Nora

Nora


Capítulo 18

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En el pequeño comedor anexo a la cocina, Kaliska había dejado el almuerzo preparado para Nora. No se le sumó, el ir y venir de la mujer junto a dos muchachas le indicó a la señorita Jolley que estaban en plena faena. Al ser una casa pequeña —si se comparaba con las demás propiedades Grant—, no requería de demasiados sirvientes.

Al pasar pudo divisar al segundo empleado que vivía con ellos: José. Un muchacho joven, apenas unos años mayor que la misma Nora, que cumplía el rol de auxiliar del señor Miler. Lo vio pasar con una bandeja de alimentos, y pudo adivinar que Charles tampoco le haría compañía. Se sentía inmensamente sola. Una sensación que apenas recordaba, y que le supo amarga. Extrañó a la señora Monroe y Saint Jordan, a Amy, a Clarise, incluso a la señora Sullivan. Por fortuna, la mañana de trabajo sin ingesta le permitió comer pese a la tristeza, y al finalizar, se encargó de los trastos sucios y se dispuso a lavarlos. Kaliska le pidió que lo dejara, pero Nora no la oyó. Tenía la vista perdida en el paisaje boscoso, y la mente envuelta en un ovillo de cavilaciones.

Pensaba en los cambios de humor de Miler, en lo bien que se relacionaban cuando éste se lo permitía y lo inalcanzable que resultaba tras su muro de hielo. Un muro tan alto y tan bien construido que soportaba los calores californianos. Lavar con el agua de pozo le resultó refrescante, y terminó por empaparse la nuca, debajo de la trenza para mantener el frescor. Tras ello, regresó al despacho.

El mismo se encontraba abierto de par en par, Kaliska y las dos muchachas habían aprovechado para asearlo: olía a limón y miel, a la brisa de la ladera y a las flores del alféizar de la ventana. La soledad se sentía más. La ausencia de Miler era aplastante. Por unos minutos, Nora se sentó en la butaca que antes ocupaba él y aguardó su regreso. Al percatarse de que eso no sucedería, se quedó allí, y con los papeles en la mesa auxiliar de ruedas, la tinta y la pluma, se dispuso a avanzar con el trabajo puesto en pausa.

Sabía gestionarse por su cuenta, era lo que hacía en Boston. De modo que planteó una agenda de días en base a las tareas que estaban en el escritorio, sin preguntarse ni una vez… mentira, preguntándose a cada instante, si Charles lo haría de esa manera.

Unas horas más tarde fue interrumpida por Kaliska que le traía el té. En esas tierras se bebía frío con una rodaja de limón y una hoja de menta, de todos modos, la mujer le ofreció servirlo a la inglesa si así lo prefería. Nora sí, así lo prefería. Su té a las cuatro, sus galletas para acompañar, sus navidades blancas y los jardines verdes. La humedad del aire… hasta la rectitud y los modales regios formaban parte de sus nostalgias. Pero no era tonta, el vestido ya era una invitación a brotarse por el calor, como para sumarle la caliente infusión.

—Así es delicioso, muchas gracias, señora Kaliska. —La nativa parecía contener la risa cada vez que Nora la llamaba señora, sobre todo porque por educación no se atrevía a indagar en si Kaliska era el nombre o el apellido, si era señora o señorita, si los Miwok se casaban, eran monógamos y varias curiosidades más que la asaltaban.

Continuó con la solitaria tarea hasta que el cielo se tiñó de naranja. Se puso de pie, miró el reloj y volvió a pensar en Miler. Las jornadas inalterables. Eran las seis de la tarde y recién el sol comenzaba a descender. Era difícil separar las estaciones en esa latitud, aunque sabía que no era pleno verano.

Le sorprendió, eso sí, que no la llamaran a cenar. Por lo que fue a su recámara, se refrescó y cambió el vestido de día por uno de noche, sin ser demasiado elegante. Las costumbres eran difíciles de erradicar, y una de ellas implicaba la solemnidad de la cena.

La mesa estaba puesta, había dos candelabros en el medio y varios que pendían en las paredes. Todos ellos, apagados. El sol aún se colaba por las ventanas y los hacía innecesarios. Kaliska estaba distribuyendo la vajilla, y Nora fue consciente del único plato.

—¿El señor no cena? —inquirió.

—Ha dicho que lo hará en su habitación.

—¿Se siente mal, ha enfermado? —Nora dejó escapar su preocupación, una que pesaba más que la sensación de ser despreciada.

—Así parece, ha acusado un fuerte dolor de cabeza y está algo más gruñón que de costumbre. —La señorita Jolley solo pudo bufar por respuesta, algo que granjeó una sonrisa en los labios de Kaliska.

La mujer Miwok resultaba casi tan enigmática como el mismo Miler. Sus facciones angulosas, sus ojos negros como pozos y los cabellos también negros, pero teñidos con hilos de plata daban un aspecto desconcertante para una muchacha tan acostumbrada al mundo europeo. Era de modos parcos, poco dada a la charla banal, aunque Nora la había escuchado hablar con José en español de manera más relajada de la que entablaba con ella. Se sentía mal, algo en el pecho. ¿La culpa, quizá?

Venía a romper con la armonía; no debía sentirse mal por eso, había sido contratada por el mismo Miler, pero supuso que, al saberse con secretos, interpretaba la distancia con remordimiento.

—¿Le importaría acompañarme? —pidió Nora, con timidez. Era romper otra de las barreras de su educación. Ni siquiera cuando eran damas de compañía podían compartir con tanta liviandad los momentos con la servidumbre—. La verdad es que tanto silencio… creo que me volveré loca antes de la semana.

Kaliska le regaló otra de sus raras sonrisas, antes de aclarar:

—No hay silencio en el mundo, señorita, solo hay personas que se tapan los oídos. —Al ver que no la comprendía, agregó—: Sí, le haré compañía.

Se sentaron frente a frente en la mesa, dejando la cabecera como el lugar destinado a Miler. Kaliska no se molestó en aclarar que el señor también pedía la compañía de ella y de José, y que nunca se sentaba a la cabecera.

La cena consistía en pescado del arroyo, asado con su piel y presentado ante ella con cabeza y ojos incluidos. Nada que pudiera horrorizarla, si tenía en cuenta que un plato británico eran los sesos de vaca cocidos en su propio cráneo. Sin embargo, el puré verde que acompañaba le pareció imposible de comer. Al parecer era algo llamado aguacate, persea o avocado para los de habla inglesa, e iba acompañado de un ají tan picante que Nora bebió toda su limonada de un trago. Los ojos le lloraban por la risa mezclada con el ardor.

—¡Debió usted advertir! —exclamó, divertida.

—Debió usted preguntar...

—¿Sabe?, es de mala educación en mi tierra preguntar. Lo que se sirve en el plato es comida y se come.

—Son muy raros ustedes… ¿cómo saben que no es algo venenoso?, hay alimentos que son venenosos para algunas personas, aunque no lo sean para todos.

—Alergias —especificó Nora. Kaliska le restó importancia, ella tenía una palabra en Miwok para definirlo.

—Pues hay personas para las que algo tan simple como el trigo les resulta venenoso. Debería preguntar siempre qué tiene la comida.

—Tomo nota del consejo.

Tras el exabrupto del ají, Nora sintió que la tensión con la mujer remitía y podía indagar un poco sin ser irrespetuosa.

—¿Le puedo hacer una pregunta?

—Ya la ha hecho —bromeó—. Sí, por supuesto.

—He notado que el señor Miler tiene un humor… cambiante. Algo de lo que no me percaté en nuestras cartas, donde siempre ha sido muy, muy amable. Y, bueno… no quiero que me tome usted por entrometida, pero no puedo dejar de pensar que es como si algo le doliera. No lo sé, difícil de explicar la sensación. —Kaliska la miraba con sus dos pozos oscuros de sabiduría sin decir nada. Nora probó un bocado más de pescado mientras analizaba las palabras con las cuales describir lo que Charles le había hecho sentir. Sí, había sido brusco y por momentos respondón, pero también tuvo lapsos de amabilidad y buena predisposición. La única forma de decirlo era—: Como si fuese un animal salvaje herido, ya sabe, de esos que se esconden en un agujero y tiran zarpazos a quienes se acercan.

—Un animal herido… —repitió la mujer—. ¿Qué es el hombre sino un animal con conciencia?

A Nora no le gustaba mucho que le dieran vueltas con los dichos. Prefería la franqueza, empezaba a cansarse de lo enigmático. Y si debía soportar a un enigmático en esa casa, sería a Charles, que le pagaba el salario. No estaba de humor para otro más.

—No importa —Sonrió sin una pizca de gracia—, esto me ocurre por meterme donde no me llaman.

—No es eso, señorita Jolley. Me sorprende que, luego de haberlo visto, utilice esos términos. Un animal herido…

—¿Después de haberlo visto? Yo no lo he visto…

—¿Cómo dice? —Por primera vez, Nora pudo entrever una expresión real en el rostro de Kaliska. No importaban las facciones, era la viva imagen de la confusión.

—Que no lo he visto, se ha ocultado de mí todo el día…

—Pero…

—En la mañana se aseguró de mantenerse en las sombras, ocupó el sillón y me dio la espalda. No me permitió acercarme a él en ningún momento, y es evidente que ahora me evade, ¿no?, o ¿acaso es común que el señor cene en la recámara?

Kaliska volvió a su porte inexpresivo y silencioso. Solo se oyó el ruido de los cubiertos sobre la porcelana, y el suspiro derrotado de Nora. Cuando pensó que la conversación había finalizado, la mujer retomó la palabra.

—No debe darle más importancia de la que tiene, señorita. Sepa aceptar el consejo de una vieja que ha vivido el doble de años que usted. No hay hombre, en esta tierra, que valga la curiosidad y preocupación. Son criaturas simples, ya lo dijo usted, animales. No mucho más que animales. A las mujeres se nos ha dado la empatía para que les tengamos cierto cariño, pero no más. Déjelo con sus cambios de humor, con sus encierros y sus comidas en la habitación, y si enferma de inanición, que enferme, ¿qué más da? No pierda el tiempo, como no lo pierde en saber por qué las ratas comen de las trampas o por qué los peces nadan hacia la red… es su básica naturaleza.

A cada palabra de Kaliska, la ira de Nora crecía, se alimentaba, bullía. Si segundos atrás creyó que nada ardía más que el ají de esas tierras, era porque no conocía el sabor de su propio enojo en la boca. Un enojo diferente a todos los del pasado.

Se puso de pie sin movimientos bruscos, sacando a relucir el porte de señorita británica, casi con orgullo. Dejó la servilleta que tenía en el regazo a un lado y, como marca distintiva de Nora Jolley, alzó el mentón antes de dirigirse a la mujer Miwok que la observaba sin inmutarse.

—Permítame decirle un par de cosas, señora Kaliska. Puede que esto sea América y que, aquí, algunos aspectos se aborden de otra manera. Pero no existe punto del mapa en el que se le pueda faltar así el respeto a un empleador, y eso es buena educación en Inglaterra, en América o en la China. De todos modos, y por si eso no le basta —Tomó aire para infundirle más autoridad a sus palabras—, al señor Charles Miler se le debe respeto por muchas más cosas que el salario. No hay ser humano que diste más de un animal que aquel que hace uso de su sapiencia a la par de su conciencia, y en ese caso, nuestro empleador —remarcó con énfasis— es un hombre de una inteligencia superior y de una moral intachable, que jamás, ¡jamás!, se puso en duda con su accionar. Sin contar con que es un aliado en las luchas más justas que se dan en este país. Entre las que se encuentra usted y yo. Miler & Miler es una de las pocas editoriales, y eso es gracias a su editor, señora Kaliska, que publica textos sin importarles las represalias. Textos a favor de la abolición, de los derechos de las mujeres y, también, de los derechos de los pueblos originarios de estas tierras. Y con esto dejo en claro que no permitiré que se lo irrespete en mi presencia. Lamento que mis palabras se hayan malinterpretado, quiero dejar explícitamente asentado que no tenía intenciones de igualarlo a un animal cuando dije lo que dije, fue una metáfora de su comportamiento. —Se dio media vuelta decidida a abandonar el comedor. El calor de California, el del ají y el de su enojo la habían puesto por completo roja. Sin contar con que sudaba y sentía una gota perderse por el hueco entre sus senos.

—Quizá quiera un vaso de leche antes de dormir —fueron las palabras de Kaliska. Nora la observó y la detestó por no poder leer las intenciones en su mirada—. La leche es buena para apagar el ardor, y usted está por provocar un incendio forestal.

—Usted… Usted… —la furia le quitó la elocuencia.

—Se lo alcanzaré en un rato, cuando se refresque y serene. No se preocupe, no es molestia, siempre preparo lo mismo para el señor Miler… suele ser preso del mismo… ardor que usted.

A falta de respuesta, Nora dejó el comedor envuelta en un halo de profunda ira. Cuando se perdió por el corredor, José delató su presencia:

—Deberías dejar en paz a la muchacha —dijo en español.

—¿Y perderme la diversión? ¿Hace cuánto que oyes?

—Desde que comparaste al señor con un pez que va a la red. —Ambos rieron a carcajadas—. La ha poseído el demonio cuando hablaste así de Miler.

—Sí, ahora hay que averiguar qué demonio poseyó al señor que se esconde de ella.

—¿Qué demonio va a ser?, el del deseo, mujer. Que no somos animales, pero sí somos un poco más sencillos que las mujeres. —José contempló el espacio vacío en el umbral y rememoró la imagen de la señorita Jolley. Cabello renegrido, trenzado; piel clara con diminutas pecas en la nariz; ojos con forma de almendras y el color de las mismas cuando se las tuesta, y unos labios llenos que descubrían una dentadura blanca y bastante pareja. Un solo diente apenas corrido, un detalle que le daba a su sonrisa el deje de divertido sarcasmo. José no dudaba ni por un instante en el efecto que la joven tenía en Miler. Él ya había probado las mieles de esa clase de pasión, conocía la fuerza. Tenía a su propia hechicera en casa, era una de las muchachas que ayudaba a Kaliska con los quehaceres.

—La señorita Jolley tiene razón, José —dijo la mujer, en tono serio—. Nuestro señor Miler es un león herido, que tira zarpazos. Hay que sacarlo de la guarida. No has llegado a escuchar lo que ella me dijo, que no le vio la cara…

—Lo supuse, está de un humor cambiante y no deja de preguntar por ella de manera muy mal disimulada. Si ya comió, si ya se fue a dormir, si sigue en el despacho… no quiere cruzarla ni por accidente. ¿Piensas hacer algo?

—No. —Kaliska se encogió de hombros—. Es la clase de destino que no requiere ayuda.

—¿Y para qué la hiciste enojar, entonces?

—Para saber si era la leona correcta para el león herido.

—¿Y lo es?

La sonrisa de Kaliska dijo todo; José sí sabía interpretarla.

 

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