambió la trayectoria de sus pasos y se dirigió directamente hacia él.

—¡Por fin llega usted! —Expresó en castellano con su marcado acento vasco—, ¿dónde se había metido?

Russell se adaptó de inmediato a la dinámica de sus relaciones oficiales. Esperó a que el traductor tradujera las palabras del alcalde sin hacer ningún gesto que mostrara que le había entendido. Aquello, además de favorecer la distancia con los españoles que no le interesaban, le permitía mantener uno de los efectos positivos de las traducciones y es que los traductores, a veces, añadían o quitaban términos que no cambiaban el sentido de las frases pero sí suavizaban el tono. Russell aceptaba el juego y muchas veces lo agradecía, ya que le permitía esquivar conflictos absurdos. Así ocurrió en aquella ocasión, en la que el traductor subsanó la falta de decoro del alcalde añadiendo el “buenos días, coronel” formal y educado que había faltado en sus palabras. Gabriel se quedó con la impresión de la amable traducción, y contestó a la pregunta del alcalde con amabilidad y disculpándose por su tardanza. Esto relajó al regidor, que se enfadaba tan rápido y tan vivamente, como se tranquilizaba cuando veía que se le tenía en cuenta.

Durante los diez minutos que duró la conversación posterior, el alcalde le contó que la situación en el pueblo empezaba a ser insostenible. La falta de víveres había extendido el hambre entre los vecinos. Solo se libraban unos pocos privilegiados. Y el hambre  junto con la suciedad habían traído la enfermedad: la disentería se había cobrado esa misma mañana tres vidas, todas en la misma familia. Pero aquello, le dijo el alcalde, no había hecho más que empezar. Había recibido noticias de que había más de diez personas gravemente enfermas. Ese había sido el detonante de su visita intempestiva, pero no acababan ahí todos los problemas. A la miseria física se le añadía la miseria moral. En el pueblo había dos prostitutas, como ya sabían todos sus soldados, le dijo entristecido. No estaba orgulloso de ello, pero hasta entonces el problema se había reducido a aquellas dos ovejas negras. Sin embargo, sospechaba que más mujeres habían empezado a  prostituirse para buscar alimento. Y había otras que, aunque no lo hacían directamente, se estaban acercando demasiado a los militares, comprometiendo su honor y el de todo el pueblo.

Gabriel pensó en las jóvenes que había visto en la plaza el día anterior y en la jovencita ayudante de la maestra, el alcalde debía  referirse a ellas.

—Nuestro pueblo es católico y decente —continuó el alcalde—, así que nos avergüenza lo que está sucediendo. Y, por desgracia, aunque algunos nos limitamos a persignarnos y rezar para que esto pase lo antes posible, hay quienes se están llenando de rabia. Una rabia dirigida hacia su ejército y hacia esas mujeres. Temo que pueda suceder una desgracia en cualquier momento. Yo intentaré sujetar a los míos, pero si esto sigue así, va a ser difícil. Y ustedes van a sufrir tanto como nosotros.

Gabriel escuchó al alcalde con preocupación. Estaba claro que la situación se les estaba yendo de las manos. Había llegado el momento de tomar cartas en el asunto. Le dijo al alcalde que se reuniría con Von Müeller y entre los dos pensarían alguna medida para mejorar el ambiente. En cuanto decidieran qué hacer, se reuniría de nuevo con él.

 

********************

 

Von Müeller era un hombre hecho para el ejército. Russell no le había visto nunca perder la compostura en situaciones de la vida militar: siempre sabía cómo actuar y siempre acertaba. Pero cuando había problemas en la vida civil, el hombre se desorientaba. Sin rangos ni jerarquías, sin normas estrictas ni rígidos códigos de conducta, se volvía vulnerable como un niño de teta. Como Russell conocía esa dificultad, no se limitó a explicarle el problema, sino que le hizo una propuesta de actuación. Una propuesta improvisada, que se le había ocurrido de camino al alojamiento del germano, pero que enseguida vio que era buena: serviría para aplacar a los habitantes de Echalar y para cumplir la petición de Wellington de acercamiento a la población.

El tema del hambre tenía difícil solución, le dijo Russell a Von Müeller. El alimento era escaso para todos, quitárselo a los soldados para dárselo al pueblo era implanteable: en vez de solucionar el problema lo multiplicaría (los soldados hambrientos eran ingobernables y peligrosos). Pero se le había ocurrido algo que sí podían hacer para el pueblo. En el regimiento de Russell había un médico, además de varios soldados que hacían labores de transporte de heridos y cuidado de enfermos. Otro tanto había en el regimiento de Von Müeller. La idea de Russell era ofrecerle al pueblo los servicios de aquellos hombres mientras permanecieran alojados allí. A tiempo completo. La única condición sería que el servicio se interrumpiría en cuanto se produjera una batalla y los sanitarios fueran necesarios para atender a los soldados.

Von Müeller recibió con entusiasmo la idea. Incluso le vio una ventaja que a Russell no se le había ocurrido: les daba a los soldados implicados una ocupación y evitaba que se mantuvieran ociosos, algo que a Von Müeller le preocupaba especialmente porque consideraba, quizá con razón, que el ocio abría la puerta a la indisciplina y a los comportamientos innobles. Acordaron que Von Müeller se encargaría de organizar los turnos y de controlar que los hombres seleccionados cumplieran el trabajo de manera adecuada, mientras Russell mantendría el contacto con el alcalde.

Russell se puso manos a la obra inmediatamente, recogió a su traductor y se fue en busca del alcalde. Lo encontró en la casa consistorial reunido con una decena de hombres que, en cuanto le vieron, le saludaron con frialdad. A dos de ellos los conocía: uno era el dueño de la casa en la que habían comido, el otro el secretario que también había acudido como comensal. El resto eran desconocidos para él, aunque supuso que se trataría de hombres importantes del pueblo. Pensó que el motivo de aquella reunión sería el mismo que le había llevado al alcalde a primera hora de la mañana a Gaztelu. Por esa razón no se anduvo con rodeos y tomó la palabra tras el saludo de rigor. Empezó pidiéndoles disculpas, se hacía cargo, les dijo, de que la mayor parte de los males que estaba sufriendo el pueblo los estaban provocando ellos. Quería transmitirles su pesar por ello y su intención de paliarlos dentro de lo posible. Esperó a que el traductor transmitiera lo que acababa de decir y observó que sus palabras suavizaron un poco la expresión de algunos, aunque ni uno dejó de estar serio.

Y entonces les dijo lo que su ejército podía hacer por el pueblo.

Hubo un silencio profundo que se prolongó más de un minuto, hasta que uno de los hombres lo rompió. Preguntó si aquellos sanitarios iban a tratar cualquier enfermedad o solo las derivadas de la ocupación. A pesar de no llevarla preparada, Russell supo enseguida cuál debía ser la respuesta. Ayudarles solo con los efectos causados por su llegada no le aportaba nada al pueblo —para eso era mejor que se fueran—, pero ofrecer servicios sanitarios generales sí podía servir para ganar simpatías entre los vecinos. Russell le dijo entonces que, por supuesto, tratarían cualquier dolencia, añadiendo que, en cualquier caso, la ayuda se coordinaría con el médico del pueblo, para evitar entrometerse en su terreno.

Entonces, Miguel Tellechea tomó la palabra y le dijo que en el pueblo no había médico. Pero no solo eso, ni siquiera había lo que en España se denominaba “ministrante”, un tipo de sanitario de nivel inferior que trataba los problemas menos graves de salud.

Había uno que tenía su consulta en Lesaca y que había llegado a un acuerdo con los otros cuatro pueblos de Cinco Villas. Por Echalar pasaba consulta dos días al mes. Miguel le dijo que podían consultarle cuando viniera, pero que iba a ser el primero en mostrarse a favor de la intervención de los médicos del ejército, ya que no solía dar abasto dada la cantidad de gente que esperaba ser atendida, además de que la mayoría de las veces su limitada ciencia no era suficiente para ayudarles. Tener dos médicos para todo el pueblo, como estaba proponiendo Russell, era un sueño, por eso, añadió, agradecía la propuesta y, como alcalde, la aceptaba.

El resto de hombres aceptó sin fisuras lo que su alcalde acababa de decir. Russell había tenido un aliado inesperado: la deficiente sanidad española, que había hecho más fácil y más efectivo su plan inicial. A partir de ese momento, la tensión que había presidido la reunión se relajó, y los hombres comenzaron a interrogarle sobre cómo, dónde y cuándo empezaría a funcionar aquel servicio. Russell tomó aire antes de responder. Le habría gustado organizarlo con tiempo, pero sabía que la medida debía aplicarse de  inmediato. Además, en cualquier momento surgirían batallas que echarían todo el plan por tierra.

—Mañana mismo, en horario de mañana, de diez a dos, y así todos los días de la semana, excepto los domingos en los que todos debemos descansar —dijo del tirón—. Y se atenderá a todo aquel que lo requiera, respetando el orden de llegada. El lugar no me corresponde a mí elegirlo, será el señor alcalde quien lo determine —añadió mirando a Miguel Tellechea y provocando que la atención de todos los hombres se centrara en el regidor.

—Será aquí mismo —dijo el alcalde—. En la trasera del ayuntamiento hay un edificio en el que se suelen guardar carros y utensilios que no se utilizan, les diré a los alguaciles que lo limpien ahora mismo, para tenerlo listo mañana. Habilitaremos dos mesas en cada extremo, para que los médicos puedan pasar consulta por separado, así se atenderá a más personas a la vez.

Tras el anuncio del alcalde, se dio por terminada la reunión. Los hombres volvieron a sus quehaceres, más tranquilos, y dejaron solos al traductor, Russell y el alcalde. En ese momento, Russell se dio cuenta de que Tellechea no estaba tan contento como había dado a entender ante sus convecinos.

—A mí no me engaña usted —le dijo de sopetón— los ha engatusado por hoy, pero no será por mucho tiempo. No ha solucionado lo fundamental: la falta de alimento y la podredumbre moral que se está extendiendo por el pueblo... Acepto su propuesta porque sirve para calmar a mi gente, pero le aseguro que el efecto será momentáneo, el hedor de sus desmanes no se va a tapar con eso.

Aparte de su padre, nadie le había hablado nunca de aquella manera. Pero Russell mantuvo la calma y esperó a que el traductor adaptara, suavizándola, la dura perorata del alcalde. No le convenía tener un enfrentamiento con aquel hombre, entre otras cosas porque suponía ir contra las órdenes de Wellington. Así que se tragó su orgullo y respondió, escuetamente, pero con ánimo de contemporizar, que seguiría pensando cómo hacerles su presencia menos gravosa. La respuesta amistosa del coronel sirvió para que el alcalde bajara un poco el tono. Acordaron que a partir de ese día Russell le visitaría diariamente para analizar la situación juntos, y se despidieron hasta la tarde.

Russell se fue tenso, pero satisfecho consigo mismo. Había ejercitado el autocontrol y había conseguido tranquilizar los ánimos. Aunque no olvidaba las duras palabras del alcalde y sabía que se trataba de una tregua.

Al llegar a Gaztelu, Smith le anunció que, de nuevo, había alguien esperándolo. Esta vez se trataba de su amigo Daniel Cadoux. La alegría que sintió en un primer momento se ensombreció cuando lo vio cara a cara. Algo le pasaba. Sin embargo, cuando le preguntó qué le traía a aquellas horas tan tempranas y si se encontraba bien, Daniel hizo un gesto con la mano, como apartando físicamente la pregunta, y contestó con una sonrisa triste que había decidido pasar la mañana cabalgando y charlando con su buen amigo. Nada más.

Russell le conocía lo suficiente como para saber que siempre que eludía ese tipo de preguntas era porque había tenido algún conflicto amoroso. Supuso que la causa de su disgusto sería su amante en aquel momento, un sargento de su regimiento llamado Robert. Un vividor, golfo y poco de fiar, que estaba con él por interés, pero por el que Daniel bebía los vientos. Respecto a los otros ámbitos de su vida, Daniel no tenía secretos con él, sin embargo, jamás le hablaba de su vida amorosa. Russell respetaba su silencio en este tema e, internamente, lo agradecía, ya que le evitaba hablar de un tema espinoso, sobre el que no tenía prejuicios en contra (¿qué le importaba a él lo que cada cual hiciese con su cuerpo y sus afectos?), pero sobre el que prefería no expresarse públicamente. Sin embargo, en momentos como aquel, le apenaba no ayudar a su amigo a desahogarse. Para tranquilizar su mala conciencia se decía a sí mismo que, al fin y al cabo, también le ayudaba con su conversación y sus paseos.

Por desgracia, con todo lo que tenía que organizar, aquel día no podía dedicarle más que unos minutos. Daniel aceptó de buen grado la situación y le dijo que entonces iría a cabalgar solo. Se despidieron con un abrazo corto e intenso y con la promesa de encontrarse de nuevo cuando los acontecimientos se tranquilizaran. Russell partió a las posiciones de sus hombres en los montes y Cadoux volvió cabalgando a Vera. Nada extraño en principio, pero si alguien se hubiera fijado, habría observado que el hombre del uniforme verde cabalgaba de forma demasiado arriesgada.

 

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