Odessa

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V

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V

Aquel miércoles por la mañana, se reunían también, sin protocolo, los jefes de las cinco ramas del Servicio de Inteligencia israelí, para su coloquio semanal.

En la mayor parte de países, es legendaria la rivalidad existente entre los distintos departamentos de inteligencia. En Rusia, la KGB detesta a la GRU; en los Estados Unidos, el FBI no colabora con la CIA. El Servicio de Seguridad británico considera a la Sección Especial de Scotland Yard como una colección de polizontes patosos, y en el SDECE francés hay tanto granuja, que los expertos se preguntan si el Servicio de Inteligencia francés es una organización del Gobierno o del hampa.

Pero Israel tiene suerte. Una vez a la semana, los jefes de las cinco ramas se reúnen en amistoso cónclave, sin roces de ninguna clase. Esta es una de las ventajas de ser una nación rodeada de enemigos. En estas reuniones se toma café y bebidas suaves, los asistentes se tutean, el ambiente es sereno, y se despacha más trabajo del que podría hacerse con un torrente de memorándums.

Y a esta reunión se dirigía, en la mañana del 4 de diciembre, el director del Mossad, jefe de los cinco servicios conjuntos de la Inteligencia israelí, general Meir Amit. A través de las ventanillas de su largo y negro automóvil, conducido por un chófer, se veía a la blanca Tel Aviv extendida bajo la luz de una mañana radiante. Pero el humor del general no estaba a tono con ella. El hombre se sentía preocupadísimo.

La causa de su preocupación era un informe que había recibido aquella madrugada. Un nuevo dato que incluir en el gran expediente que guardaba en sus archivos, un expediente vital; el de los cohetes de Helwan, en el que se archivaría el aludido despacho, recibido de uno de sus agentes en El Cairo.

El automóvil dio la vuelta a la plaza Zina y tomó la dirección de la zona suburbana del norte de la capital. Al mirar el rostro impasible de este general de cuarenta y dos años, nadie hubiera podido sospechar su inquietud. Bien arrellanado en su asiento, repasaba mentalmente la larga historia de aquellos cohetes que se fabricaban al norte de El Cairo, los cuales habían costado la vida a varios hombres, y a su predecesor, el general Isser Harel, el cargo…

En 1961, mucho antes de que los dos cohetes de Nasser fueran paseados por las calles de El Cairo, el Mossad de Israel se había enterado ya de su existencia. Desde el momento en que se recibió el primer despacho de Egipto, los israelíes mantenían a la «Fábrica 333» bajo constante vigilancia.

En Israel se estaba al corriente del reclutamiento de cerebros alemanes —realizado por los egipcios, gracias a los buenos oficios de ODESSA— para emprender la fabricación de los cohetes de Helwan. Por aquel entonces, el asunto era ya muy grave; pero en la primavera de 1962, se agravó mucho más.

En mayo de aquel año, Heinz Krug, el agente alemán encargado de los reclutamientos, se trasladó a Viena para ponerse al habla con el físico austríaco, doctor Otto Yoklek. En lugar de dejarse convencer, el profesor austríaco informó a los israelíes. Su información electrizó a Tel Aviv. El doctor Yoklek dijo al agente del Mossad, durante su visita, que los egipcios pensaban armar sus cohetes con cabezas nucleares cargadas de desperdicios nucleares radiactivos y cultivos de peste bubónica.

La noticia era tan importante, que el director del Mossad, el general Isser Harel —el hombre que escoltó, tras su captura, a Adolf Eichmann de Buenos Aires a Tel Aviv—, voló a Viena para hablar personalmente con el profesor Yoklek. Se convenció de que el profesor estaba en lo cierto, convencimiento corroborado por la noticia de que el Gobierno de El Cairo había comprado, a través de una Compañía de Zurich, una cantidad de cobalto radiactivo equivalente a veinticinco veces más de sus posibles necesidades médicas.

A su regreso de Viena, Isser Harel celebró una entrevista con el primer ministro, David Ben Gurion, al que pidió que le permitiera iniciar una campaña de represalias contra los científicos alemanes que trabajaban para Egipto o que estaban a punto de hacerlo. El anciano «premier» estaba en un dilema. Por su lado, se daba cuenta del terrible peligro que para su pueblo representaban los nuevos cohetes con sus devastadoras cabezas nucleares; por otro, tenía muy presente el valor de los tanques y cañones alemanes que debía recibir de un momento a otro. Cualquier acto de represalia desarrollado por los israelíes en las calles de Alemania podía ser suficiente para convencer al canciller Adenauer de que escuchara al bando de su ministro de Asuntos Exteriores y revocara el convenio sobre armamentos.

En el seno del Gabinete de Tel Aviv estaba produciéndose una escisión similar a la que, respecto a la venta de armas, existía en Bonn. Isser Harel y la ministro de Asuntos Exteriores, Golda Meir, pedían mano dura para los científicos alemanes; Shimon Peres y el Ejército temblaban ante la idea de perder sus preciosos tanques alemanes. Ben Gurion estaba dividido entre unos y otros, El Primer Ministro se decidió al fin por una fórmula de compromiso: autorizó a Harel a desarrollar una campaña solapada y discreta, para disuadir a los científicos alemanes del propósito de trasladarse a El Cairo y ayudar a Nasser a fabricar sus cohetes. Pero Harel, llevado de su odio hacia Alemania y todo lo alemán, se pasó de la raya.

El 11 de septiembre de 1962, desapareció Heinz Krug. La noche anterior había cenado con el doctor Kleinwachter, especialista en propulsión de cohetes, al que estaba tratando de ganarse, y un egipcio no identificado. En la mañana del 11, el coche de Krug fue hallado abandonado cerca de su casa, en un suburbio de Munich. Su esposa declaró inmediatamente que Heinz había sido secuestrado por agentes israelíes, pero la Policía no encontró rastro de Krug ni de sus posibles secuestradores. En realidad, Krug fue raptado por un grupo capitaneado por un misterioso personaje llamado Leon, y su cadáver, arrojado al lago Starnberg, atado con una gruesa cadena para que permaneciera en el fondo.

La campaña se dirigió entonces contra los alemanes que ya estaban en Egipto. El 27 de noviembre llegó a El Cairo un paquete certificado, enviado desde Hamburgo y dirigido al profesor Wolfgang Pilz, el especialista en cohetes que había trabajado para los franceses. Abrió el paquete su secretaria, la señorita Hannelore Wenda. A consecuencia de la explosión, la joven quedó desfigurada y ciega.

El 28 de noviembre llegaba a la «Fábrica 333» otro paquete, también procedente de Hamburgo. Pero entonces los egipcios habían dispuesto ya una pantalla de seguridad para examinar todos los paquetes. Un funcionario egipcio del Departamento de Correspondencia cortó el cordel. Cinco muertos y diez heridos. El 29, un tercer paquete pudo ser desmontado, sin que llegara a explotar.

El 20 de febrero de 1963, los agentes de Harel dirigieron de nuevo su atención hacia Alemania. El doctor Kleinwachter, que aún estaba indeciso entre si ir o no a El Cairo, volvía una noche a su casa al salir de su laboratorio de Loerrach, cerca de la frontera suiza, cuando un «Mercedes» negro le cerró el paso. Inmediatamente, Kleinwachter se arrojó al suelo, mientras un hombre descargaba su automática a través del parabrisas. La Policía encontró después abandonado el «Mercedes» negro. Había sido robado aquel mismo día. En la guantera se halló una tarjeta de identidad a nombre del coronel Ali Samir. Posteriormente se averiguó que éste era el nombre del jefe del Servicio Secreto egipcio. Los agentes de Isser Harel hicieron llegar un mensaje con una pincelada de humor negro.

En Alemania, la campaña de represalias asomaba ya a los titulares de los periódicos. Y entonces estalló el escándalo Ben Gal. El 2 de marzo, la joven Heidi Goerke, hija del profesor Paul Goerke, el pionero de los cohetes de Nasser, recibió una llamada telefónica en su casa de Friburgo, Alemania. Una voz la citó en el «Hotel de Los Tres Reyes», de Basilea (Suiza), cerca de la frontera.

Heidi avisó a la Policía alemana, la cual, a su vez, puso en antecedentes a la suiza. Se instalaron micrófonos en la habitación que había sido reservada para la entrevista. En el curso de ésta, dos hombres, que se cubrían los ojos con gafas oscuras, advirtieron a Heidi y a su hermano que, si estimaban en algo la vida de su padre, procuraran persuadirle de que se marchara de Egipto. Ambos hombres fueron perseguidos hasta Zurich, y arrestados aquella misma noche. El 10 de junio de 1963 comparecían ante un tribunal en Basilea. Fue un escándalo internacional. El principal de los dos agentes era Yossef Ben Gal, súbdito israelí.

El juicio fue bien. El profesor Yoklek prestó declaración acerca de las cabezas nucleares cargadas de bacilos de peste y de sustancias radiactivas, y los jueces quedaron escandalizados. El Gobierno israelí, tratando de sacar el mayor provecho de aquel tropiezo, se sirvió del proceso para denunciar las tentativas egipcias de genocidio. Los jueces, indignados, absolvieron a los dos acusados.

Pero en Israel hubo un ajuste de cuentas. A pesar de que el canciller Adenauer había prometido personalmente a Ben Gurion que trataría de impedir que los científicos alemanes intervinieran en la fabricación de cohetes de Helwan, Ben Gurion, que se sentía humillado por el escándalo, reprendió ásperamente al general Isser Harel por haberse excedido en su campaña de intimidación.

Harel se defendió vigorosamente y presentó la dimisión. Y Ben Gurion le sorprendió aceptándosela, demostrando, de paso, con ello, que en Israel nadie es indispensable, ni siquiera el jefe del Servicio de Inteligencia.

Aquella noche, 20 de junio de 1963, Isser Harel mantuvo una larga conversación con su buen amigo, el general Meir Amit, jefe de la Inteligencia Militar. El general Amit recordaba bien aquella conversación y el rostro crispado de indignación de aquel luchador nacido en Rusia al que algunos llamaban Isser el Terrible.

—Querido Meir, debo informarte de que, en lo sucesivo, Israel ya no tomará más represalias. Los políticos han tomado el mando. He presentado la dimisión, y me la han aceptado. He pedido que te nombren para sucederme en el cargo, y creo que accederán.

El comité ministerial que rige en Israel las actividades de las redes de Inteligencia, accedió. A fines de junio, el general Meir Amit fue nombrado director del Servicio de Inteligencia.

Pero también Ben Gurion tuvo que dimitir. Los «halcones» de su Gobierno, encabezados por Levi Eshkol y por su propia ministro de Asuntos Exteriores, Golda Meir, le obligaron a retirarse, y el 26 de junio de 1963 Levi Eshkol fue nombrado primer ministro. Ben Gurion se retiró a su kibbutz del Negev, moviendo su nívea cabeza con gesto de indignación y amargura. Sin embargo, siguió perteneciendo al Knesset.

El nuevo Gobierno, aunque había apartado a David Ben Gurion, no restituyó en el cargo a Isser Harel. Acaso los nuevos ministros pensaban que Meir Amit era un general más predispuesto a obedecer las órdenes que el colérico Harel, que se había convertido en una especie de leyenda para el pueblo israelí, y gozaba con ello.

Tampoco se revocaron las últimas órdenes de Ben Gurion. El general Amit tenía instrucciones de evitar nuevos escándalos en Alemania con ocasión de los científicos de los cohetes. De manera que no le quedaba más alternativa que dirigir la campaña de terror contra los que ya estaban en Egipto.

Estos alemanes vivían en Meadi, localidad situada a unos diez kilómetros al sur de El Cairo, en la orilla norte del Nilo. Era un lugar muy bonito, pero estaba rodeado por tropas egipcias de seguridad, y sus habitantes alemanes eran poco menos que prisioneros en jaula de oro. Para llegar hasta ellos, Meir Amit se servía de su agente principal en El Cairo, el propietario de la escuela de equitación, el cual, a partir de septiembre de 1963, se veía obligado a correr riesgos suicidas que, dieciséis meses después, le costarían la libertad.

Aquel otoño del tan repetido año 1963, fue una pesadilla para los científicos alemanes, ya muy asustados por la serie de paquetes explosivos enviados desde Alemania. Y ahora, en pleno Meadi, rodeado de guardias egipcios de seguridad, empezaban a recibirse cartas amenazadoras remitidas desde el interior de El Cairo.

El doctor Josef Eisig recibió una de ellas, en la cual se describía con gran precisión a su esposa, sus dos hijos y el tipo de trabajo que estaba realizando, y se le conminaba a volver a Alemania. Los restantes científicos recibieron cartas parecidas. El 27 de septiembre, una carta hizo explosión en la cara del doctor Kirmayer. Para algunos de los científicos, aquello fue la gota que hace desbordar el vaso. A fines del propio mes, el doctor Pilz salía de El Cairo, camino de Alemania, llevando consigo a la infortunada Fraulein Wenda.

Otros le imitaron, y los indignados egipcios no pudieron impedir su marcha, ya que no eran capaces de protegerlos de las cartas amenazadoras.

El hombre que aquella hermosa mañana de invierno de 1964 viajaba en el largo coche negro, sabía que su propio agente, el supuesto alemán Lutz, que se fingía simpatizante de los nazis, era el autor de las cartas y el remitente de los explosivos.

Pero sabía también que el programa de los cohetes seguía adelante. Lo demostraba el informe que acababa de recibir. Una vez más, el general leyó el mensaje descifrado, que confirmaba, simplemente, que en el laboratorio de enfermedades infecciosas del Instituto Médico de El Cairo se había aislado una cepa virulenta de bacilos bubónicos, y que el presupuesto del departamento correspondiente había sido aumentado diez veces. La información no dejaba lugar a duda, a pesar de la adversa publicidad que había valido a Egipto el proceso Ben Gal, celebrado en Basilea el verano anterior, el programa del genocidio seguía su curso.

Si Hoffmann hubiese podido verlo, se habría descubierto ante la desfachatez de Miller. Al salir del despacho del director, tomo el ascensor, bajó al quinto piso y entró a ver a Max Dorn, el encargado de asuntos jurídicos de la revista.

—Ahora bajo de hablar con Herr Hoffmann —dijo, dejándose caer en una silla, frente al escritorio de Dorn—. Necesito ciertos datos. ¿Podría hacerle unas cuantas preguntas?

—Adelante —dijo Dorn, suponiendo que Miller habría recibido el encargo de hacer un reportaje para Komet.

—¿Quién investiga en Alemania los crímenes de guerra?

La pregunta dejó atónito a Dorn.

—¿Los crímenes de guerra?

—Sí, los crímenes de guerra. ¿Cuál es la autoridad responsable de investigar lo que ocurrió en los países que ocupamos durante la guerra y de buscar y procesar a los culpables de genocidio?

—¡Ah, ahora sé a qué se refiere! Bueno…, usualmente se encargan de ello los fiscales generales de las provincias de Alemania Occidental.

—¿Quiere decir que se hace en cada provincia?

Dorn se recostó en su sillón, seguro de su terreno.

—En Alemania Occidental hay dieciséis provincias. Cada una tiene una capital y un fiscal general del Estado. En cada oficina del FGE hay un departamento encargado de investigar los llamados «crímenes de violencia cometidos durante la era nazi». Cada capital de Estado tiene jurisdicción sobre una zona del antiguo Reich o de los territorios ocupados.

—Por ejemplo… —inquirió Miller.

—Por ejemplo: todos los crímenes cometidos por los nazis y la SS en Italia, Grecia y la Galitzia polaca son investigados por Stuttgart. Auschwitz, el campo de exterminio más grande que hubo, corresponde a Frankfurt. Seguramente ya sabrá que en mayo próximo se celebrará en Frankfurt un gran proceso contra veintidós antiguos guardianes de Auschwitz. Los campos de exterminio de Treblinka, Chelmno, Sobibor y Maidanek pertenecen a Dusseldorf/Colonia. Munich se encarga de Belzec, Dachau, Buchenwald y Flossenburg. La mayor parte de los crímenes cometidos en Ucrania y en el sector de Lodz, de la antigua Polonia, se investigan en Hannover. Y así sucesivamente.

Miller tomó nota de la información.

—¿A quién corresponde investigar lo que ocurrió en los tres Estados del Báltico? —preguntó.

—A Hamburgo —respondió rápidamente Dorn—. Y también lo concerniente a Danzig y al sector de Varsovia.

—¿A Hamburgo? ¿Quiere usted decir aquí?

—Sí. ¿Por qué?

—Verá, a mí me interesa Riga.

Dorn hizo una mueca.

—Ya. Los judíos alemanes. Eso es cosa de la oficina del fiscal de aquí.

—Si hubiese habido algún juicio, o incluso un arresto, de alguien complicado en crímenes cometidos en Riga, ¿se habría celebrado aquí en Hamburgo?

—El juicio, sí —dijo Dorn—. El arresto pudiera haberse efectuado en cualquier lugar.

—¿Qué procedimiento se sigue para los arrestos?

—Existe un «Libro de personas reclamadas». En él figuran el nombre, apellidos y fecha de nacimiento de todos los criminales de guerra reclamados. Usualmente, la oficina del fiscal general del Estado que tiene jurisdicción en el lugar en que el hombre cometió los crímenes, tarda años en preparar la acusación antes del arresto. Cuando la tiene, pide a la Policía del Estado donde reside el criminal que proceda a su detención. Dos detectives se desplazan para arrestarlo y traerlo. Si se descubre a un criminal importante, puede ser detenido en cualquier lugar, y a continuación se avisa a la oficina del fiscal general del Estado que proceda. Entonces lo trasladan. Lo malo es que la mayoría de los peces gordos de la SS no usan su verdadero nombre.

—Entendido —dijo Miller—. ¿Se ha juzgado en Hamburgo a alguien por crímenes cometidos en Riga?

—Que yo recuerde, a nadie —dijo Dorn.

—¿Figuraría en el archivo de recortes?

—Sí, si ocurrió después de mil novecientos cincuenta, que es cuando lo iniciamos.

—¿Podríamos verlo? —preguntó Miller.

—No hay inconveniente.

El archivo estaba en el sótano, atendido por cinco archiveros con bata gris. Ocupaba más de dos mil metros cuadrados, y contenía hileras y más hileras de estantes de acero gris en que se guardaban índices y guías de todas clases.

Alrededor de la nave, adosados a la pared, se alineaban unos archivadores de metal que llegaban hasta el techo. En la parte frontal de cada cajón estaba indicada la referencia de las carpetas que contenía.

Dorn preguntó, al ver que se acercaba el jefe de Archivos.

—¿Qué busca usted?

—Roschmann, Eduard —dijo Miller.

—Indice de personas, por aquí —dijo el archivero, y los condujo por un pasillo lateral. Abrió un cajón señalado con las letras ROAROZ y pasó unas cuantas carpetas.

—Nada sobre Roschmann Eduard —dijo.

Miller se quedó pensativo.

—¿Tienen alguna cosa acerca de crímenes de guerra? —preguntó.

—Sí —dijo el empleado—. Sección crímenes de guerra y Juicios por crímenes de guerra. Por aquí.

Recorrieron otros cien metros de archivadores.

—Mire en Riga —dijo Miller.

El empleado se subió a una escalera de mano y buscó. Bajó con una carpeta roja en la mano. En la carpeta había una etiqueta con el título: «Riga - Juicio por crímenes de guerra». Miller la abrió. De su interior cayeron dos recortes de periódico del tamaño de sellos de Correos un poco grandes. Miller los recogió. Los dos eran del verano de 1950. Uno decía que tres soldados de la SS iban a comparecer en juicio por brutalidades cometidas en Riga entre 1941 y 1944. El otro informaba de que a los tres se les habían impuesto graves penas de prisión. No tan graves quedarían en libertad a fines de 1963.

—¿Esto es todo? —preguntó Miller.

—Todo —respondió el archivero.

Miller miró a Dorn.

—¿Y toda una sección de la Oficina del fiscal general del Estado ha necesitado quince años de trabajo y el dinero de mis impuestos para conseguir algo que cabe en dos sellos de Correos?

Dorn era adicto al sistema.

—Estoy seguro de que hacen cuanto pueden —dijo fríamente.

—Eso quisiera yo saber —repuso Miller.

Se despidieron en el vestíbulo principal, dos pisos más arriba, y Miller salió a la calle, batida por la lluvia.

El edificio de las afueras de Tel Aviv que alberga al cuartel general del Mossad no llama la atención, ni siquiera de sus vecinos más próximos. Es un bloque de oficinas, y la entrada al aparcamiento subterráneo tiene tiendas a cada lado. En la planta baja hay un Banco y, en el vestíbulo, antes de llegar a las vidrieras del Banco, están el ascensor, el pupitre del conserje y los rótulos con los nombres de las empresas que ocupan los pisos superiores.

En los rótulos se leen los nombres de varias firmas comerciales, dos Compañías de Seguros, un arquitecto, una oficina de ingeniería y una agencia de Importación y Exportación, que ocupa el último piso. Se atiende cortésmente toda consulta relacionada con cualquiera de los inquilinos, menos con el del último piso. Sobre éste, con la misma cortesía, se rehúsa toda información. Y es que la empresa del último piso es la pantalla del Mossad.

La sala en que se reúnen los jefes de la Inteligencia israelí es fresca y blanca y, por todo mobiliario, hay en ella una larga mesa y sillas alrededor de las paredes. A la mesa se sientan los cinco hombres que dirigen las distintas secciones del Servicio. Detrás de ellos, los ayudantes y taquígrafos. A algunas sesiones, muy pocas, pues son estrictamente secretas y en ellas se ventilan toda clase de confidencias, puede asistir alguna que otra persona ajena al Servicio, con objeto de facilitar información.

A la cabecera de la mesa se sienta el director del Mossad. La organización, cuyo nombre completo es «Mossad Aliyah Beth», esto es, «Organización para la Segunda Inmigración», fue fundada en 1937 y fue el primer órgano de la Inteligencia israelí. Su objetivo era ayudar a los judíos a salir de Europa y llevarlos a lugar seguro en la tierra de Palestina.

En 1948, después de la fundación del Estado de Israel, el Mossad pasó a ser el principal organismo de los Servicios de Inteligencia, y su director se convirtió, automáticamente, en jefe de las cinco ramas de que éstos se componen.

A la derecha del director se sienta el jefe del Aman, la sección de Inteligencia Militar, cuya misión es mantener a Israel al corriente de los preparativos de guerra que efectúen sus enemigos. El hombre que entonces ocupaba el cargo era el general Aharon Yaariv.

A la izquierda se sienta el jefe del Shabak, órgano al que a veces se denomina erróneamente Shin Beth. La palabra Shabak es una contracción de Sherut Bitchen, que en hebreo quiere decir Servicio de Seguridad. El nombre completo de la sección que vela por la seguridad interna, exclusivamente interna, de Israel, es Sherut Bitchen Klali, y con estas tres palabras se ha formado la abreviatura de Shabak.

A continuación tienen su asiento los otros dos hombres que completan el quinteto: uno es el director general de la división de Investigación del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargada de evaluar la situación política en las capitales árabes, cuestión de importancia vital para la seguridad de Israel. El otro es director de un servicio que se ocupa exclusivamente del destino de los judíos en «las tierras donde hay persecución». Entre ellas se cuentan todos los países árabes y comunistas. Estas reuniones semanales permiten a cada uno de los jefes saber lo que hacen los otros departamentos, y así evitan duplicidad de medidas e intrusiones.

A las reuniones asisten, en calidad de observadores, otros dos hombres: el inspector general de Policía y el jefe de la Sección Especial, brazo ejecutor del Shabak en la lucha contra el terrorismo en el interior del país.

La reunión de aquel día fue absolutamente normal. Meir Amit ocupó su lugar en la presidencia, y empezaron las conversaciones. Guardó su bomba para el final. Al soltarla, reinó un gran silencio, mientras todos los presentes, hasta el último de los ayudantes sentados en el fondo de la sala, imaginaban a su país muriendo bajo los efectos de las cabezas nucleares cargadas de radiactividad y de peste.

—Lo imperativo es lograr que esos cohetes no despeguen —dijo al fin el jefe del Shabak—. Si no podemos impedir que los fabriquen, hemos de procurar por todos los medios que no los disparen.

—De acuerdo —dijo el taciturno Amit—. Pero, ¿cómo?

—Hay que destruirlos —gruñó Yaariv—. Destruirlos con todo lo que tengamos a mano. Los reactores de Ezer Weizmann pueden arrasar la «Fábrica 333» en un solo ataque.

—¿Y empezar una guerra sin disponer de medios? —replicó Amit—. Necesitamos más aviones, más tanques y más cañones para derrotar a Egipto. Creo que todos sabemos ya que la guerra es inevitable. Nasser quiere la guerra, pero no luchará hasta que esté preparado. Y, en estos momentos, él, con sus armas rusas, está más preparado que nosotros.

Reinó de nuevo el silencio. Luego habló el jefe de la sección de Asuntos Arabes del Ministerio del Exterior.

—Según la información que hemos recibido de El Cairo, parece que estarán preparados a primeros de mil novecientos sesenta y siete, con cohetes y demás.

—Para entonces tendremos nosotros nuestros tanques y cañones, y los nuevos reactores franceses —apuntó Yaariv.

—Sí, pero ellos dispondrán de los cohetes de Helwan. Cuatrocientos cohetes. Señores, sólo hay una solución. Cuando nosotros estemos preparados para hacer frente a Nasser, esos cohetes estarán diseminados en silos por todo el territorio de Egipto, y no podremos llegar hasta ellos. Porque, una vez en los silos y dispuestos para el lanzamiento, no será suficiente que destruyamos el noventa por ciento; tendremos que destruirlos todos. Y ni siquiera los pilotos de combate de Ezer Weizmann pueden destruirlos todos sin excepción.

—En tal caso, no hay más remedio que destruirlos antes de que salgan de la fábrica de Helwan —dijo Yaariv tajantemente.

—Sí, pero sin ataque militar —puntualizó Amit—. Tenemos que obligar a los científicos alemanes a que se retiren antes de terminar su trabajo. No hay que olvidar que la etapa de investigación toca ya a su fin. Tenemos seis meses. Después, los alemanes ya no cuentan para nada. Una vez diseñada hasta la última tuerca, los egipcios mismos pueden encargarse de la fabricación. Por consiguiente, me propongo intensificar la campaña contra los científicos alemanes en Egipto. Os tendré informados.

Hubo unos segundos de silencio, mientras todos los presentes pensaban lo que hasta entonces nadie había dicho. Al fin, uno de los hombres del Ministerio de Asuntos Exteriores formuló la pregunta:

—¿Y no podríamos volver a las intimidaciones en Alemania?

El general Amit movió negativamente la cabeza.

—No. En las actuales circunstancias políticas, eso es impracticable. Las órdenes de la superioridad siguen siendo las mismas: nada de violencia dentro de Alemania. Para nosotros, la clave de los cohetes de Helwan está en Egipto.

El general Meir Amit, director del Mossad, se equivocaba pocas veces. Pero ahora estaba en un error. Porque la clave de los cohetes de Helwan estaba en una fábrica de Alemania Occidental.

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