Nora

Nora


Capítulo 12

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Los días se volvieron semanas, y las semanas, meses. La segunda correspondencia de Charles Miler fue en mejor tono. Si a Frank Stean le quedaba algún reparo sobre la nueva correctora, lo disipó ante el tono del editor.

Nora Jolley parecía quitarle la mitad del peso de las responsabilidades. Llevaba la agenda de tareas, y le dejaba a Frank el rol para el que servía: encontrar manuscritos que valieran la pena. En cuanto la rutina del trabajo bien pautado se apoderó de todos ellos, la señorita Jolley encontró el tiempo para enseñarle a Mark a leer y escribir, lo que le consiguió, como había previsto, un ascenso.

Ya no contaba con Liam, la imprenta había reiniciado sus actividades y vuelto a contratar a los cesantes. También, y gracias a la buena predisposición de Miler, Eleanor Stean sumó personal: Una muchacha para la limpieza que también se encargara de la comida los mediodías; un hombre mayor, que rondaba los sesenta, como asistente de Nora; un pre-selector de manuscritos para Frank y un controlador de calidad para las ediciones terminadas.

La oficina de Boston no le llegaba ni a los talones a la de Nueva York, pero, al menos, ya no contaba con el glorioso puesto uno de la peor sede Miler & Miler.

Nora no entraba en sí de la felicidad, una alegría que le costaba compartir. Se mostraba firme, eficiente, casi fría. Aunque su fachada era bastante débil y los compañeros que trabajaban con ella a diario veían su verdadero carácter. Era parte de ser tan joven, mujer y con tantas responsabilidades. Necesitaba mostrarse más profesional que un hombre si deseaba que la respetaran. De hecho, en la imprenta había tenido un par de cruces con hombres que proclamaban no aceptar órdenes de una mujer, encima una niñata. Por fortuna, Liam la apoyaba de manera incondicional; de todos modos, no dejaba de ser molesto para ella que el señor Douglass tuviera que repetir las instrucciones para que fueran acatadas. En la sede administrativa, en cambio, Frank y Eleanor decidieron ser intransigentes: En las entrevistas preguntaban de manera directa si les molestaba que su jefa fuera mujer, en caso de respuestas afirmativas, los descartaban sin revisar las habilidades.

Salvo esos problemas que creía inevitables —así era la sociedad y, por si llegaba a olvidarlo, la señora Saint Jordan se lo recordaba—, en el resto de los aspectos no podía quejarse. Miler, en la tercera correspondencia, ya le escribía de manera directa. Nora, con esos tres envíos, ya pudo sacar algunas cosas en claro, como, por ejemplo, que Charles no estaba cerca. La sospecha de que pudiera encontrarse en Inglaterra le estrujaba las entrañas, ¿y si había hecho todo ese viaje en vano? Entre envío y envío pasaba más de un mes, lo que significaban millas y millas de transporte. Trataba de darse ánimos al pensar que Estados Unidos era un país inmenso, que bien podía estar en Virginia o Carolina del Sur, donde también tenían oficinas.

Pensar en Elisa en cada ocasión que le llegaba una caja era irremediable, como también lo era la sonrisa que le pujaba en los labios cuando leía las notas de Charles Miler. El debate entre lo que debía hacer y lo que anhelaba hacer la partía a la mitad, y tras más de tres años en América empezaba a creer que jamás tendría una oportunidad de saldar la deuda hacia su hermana. La alegría de sus logros se veía empañada por la nostalgia, y a veces, esa sonrisa amplia se le empapaba de lágrimas.

«[…]Señorita Jolley —leyó parte de la misiva—, ¿qué piensa usted de que emprendamos un sello de poemas en Boston? Debo reconocer que mis pensamientos se hallan divididos en este sentido, y solo confío en usted y en su comprobada sensibilidad para que incline la balanza a favor o en contra. De más está decir, que mi lado comerciante —sepa disculpar que tenga uno, son mis bajos instintos— me recuerda que la poesía no vende, no produce dinero; pero, ¿acaso alimentar a los pobres debe ser redituable? Sabemos que la poesía es el alimento del alma; en este caso, señorita Jolley, dirá usted, ¿debo pensar en rentas o en el bien a los espíritus hambrientos de los ciudadanos de este país? [...]».

No se trataba de la primera ocasión en la que Charles le solicitaba opinión sincera, ni mucho menos, en la que le escribía con ese tinte personal. Había leído algunas de las cartas que le llegaban a Frank, y todas ellas eran de índole profesional. Nora se sentía plena al percibir el respeto y la consideración de Miler, un hombre que le resultaba admirable.

En el puesto de correctora pasó dos años. La ciudad de Boston se sintió como un hogar para ella; desde la muerte de Elisa que no se había sentido tan cómoda. Con Amy y Clarise desarrollaron una amistad tan estrecha que pareció hermandad; la señora Saint Jordan insistía aún en conseguirles marido y ellas, en secreto, se reían de los infructuosos intentos. La viuda no dejaba pasar velada de viernes sin invitar hombres solteros a que fueran a cenar y compartir la noche con las dotadas niñas que vivían con ella. El problema era que los dones de esas excéntricas señoritas espantaban a cualquier pretendiente que Saint Jordan consideraba digno. Mujeres que hablaban de política, literatura, educación y negocios… el diablo era mejor bienvenido en la mesa que ellas tres.

No parecía molestarles. La única que había expresado el deseo de casarse era la señorita Eastwood, solo que no con hombres cerrados de mente con los que insistía Stephanie.

—Entiendo que quizá, para ustedes, mi sueño les parezca… poco ambicioso —expresó en una ocasión, mientras se reunían junto al hogar de la recámara y bebían el té sentadas sobre la alfombra. Era una actividad habitual entre ellas, quedarse hasta la medianoche compartiendo charlas, lecturas y anécdotas. Sabían que la señora Saint Jordan no aprobaba que damas de bien se quedaran despiertas hasta tarde, por tal motivo, la señora Olivender les escondía la tetera y algunos dulces en la habitación, cómplice de las actividades nocturnas.

—¡Jamás pensaríamos eso! —Amy se mostró un poco indignada.

—Yo deseo ser madre, y creo que Stephanie lo ha notado, por eso insiste más conmigo que con ustedes.

—Clarise —Las manos de Nora se unieron a las de ellas—, tu sueño es tan válido como todos. No se trata de imponer algo, sino de ser libre de elegir. Y si tú anhelas esa vida, debes de ser libre de forjarla sin tantas presiones sociales.

La señorita Eastwood bufó, un quejido que no llevaba la contra a las palabras de su amiga, sino que le daba la razón.

—Creo que, si la señora Saint Jordan se entera de mis pensamientos, dejaré de ser la preferida.

—¿Es capaz de pensamientos impuros, señorita Eastwood? —bromeó Amy, y simuló un vahído como los que aquejaban falsamente a la viuda cuando hacían algo impropio—. No dejamos de conocer a la gente, Nora. Dos años de engaños hemos vivido.

Ahogaron las risas en los almohadones para no delatarse. Nora insistió en que Clarise terminara de confesar su pecado:

—Y es que… ya lo dije, quiero ser madre, pero eso no siempre implica querer ser esposa… —finalizó, y Amy y Nora fingieron horror ante las palabras de la joven.

Hablaron hasta el alba esa noche, brindándose consejos las unas a las otras, recomendaciones sabias que ponían el corazón y el cerebro en juego. La entendían, Clarise no era una belleza estándar, demasiado alta, demasiado flaca, demasiado pálida. Nada de lo que la moda del momento demandaba de una mujer. ¿Y su sueño?, claro que podía ser madre, pero dada la sociedad que vivían no podía ser madre sin ser esposa. El sacrificio a pagar era ese: el matrimonio.

Las tres amigas debatieron mucho sobre si se podía conseguir un matrimonio que no fuera un sacrificio, y si ellas aceptarían una unión en otras condiciones, como era tan habitual. Presas del estado de ánimo al hablar de amor, comentaron las historias románticas verídicas que conocían, esas parejas forjadas en el amor y en el respeto. En la igualdad de las partes.

Comprendieron que, quizás, ellas también anhelaban una familia, pero que la relegaban a segundo plano al comprender con razón —y una pizca de cinismo— que no era posible ser profesionales y esposas a la vez en esos tiempos. Demostraron así que, pese a que la señorita Eastwood lucía como la más fría, menos pasional y en extremo correcta, era, en realidad, una verdadera soñadora. Una de esas mujeres que no desean renunciar a ninguno de sus sueños: madre y dueña de una boutique.

Esa había sido la noche de mayores revelaciones hasta el momento entre las tres. Sin embargo, no sería la última.

Unas semanas después del inicio del ’59, tras los brindis de festejo de nuevo años el receso de descanso y la entrega de los presentes, Frank Stean llamó a Nora a su despacho.

No fue algo que preocupara a la muchacha, estaba acostumbrada a reuniones personales con el jefe, por lo que, sin que le dijera nada, tomó la libreta, la pluma y se dirigió dispuesta a tomar notas de las órdenes.

—Deja eso, Nora… —pidió Frank—, no son instrucciones lo que tengo que comentarte. Por favor, siéntate.

La señorita Jolley comenzó a preocuparse. Veía a Stean algo inquieto, y las arrugas de la frente se le marcaban un poco más, como si esa mañana fuera un par de años más viejo.

—¿Malas noticias?

—Depende de cómo las veas. No creo que sean malas, es… es una oportunidad, si puedes verlo así. Más dinero, más trabajo, más responsabilidades, más poder de decisión…

—¿De quién estamos hablando, Frank, de ti o de mí?

—De ti… Verás, bueno… supongo que ya lo sabes, pero…

—¡Por todos los santos, Frank, ve al grano! —se impacientó.

—Charles Miler trabajaba con un asistente, un hombre mayor que supo trabajar con su padre, un hombre de entera confianza…

—¿Y bien?

—Pues que ya tiene unos sesenta y cinco, y Charles decidió brindarle el merecido retiro. El problema es que necesita un reemplazo, alguien más que él considere de su entera confianza, ¿me sigues?

—Oh, ya veo, estaremos meses sin recibir órdenes —conjeturó Nora—. No te agobies, Frank, encontraremos el modo de ser productivos con… —La mano del jefe se alzó para detenerla.

—No es eso, se trata de que Charles Miler pensó… bueno, cree… solicita… que, de estar disponible y sea de tu agrado…

—¡Habla! Nunca te escuché balbu…

—¡Que seas tú! —gritó, frenético como su interlocutora—. Solicitó que seas tú su nueva asistente. La paga es mejor, las tareas son más exigentes y te tendrías que mudar. Ya está, lo dije.

—¿Qué?

—Que…

—Ya te escuché, Frank, mi qué fue una expresión de desconcierto… —Nora se puso de pie y caminó por el despacho de punta a punta. Se sentía tan halagada como aterrada. ¡Charles Miler pensaba en ella como asesora, la consideraba de confianza, valoraba su opinión!, podía ponerse a dar saltitos si no fuera porque dejaba de lado la otra parte de la ecuación: abandonar Boston, sus amigas, dejar todo lo que quería una vez más. Otro desarraigo, otra vez empezar de cero—. ¿A dónde debo mudarme? —inquirió.

—No lo sé con certeza, ya conoces el modo de manejarse de Miler.

—Discreción total…

—Secretismo total. Solo sé que es en el oeste, al parecer descubrirás el destino final cuando las vías ferroviarias terminen y tengas que hacer el tramo central en carreta.

Nora desistió de su andar nervioso y se dejó caer en la butaca. Frank le brindó los minutos de silencio necesarios para procesar la noticia y luego agregó sus percepciones:

—Nora, has hecho un trabajo magnífico aquí, has salvado la oficina, los puestos de trabajo de muchas personas. Te debemos mucho y, si eliges marcharte, te extrañaremos. Quien venga después de ti lo tendrá fácil, porque seguiremos el ritmo que has marcado. Y no somos los únicos que lo vemos, Charles Miler, desde el oeste, contempló lo mismo. El puesto de correctora te queda chico, Nora, y no hay forma de que una mujer sea jefa de una oficina… lo sabes, lo sé, lo sabe Miler también. Es una mierda —se atrevió a maldecir—, pero es la mierda en la que vivimos. El puesto que se te ofrece es el más alto al que puedes aspirar, me atrevo a decir que, si Charles te respeta como parece hacerlo, estarás por encima de todos los jefes de todas las oficinas. Incluso sobre Carrington —Sonrió con picardía—. Es arriesgado, es ambicioso, pero también es una gran… gran oportunidad.

—Necesito pensarlo, Frank. ¿Hasta cuándo tengo tiempo de contestar?

—Hasta el viernes, Mark irá al correo y enviará los telegramas. Allí le informaremos a Miler tu decisión.

—Gracias, Frank. Si no te importa, iré a beber un té con una gota del whisky de Liam. —No esperó autorización y se marchó a la cocina por un poco de sosiego.

 

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