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~ Capítulo 26 ~

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~ Capítulo 26 ~

 

 

Cuando Irene llegó a la escuela, estaba algo más tranquila. Preparó la lectura que quería poner a los niños aquel día y se sentó a esperar la llegada del coronel. Después de lo que le había dicho Joanes el día anterior, quedaba claro que alguien le había visto entrar en la escuela y había sacado conclusiones, erróneas, pero que le dejaban a ella y, por extensión, a los niños, en situación peligrosa. Sabía que tenía que hablar con Russell de aquello y que había que replantearse la forma de llevar a cabo aquellas visitas o, incluso, suspenderlas, como habían hecho con las de O’Leary. Pero aquel día no. No tenía fuerzas ni ganas de acabar con lo único que la animaba, así que decidió no decirle nada. Aún. 

La presencia del pelirrojo y su sonrisa le alegraron, pero enseguida quedó claro que aquel día iba a ser diferente. Por un lado, ella no estaba consiguiendo comportarse como los días anteriores. Estaba triste, y esa tristeza impregnaba su forma de moverse y su forma de dirigirse a él. Pero fue él quien hizo que la visita fuera más corta. Le dijo que debido a la visita del General Arthur Welleslley al pueblo, tanto él como el coronel del otro regimiento debían hacer de anfitriones. Por esa razón, aquel día iba a estar poco tiempo con ella y no podrían comentar la lectura del día anterior. “¿Le parece bien posponerlo para mañana?”, le preguntó como si fuera un alumno que estaba negociando el retraso en la entrega de sus tareas. Irene le dijo que no había problema y en su fuero interno pensó que, en realidad, aquello era una bendición, ya que la amabilidad con la que le estaba tratando, tan en contraste con la forma en que la había tratado Joanes el día anterior, casi le había provocado las lágrimas.

A las nueve llegó Gurutze. Pero aquel día Irene no se encontró con su cara sonriente, sino con algo que le hizo soltar una exclamación. La frente de su joven ayudante mostraba una herida grande y fea. Se veía que había tratado de disimularla con el pañuelo que cubría su cabeza, pero era imposible que pasara desapercibida. Tenía varios centímetros de piel enrojecida y tumefacta. En el centro se veía una herida más profunda, la piel y la carne se habían hinchado, y su ojo derecho, el más cercano a la herida, estaba medio cerrado por efecto de la hinchazón.

—Gurutze, zer gertatu zaizu?[30].

Al ver que Gurutze no respondía, Irene repitió la pregunta una segunda y una tercera vez. En ese intervalo de tiempo, observó que, a pesar del calor que hacía, su ayudante llevaba un vestido de manga larga y el cuello del mismo subido. Se le heló la sangre. Aquello le recordó a lo que había sufrido ella un mes atrás. El silencio de Gurutze le dio alas a este pensamiento, pero en vez de pensar en soldados desconocidos, como los que le habían atacado a ella, Irene enseguida pensó en el soldadito inglés. 

—Zer egin dizu ingeles horrek?[31] —le dijo entonces Irene, mientras la miraba alarmada.

La mención al joven hizo que Gurutze respondiera por fin:

—Ez da bera izan, erori egin naiz[32] .

El tono monótono de la muchacha le hizo pensar a Irene que mentía. Sonaba como si lo hubiera estado ensayando. Eso y la excusa tonta de la caída, así, sin dar más explicaciones. Porque cuando ella le preguntó cuándo y dónde, Gurutze volvió a repetir la misma frase, ya sin nombrar al chico: “erori egin naiz[33]”, “erori egin naiz”. Era evidente que había llevado aquella respuesta preparada y no pensaba decir nada más.

Irene vio que no iba a sacarle nada mediante preguntas directas, así que tomó la decisión de averiguar algo por su cuenta. Al día siguiente hablaría con el coronel, le contaría lo sucedido y le pediría que investigara. Si el responsable había sido su criado, le iba a exigir el mismo trato que habían recibido sus atacantes. Le daba igual que Gurutze estuviera enamorada de aquel bruto, lo iba a alejar de ella quisiera o no. Y si habían sido otros soldados, pediría lo mismo. En ningún momento se le ocurrió que la herida de Gurutze la hubiera provocado algo o alguien ajeno al ejército aliado.

 

********************

 

Mientras Irene se metía de lleno en sus quehaceres diarios, Russell se encontraba envuelto en la vorágine de los preparativos de la visita de Welleslley. Tenía la esperanza de que la visita sirviera para lo que había sido planeada: mejorar las relaciones con los autóctonos para recabar información, pero también tenía miedo de que surgiera algún conflicto que él no fuera capaz de prever y que este explotara ante Wellington. Por parte de las tropas no esperaba sorpresas desagradables, tanto él como Von Müeller se estaban encargando de tener a sus hombres en perfecto estado de revista. La presencia del mismo Wellington era, además, una garantía de que su comportamiento iba a ser modélico. No, el problema con aquella comida no era la reacción de la tropa, sino la del pueblo. Ese pueblo aparentemente tranquilo e indiferente a ellos, pero que, tal y como el alcalde le había manifestado, respiraba rechazo y rabia hacia ellos, como un río subterráneo. Y los ríos subterráneos acaban por salir a la superficie en algún momento. Pensar que la visita del general podría ser el detonante que sacara a la luz aquellos sentimientos le tenía a Gabriel intranquilo. Sin embargo, nada podía hacer para evitarlo, así que se concentró en lo que sí estaba en su mano. Realizó una revista completa a toda su tropa en primer lugar. Luego se dirigió con Von Müeller a la alcaldía y se reunieron ambos con el regidor, que estaba vestido con sus mejores galas.

Tellechea trató de disimular su excitación, pero se notaba que estaba deseando recibir al gran general, así que aquel día todo fueron buenas palabras. El dispensario médico había empezado su andadura con muy buen pie, les dijo, varios vecinos habían pasado por la alcaldía para agradecerle el servicio. Luego pasó a hablarles de los últimos preparativos de la comida, “va a ser inolvidable”, dijo orgulloso. Aquella fue una de las pocas veces que hubo complicidad entre Von Müeller y Russell, ya que tras oír aquella última frase del alcalde se miraron un segundo, el tiempo suficiente para confirmarse con la mirada que Tellechea tenía razón: para ambos iba a tratarse de una velada difícil de olvidar… por lo insufrible.

La reunión con el alcalde terminó en el momento en que llegó un mensajero y les anunció que el general y sus acompañantes estaban a punto de llegar. Los tres hombres se dirigieron a la entrada del pueblo a recibir a Wellington.

El resto de la mañana transcurrió sin incidentes. La revista de armas con el general al frente salió perfecta. El día, además, acompañó, y los sables y las charreteras de los uniformes brillaron al sol. El mes que habían pasado sin batallas les había dado a los soldados un lustre especial. Los horrores de la guerra quedaban lejos, los heridos habían sanado o habían sido derivados a algún hospital mayor o a Gran Bretaña. Los muertos estaban enterrados y olvidados en su mayoría. Durante un mes, aquellos hombres no habían tenido otra preocupación que pensar en qué matar el tiempo. Además, el poco dormir y el exceso de alcohol se habían cortado de raíz un día antes, así que Wellington se encontró ante unas tropas limpias y bien dormidas. Y entregadas a él. La revista acabó con un unánime “viva” al general, que se despidió de ellos inflado y satisfecho.

El paseo desde los campamentos al pueblo también transcurrió con normalidad, aunque fue un momento de más tensión para Russell. En el camino desde el puerto, donde se asentaban las tropas, hasta el pueblo, había varios caseríos. Vieron a alguno de sus moradores a lo lejos, pero ninguno se acercó a ver pasar a la comitiva. Así mismo, la mayoría de los campesinos con los que se cruzaron continuaron con sus quehaceres como si no estuvieran viendo a nadie o como si lo que veían fuera algo habitual y, por eso mismo, no mereciera que les apartara de su rutina ni un momento. Pero, precisamente, esa falta de reacción era lo extraño: no era normal que la formación de hombres engalanados hasta el extremo no despertara la curiosidad de aquellas gentes. Estaba seguro de que aquella tranquilidad escondía desprecio, si no animadversión. En cualquier caso, no hubo ningún incidente y, como Wellington no pareció percatarse de lo anormal de la situación, Russell se relajó un poco.

Al llegar al pueblo encontraron un ambiente más acorde con lo que habían vivido en otros lugares de la Península: había más curiosos. De todas formas, si alguien se fijaba con detenimiento, seguía encontrando algo extraño y que llamaba la atención: había ancianos, niños y, sobre todo, mujeres jóvenes, pero no se veía ningún hombre joven. Además, aunque las muchachas mostraban en su rostro entusiasmo y excitación, no se les escuchaba nada, ni un sonido, ni vítores ni saludos, tan comunes en otros lugares. El resto de los curiosos les miraban de manera neutra, con un punto de reserva e, incluso, desconfianza, como quien ve pasar algo nuevo que no sabe exactamente cómo clasificar. A Russell le hubiera gustado ofrecerle a su general un recibimiento mejor, pero en aquel lugar era imposible, de hecho, las cosas estaban saliendo mejor de lo que había pensado y sus peores miedos no se estaban materializando.

Welleslley y sus hombres pasaron tranquilos a lo largo de la calle principal, sin sentirse incómodos por la falta de entusiasmo. Russell pensó que debían estar tan acostumbrados como él a la forma de reaccionar de aquellas gentes, al fin y al cabo, Lesaca no podía ser muy diferente de Echalar.

Cuando ya estaban llegando a casa de los anfitriones, Russell vio algo que le alarmó más. Un grupo de jóvenes varones observaba el paso de la comitiva desde una pequeña bocacalle. No eran muchos, pero llamaban la atención precisamente por su ausencia en las calles hasta entonces. Estaban en silencio, y así se mantuvieron mientras observaron pasar a toda la comitiva. No hicieron nada, no alzaron sus voces, pero sus miradas transmitían  odio.

Russell miró un segundo a Wellington y entonces vio cómo  también se daba cuenta de la presencia de los muchachos y después le miraba unos instantes a él. No dijo nada y siguió su paseo sin perder la compostura, pero no tuvo  duda de que había notado lo mismo que él.

Una vez llegaron a la casa fueron recibidos por los anfitriones. El mismo hombre apocado y la misma mujer excesiva de la comida anterior, pero a Russell le pareció que en ambos se habían exacerbado esas características. La mujer le había parecido insoportable la vez anterior, pero tras los primeros momentos con ella de nuevo, se dio cuenta de que el recuerdo había suavizado la realidad. Respiró hondo y pensó que al menos durante la comida no habría peligro de conflictos inesperados, ya que a todos los invitados se les suponían sentimientos de simpatía hacia ellos.

La comida fue deliciosa, pero eso fue lo único positivo. Por parte de los ingleses solo había hombres, la mayoría de ellos encorsetados por sus rangos. El único que podía haberle alegrado la velada a Russell —Daniel Cadoux—, no había sido invitado esta vez debido a su rango inferior. Sí estaba su superior, Skerrett, pero, por suerte, estaba sentado lo suficientemente alejado de él como para no quedar descortés si evitaba dirigirle la palabra. Por parte de los autóctonos se repetían los comensales de la vez anterior, más una mujer que acompañaba al párroco y un matrimonio mayor de expresión lúgubre. Respecto a la disposición de los comensales a su alrededor, Russell no supo si desesperarse o echarse a reír: a su derecha habían colocado a Von Müeller y a su izquierda al párroco. Enfrente tenía a la acompañante de este último, una señora adornada con tal cantidad de puntillas que su figura parecía aún más descomunal de lo que era. Y al lado de la mujer, el traductor que les había correspondido en aquella zona de la mesa. Viendo el panorama, Russell se temió que iba a tener que llevar él el peso de la conversación, al menos hasta que el párroco se entonara con el vino y les deleitara con algún comentario fuera de lugar. Sin embargo, la mujer oronda abrió la boca nada más sentarse y él no tuvo que preocuparse por llenar la conversación. Ella la copó toda, entera, sin dar opción a sus acompañantes a decir nada más que “sí” o “no”. Habló y habló sin parar, sin esperar siquiera a que el traductor terminara de traducir sus últimas palabras. 

Pero ella no fue la única que  distrajo a Russell. Nada más empezar a servirse los primeros platos se fijó en uno de los criados. Primero le llamó la atención su actitud. El resto de criados se mostraban torpes e inseguros, se veía que era la primera vez que tenían que enfrentarse a una situación igual. Sin embargo, aquel joven era distinto. Vestía igual que los otros, pero se movía de manera diferente. Fue el único que no se tropezó con ningún mueble, y salía y entraba por la puerta que comunicaba con la cocina con una seguridad que contrastaba con los movimientos vacilantes de los otros. Todo esto hizo que Russell se fijara en sus movimientos con mayor interés, mientras asentía, sin escuchar, al enésimo despropósito de la mujer charlatana. Y fue entonces cuando se percató de que el muchacho le resultaba conocido. No pasaron más de dos minutos hasta que se dio cuenta, con sorpresa, de quién podía ser. No podía asegurarlo con rotundidad, ya que la única vez que lo había visto había sido de lejos, pero estaba casi seguro de que aquel chico era el mismo que había abrazado a Irene en la  puerta de la escuela dos días atrás.

Su amante.

El corazón le dio un vuelco desagradable cuando en su mente aparecieron estas palabras.

A partir de ese momento lo observó con más detenimiento, y enseguida fue testigo de un hecho que le preocupó: el joven se entretenía más de la cuenta al lado de los traductores cuando estos traducían partes de la conversación. Intentaba disimular, pero a Russell no le cupo ninguna duda: aquel chico estaba más interesado en la información que se estaba dando en la mesa que en servir la comida. Aunque nada de lo que se estaba comentando tenía relación con las operaciones militares, el tema era grave, porque podría tratarse de un espía. Y aquel muchacho, pensó Russell preocupado, tenía relación estrecha con Irene.

En un momento dado, las miradas de ambos se cruzaron. A pesar de que  las apartaron enseguida, Russell tuvo tiempo de apreciar un destello de hostilidad en los ojos del joven. Hostilidad que, supuso, había sido mutua.

Pero no terminaron ahí las experiencias desagradables, algo que sucedió a continuación eclipsó el episodio del camarero y ensombreció aún más la velada para Russell.

Una vez  acabados los postres, empezó el turno de las anécdotas. Los mandos militares más proclives a contar ese tipo de historias tomaron la palabra y solaparon las conversaciones de la anfitriona y del ama del párroco, hasta hacerlas desaparecer por completo, algo que alivió a todos los presentes excepto a ellas. 

El más divertido de todos era lord Dalhousie, el superior de Gabriel. Solía contar historias que protagonizaban sus soldados novatos y las adornaba con gestos y onomatopeyas. A Russell su humor le parecía demasiado simple, pero no le molestaba porque se trataba de historias amables, y las contaba sin ánimo de ofender a quienes las habían protagonizado. Pero también tomaba parte en aquellos momentos Skerrett, y este, al contrario que Dalhousie, prefería las historias en las que los protagonistas quedaban en ridículo. Si era necesario, exageraba e, incluso, inventaba, para que la mofa fuera más sangrante. Gabriel odiaba aquel tipo de historias y no le gustaba el fondo de crueldad que había en aquel hombre, así que se preparó para pasar un mal rato. Sin embargo, fue peor de lo que imaginaba: 

—Tenemos una dama soldado en nuestro regimiento, no sé si usted la conoce —empezó Skerrett dirigiéndose a Wellington—: Daniella… Daniella Cadoux.

Solo se oyó una carcajada: la de Donald Richardson.

Todo el mundo en aquella mesa conocía a Daniel Cadoux. Y todos sabían que era amigo de Gabriel Russell. El mismo Wellington hizo un gesto de sorpresa cuando oyó el nombre,  asintió, mostrando que sabía a quién se refería, pero ni siquiera sonrió.

Una persona inteligente habría dejado la broma ahí, pero Skerrett no lo era. O, se temía Russell, estaba contando aquello con el único fin de molestarle a él. Decidido a no caer en la provocación, respiró hondo y pensó que oyera lo que oyera no movería un músculo. Skerrett continuó. Al parecer, Daniel había tenido un desencuentro grave con el que era, a ojos de todos, su último amante: Robert Lewis. Robert le había abandonado y Daniel había perdido los papeles. Desde el momento de la ruptura, había pasado más tiempo borracho que sobrio e, incluso, había protagonizado alguna pelea.

Skerrett contó todo con abundancia de detalles que ridiculizaban a Cadoux y sus sentimientos, mientras Gabriel tuvo que hacer esfuerzos titánicos para no abalanzarse sobre él y darle una paliza allí mismo. Pero lo peor de todo fue darse cuenta de lo mal que estaba Daniel y de lo poco que había hecho él para ayudarle. Vio claramente que la visita del día anterior estaba relacionada con lo que acababa de contar Skerrett, y se sintió culpable por no haberle dado a su amigo la atención que necesitaba. No habrían hablado de lo sucedido, pero habría podido acompañarle y darle la oportunidad de pasar un buen rato para olvidar lo que le estaba haciendo daño.

A partir de aquel momento se contaron otras anécdotas, pero el ánimo de Gabriel quedó ensombrecido. Quizá no era más que un reflejo de su humor, pero le pareció que el ambiente general se ensombrecía también. Lo cierto es que las conversaciones fueron decayendo, y alrededor de las cinco de la tarde se consideró que era un buen momento para dar por terminada la velada.

La despedida fue muy efusiva por parte de las dos mujeres que habían copado la conversación y también por parte de los militares. Ellas, contentas por haber sido el centro de atención gran parte de la comida, ellos, por irse ya.

Una vez fuera de la casa, solos Wellington y los mandos, el Mariscal les comunicó que esperaba que la velada hubiera servido para cosechar algún beneficio en un futuro cercano. Se permitió también una pequeña broma al comentar que jamás había estado en una comida más aburrida que aquella, pero que la daba por buena si había servido para los propósitos que se habían marcado. Les dijo de nuevo que tuvieran cuidado, porque al igual que los comensales le habían parecido favorables a ellos, había notado odio en las calles. Se emplazaron para la reunión del día siguiente y se despidieron formal, pero afectuosamente.

Russell se sintió aliviado de que acabara todo, aunque se llevaba dos nuevas preocupaciones: el camarero y su amigo Daniel. Decidió que daría órdenes para que se investigara al joven camarero, y después se prometió a sí mismo que en cuanto tuviera un rato libre lo dedicaría a visitar a su amigo en Vera.

 

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