Nora

Nora


Capítulo 10

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Debía contener la ansiedad, tarea imposible en esos instantes. La nieve caía como una cortina blanca y los copos decoraban los árboles. Boston comenzaba a dibujarse en el paisaje. El tren en el que Nora viajaba se acercaba a la ciudad, rompiendo la monotonía de los bosques de los alrededores.

Boston difería de Nueva York en las fachadas de ladrillos rojos, en el verdor que conservaba y en el tipo de vida que allí residía. Se trataba del seno de la educación americana, el equivalente al Cambridge británico, y Nora no podía creer su suerte: sería correctora de textos allí. Sabía que aún le faltaba mucho por recorrer, que empezaría con los textos de ficción antes de llegar a lo que anhelaba, los ensayos de las mentes brillantes de ese país.

Se acercó a la ventanilla del vagón y su aliento empañó el vidrio. El traqueteo sobre los rieles disminuía la velocidad y anunciaba la llegada a destino. Nora no llevaba más que dos maletas, las mismas que la acompañaban siempre en sus aventuras, solo que en esa ocasión estaban repletas. Dos vestidos para diario, uno para noche, ropa de dormir e interior, algunos chales, un par de zapatos de recambio y productos de higiene. El abrigo lo acarreaba en los hombros, pues el frío de la zona lo obligaba.

Viajaba en compañía de la esposa del señor Carrington, que cumplía el rol de chaperona y mantenía la buena imagen de Nora. De todos modos, se separarían ni bien pisaran la estación. La mujer había aprovechado el viaje para visitar a su hermana, y ella había enviado un telegrama con la información de su arribo y las indicaciones para que la esperaran. Se sentía exultante y nerviosa, ese envío, redactado por ella, había sido la primera labor de su nuevo rol. El estómago se le estrujó al pensar en las responsabilidades venideras. Tenía tan solo diecisiete años y ya cargaba con dos de experiencia en el mundo editorial. El miedo había quedado atrás, allá, en los primeros días en el Nuevo Mundo. Sabía que ese cosquilleo representaba experiencias desconocidas, conocimiento, y anhelaba absorberlo todo como había hecho desde que emprendió ese largo viaje.

Pensaba en Elisa a diario, cada noche, a la hora de dormir, rezaba un par de oraciones y le dedicaba unos minutos a poner al corriente al espíritu de su hermana sobre las novedades de su vida. Y siempre, siempre, le pedía que la exculpara por no haber podido conseguir justicia para su muerte.

Ansiaba, secretamente, que en Boston pudiera cruzarse con Charles Miler. En los dos años pasados no lo vio ni una vez; jamás, en todas esas jornadas laborales, él apareció. Tenía entendido que las órdenes eran enviadas a través de correspondencia, pero el origen de la misma era un misterio. Bien podía estar recluido en una casona en Nueva York como hallarse en las Indias. Nora solía preguntar, en cada ocasión que esas cajas y misivas llegaban, si sabían en dónde se hallaba el editor, y en la mayoría de los casos, recibía por respuesta un encogimiento de hombros y una muestra de desconocimiento. Solo el señor Carrington se dignó en una ocasión a darle una explicación: se encuentra haciendo algo importante, señorita Jolley, algo que requiere valor y discreción. En su lugar, dejaría de hacer preguntas.

A Nora no le quedó más remedio que bajar la cabeza, algo que hacía sangrar a su orgullo, y aceptar las palabras de Carrington. Recordaba el recelo inicial, cuando ella era una extraña, una desconfianza que se había disipado tras años de trabajar codo a codo. Sin embargo, el mismo sentimiento teñía la mirada de su jefe cuando ella se atrevía a indagar. De modo que había abandonado las pesquisas directas y se contentaba con los rumores que se suscitaban en la pequeña cocina de la oficina cuando los empleados se reunían alrededor de la lumbre y compartían tazas de té y café.

Se atreverá a publicar el libro de Fulano… Busca coartar la carrera política de Alguien… Intentará inundar las universidades con los textos del Filósofo...  y, el tema que más agradaba a Nora: publicará un nuevo libro de Ella.

Ella era Vanessa Witthall, la muchacha americana convertida en condesa británica que se atrevía a escribir sin pseudónimo masculino. Sus libros convulsionaban a la sociedad y en muchos espacios estaban vedados. Charles Miler era conocido, por todo eso, como un editor revolucionario, irreverente. Algunos elegían términos menos respetuosos como hereje, destructor de la cultura y conspirador. A Nora le hubiera gustado, además de por la necesidad de justicia, tenerlo frente a frente para forjarse una opinión propia. Una parte de ella lo admiraba profundamente, mientras otra no podía dejar de preguntarse ¿por qué se escondía, por qué el secretismo, por qué no enfrentaba a la sociedad cara a cara en lugar de hacerlo a través de sus escritores? Las palabras de Carrington podían ser la respuesta que inclinara la balanza, quizá ese algo importante que tenía entre manos se trataba de una misión trascendental, en cuyo caso, la admiración de Nora tocaría las nubes; de lo contrario, si solo se escondía para no recibir las reprimendas por las publicaciones, ella no podría verlo más que como un cobarde. Al fin de cuentas, los empleados de Miler & Miler en varias ocasiones se vieron expuestos a las represalias. Apedreadas en las ventanas, incendios premeditados, redadas policiales por falsas denuncias… Mucha gente quería acallar lo que Miler & Miler publicaba.

La campana sonó, Nora y la señora Carrington se pusieron de pie, se rodearon con los chales por encima de los abrigos, hasta cubrir sus cabezas y narices, ajustaron los guantes y descendieron del vagón. Un muchachito de unos diez años se apresuró a alcanzarles las maletas, y ambas mujeres le dieron unos helados centavos de propina que guardó en los bolsillos tras un gesto de agradecimiento.

—Creo que hasta aquí llegamos, señora Carrington. —Un coche aguardaba por la mujer, y el cuñado de la misma se encargaba de subir el equipaje mientras se despedían.

—Así es, querida. Recuerda la dirección de mi hermana, por si acaso. Y si tienes tiempo libre, algo que dudo según me ha dicho mi querido esposo, visítanos. Las mujeres mayores necesitamos contacto con la juventud.

—Señoras mayores… —la reprendió Nora—, pero si resulta que usted es una pescadora de halagos.

Volvieron a abrazarse y a desearse suerte, y emprendieron cada una por su lado. Un coche de la editorial esperaba por ella, el cochero tenía un cartel que decía Senorita Joley, que hizo a Nora poner los ojos en blanco, ¿acaso a eso se enfrentaba?, ¿hasta los letreros con errores?

—Buenos días…

—¿Es usté la señorita Joley?

—La misma, señorita —remarcó— Jolley, con doble ele. —El cochero alzó la ceja, ni siquiera sabía lo que el cartel decía, por lo que no era capaz de entender la reprimenda—. ¿Trabaja usted para la editorial?

—Sí, señora… señorita Jolley. Soy Mark, me encargo de la correspondencia, de llevar gente, de recados varios. ¿Por qué, va a despedirme?

—¡No!, por supuesto que no. Pero es inadmisible que trabaje en una editorial y no sepa usted leer.

—¡Claro que sé leer! —dijo el hombre, ofendido.

—Pues, ¿qué dice allí? —Señaló un aviso de función teatral.

—Teatro —contestó con un dejo de vergüenza. Adivinaba el contenido en base a las imágenes—. No me despida, señorita, tengo familia.

—Vamos, Mark, lléveme a la dirección Somerset Street 4th. —El cochero seguía compungido por el miedo a su suerte. Ayudó con amabilidad a Nora, le sostuvo la portezuela mientras la muchacha se impulsaba sobre el estribo y se perdía en el interior. Era un coche simple, en el que la caja de pasajeros quedaba unida al pescante. La señorita Jolley se acercó a la ventana que comunicaba ambas secciones y por poco cae de nalgas cuando los caballos se pusieron en movimiento—. Mark, no lo despediré, jamás se me ocurriría…

—¿Sabe?, han despedido a un corrector, no me sorprendería que me dejen a mí, que no soy más que un mandadero, de patitas a la calle.

—Pues si eso sucede, no será por mí, delo por seguro. Eso no implica que no deba insistir, trabaja en una editorial… haremos lo siguiente: le dedicaremos media hora al día a aprender a leer y escribir. ¿Le parece bien?

La risa de Mark no fue muy esperanzadora. Cuando recuperó el aire tras las carcajadas, dijo:

—Si usted encuentra el tiempo para hacerlo, encantado, señorita. Ya me dirá…

Nora no pensaba rendirse, además, si Mark aprendía, podía escalar en la empresa como ella. ¿Escalar? ¿Dejar su puesto en la pirámide y ascender? ¿Pero qué demonios estaba haciendo América con su persona?, ya pensaba como toda una neoyorquina. En esa ocasión, fue Nora quien rio de sus pensamientos, acomodó el cuerpo en la mullida butaca y se asomó por la ventanilla lateral para observar la ciudad que sería su hogar por tiempo indefinido.

 

La gran casona de Somerset Street le pareció lujosa en cuanto la vio. Por un instante, pensó que se había equivocado y revisó la libreta que llevaba en el pequeño bolso de mano para constatar la dirección. Estaba en lo correcto, era allí.

A Nora le costaba habituarse a la ostentación americana, al igual que a sus bajos precios. Llevaba dos años en el país y cada tanto volvía a calcular de manera mental a cuántas libras correspondía tal o cual gasto.

—Llame, señorita, que se va a congelar aquí en la acera. —Mark puso la palma hacia arriba para sostener los copos de nieve. No iba a bajar las maletas hasta que no le abrieran la puerta. Nora se apuró a sacudir el llamador que pendía de la boca de un león de bronce y repiqueteó los pies en el escalón. La nieve debajo de ella se hizo hielo.

—¡Ya está aquí, ya está aquí! —Una estridente voz se oyó del otro lado—. Amy, por Dios, llevas tinta en la nariz. Clarise, acomoda esos mechones que pareces recién despierta. Señora Olivender, apúrese a atender. Ay, por todos los santos, que tengo que estar en todo…

La voz de la señora Saint Jordan se interrumpió en el preciso instante en que la puerta se abría. Nora divisó un cuadro perfecto, que nada tenía de espontáneo. Incluso si no hubiese escuchado las quejas de la viuda, hubiera adivinado que era impostado.

—Buenos días, señora Saint Jordan.

—Buenos días, señorita Jolley, sea usted muy bienvenida a mi humilde morada. Señora Olivender, por favor, indíquele al caballero adónde llevar las maletas. Pasa, muchacha, pasa, que vas a congelarte.

—Muchas gracias… —Nora dio un paso y atravesó el umbral. Las dos señoritas que secundaban a Stephanie Saint Jordan mantenían la compostura a fuerza de pulida educación. Ella misma se veía en la obligación de no reír, ni hacer contacto visual para no desatar la avalancha de risas.

—El señor Carrington me ha contado de su terrible situación, señorita Jolley. Espero que cuente conmigo como una madre para salir adelante. Aquí la señorita Amy Brosman y la señorita Clarise Eastwood podrán dar fe de ello.

—Perdón, no sé qué le ha contado el señor Carrington sobre mi situación… —Amy simuló limpiar una mota de polvo en su nariz para poder tapar la sonrisa que le pujaba los labios; Clarise, en cambio, consideró que la punta de sus zapatos requería de su completa atención.

—Oh, querida, no tienes por qué sentir vergüenza… Ven, sirvamos el té. Es muy común tu situación, ¿qué edad tienes?

—Diecisiete —contestó, por completo desconcertada. Siguió los pasos de la viuda hasta el salón principal, donde la mujer le indicó que se sentara en un sofá individual. Las dos señoritas, aún mudas, la imitaron y ocuparon un sillón doble. La coordinación de los movimientos resultó admirable para Nora.

—¡Excelente noticia!, permíteme en mi edad pasar al tuteo; tienes la edad perfecta. Ya verás cómo tu problemita se soluciona de inmediato. Aquí Amy y, sobre todo, Clarise la tienen mucho más complicada. Claro que la señorita Brosman debería de poner un poco más de voluntad —reprochó con la vista puesta en la muchacha de cabello rojizo y piel salpicada en pecas. Amy no parecía afectada, seguía sosegada en su posición—. Espero, querida, que no se te peguen algunos de sus malos hábitos. Clarise, por el contrario, es todo lo que hay que imitar, es una pena que no posea dote y que sea tan poco agraciada.

—Perdón, señora Saint Jordan, pero creo que he perdido el hilo de conversación. ¿Qué tiene que ver la ausencia de dote de la señorita Eastwood conmigo?, ¿y de qué problema hablamos?

—¡Pues, ¿cómo de qué problema?, de la ausencia de marido! Entiendo, querida —Las manos de la señora Saint Jordan tomaron las de Nora en un gesto de entera compasión, como si le diera el pésame—, créeme que lo entiendo. Yo misma me he visto en la necesidad de rentar las habitaciones de mi casa para subsistir cuando el señor Saint Jordan se reunió con el Creador. Hay una humildad en los corazones que aceptan su suerte y salen adelante. Comprendo que debas trabajar, y por fortuna lo haces en un lugar bastante digno, si se le puede decir así a un espacio que contrata mujeres… —agregó casi en un susurro—. Pero el lugar de la mujer es junto a su familia, y harían bien en recordarlo siempre. Esto es temporal. —Tras esas palabras, los ojos de águila de la viuda se posaron en la señorita Brosman. Al parecer, era la más rebelde de las dos.

Antes de que Nora pudiera cometer la imperdonable torpeza de sacar a Stephanie de su error, explicando que no tenía intenciones de contraer matrimonio, Mark y la señora Olivender reaparecieron para informar que las maletas de la señorita Jolley ya estaban en la habitación.

—Muy amable, señor…

—Mark, Mark Jung, a sus servicios.

—Mark Jung, ¿de los Jung de Chicago?

—No que yo sepa…

—¿Trabaja usted en la editorial Miler & Miler?

—Sí, señora, trabajaré con…

—¿Y es usted casado? —lo interrumpió la señora Saint Jordan.

—Sí, señora.

El interrogatorio dio por finalizado con esa afirmación, al igual que las sonrisas y amabilidad de la viuda. Si era casado, no le servía. Lo despidió con un gesto de mano, sirvió el té y, cuando Mark ya estaba fuera de casa, se lamentó:

—Todos los buenos partidos se encuentran ocupados… No desesperen, muchachas, yo les encontraré marido como que me llamo Stephanie Saint Jordan. —Y Amy y Clarise se llevaron la taza a los labios en otro de sus coordinados movimientos.

Nora, sin darse cuenta, las imitó. Pronto, las tres aprenderían a danzar esquivando los dardos matrimoniales de la viuda Saint Jordan.

 

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