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~ Capítulo 25 ~

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~ Capítulo 25 ~

 

 

En cuanto Daniel Cadoux partió, Russell se dirigió a lo alto del puerto para hacer la revista de tropas. Tenía que  comunicarles a sus hombres que en breve habría movimientos y batallas. Aprovechó para hablar de los problemas en el pueblo. Fue un discurso general, sin mencionar lo que le había contado el alcalde. Solo habló de la importancia de ser respetuosos con la población que les acogía y de lo esencial que era tenerlos de su parte.

Había que saber dónde tensar la cuerda y dónde aflojar; Russell conocía bien qué pensaban y cómo se comportaban los soldados en guerra y sabía que algunas de las actitudes mencionadas por el alcalde no se podían prohibir expresamente. La relación sensual con las mujeres autóctonas (y con los hombres en algunos casos), siempre que fuera consentida por ambas partes, era aceptada en todos los ejércitos; no solo eso, era beneficiosa, ya que liberaba tensiones. La población autóctona no lo vivía igual, tal y como le había transmitido el alcalde, pero Russell se negaba a prohibirles a sus hombres ese tipo de relaciones, ya que hacerlo traía más perjuicios que ventajas. Otro tanto sucedía con los hurtos. Era inevitable que algunos soldados se apropiaran de lo que no era suyo en los lugares donde paraban. Pero él no podía prohibir estos actos explícitamente. Sus hombres también sufrían por el alimento, no siempre por la cantidad, pero sí por la variedad y la calidad. Tenía muy claro que no podía mandar a un grupo de hombres a morir, ofreciéndoles a cambio coles y pan seco. Así que con aquel discurso, Russell no esperaba acabar con ese tipo de actos, pero sí quería que los soldados tuvieran presente que el malestar de la población les podía afectar a ellos, para que, aunque los hurtos y los amoríos no desaparecieran, estos se llevaran a cabo de la manera más discreta posible.

Tras la revista, tuvo una reunión algo más desagradable con el médico de su batallón. Aquel hombre era capaz de estar 24 horas seguidas sin parar de trabajar tras las batallas, y de hacerlo con profesionalidad y abnegación, luchando por la vida de cada uno de los soldados como si fuera la suya propia, pero en momentos de calma se convertía en otra persona. Era capaz de emborracharse sin descanso, un día tras otro, de pasar horas y horas en timbas de cartas interminables, en las que dilapidaba el salario semanal recién cobrado, para emborracharse de nuevo hasta cobrar el siguiente. No conocía a nadie a quien permanecer ocioso le hiciera tanto mal y estar ocupado tanto bien. Desde ese punto de vista, lo que iba a pedirle iba a ser bueno para él, aunque Russell sospechaba que su primera reacción no iba a ser muy entusiasta.

Efectivamente, el médico mostró su absoluta disconformidad con el plan:

—¡No soy el matasanos de ningún pueblucho, soy médico del ejército! —le contestó airado.

Por suerte, Russell contaba con un arma infalible para cortar aquellos conatos de conflicto:

—Así es —le dijo— trabaja usted para el ejército, yo soy su superior y esto es una orden.

El hombre, sin disimular su enfado, se cuadró y contestó con un “¡A sus órdenes, mi coronel!” más alto de lo apropiado, pero suficiente para Russell. Y ahí acabó todo. En esos momentos, pensó Russell, trabajar en el ejército era una bendición.

Siguiendo las últimas órdenes de Wellington, tuvo después una reunión con sus geógrafos y traductores. Esta fue más distendida y productiva que la que había tenido con el médico. A pesar del poco interés que había mostrado él hasta entonces, aquellos hombres habían hecho bien su trabajo, así que le ofrecieron información interesante para llevarle a Welleslley a la siguiente reunión. Se veía, además, que estaban encantados de que su coronel les hiciera caso al fin. Al despedirse, acordaron reunirse a diario.

Dejó para la tarde la reunión más difícil, la que tenía que tener de nuevo con el alcalde. Había estado dándole vueltas a la última conversación que habían mantenido y se le había ocurrido un plan para neutralizarlo. Creía que había encontrado su punto débil. Miguel Tellechea estaba acostumbrado a ser el dueño y señor de Echalar, pero desde que habían llegado ellos, había sido relegado y había perdido poder. Y, sobre todo, su imagen se había debilitado ante sus convecinos. Tenía que ofrecerle algo que le hiciera creer (y parecer) que seguía siendo quien mandaba en el pueblo. Convenció a Von Müeller de la necesidad de que él también acudiera a esa reunión, y le pidió que lo hiciera, al igual que él, con sus mejores galas. Russell supo que había acertado nada más ver la cara del alcalde cuando los recibió. Ver a los cuatro hombres uniformados —los dos coroneles junto con sus respectivos traductores— con todas sus medallas y charreteras sobre el uniforme, y verles cuadrarse ante él, como si se tratara del mismísimo Welleslley, le ablandó la expresión. Cuando Russell y Von Müeller le pidieron permiso para explicarle los planes que tenían, el hombre pareció crecer varios centímetros. A partir de ahí tomó el mando, les condujo a su despacho en el ayuntamiento —su territorio— y les invitó a sentarse en cuatro sillas de madera rústica mientras él se acomodaba en la más grande y de mejor barniz. Y aquello fue suficiente para mostrarse más receptivo que nunca. Oyó atentamente los pasos que habían dado para la organización del consultorio, él, por su parte, les dijo que el anexo del ayuntamiento estaba preparado para recibir a los médicos y a sus ayudantes al día siguiente. También había emitido un bando en el que les comunicaba a los vecinos que a partir de las 10 de la mañana del 21 de agosto todo aquel que quisiera podría ser atendido por los médicos del ejército.

Russell se dio cuenta de que su intuición había funcionado y había sido un acierto acercarse con Von Müeller. A pesar de que tenían el mismo rango, la marcialidad del austríaco le hacía parecer más importante a los ojos del alcalde, hasta el punto de que, al finalizar la reunión, prácticamente solo le miraba a él cuando hablaba. A Russell aquello no solo no le molestó, sino que le hizo gracia. Y le quitó presión. Aunque a partir de entonces iba a tener un trabajo más: convencer a Von Müeller para que acudiera siempre a las reuniones con el regidor.

El día, por tanto, terminó con éxito, pero cuando al anochecer llegó de vuelta a Gaztelu, se sintió cansado. Meterse en la cama con los tres libros que había recogido en la escuela por la  mañana fue una bendición. 

 

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Al día siguiente Russell se despertó contento a pesar de que no había dormido demasiado. La perspectiva de ver a la maestra le alegraba el inicio del día. Justo cuando el reloj daba las 8 campanadas, llegó a la puerta de la escuela con los tres libros bajo el brazo y dos raciones de leche y longanizas, a las que aquel día les había añadido todos los panecillos de su desayuno. Esta vez, la puerta se abrió antes de que la tocara siquiera. Irene, sonriente, le invitó a pasar, le señaló una mesa para que colocara los alimentos y empezó a hablar; estaba expectante y se le notaba.

—¿Qué le han parecido los libros? ¿Los ha leído? —le preguntó en orden inverso al que debería.

Gabriel sonrió. Le dijo que sí, que los había leído y le habían gustado. Y añadió, sin dejar de sonreír, que gracias a aquellas lecturas estaba aprendiendo mucho sobre un tema del que ignoraba todo unos días atrás, como ella sabía muy bien.

Irene sonrió también, pero eludió entrar en el tema que les había enfrentado el día anterior y le preguntó qué era lo que más le había gustado de cada una de las obras.

Russell sabía muy bien que ella quería que fuera al grano, pero como no podía evitar provocarla un poco, la hizo esperar:

—De Feijoo me gusta mucho su estilo llano y claro, así que he disfrutado con esta lectura como con las que hice en anterioridad. Tiene, además, humor en sus líneas, lo que hace su lectura más agradable.

Esta vez, Irene sujetó su impaciencia. Se mostró de acuerdo con él con un ligero asentimiento y, sin decir nada, continuó mirándole.

—Respecto al contenido —le dijo él al fin— comparte con los otros dos autores, Condorcet y Campomanes, la tesis de que la mujer tiene la misma capacidad de entendimiento que el hombre y que las diferencias se deben a la educación recibida. Además, al contrario que la señora De Gouges, Feijoo aporta gran cantidad de pruebas para defender sus ideas. Supongo que lo hace para responder a los autores que defienden las tesis contrarias. Por cierto —le preguntó entonces, con un brillo divertido en la mirada— ¿Ha leído usted a alguno de esos autores?

—No estoy interesada en hacerme una experta en las tesis contrarias —le contestó seria Irene—, pero he leído lo suficiente para saber quiénes son y qué defienden. Y para saber que no me convencen —se calló un momento antes de continuar—. He leído sobre todo lo que ha escrito la cabeza visible de ese movimiento: Jean Jacques Rousseau. Pero supongo que a ese autor usted sí que le ha leído. Apostaría que profusamente —terminó irónica.

Gabriel asintió divertido, le gustaba que ella se defendiera atacando, pero esta vez fue él el que eludió entrar en combate.

—Lo cierto es que un intercambio de escritos sobre el tema de las mujeres entre Feijoo y Rousseau habría sido digno de leerse. En cualquier caso —continuó—, centrándonos en el discurso de Feijoo, me ha gustado mucho que no se limite a desarrollar ideas sino que pretenda probarlas recurriendo a datos empíricos y científicos. Y debo decirle que todos sus argumentos, tan finamente defendidos, me convencen. El problema es que, a pesar de que usted se enfada cuando se lo digo —dijo mirándola sonriente y con un brillo de simpatía—, yo ya estaba convencido de antemano. Acepto que me faltan argumentos porque me faltan lecturas, —continuó él sin darle tiempo a contestarle— y también que esta falta de lecturas puede ser señal de falta de interés, como me dijo usted ayer, pero, Irene, créame, yo jamás he dudado de que el intelecto femenino esté a la altura del masculino, y no solo eso, sino que siempre lo he buscado y disfrutado. ¿Por qué cree que busco la conversación con usted desde que la conozco?

Nada más decirlo se arrepintió.

Cualquiera de las mujeres con las que se había relacionado hasta entonces habría aprovechado aquella muestra de interés para coquetear con él. Y a él no le habría importado. Pero con Irene no quería mantener ese tipo de relación. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que no había peligro alguno. Ella era diferente. Carecía de la picardía de las mujeres que él conocía y, no solo no aprovechó la ocasión, sino que se mostró azorada y se sonrojó. Todo aquello produjo un momento un poco extraño entre los dos, pero Gabriel lo recondujo retomando la conversación.

—Campomanes —prosiguió— es un autor desconocido en mi país, así que si no llega a ser por usted, nunca lo habría leído. Para mi gusto, se entretiene demasiado en consideraciones geográficas y locales. Me ha parecido menos interesante que Feijoo, al que, por cierto, nombra, pero sí he constatado un progreso en lo que respecta a las propuestas sobre educación femenina, así que supongo que esa es la razón de que me lo haya dado a leer.

Irene asintió, pero no dijo nada, así que Russell continuó:

—Feijoo decía que las mujeres debían recibir educación, pero Campomanes afina el argumento y explica con detalle cómo debería ser esa educación. Su propuesta me parece interesante, sobre todo en lo que respecta a las clases humildes. Involucrar a progenitores y autoridades religiosas y civiles en la labor de conseguir que las jóvenes españolas aprendan a leer es una buena idea. También lo es contar con buenas maestras y que estas perciban un jornal. Sé que es una buena idea porque en Escocia, mi lugar de nacimiento, es algo generalizado, como le dije el otro día, pero siento decirle que en la España que he conocido yo es una utopía. Han pasado casi cuarenta años desde que el señor Campomanes escribió estas propuestas y —la miró fijamente— es usted la primera maestra que pueda llamarse así que he conocido, y le aseguro que he recorrido una buena parte de la geografía española.

Irene asintió y le contestó:

—Yo no conozco otros lugares, pero sé que es así por lo que he leído.

—Pero lo más sorprendente en usted —continuó el coronel— es que no instruye solo a las niñas, sino que también lo hace con los niños. ¡Esto es singular hasta en mi país! —Añadió con admiración—. Al leer a Condorcet, he visto que él ya propuso una reforma educativa en la que niños y niñas recibieran juntos la misma instrucción. Después de leerlo, se me ha ocurrido pensar si no será usted seguidora del pensador francés, y este pequeño pueblo de frontera, el experimento de aquello que aquel hombre soñó implantar en toda Francia.

Irene sonrió ampliamente. No podía ocultar el orgullo que sentía al escuchar en boca ajena la excepcionalidad de lo que estaba haciendo, pero tuvo que quitarle a Russell la idea de la cabeza, porque la realidad era mucho menos épica.

—Mi trabajo en la escuela es el resultado de circunstancias excepcionales, junto con el hecho de que este sea un pueblo aislado que no interesa a nadie. En cualquier otro lugar, las autoridades no lo habrían permitido. Pero debo decirle que el caldo de cultivo sí estaba en mí, porque había leído a Condorcet, así que cuando se ha dado la oportunidad no me ha temblado el pulso —dijo con orgullo—. De todas formas, sé que es algo pasajero. Cuando vuelva la paz, seguiré instruyendo solo a las niñas, lo cual, dicho sea de paso, ya es un progreso. Me quedaré, de todas formas, con el orgullo de haber llevado a cabo una idea revolucionaria y con el conocimiento interno de que ha sido buena.

Gabriel escuchó con una sonrisa el discurso de Irene, ya que así era como había sonado. Podía imaginar a aquella chica subida en un estrado, defendiendo sus ideas ante quien hiciera falta. Y estaba seguro de que convencería a muchos, como estaba haciendo con él. Pero se alegró internamente de que aquel espectáculo estuviera siendo solo para sus ojos. Fuera de aquellas cuatro paredes, aquellas ideas podían ser peligrosas, el mismo Condorcet había sido condenado a muerte poco después de escribirlas.

Russell miró entonces el reloj y se dio cuenta de que habían consumido casi todo el tiempo que tenían, debían despedirse ya, aunque antes debían acordar cuál sería la lectura que se llevaría a Gaztelu para los días siguientes:

—¿Qué me propone después de estos autores?

—Dos mujeres españolas —contestó ella rauda, dejando claro que lo tenía pensado de antemano—: Josefa Amar y Borbón e Inés Joyes y Blake. Iremos de una en una y empezaremos por la señora Amar y su “Discurso en defensa del talento de las mujeres y de su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres”.

Russell aceptó sin discusión.

—Debe saber —le dijo él después— que ya he encargado el ejemplar de Mary Wollstonecraft que me pidió, y espero que llegue en el próximo envío que reciba de Inglaterra. He pedido dos copias, una para usted y otra para mí, así podremos leerlo a la vez.

La expresión de alegría de ella le hizo sonreír. Reconocía lo que estaba sintiendo, era lo mismo que sentía él cada vez que tenía acceso a una obra que llevaba tiempo buscando.

Después de recoger el ejemplar de la escritora española, Russell se despidió y salió de la escuela rápido, tras comprobar que no había nadie a la vista. Cuando enfiló el camino hacia Gaztelu, se fijó en algo inusual al lado del ayuntamiento: un grupo de personas formaba una larga cola. Enseguida comprobó, atónito, que estaban esperando a que abriera la nueva consulta médica. Faltaba más de una hora para que aquello ocurriera, pero ya había más de cincuenta vecinos esperando.

 

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El resto del día transcurrió para Russell dentro de lo previsto. Después de la revista de tropas, partió hacia Lesaca junto con Von Müeller y los capitanes. El centro del pueblo seguía lleno de suciedad y se veían hombres indispuestos en cualquier lugar, pero ya no le causó tanta impresión como la vez anterior: había dejado de  ser una novedad. Esta vez se fijó en aspectos más amables. Era un pueblo bonito, estaba seguro de que antes de su llegada había sido un lugar perfecto para vivir, y esperaba que cuando ellos se marcharan volviera a serlo. Si quedaba alguien vivo, claro. No tuvo más remedio que darle la razón internamente a Miguel Tellechea, aunque pensaba guardarse aquellos pensamientos para sí mismo.

En el lugar de reunión les esperaba de nuevo todo el Estado Mayor. Estaba también el coronel Skerrett, el superior de Daniel Cadoux, un hombre que a Gabriel le desagradaba, ya que lo veía más interesado en medrar en las altas esferas que en dirigir a sus tropas. La reunión siguió el mismo patrón que la anterior: cada mando informó por turnos sobre la situación de sus hombres y de su zona. A Wellington le interesaba recabar datos sobre movimientos extraños en las zonas limítrofes con Francia, por eso Russell tuvo que hacer frente a un largo interrogatorio. Pero esta vez iba bien informado. Le comunicó a Welleslley que los últimos días sus hombres habían apreciado movimiento de tropas francesas hacia el pueblo francés de Ainhoa, donde Soult había establecido su cuartel general. Todo parecía indicar que el mariscal galo estaba haciendo acopio de fuerzas. También le informó sobre lo sucedido las últimas horas en Echalar, tanto el enfado de vecinos y alcalde, como su solución de urgencia. Al principio Welleslley escuchó la idea del dispensario médico con reticencia, ya que desviaba recursos del ejército, pero cuando entendió que aquella maniobra podía calmar a la población, sin perjuicio entre sus hombres, la aceptó. Y, enseguida, le vio una ventaja mayor. Se quedó un momento callado, reflexivo, y tras hacer un gesto casi imperceptible de asentimiento, comenzó a hablar, como si lo hiciera para sí mismo:

—Echalar es una plaza estratégica. Nuestros regimientos en lo alto del puerto cubren una buena parte de la frontera. Al otro lado, además, hay varios pueblos con los que los habitantes de Echalar se relacionan habitualmente. Es lo mismo que sucede en Vera, pero allí lo tenemos más difícil, ya que el pueblo se encuentra dividido entre nuestras fuerzas y las francesas. En Echalar, sin embargo, estamos solos. Por lo que parece, tenemos, además, un regidor que tiene peso en el pueblo y, al mismo tiempo, es sensible al trato con el poder.

Tras otro momento de silencio, miró a Von Müeller y Russell y, dirigiéndose directamente a ellos, añadió:

—Utilizaremos eso. Yo ejerceré de cebo, pero ustedes tendrán que estar atentos a pescar después. Organícenme una comida para mañana. Iré junto con algunos coroneles —y miró alrededor sin fijar la vista en nadie—. Inviten al alcalde, por supuesto. Tenemos que poner a ese hombre de nuestro lado porque nos puede dar mucha información. E inviten a todo aquel que crean que puede favorecernos los próximos días. Yo me encargaré de engatusar a quien haga falta, pero ustedes deberán recoger la cosecha tras nuestra partida. ¡Ah! —Terminó—, y no es estrictamente necesario, pero agradecería que hubiera alguna mujer bella.

Y sonrió abiertamente.

Ambos coroneles asintieron, no les quedaba otra, aunque cada uno tenía sus objeciones que, por supuesto, callaron. Von Müeller se resignó a pasar otra velada insufrible y Russell empezó a devanarse los sesos pensando cómo organizar en tan poco tiempo una comida al gusto de su Mariscal. Welleslley no tenía ni idea de lo difícil que era aquello en un pueblo como Echalar.

Después de aquello, Welleslley volvió a dirigirse a todos los presentes y les comunicó los planes para los días siguientes. Les dijo que el día anterior había tomado la decisión de iniciar el asalto a San Sebastián en breve. A pesar de que era un general defensivo, a Russell no le sorprendió este cambio de estrategia. Tal y como el mismo general les había contado en la anterior reunión, llevaban demasiado tiempo en compás de espera y la opinión pública británica pedía nuevas acciones y nuevos éxitos. Después de comunicarles aquello y de acordar reunirse de nuevo dos días después, Welleslley dio por terminada la reunión.

Russell y Von Müeller llegaron a Echalar a las cinco de la tarde y, sin descansar, fueron a reunirse con Miguel Tellechea para hablar de la comida del día siguiente. Por el camino habían decidido que lo más fácil iba a ser acudir directamente al alcalde, ya que ellos se sentían incapaces de organizar nada en aquel lugar. Miguel aceptó la propuesta serio y controlado, pero no pudo ocultar del todo la satisfacción que le produjo saber que el mismísimo Duque de Ciudad Rodrigo iba a comer con él. Les dijo que se ocuparía de organizar todo y que les avisaría con tiempo de los detalles. Ninguno de los dos coroneles se atrevió a decirle nada sobre la conveniencia de que hubiera mujeres y, menos aún, de que estas fueran guapas. Dada la sensibilidad del alcalde, y de todo el pueblo, con ese tema, pensaron que era preferible una pequeña decepción para Welleslley que terminar de estropear la relación con Tellechea.

Una hora después supieron por boca de un alguacil que todo estaba organizado para el día siguiente a las dos de la tarde, en el mismo lugar que la vez anterior. Ya solo quedó enviar un mensajero a Welleslley. A partir de ahí los dos coroneles se quedaron tranquilos y se desentendieron del tema.

 

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Sin embargo, en el pueblo ocurrió exactamente lo contrario. A medida que la noticia de la visita de Wellington fue llegando a oídos de la gente, el nerviosismo y la excitación se extendieron como una ola.

Después de despedirse de los dos coroneles, Miguel se había dirigido a casa de Bernardo y Mayí, ya que desde el principio había pensado en ellos para ser los anfitriones. Mayí, entusiasmada, durante más de un minuto solo fue capaz de decir, “Wellington nire etxean… ¡¡¡¡nire etxean!!!![18], mientras se movía como un pollo sin cabeza por la habitación.

En cuanto Miguel salió de la casa, tranquilo por haber dejado el tema en otras manos, Mayí empezó a organizarlo todo. Pasó un buen rato haciendo la lista de invitados. Por parte de los militares daba por segura la presencia de los mandos de Echalar, pero suponía que Wellington vendría acompañado por otros mandos de Lesaca, así que, por parte del pueblo, además de mantener a los mismos invitados de la comida anterior, tendría que añadir invitados para que hubiera equilibrio entre vecinos y visitantes. Tuvo tentaciones de continuar siendo la única fémina, pero se dio cuenta de que con tanta gente, su estrategia iba a quedar en evidencia, así que, a regañadientes, decidió invitar a alguna mujer más. Se decidió por Juan Echeverría y su mujer: eran huraños pero ricos, así que no deslucirían la mesa. Para terminar, incorporó a la lista al ama del párroco. Hablaba demasiado, pero controlaría al párroco y, por otra parte, su elevada edad y su falta de atractivo harían que la reina de la fiesta continuara siendo ella. Lo último que hizo fue buscar criados para aquel día. Dada la necesidad que había en el pueblo, tardó menos de media hora en encontrar a cinco personas dispuestas a trabajar a cambio de lo poco que les iba a dar. Tras cerrar todos los preparativos, pasó el resto del día fantaseando sobre el día siguiente y sobre cómo iba a conseguir la atención de aquellos hombres importantes que, seguro, iban a salir de su casa pensando que nunca habían tenido una anfitriona mejor.

Las personas contratadas por Mayí terminaron de extender la noticia, y para las siete de la tarde apenas quedaba nadie en el pueblo que no supiera que el general de las tropas aliadas les iba a visitar al día siguiente.

 

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La última persona que se enteró fue Irene. Había pasado todo el día sin moverse de la escuela, hasta que salió poco después de las seis de la tarde. Había llegado a casa a plena luz del día, después de cruzarse con varios vecinos, pero sin detenerse a hablar con ellos. Absorta en sus pensamientos ni siquiera se fijó en que había más movimiento que otros días. Llevaba bajo el brazo un ejemplar de la Apología de las mujeres de Inés Joyes, la obra que quería dar a leer a Russell después de la de Josefa Amar. Releerla y preparar la conversación con él al día siguiente era lo único en lo que pensaba. Ya se atrevía a reconocerse a sí misma que las visitas de Russell y su conversación le gustaban. Se decía que era un sustituto de su maestro, un par intelectual. Le gustaba también la sutil pelea dialéctica que se daba entre ellos (aunque Gabriel nunca habría calificado de “sutiles” los envites de Irene).

En cuanto llegó a la casa se encerró en la cocina, abrió el libro sobre la mesa y se dejó absorber por las palabras escritas. Una hora después, un silbido conocido le hizo levantar la cabeza mientras su corazón daba un vuelco. Aquella era la forma que utilizaba Joanes para llamarla. Abrió la puerta y allí estaba su amigo, mirándola sonriente.

Él jamás había ido a verla a casa. A lo más que había llegado era a acompañarla hasta el final del camino que llevaba a ella. La casa era un territorio íntimo en el que un chico no podía entrar, y, menos aún, si la chica vivía sola, como le ocurría a ella. A pesar de la relación tan estrecha que tenían y de lo poco convencional que era Irene, cumplían a rajatabla aquella norma social. Que Joanes estuviera allí, rompiéndola, era algo excepcional. También fue excepcional la petición que le hizo él:

—Irene, utzi pasatzen[19].

Si quedarse en la puerta de la casa suponía romper una norma, entrar estando ella sola era un escándalo. Pero estaban en guerra y las convenciones se rompían todos los días, y él era Joanes, su amigo. Por eso se apartó, le dejó pasar y cerró la puerta tras él.

Joanes se dirigió directamente a la cocina y se sentó en una silla al revés, con el respaldo contra su pecho, como ella había visto hacer a los hombres en la taberna. Se le veía más cómodo que a ella. En ese momento, Irene  pensó que Joanes ya había estado antes en aquella cocina, en la misma postura. Aquella familiaridad, además, encajaba con la estrecha relación que parecían haber desarrollado maestro y alumno desde que Esteban había huido a Francia. Joanes era, de hecho, el único habitante del pueblo que mantenía contacto con él. Más que ella misma. Le dio tiempo a pensar que nunca había sabido en realidad qué tipo de relación mantenían los dos, lo cual le hizo ver bajo una luz distinta a los dos hombres de su vida: quizá no lo habían hecho deliberadamente, pero le habían ocultado algo.

La mente de Joanes, sin embargo, estaba lejos de los pensamientos que le preocupaban a ella. Empezó a hablar atropelladamente, haciendo que Irene tuviera que esforzarse para entenderle. Hablaba todo el rato de alguien a quien denominaba “Zerri hori[20]”. En un primer momento, Irene pensó que se refería a Mayí, a pesar de que el apelativo le parecía demasiado duro incluso para ella, pero pronto se dio cuenta de que se refería a otra persona, a alguien a quien Mayí iba a invitar a comer. “Sorginak kriston bazkaria prestatuko dio zerri horri[21]”, repetía una y otra vez. Pero..., ¿de quién hablaba? Irene consiguió hacer callar a su amigo para decirle que no le entendía. Y Joanes tomó aire y le contó todo. Así fue como Irene se enteró, por fin, de lo que ocurriría en el pueblo al día siguiente. De la comida que se daría en casa de Joanes, con Mayí como anfitriona, y de quiénes serían los invitados: el gran general Wellington, parte de su plana mayor, el alcalde... ¡y sus abuelos! Pero no tuvo tiempo para preguntar más, ya que Joanes seguía con su perorata exaltada.

El caso es que, por alguna razón que a ella se le escapaba, a pesar del rechazo que sentía hacia los británicos, Joanes había hecho todo lo posible para estar en aquella comida. Al final, tras una bronca con su cuñada y la posterior intervención apaciguadora de su hermano, lo había conseguido, pero no como comensal, sino como criado. Mayí había aceptado a regañadientes que Joanes sirviera los platos a los invitados. Le había dicho, eso sí, que debía permanecer callado y que cualquier movimiento que arruinara la comida le valdría sacarlo de “su” casa para siempre.

Irene escuchaba, perpleja, por un lado el inusitado interés de su amigo por estar con una gente que odiaba y, por otro, que hubiera aceptado aquellas condiciones de Mayí y se las contara más contento que enfadado. Hacía un mes nada más, la actuación de su cuñada le habría puesto en pie de guerra y, de repente, todo era válido con tal de conseguir ser testigo de aquella comida. Era, de todas formas, tan vertiginoso el ritmo que le estaba dando Joanes a la conversación, que Irene no tenía tiempo de contrastar una información extraña cuando ya se encontraba frente a otra. Eso fue  lo que ocurrió cuando le oyó decir:

—Eta pentsatu dut zuk ere joan behar duzula[22].

Irene abrió los ojos como platos y solo atinó a decir “Joan? Nora?[23]”. Cuando Joanes le respondió: “Bazkarira[24]”. Solo pudo contestarle, vacilante: zer!!??[25].

Joanes, sin embargo, continuó como si no la hubiera oído:

—Nahi dut neri itzultzea ingeles horiek esaten dutena. Pentsatu dut zure atatxik hor daudenez errexagoa izanen dela zu gonbidatuta izatea. Hitz egin dezakezu zure atatxirekin. Eta hori ateratzen ez bada, badago azken aukera bat: zerbitzari izatea, ni bezala. Mayí kexatuko da, baina lortuko dut onartzea…[26].

Estaba ocurriendo todo tan aprisa que era difícil asimilarlo, sin embargo, una idea fue abriéndose paso en la mente de Irene: Joanes era un espía. Llevaba tiempo sospechando que las desapariciones de su amigo, la estrecha relación al otro lado de la frontera con Esteban y, sobre todo, el cambio que había notado en él, eran señales de que había tomado partido en aquella guerra y lo había hecho por los franceses. No sabía en qué momento había dejado de ser indiferente a cualquier ideología que no fueran su pueblo y su gente y se había posicionado a favor de uno de los bandos, pero calculaba que había sido tras la huida de Esteban. Ahí es cuando ella había empezado a notar el cambio.

Y en aquel momento se le hizo claro que el responsable de todo aquello tenía que ser Esteban. Sí, pensó, la relación entre ambos debía haber sido más estrecha de lo que ella había supuesto hasta entonces. ¿Por qué, si no, se había metido un joven alegre y despreocupado como Joanes en un asunto como aquel, que no casaba ni con su naturaleza ni con sus ideales sencillos de chico de pueblo? La única respuesta posible era que lo había hecho por afecto intenso y lealtad. Sí, todo empezaba a encajar...

Y, de repente, se sorprendió sintiendo algo que nunca pensó que podría sentir: rabia. Hacia Esteban. Joanes era un espíritu apasionado, pero ingenuo, el maestro, sin embargo, era inteligente y frío. Sabía lo que hacía y dónde estaba metiendo a Joanes. Por primera vez, la imagen idealizada de su maestro se tambaleó en su mente. En ese momento, estuvo a punto de abrazar a su amigo y de decirle que lo dejara, que aquello no era para ellos. Pero Joanes seguía con su perorata, ajeno a lo que ella acababa de descubrir. Y entonces Irene se dio cuenta de que la situación era peor aún. Esteban estaba utilizando a Joanes, pero eso mismo era lo que Joanes quería hacer con ella. Su amigo había dejado de verla y la estaba tratando como un medio para conseguir algo. Hasta el punto de pedirle incluso que hablara con su abuelo, aun sabiendo el daño que eso le iba a producir. Darse cuenta de aquello le dio fuerzas para cortarle:

—Ez naiz joanen, inolaz ere[27].

Joanes calló de repente y la miró extrañado. Aquel tono no era el habitual en ella “Nola?[28]”, fue lo único capaz de articular.

Irene estaba dolida, pero necesitaba tiempo para analizar lo sucedido y buscar soluciones. Además, no quería enfadarse con Joanes, sino recuperarlo, así que decidió no precipitarse en aquel momento, callarse su desilusión y las razones profundas por las que se negaba a ir a la comida y darle otras dos razones que evitaran un conflicto. La primera, que el inglés que ella sabía no servía para lo que él quería: se arreglaba para entenderlo por escrito, pero no entendía ni una palabra cuando era hablado. La segunda se la podría haber ahorrado, de hecho, a la vista de lo que sucedió después, es lo que debería haber hecho, pero el caso es que la soltó sin pensarlo mucho. Y, después, se desató la tormenta:

—Koronel ilegorri horrek ezagutzen nau, badaki ingles pixkat dakidala. Bazkarira joango banintz susmagarria izango litzateke[29].

Nada más empezar a hablar vio que el semblante de Joanes cambiaba: sus ojos se volvieron de acero, mientras la piel de su rostro adquirió una tonalidad rojiza. En cuanto ella dijo la última palabra, él empezó a hablar airado. Le dijo, de muy malos modos, cosas que Irene jamás habría pensado que oiría de su boca. Las frases despectivas, cargadas de rabia, se fueron sucediendo de forma que apenas asimilaba una, llegaba otra más fuerte; y otra; y otra más. En ese momento, el enfado que ella había sentido unos minutos antes se diluyó del todo y una enorme tristeza la embargó. La persona que más quería la estaba hiriendo sin contemplaciones. Le escuchó sin decir nada hasta que él terminó de gritarle, le dio la espalda y se alejó rápido, casi corriendo, como empujado por la rabia que se había apoderado de él.

Ella se quedó paralizada ante la puerta abierta. No recordaba todo lo que su amigo le había dicho porque borró los insultos, pero se quedó con el fondo y con la rabia y el desprecio que le había transmitido. En definitiva, Joanes le había dicho que, aunque se había negado a creerlo, ella misma acababa de confirmarle lo que estaba en boca de todo el mundo. Que era una vergüenza, que todo el pueblo sabía lo que estaba haciendo con aquel pelirrojo, que la habían visto con las Yndaburu también, que seguramente ellas le habían enseñado lo que se necesitaba saber, que si tenía hambre debería haber aguantado o haber luchado, como hacía él, pero que lo que estaba haciendo era una vergüenza para el pueblo y, sobre todo, para él. Y que jamás se lo perdonaría. Eso le había dicho al final, dos o tres veces…, que jamás se lo perdonaría.

Irene entró en la casa y se sentó de nuevo frente a la mesa de la cocina, apoyó la cabeza sobre ella y la escondió entre sus brazos, como había hecho un mes atrás. Estaba rota por dentro porque temía que iba a ser imposible hablar con Joanes y hacerle ver que nada de lo que le habían dicho era cierto. Aquel pelirrojo no era su amante y las Yndaburu solo le habían ayudado en un momento difícil. Pero conocía a su amigo lo suficiente para saber que no la escucharía. Era todo corazón, para lo bueno y para lo malo. Cuando decidía amar, lo hacía de manera incondicional, pero cuando decidía odiar, también.

Pasó toda la noche en duermevela, angustiada, hasta que amaneció. Cuando se levantó de la cama se sintió algo mejor. La luz del día le hizo ver las cosas desde otra perspectiva. Iba a intentar recuperar la confianza y el cariño de su amigo. Ella no se rendía cuando lo que estaba en juego eran las personas que le importaban. Pensó que debía esperar a que Joanes se tranquilizara y a que lo hiciera ella misma también, y entonces buscar la forma de llegar a él y de hacerle comprender que nada de lo que pensaba era cierto. Lo que no pensó en ningún momento fue cortar la relación con el coronel. De hecho, la perspectiva de verle en pocos minutos fue lo único que consiguió sacarle una sonrisa. La primera desde la visita de Joanes el día anterior.

 

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