Nora

Nora


Capítulo 13

Página 15 de 46

13

La única forma de tomar una decisión sensata era consultándolo con sus amigas. Durante la cena, mientras la señora Saint Jordan hablaba sobre un primo lejano suyo que había enviudado y que, en su opinión, necesitaba una nueva esposa, Nora les hizo La Señal a las compañeras de habitación. Un gesto que todas sabían que significaba reunión importante. Stephanie pasó a hablar de un empleado del ferrocarril, muy amable, a quien apenas se le notaba lo bizco y que, obviando ese detalle, podía ser un buen partido para alguien poco agraciada —en referencia a la pobre Clarise—, y, durante el soliloquio, la señora Olivender fue advertida del plan nocturno.

Con la destreza desarrollada en esos dos años de convivir con la viuda, tanto el ama de llaves como las tres muchachas convencieron a Stephanie de que se fuera a dormir temprano, asaltaron la despensa en busca de dulces, la señora Olivender preparó extra ración de té y se encerraron en la habitación a conversar junto al hogar.

—¡Vamos, Nora, suéltalo! —insistió Amy. Clarise, paciente, sirvió la infusión y aguardó a que la señorita Jolley estuviera lista para hablar. Nora tragó el bocado de ciruela en pasa y sorbió el té.

—Me han ofrecido un ascenso…

—¡Felicidades! —exclamaron a coro, y se silenciaron al ver que Nora, en lugar de sonreír, lloraba—. ¿Qué ocurre?

—Muchas cosas… —expresó con la voz cortada—. Por un lado, es en el oeste del país, me tendría que mudar, alejarme de ustedes, que es lo más parecido a hermanas que he tenido desde… desde… desde Elisa.

Las muchachas la observaron sin presionarla. Le alcanzaron un pañuelo y le rellenaron la taza. Lo cierto es que habían confiado las unas con las otras, pero ninguna había hablado del pasado. Ni Amy de sus años de orfanato, ni Clarise de su soledad, ni Nora de lo que la había llevado a América. Había guardado por tanto tiempo sus motivos, al igual que las emociones, que el llanto se abrió paso como el agua de una inmensa catarata. Todo lo que contó, desde ese instante en adelante, lo hizo con lágrimas en los ojos.

—Elisa es… era mi hermana. Murió en el ’54, dicen que fue un suicidio, pero yo sé que no. La… la mataron. —Amy y Clarise se taparon la boca con horror.

—Lo sentimos muchísimo —expresó la señorita Eastwood, la más capacitada para hablar. Amy estaba conmocionada ante la declaración.

—Yo vivía con una prima de mi madre, la señora Godman. Ella nos alojó en su casa, era la esposa del vicario de una capilla en el sur de Inglaterra, en las tierras del marqués de Aberdeen. A cambio de su hospitalidad —remarcó con cierto desdén, conocedora de que el acto nada había tenido de generoso—, le dijo a mi hermana que debía trabajar de dama de compañía de la madre del marqués, mientras yo me ganaría el techo haciendo lo mismo a su lado. Al principio nos pareció un trato justo, pero luego me enteré de que la señora Godman le exigía a Elisa el total de su paga; mi hermana creía hacerlo por mí, para que no me faltara nada. No era así, la prima de mi madre era una persona avara, no destinaba ni un chelín en mi persona. De modo que Elisa quedó a merced del marqués, dependía de su generosidad, una que mostró a cambio… a cambio de…

—No necesitas decirlo —La mano de Clarise le tomó las suyas y le dio un apretón firme—, no somos ingenuas jovencitas. Sabemos la suerte que corren quienes son menos afortunadas que nosotras.

El nudo en la garganta de Nora creció hasta estrangularla. Era lo que llevaba cuatro años pensando, que, si no hubieran sido educadas con ese sentimiento arraigado de sacrificio, abnegación y sometimiento, otra hubiera sido la historia de Elisa. Una más parecida a la de ella, llena de éxitos y reconocimiento. Las hermanas Jolley compartían la lucidez mental, las ansias de aprender, la dedicación y la testarudez. Por desgracia, Elisa tenía algunos atributos más que Nora: una belleza que la elevaba por encima de la media, unos modos dóciles, tan alabados entre las damas inglesas, y una propensión a seguir las normas.

—Pues esa fue su suerte —continuó—, el marqués se aprovechaba de ella, la amenazaba con hacerle la vida un infierno y, cuando eso no fue suficiente, porque la vida de mi hermana ya era un infierno, amenazó con hacerme lo mismo a mí. Yo no lo sabía… Elisa me protegió siempre del lado malo de la vida… no supe esto hasta que recibí una carta de ella.

Amy lloraba casi tanto como Nora. Ocupó las manos sirviendo el té, ninguna podía seguir ingiriendo dulces. Tenían el estómago cerrado y la boca agria por la historia que debían digerir. La señorita Brosman se acercó más a Nora y la instó a apoyar la cabeza en su regazo, a que llorara y utilizara su camisón como sudario de lágrimas.

No buscó la carta ni los documentos que viajaban con ella, no se trataba de presentar pruebas, sino de desahogarse. De largar la culpa que la carcomía en cada ocasión que veía a la vida sonreírle.

—La misiva iba acompañada de un par de documentos. Mi hermana me explicaba su martirio, así como la intención de huir del marqués. Quería que yo fuera con ella y, por supuesto, lo iba a hacer. Por ese motivo, me entregó la evidencia que tenía contra lord Simon Gordon, para que las tuviera al resguardo hasta la noche del jueves, en la que vendría por mí. No pudo hacerlo… el miércoles murió, dijeron que fue un suicidio, la enterraron en tierras no sacramentadas. Yo no pude ir al funeral, en cuanto lo supe, hui. Escapé vestida de niño, con tan solo una maleta, y me escabullí como polizón en un barco a América, siguiendo las indicaciones que Elisa había dejado en la carta. Sabía que, si me quedaba, sería la siguiente en morir… el secreto que mi hermana había develado no solo bastaba para terminar con el poder que el marqués ejercía sobre ella, sino que era suficiente para arruinarlo. Lo demás… desde la travesía hasta aquí, ya lo conocen.

Hicieron silencio por unos segundos, en los que se permitieron digerir lo que sabían. Nora se merecía ese tiempo para recomponerse ante la avalancha de preguntas que seguirían. Más té, algunos dulces que se obligaron a tragar y la voz de Amy, que rompió con la pesada quietud:

—¿Dónde entra Charles Miler en todo esto?

—Él no exactamente, su padre. Supongo que además de la editorial, le legó este gran problema con nombre Nora Jolley. —Clarise y Amy la observaron, Nora se incorporó y continuó con el relato—: El secreto que mi hermana encontró con pruebas firmes es que el anterior marqués de Aberdeen, el padre de Lord Gordon, tuvo en realidad un primer matrimonio, legítimo, con una mujer por debajo de su condición. Fue durante la guerra napoleónica, al parecer, amaba a una muchacha del pueblo y contrajo matrimonio pensando que no volvería con vida. Fue consumado, y de allí nació Charles Miler padre, el primer editor. El marqués de Aberdeen, en este caso hablo del abuelo de Lord Gordon, puso el grito en el cielo al enterarse y mientras su hijo servía en el frente, se deshizo de la muchacha, la envió a América y le dijeron al padre de Simon Gordon que su primera esposa había muerto. Ya le habían concertado un matrimonio con Lady Stanmore, y él, deprimido, se dejó llevar por las circunstancias sin saber que había tenido un hijo ni que su esposa estaba viva. Lady Stanmore es la mujer a la que Elisa le hacía compañía, y ella siempre supo la verdad. No la casaron engañada, por el contrario, le explicaron que era el precio a pagar por ser marquesa. Lady Stanmore tenía la evidencia del engaño a modo de resguardo, en caso de que su marido fuera un mal hombre o le hiciera la vida imposible, a sabiendas de lo que los matrimonios concertados pueden llegar a convertirse. El problema… con los años, la mujer perdió la lucidez, tiene esa enfermedad que desconoce el paso del tiempo, que algunos días se despierta en el pasado y otros, en el presente. Elisa lo supo todo, según su carta, en el mismo momento que lo hizo el marqués; en uno de sus abusos, Lady Stanmore confundió a su hijo con su esposo y le recriminó el engaño. Amenazó con destruirlo con las pruebas en su contra, Gordon pensó que desvariaba, pero Elisa sabía que en esa enfermedad confunden las cosas, pero no inventan. Así que buscó por toda la mansión hasta dar con los papeles que la marquesa decía tener y, cuando los halló, se dispuso a huir…

—Entonces —Clarise puso en palabras la conclusión evidente—, ¿el auténtico marqués de Aberdeen es Charles Miler Jr.?

—Sí, le pregunté al señor Clark, es hijo legítimo, es el nieto del marqués que fue a la guerra.

—En tal caso, ¡debes ir, Nora!, le debes la verdad.

—No lo sé —dudó—, sí, le debo la verdad, pero, ¿no creen que para él sería una carga? Es el editor más importante de América en este momento. Se ha forjado una vida, una que no se basa en legados ni en privilegios, sino en trabajo duro. ¿Por qué le correspondería reclamar una historia que le es tan ajena? Ya no vive su abuela, la primera esposa del marqués, ni su padre, el heredero…

—Es su decisión, Nora. No seas cómplice de la mentira… —intervino Amy. La señorita Jolley asintió de manera mecánica. No podía explicar el resto de sus sentimientos, porque ni siquiera ella los entendía. El cariño y la admiración que tenía por Charles Miler era tal que no quería mancillarlo con el oscuro recuerdo y desprecio que tenía por el marqués de Aberdeen. Deseaba mantener su relación con el editor limpia de pasado, pura, elevada, superior. El intercambio de ideas, de opiniones. Las misivas que se daban en igualdad, en la equidad de dos personas que se respetan. No existían nobles y plebeyos entre ellos, y, por momentos, hasta se borraba la línea jefe-empleada.

—Si voy, también las pierdo a ustedes —manifestó, y las lágrimas volvieron a empañarle la mirada. Se abrazaron, se estrecharon con el cariño que dejaba en claro que la distancia sería solo física.

—Solo perderás a una de nosotras —dijo Clarise, con una sonrisa empapada—, a mí, que me quedaré a cumplir mi sueño de madre y dueña de boutique.

—¿Y a mí? —preguntó Amy, desconcertada.

—Lamento ser la más lista de las tres —La broma de la señorita Eastwood alivianó el ambiente—, es evidente que necesitarán mi consejo. Así que recuerden escribir con frecuencia, y tenerme al tanto de los líos en los que se ven envueltas.

—¿De qué hablas? —Nora indagó en la pálida mirada de Clarise.

—Tú debes ir, la verdad y la justicia te invocan. Y además de eso, es un salto en tu carrera, analizarás manuscritos, decidirás qué corresponde ser publicado y te codearás con los intelectuales de este país. ¡No solo eso!, les dirás cómo hacer su maldito trabajo. —Las tres rompieron en carcajadas ahogadas por el insulto.

—Endemoniado trabajo —corrigió la señorita Jolley, con la palabrota al estilo británico. Una vez las risas terminaron, Clarise continuó:

—Y Amy debe ir, porque hace dos años que la escuchamos quejarse de que aquí las élites están arraigadas, que se resisten al cambio y al modelo educativo de Mann. Pues bien, señorita Brosman, es hora de llevar el pan al hambriento, el agua al sediento y la educación al privado. Y esa misión se encuentra en el oeste de este inmenso país.

La señorita Eastwood tenía razón; como siempre, agregaría ella cuando las despedía en la estación de tren. Ambas tenían las semillas de su propio destino en las manos, debían dejarlas caer en tierra fértil, y eso se encontraba en el Oeste. Amy iría a California, Horace Mann estaba enfermo, pero uno de sus más fieles seguidores le había conseguido un puesto en las tierras del vino y el oro. Nora… Nora se enteraría del punto final de la travesía cuando llegaran a Missouri: El mismo estado aguardaba por ella. Si esa no era una buena señal, ¿qué más podía serlo?

Ir a la siguiente página

Report Page