Nora

Nora


Capítulo 11

Página 13 de 46

11

Los nervios la consumían. Amy y Clarise se levantaron al alba, antes que la señora Olivender, para ayudar a Nora a vestirse. Hacían de doncellas las unas de las otras, la señorita Eastwood tenía un don especial para el arreglo del cabello y los temas de belleza, decía, con humor hacia sí misma, que era una habilidad que se desarrollaba a fuerza de ser fea. La joven Jolley no pensaba que Clarise fuera fea en absoluto, aunque no siguiera los cánones de belleza de la época. Amy, por el contrario, era demasiado llamativa con su cabello rojizo y su piel por completo salpicada en pecas, la señora Saint Jordan le recomendaba, por no decir que la obligaba, a usar guantes, mangas y cuellos altos para tapar la mayor porción de piel posible.

Al fin, y gracias a la asesoría de sus nuevas amigas, Nora decidió que se pondría el vestido gris topo con el chaleco en un tono más claro al igual que la sobre falda. Era el traje más liviano que tenía, siendo invierno. Gran parte de la falda era de terciopelo, un lienzo que le daba abrigo al tiempo que le permitía obviar algunas enaguas y conseguir mayor facilidad de movimiento. Ninguna de ellas contaba con el novedoso invento, los marcos de metal, que quitaban peso a la ropa interior consiguiendo la tan anhelada forma de reloj de arena. De momento, estaba disponible solo para los ricos.

Desayunar con el estómago anudado por las expectativas del día no fue tarea fácil; una vez más, fueron las muchachas quienes la instaron a ingerir una buena cantidad de tostadas y huevos, con el fundamento sólido de la necesidad de energías. Stephanie no desayunaba con ellas, solía decir que las damas no debían levantarse al alba, esa tarea era para los sirvientes y… empleados. Algo que todas sus inquilinas eran. Nora emprendía la nueva labor, pero sus compañeras de alojamiento no se quedaban atrás. Amy tenía en su haber el título de maestra, que había adquirido bajo la corriente de Horace Mann. Una línea de educación que promovía la escuela pública estatal, la educación para todos los individuos como único progreso posible, la eliminación del maltrato físico como medio de adoctrinamiento, entre otros puntos que le resultaban admirables. Para gran sorpresa de Nora, la señorita Brosman conocía a Lady Vanessa Witthall y eso, junto a las ideas progresistas de la muchacha, las hizo congeniar de inmediato. Clarise, por su lado, trabajaba en una boutique de moda muy prestigiosa de Boston. Había aprendido con rapidez el uso de las novedosas máquinas de coser, habilidad que congeniaba con su buen gusto, capacidad de bordado en varias técnicas, delicadeza en los detalles, etcétera. La señora Saint Jordan solía ponerla de ejemplo sobre las actividades propias de una dama que llevaba a cabo y que, según ella, le servirían una vez hiciera un buen matrimonio. La señorita Eastwood poseía un temple sereno y poco combativo, que escondía una voluntad férrea. No se trataba de que dejara de discutir porque se sometiera, sino porque no perdía el tiempo en tareas infructíferas. Stephanie desconocía lo que Clarise ambicionaba: tener su propia boutique, una en la que la ropa no se hiciera a medida —salvo clientes especiales—, sino que las buenas prendas y la elegancia estuvieran al alcance de la clase media.

Salieron las tres juntas, abrigadas, en un abanico de colores y porte soberbio que se ganaban varias miradas aprobatorias de los hombres. Clarise era la más alta, demasiado para su desgracia; Amy, la más baja, y Nora iba en el medio conformando una escalinata de alturas. Se separaron cinco manzanas hacia el oeste, la distancia podía recorrerse a pie desde la casa de la viuda Saint Jordan.

Al llegar a las oficinas de Miler & Miler, la recibió un gran alboroto. Mark estaba en la puerta y fumaba un puro. La miró con un gesto de culpa y desafío que ella se limitó a ignorar. Irguió el mentón y atravesó el umbral para chocar de inmediato con otro hombre joven, Liam, que acarreaba cajas de madera y gritaba como un estibador. Dos mujeres, Karen y Louisa, descosían los lomos de varios libros que habían sido mal encuadernados y lo hacían bajo los gritos despiadados de una tercera mujer: Eleanor Stean, la jefa del área. Hacia el final de ese caótico hall de ingreso, dos puertas permanecían abiertas, una con el letrero: corectora Nora Joley y otro con el de jefe de edición Frank Stean. Frank se tomaba las sienes y estaba a punto de llorar sobre el escritorio. Ya habían despedido al corrector, y todos temían que el siguiente telegrama de Miler trajera la noticia del cierre definitivo de la oficina.

—¡Silencio! —gritó y los vidrios temblaron—, ¡aún no nos despiden!, dice que nos da hasta el próximo cierre de edición. Dependemos del nuevo corrector que nos manda Nueva York. ¡¿Dónde demonios está ese maldito corrector?!

—Ese endemoniado corrector soy yo, señor, y si de verdad dependen de mí para que la oficina no cierre, será mejor que empiece por tratarme con respeto. —Sus palabras fueron dichas con un marcado acento británico, al tiempo que había cambiado el insulto americano por el de su propia tierra.

El silencio fue completo y todos los ojos se posaron en ella. Los de Eleanor con suspicacia, no le gustaba para nada que Charles Miler hubiera desautorizado a su esposo, Frank. Los de Karen y Louisa, con esperanzas, ya no soportaban los maltratos de los Stean. Liam, irlandés, murmuró algo en contra de los británicos, pero no mostraba real enemistad hacia la nueva correctora, y Mark aprovechó para sonreír desde la puerta y mirarla con socarronería: ¿así que media hora para enseñar?, parecía decir con sus ojos chispeantes.

—Pues bien, señorita Correctora, aquí solemos empezar una hora antes, porque estamos muy atrasados con el trabajo y… —Nora alzó la mano y cortó la diatriba.

—Si las horas de trabajo corriente no bastan, o falta personal o falta eficiencia, ¿dígame, señor… —Buscó la libreta en donde anotaba todo y dio con el nombre del jefe, que no se había presentado— Stean, qué nos hace falta?

Liam carraspeó. Las muchachas volvieron a la costura para no demostrar que se divertían con la situación. Mark apagó el cigarro, no se atrevía, frente al carácter de esa joven fierecilla, a entrar con el puro encendido.

—Nadie vendrá a trabajar antes de las siete —dictaminó Nora, frente al silencio del jefe. Se jugaba el pellejo y lo sabía, ese hombre podía enviar un telegrama a Miler y conseguir su despido, pero se sentía confiada. Era evidente que el editor no estaba muy conforme con el trabajo de la oficina de Boston y que, si debía sacarse a alguien de encima, empezaría por Frank Stean—. No quiero que la jornada empiece antes de un buen desayuno, ni espero que estén dormidos. El trabajo editorial requiere de lucidez mental, algo imposible si se caen del hambre o el sueño. Mark… —Lo llamó, rebuscó en su bolso y dio con un dólar—, ve a comprar pan, café, té. De ahora en adelante, tendremos la cocina abastecida. Señor Stean, anote, donde sea que usted lleve las cuentas, que me debe un dólar.

—Usted… usted…

Nora lo dejó con la palabra en la boca, no le interesaba recuperar ese dólar, podía darse el gusto de gastarlo si tenía en cuenta que el nuevo salario lo cubriría con creces. Avanzó hasta la oficina, tomó una pluma, la mojó en tinta y fue hasta el letrero:

—Es correctora, no corectora. Es Jolley, no Joley. Y ahora, no perdamos más tiempo y empecemos a trabajar.

Frank dio un fuerte portazo, Eleanor regresó con las feroces reprimendas y Liam se apoyó en la pared a la espera de órdenes.

—¿Y bien? —preguntó Nora. Debía admitir que tras el exabrupto de carácter no sabía por dónde empezar. Liam lo había adivinado, y la miraba con picardía.

—Liam Douglass, a sus servicios, señorita Correctora.

—Nora Jolley, con doble elle —remarcó, en esa ocasión, con un deje de humor—. Usted ya sabe mi puesto, me falta conocer el suyo, señor Douglass.

—Si tuviéramos algo por imprimir, sería el jefe de imprenta, señorita. Pero Miler nos dio la orden explícita de no gastar un centímetro más de papel ni una gota más de tinta hasta que no llegara el nuevo corrector. Desde entonces cumplo las funciones que encuentre disponibles.

—Entonces, espero que no le moleste que me aproveche de usted. Pues voy a necesitar ayuda. Para empezar, ¿cuál es la agenda? —La pregunta se ganó una carcajada del hombre, una risa tan sincera y fuerte que lo hizo llorar.

—Señorita Jolley, nuestra esperanza está en usted. —Dijo con la voz cortada por las risotadas—. Déjeme traerle el último envío de Miler, y decida por sus medios qué agenda llevar.

Liam se perdió en el corredor, y a los pocos minutos regresó con una caja de madera barata, de esas que se usaban para la correspondencia. A Nora le pareció inmensa, tendría demasiado por hacer en su primer día; sin embargo, no terminaba allí. El señor Douglass regresó con otra, y otra, y otra. Un total de seis cajas ocuparon la oficina de Jolley y le robaron el aliento.

—¡Endemoniado trabajo! —exclamó con marcado acento, y Liam volvió a reír.

—Bienvenida, señorita Jolley. Ya es una de las nuestras, maldice, empalidece pensando en renunciar. —Nora le sonrió para darse ánimos—. Por cierto —dijo mientras dejaba el despacho—, gracias por lo de la cocina y el café. Espero que los Stean no le corten las alas, usted sería una buena jefa.

—Gracias por el ánimo, Liam.

—Cualquier cosa que necesite… —Simuló un gesto de saludo con un sombrero imaginario y una reverencia a medias y se marchó junto a Mark. Debían encontrar un espacio cerca de la chimenea para destinar como cocina. Le agradaba tener algo útil por hacer.

Nora quedó sola. Por un instante se detuvo a contemplar las cajas y le ganó el desánimo. Las oficinas de Boston no eran ni tan lujosas, ni tan ordenadas, ni tan prestigiosas… pronto comprendería el porqué: Allí, entre la élite cultural del país, Charles Miler era visto como un agitador. Sin ir más lejos, publicar a la hija de Robert Cleveland, la famosa Lady Witthall, se consideraba una falta de respeto a los intelectuales de la ciudad, pues la díscola joven los había desafiado a todos en el pasado, antes de que su padre la enviara de una patada en el trasero a Inglaterra. ¿Y qué había hecho la muchacha?, ¿acatar en silencio? No, había publicado bajo pseudónimo, generando una revuelta en tierras británicas, desatado un escándalo y… conseguido un valiente editor que le permitiera usar su nombre. Charles Miler se había condenado en Boston, y Nora comprendía que, si no se ponía manos a la obra, ella misma seguiría el mismo destino.

—Un paso a la vez —se dijo—, o, lo que es en este caso, una caja a la vez.

Como pesaban demasiado, empezó por la más accesible. La curiosidad le ganó, y revisó el remitente en búsqueda de algún dato sobre el enigmático Charles Miler. En esos momentos, como correctora, tenía un trato directo con el editor. Esperaba que le sirviera para dar con él y tratar el asunto pendiente. A veces, el recuerdo de Elisa era tan fuerte que le estrujaba el corazón y le impedía disfrutar de todos sus logros. Era independiente. Ningún hombre la sometería, podía valerse por sí misma. Había conseguido otra clase de justicia para ella, una que le gritaba que a su hermana le arrebataron la posibilidad. Ojalá hubiera sabido que existía ese mundo nuevo, progresista, lleno de oportunidades. Ojalá nunca hubieran aceptado la limosna de la señora Godman ni pagado el alto precio demandado. Ojalá las personas no necesitaran estar al borde del precipicio para atreverse a saltar, para hallar el valor de tomar las riendas de la vida.

Leyó el nombre Charles M. Jr. y largó una risotada llena de desesperanza. El humor era la única forma de afrontar una decepción más. Las fechas de envío estaban tachadas, al igual que la dirección del remitente. Nada que pudiera indicar el origen de la correspondencia, ni siquiera adivinarla. Si dijera una semana, Nora podría conjeturar a cuántas millas se hallaba de allí. Si figurara el sello postal, quizá estimaría la zona del país. Nada… Cada dato relevante había sido oculto. Largó el aire, y dejando de lado una vez más el objetivo que la había llevado hasta allí, emprendió la tarea que comenzaba a darle sentido a su vida: la edición.

Que le pagaran por leer era casi comparable a que le pagaran por comer dulces, no podía considerarse más afortunada. Sacó del embalaje varios folios, estaban atados con un cordel y en cada uno de ellos estaban adosadas las notas de Miler.

Nora había dado con una caja devuelta por el editor. Una que rezaba en grandes letras mayúsculas: ¡INACEPTABLE!, SI ESTO LLEGA ANTES QUE EL TELEGRAMA, ENTÉRATE: ESTÁS DESPEDIDO. NUEVO CORRECTOR: REHACER POR COMPLETO.

—De acuerdooo —suspiró Nora—, con que esos ánimos tenemos.

En un principio, pensó que Miler era un quisquilloso, uno de esos maníacos del control y los detalles. No estaba equivocada en absoluto, pero eso no quitaba que tuviera toda la razón del mundo. El trabajo del corrector anterior solo se podía definir como lo había hecho el editor: inaceptable. Y desastroso. Nora pensó que sus ojos sangrarían.

Se sentó en la butaca tras el pequeño escritorio, abrió las cortinas a sus espaldas para dejar entrar la luz natural y emprendió la tarea de revisar las notas de Miler. Iba a corregir ese manuscrito en particular, antes de alzar la vista y decidir que no era la más sabias de las decisiones.

—Liam… ¡Liam! Dime que aún estás desocupado.

El hombre se presentó con una bandeja con té y una rodaja de pan.

—Sí.

Si quería tener éxito, debía trazar un plan de acción, con prioridades bien marcadas.

—Bien, necesito tu ayuda. Empecemos a abrir todas las cajas, por lo visto, algunas son nuevas y otras son devoluciones… Necesito saber a qué nos enfrentamos.

—A la última posibilidad de un trabajo digno.

—Ja-Ja. Vamos, ánimo, señor Douglass. Empecemos por la que ya abrí, tenemos esta corrección de manuscrito que Miler catalogó de inaceptable, ¿qué más?

Las manos de Liam rebuscaron en la caja al tiempo que Nora tomaba notas en su libreta:

Manuscritos para revisar nuevamente; manuscritos para revisar por primera vez; traducciones del francés; traducciones del español. A cada registro, la señorita Jolley le agregó una prioridad e hizo una evaluación rápida del contenido y del tiempo que debía destinarle. Era el mediodía cuando finalizaron la primera revisión de tareas, el estómago de Nora rugió, el de Liam también, y a la libreta no le quedaban más páginas.

Salieron del despacho y se dirigieron a la improvisada cocina. Mark tenía un almuerzo humilde preparado, de pan, queso, y carne seca. La señora y el señor Stean no se presentaron a comer, aún estaban algo enfadados con la señorita Jolley por el enfrentamiento de esa mañana.

—Se les va a pasar —dijo Karen—, son inútiles, pero no malas personas.

—Me sorprende que los defiendan, luego del modo en que las han tratado con las costuras.

La mujer se encogió de hombros.

—Están preocupados por quedarse sin trabajo y dejarnos en la calle. Cuando llegó el despido del corrector, creímos que todos nos quedaríamos sin empleo. Tres meses sin trabajar y recibiendo el salario es insostenible.

—Pues ahora no nos quedará más que tratar de ganar el tiempo perdido. Esta mañana he logrado organizar un inicio de agenda. No es el definitivo, se necesita más que unas horas para coordinar una oficina, pero estoy segura de que, si nos adaptamos y hacemos bien las cosas, Miler decidirá mantener la oficina. Boston es el centro cultural del país, no puede cerrar.

—Esperamos que tenga razón, señorita —agregó Louisa, tras lo cual, retornaron todos a sus tareas.

Nora revisó las notas y decidió que comenzaría con el manuscrito que Miler había marcado como importante, pero con pésima labor editorial. Pensar que había supuesto que le tocarían solo los libros de ficción… estaba equivocada. La oficina de Boston estaba tan necesitada que todo recaía en ella. En esa ocasión, un libro sobre la educación como camino a la igualdad. Mientras leía, pensaba en cuánto lo disfrutaría Amy y en que, una vez publicado, le regalaría una edición a su amiga.

Las horas pasaron sin que se diera cuenta. Liam entró silencioso, sin golpear, solo una vez a traerle el té —ya había notado que lo prefería antes que al café— y otra rodaja de pan con queso. Luego, lo hizo una vez más para encender las velas, ya que la luz natural se había disipado.

Nora no lo sabía, pero al otro lado del despacho, los empleados de Miler & Miler aguardaban, adelantando tareas, a que ella decidiera salir y diera por finalizada la jornada. Lo dicho por Karen era el miedo de todos, y la señorita Jolley era la última esperanza. Hasta los Stean se mantenían firmes en sus tareas, ya sin ánimos de lucha contra la nueva empleada. El señor Douglass les había comunicado lo hecho por Nora hasta el momento, y Frank creía que estaban en el camino que agradaría a Charles Miler.

El reloj de péndulo marcó las cinco de la tarde, y los presentes se miraron, dudosos de interrumpir a Jolley o marcharse en silencio. No fue necesaria la interrupción, pues otra tuvo lugar. Tres damas, dos jóvenes y una mayor, aporrearon el llamador de la oficina.

Eleanor fue a atender.

—Buenas tardes…

—Noches, querrá decir, mire la luna. —La voz que contradijo la bienvenida de la señora Stean fue la de Stephanie Saint Jordan. La secundaban Amy y Clarise, tan regias como estatuas.

—Buenas noches, señora.

—¿Se encuentra la señorita Jolley?

—Sí, ella…

—¡Gracias a Dios y la Santísima Virgen! —Se persignó, simuló un vahído al que Clarise socorrió abanicando con la mano mientras Amy buscaba las sales. No fueron necesarias—. No se da una idea de lo preocupada que estaba, tenía el corazón en la boca.

Stephanie se adentró a la oficina sin ser invitada.

—Sabe usted, estas jovencitas están a mi entero cuidado. Otras mujeres menos nobles que yo se contentarían con la renta y ya, pero yo soy una buena cristiana y presto mis servicios donde son más necesarios. Cuando imaginé que mi pequeña Nora, porque Nora es la más joven de las tres, ¿sabía usted? Tiene solo diecisiete años… excelente edad para encontrar marido. Bueno, ¿qué decía?, ah, sí, cuando imaginé que mi pequeña Nora tendría que caminar a solas por las calles de una ciudad nueva, a estas impropias… impropias —remarcó para todos los presentes. Alzó el mentón con desafío al tiempo que evaluaba al grupo que ella consideraba responsable de poner en jaque el honor de su protegida— horas…

Nora escuchó el barullo y salió corriendo de la oficina.

—Señora Saint Jordan.

—¡Oh, querida!, ¡qué bueno que te encuentres bien!

—He perdido la noción del tiempo, lo siento muchísimo —dijo para la viuda y para los presentes, al percatarse de que todos se hallaban todavía allí. Ella, que había empezado el día remarcando la importancia de estar descansados, los había empujado a trabajar en demasía.

—Claro, claro. La mente de una mujer está diseñada para la familia, cuando tengas la tuya verás cómo no se te olvida la hora. —La señora Saint Jordan evaluó el grupo. Conocía a Mark, a quien descartó de inmediato. Frank era muy mayor y llevaba alianza. Las dos restantes eran mujeres. Por lo tanto, los ojos de águila se posaron en Liam—. Dígame, señor…

—Douglass. Liam Douglass. —El hombre extendió la mano y a la viuda le pareció que los modales eran adecuados. Tenía trabajo, juventud y educación… tildó las casillas de su cuestionario imaginario y lo dio por aprobado.

—Liam Douglass, estoy segura de que un caballero como usted no hubiera dejado a mi pequeña sin protección. —La mirada fue directa hacia el dedo anular.

Amy y Clarise dieron un paso atrás con disimulo e iniciaron la conversación muda de guiños y señas con Nora. Que sí, que no, que lo va a hacer:

—¿Es usted casado? —Los tres rostros de las protegidas de Saint Jordan se giraron hacia él y negaron al unísono, casi con desesperación.

—N…Sí, eh… sí —Tres cabezas asintieron con él a la par—, estoooy casado. Con Karen —y tiró el brazo de la muchacha para acercarla a él.

Las facciones de Stephanie se endurecieron al instante.

—Veo, pues es usted un mal marido, permítame decirle. Dejar que su esposa trabaje, cuando podría mantenerla y sostener la familia, pero ¿qué clase de hombre es? Supongo que el mismo que hubiera dejado a mi pequeña Nora caminando sola por la ciudad a estas inadecuadas horas. —Alzó el mentón una vez más antes de dar la orden—. Nora, querida, se terminó la charla. La cena nos espera, pues somos un hogar respetable que lo hace antes de las seis. Espero… —agregó para todos—, que mañana no tengamos que venir nosotras, mujeres de bien, a acompañar a una dama a su hogar. A las cuatro quiero a mi niña en casa, de lo contrario, escribiré yo misma al señor Carrington.

Nora se apuró a buscar el bolso y caminó a paso ligero junto a la viuda. Se volvió una vez solo para vocalizar: lo siento mucho, hasta mañana; y se percató de que sus compañeros de oficina contenían las carcajadas por la ridícula situación vivida.

—Eso, Liam —escuchó que Karen decía en tono divertido—, podrías mantenerme.

La señora Saint Jordan no oyó los chistes, pues rumiaba sin cesar:

—Todos casados en esta ciudad, tendré que ampliar el rango de edades. Un hombre de cincuenta puede ser tan buen esposo como uno de treinta.

Ir a la siguiente página

Report Page