Nora

Nora


Capítulo 26

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La primera lectura del manuscrito les dijo todo aquello que Louis se había ahorrado. No estaba mal escrito porque se tratara de un mal escritor, sino porque el mismo era casi analfabeto. Eso, junto a la historia que se relataba, les permitió adivinar la identidad: un esclavo que se había escapado de la plantación… de la plantación tabacalera de Sam Liamson, un influyente hombre en la política del estado con aspiraciones nacionales.

También descubrieron el motivo por el que Grant les dijo que no todo era verídico. El autor había incluido a Dios y a los dioses africanos en su relato como personajes más. Tan reales en la historia como lo era el mismo Sam.

—¿Lo cambiamos? —fue la primera pregunta que los azotó. El resto de la novela era tan cruda como solo la verdad podía serlo, de modo que debieron evaluar si la mención de dioses le quitaría credibilidad.

Lo debatieron por horas, ninguno se decidía. Nora planteó escribir los puntos a favor y en contra, para sopesarlos y llegar a una conclusión. Al final, optaron por dejarlos, pensando a futuro en las implicancias del choque cultural. El título que el autor había elegido era de por sí controversial, la señorita Jolley creía que debían modificarlo, mientras que Charles, algo déspota, sentenció que como jefe él correría con las consecuencias.

Dios no fuma tabaco era un título que pedía a gritos censura, y Miler ya se relamía como un gato cuando viera a los puritanos arder en su doble moral.

—¿No deberíamos enfocarnos en que llegue a más gente? —insistió Nora, que no temía llevarle la contraria—. De este modo, la historia quedará tapada por la controversia.

—Señorita… más gente lo leerá por pura rebeldía. Se pelearán por conseguirlo, lo sacarán de las piras, los esconderán bajo las camas, les cambiarán las cubiertas. Será el libro más leído, lo prometo, y no solo eso, llegará a quienes debe llegar, a los que cuestionan, a los que desafían lo establecido.

Era una pérdida de tiempo discutir con Charles cuando el fuego lo dominaba. Kaliska bromeaba con que ya no le bastaba una vaca para proveer tanta leche, que, en breve, alguien debía encontrar una solución para apagar el ardor de Miler. José la reprendía en español por reírse de la inocencia de la señorita Jolley, quien no captaba la indirecta.

La historia se centraba en las andanzas de Wuta, una mujer que llegó de África a América y que no tardaron en descubrir era la madre del escritor. Los esclavos recién traídos no eran muy valorados, porque habían nacido en libertad y la anhelaban como nadie más. Repetían sus creencias, enseñaban la lengua que muchos ya habían olvidado y… conspiraban. Conspiraban contra el hombre blanco todo el tiempo. Eran insubordinados, aguantaban todo, no se doblegaban. Y así había sido Wuta hasta el día de su muerte, el día en que se sacrificó para que su hijo —el relator de la historia— escapara. Entre las cosas que contaba, hablaba de los dioses de África, que ella decía haber traído consigo. Se convirtió en una hechicera, tan poderosa que los blancos le temieron. Sentenció, y de allí el título del libro, que en la plantación de Sam no había dioses blancos, que los habían abandonado por sus maldades y que por eso nadie los protegería de Elegguá.

Los horrores y torturas eran expuestos en detalles, en brutales detalles. Nora se dedicaba a reescribir, respetaba la estructura del manuscrito, la secuencia de hechos, pero teñía todo con la narrativa pulida que la educación y buena lectura habían dejado en ella.

Charles mostraba su peor versión, y Nora se preguntaba cómo era posible que esa fuera su versión preferida. Lo tenía cerca todo el tiempo, en ocasiones, hasta sentía la respiración de él en su nuca. Leía por sobre su hombro, interrumpía, se molestaba y no daba tregua. Y ella… ella sonreía como nunca antes.

Volvió a instaurarse la competencia de quién se levantaba más temprano, la ansiedad los carcomía, querían terminar lo antes posible, del mismo modo que no querían arruinar ni un simple párrafo. Escribían, releían, corregían, discutían. Discutían por todo.

—Muy británico… —se quejaba él de la elección de palabras.

—Pues es el modo correcto, señor. Si lo prefiere, lo escribimos en francés. —En vez de molestarse por el desafío, se reía.

—Deberíamos. Los franceses sí que saben hacer revoluciones.

—Por lo bien que les ha ido.

—¿Se sintió golpeada en el orgullo, señorita Jolley?

—Mejor volvamos a lo nuestro.

Cabeza a cabeza, hombro a hombro. La cercanía no podía ser más. Tenían suerte de poder plasmar la pasión en el papel, porque de otro modo tendrían que admitir que las pieles les cosquilleaban, que sus estómagos se estrujaban y que los corazones latían acelerados. Las formas quedaban atrás, los roces que se daban entre ellos harían desmayar a la señora Saint Jordan. Nora había hecho algo atroz, algo imperdonable para una señorita británica. Había dejado de lado el miriñaque sin volver a sus tres enaguas almidonadas. Solo utilizaba una debajo de la falda, una simple y delgada capa de tela que la separaba de las musculosas piernas de Charles. Lo podía sentir, cuando él se sentaba a su lado las pieles se reconocían y el contacto era íntimo, casi una promesa.

Él seguía usando los guantes, Nora sabía de la falta de dedos en sus manos y no le generaba repulsión, aun así, él se cubría. Ella quería que no lo hiciera, que cuando se tocaran sin querer, fuese la palma desnuda del editor la que acariciara su piel.

Estaban agotados, por el trabajo y por reprimirse.

—¡No, no y no! —exclamó Charles, con su fogoso temperamento. Nora detuvo el ir y venir de la pluma y una mancha quedó impresa en el papel. —No es persona de color, señorita Jolley. Es negro. Ne-gro.

—Pero…

—En una plantación de Carolina del Sur no le dirán jamás a un esclavo: disculpe usted, persona de color, me permite que con este gentil látigo le remarque el error que ha cometido como método de aprendizaje eficaz —ironizó, y Nora sintió que el latigazo lo recibía ella—. Le dirán negro, maldito negro mal parido. Lo azotarán sin ninguna razón, incluso lo pueden azotar por simple divertimento.

—Lo siento… —se disculpó al tiempo que tachaba el párrafo completo.

—Está siendo condescendiente con el dolor del lector, señorita Jolley. La entiendo, es comprensible. Pero en este momento es usted la escritora, es usted la esclava. Debe ser respetuosa con el dolor de él, no de quien lo lea. Este hombre ha escapado de esos maltratos para contar esta historia, le debemos cada gota de tinta a su sangre derramada.

Las lágrimas se apoderaron de Nora, no hubo forma de contenerlas y cayeron al papel tachonado.

—Nora… —El nombre, dicho con la voz ronca y llena de dolor de Charles, la hizo llorar un poco más. Casi nunca se permitía el tuteo, salvo en esos instantes en los que ella derribaba la última barrera de él y le golpeaba directo al corazón. Allí, justo allí, resonaban las lágrimas de la muchacha como lo haría una gotera en una casa vacía—. No quise ser brusco, no fue mi intención. A veces dejo ir mi temperamento…

—No es el temperamento, señor, y no es usted quien me hace llorar. Es la verdad, la verdad de esta historia. Y tiene razón, intento suavizarla, porque no la soporto. —Charles no midió sus actos, acarició los brazos desnudos de Nora, hasta sus hombros y luego la atrajo a él para que dejara ir el dolor sobre su pecho. Era donde correspondía dejarlo, junto a él, para que la sanara—. Alguien ha separado el mundo en colores —confesó—, no en buenos y malos, sino en blanco y negro. Eso nos deja a usted y a mí en el lado malo, nos deja junto a personas como Sam Liamson.

Debió suponer que a Nora la afectaría de ese modo, ¿acaso no la había elegido por su sensibilidad y empatía? Sabía que la integridad y fortaleza prevalecerían, ese momento era un quiebre, uno válido que merecía su tiempo y espacio. Se lo daría. Él iba a su remanso en el arroyo cuando le sucedía, de modo que elegiría el lugar preferido de ella para que se desahogara: La sombra de los robles cerca de la fuente.

—Ven, tomemos un descanso. —La culpa empañó la mirada de Nora. No habían trabajado tanto como para realizar una pausa. Accedió porque su jefe podía ser muy autoritario cuando de lo mejor para ella se trataba.

Fueron juntos a la cocina, Kaliska estaba con las labores, por lo que fue la señorita Jolley quien se encargó de preparar la limonada y robaron el pan destinado al almuerzo. Improvisaron un picnic sobre un mantel viejo, con vista al sendero de ingreso.

Nora se dejó caer de espaldas, con la mirada en el cielo azul que se abría por entre las hojas de los robles. Charles la observaba con embeleso, aprovechando la distracción de ella. Debía pedirle que volviera al miriñaque, se dijo mientras admiraba las piernas bajo las livianas faldas, pero eso sería admitir que no tenía ningún control sobre sus bajos instintos. La cintura estrecha, los senos aprisionados que pedían a gritos ser liberados, la piel clara que empezaba a tomar un tono dorado. Todo se volvía oro en California. Siguió el recorrido ascendente hasta chocar con la mirada de Nora, sus ojos de almendra que lo pescaban in fraganti en plena contemplación. Estaba sonrojada, y él se lo atribuyó al calor, porque si no lo hacía, la besaría.

Le sirvió un vaso de limonada y cortó un trozo de pan. Nora se puso de lado, apoyando el peso en su codo para beber y, cuando Charles estaba ocupado sirviéndose su ración, pasó el cristal frío por su rostro para refrescarse. La mirada de Miler la había abrasado, ardía más que el sol del mediodía en esas tierras.

La atracción que sentía por él era incontenible. Lo hallaba hermoso, todo lo que Charles le había querido ocultar de sí mismo para ella eran solo más virtudes. No existía, para Nora, mayor belleza que la de ese rostro marcado por la injusticia. Cada cicatriz era una parte de él, de su historia, de lo que lo hacía el hombre que ella admiraba: Charles Miler.

—Señor Miler…

—Charles —la corrigió él—, creo que es tiempo de que dejemos atrás los formalismos.

Saltaron la última valla. El trato de usted era el miriñaque de Charles y acababa de sacárselo de encima. Estaban piel con piel, caminando en un terreno dudoso.

—Charles… —Él se estremeció, recordó cómo lo había llamado en sueños y tragó con dificultad para deshacer el nudo que le aprisionaba la garganta—. Yo no lo he visto, no creo ser una persona que haya tenido una vida fácil. No me han faltado las dificultades, créeme. Pero no he visto lo que el escritor cuenta, esos horrores me son ajenos.

Era una invitación a abrirse a ella, y la tomó. Lo hizo como si se tratara de un baile, una especie de cortejo, como se hacía en los salones, del modo que debía ser entre una dama y un caballero. Apoyó la mano enguantada sobre la de Nora, y ella no la retiró.

—Mi madre tenía tuberculosis —El relato los llevaba muchos años atrás, a la primera juventud de Charles—, se lo diagnosticaron cuando estábamos en Nueva York. Ese invierno casi muere, y mi padre decidió que iríamos a un clima cálido para darle una mejor vida. Nos mudamos al sur, y fue el primer paso del imperio editorial Miler & Miler. Dejamos de ser editores yankees para publicar en muchos estados. El primero de ellos, en el sur, fue Virginia.

Nora se sentó con las piernas cruzadas, como solía hacer Kaliska y, al ver que Charles no le tomaba la mano de nuevo, lo hizo ella. Le hubiera gustado arrancarle el guante, no lo hizo. Se contentó con saber que debajo de la piel de cuero se encontraba la del hombre.

—Hice amigos enseguida. Teníamos dinero y mi madre era una Roosevelt, de modo que tuvimos todas las puertas de la sociedad abiertas de par en par. Bromeaban sí, a costa mía, decían que los del norte éramos unos blandos y que yo no conocía el trabajo de verdad. Se burlaban de mis manos sin callos y las manchas de tinta. Al principio no fueron grandes cosas, ya sabes, las mismas que les hacen pasar los Grant a Lord Colin Webb. —Nora emitió una suave risa, conocía algunas andanzas y sabía que eran inocuas—. Ir a un pantano, cruzar un río a nado, desafiar la naturaleza. Hasta que…

Se detuvo y Nora le dio el espacio. Por un instante, contempló la posibilidad de que Charles le estuviera contando el momento de sus heridas. No era así, lo que lo atormentaba no era el dolor, sino la vergüenza, igual a la que ella había sentido minutos atrás, cuando lloró pensando que el color de su piel la ponía en el mismo grupo que a Sam Liamson. Era la historia de cómo Charles Miler decidió cortar con el mandato de su piel.

—Quizá sea mejor que deje el relato aquí —dijo.

—No, pruébame, no soy tan mojigata como parezco, y si en algún momento peco de doble moral, te permito reprenderme con dureza. —Le sonrió para infundirle ánimos. Llevaba cuatro años batallando contra la rígida educación que había recibido, y no renegaba de ella por completo. Sin embargo, no permitiría que ese adoctrinamiento le impidiera ser la confesora de los pecados y dolores del hombre que tenía a su lado.

—Bien, había una muchacha muy bonita, al estilo sureño, ya sabes. —Nora se mordió para contener la réplica que nacía en sus labios. No pudo:

—Desabrida, sin encanto, una mala imitación de las británicas. Sí, sí… me doy una idea. —La carcajada de Charles la invitó a reír con él.

—¿De modo que la conoces?, mira tú, y yo pensando que estaba contando una historia vieja. —Los celos de Nora lo enardecían, para su fortuna, el relato que contaría apagaba cualquier llama—. Pues bien, era un buen partido y los americanos no distamos mucho de los británicos en eso. Por lo menos no los de dinero, los matrimonios se arreglan, de modo que comenzaron a circular algunos rumores de que mi padre y su padre podían ponerse de acuerdo. Yo no lo sabía aún, pero mi padre no estaba de acuerdo con esa clase de uniones… no viene al caso. Mis amigos estaban bastante entusiasmados con la posibilidad de que yo me casara con esa belleza sureña e insistieron en que debía aprender algunas cosas antes del matrimonio.

Lo que Charles no decía, y Nora comprendía a medias, con la inocencia aún intacta, era que sus amigos intentaban explicarle cómo debía tratar a una mujer del sur, según ellos. Y el lema era sencillo, a la esposa se la embaraza, a las esclavas se las folla. Hacer el amor con una esposa era denigrante para ellos y para ellas, debían limitarse los encuentros a la procreación. Para los bajos instintos existían las mujeres negras.

—Me llevaron junto a una esclava, una muchacha que ya había sido violada en reiteradas ocasiones y que había dado a luz más mestizos que cualquier otra. No le toqué un pelo, lo juro, aunque me sorprendió que ella me lo pidiera: si no lo hace, me castigarán, dijo. Pero yo le prometí que no le diría a nadie que no lo había hecho, que incluso me jactaría de eso. Y así lo hice, le rasgué el vestido, me desabroché la camisa y salí del cobertizo simulando acomodar mis pantalones. —Nora no podía creer lo que escuchaba. Aprisionaba la mano de él entre las suyas, lo hacía con la impotencia que el relato le generaba—. Quise hacer más, le dije a mi padre que la compráramos, para que dejaran de violarla, pero para él incluso eso era inhumano. No estaba de acuerdo en prestarse a esos tratos, consideraba que era hacerse cómplice del comercio de esclavos. Discutimos mucho, la primera vez en nuestra vida en que nos enfrentábamos. Él me decía que salvar a una no cambiaba que fuera reemplazada, y yo decía que una era mejor que ninguna. Estuve semanas evadiendo a mis amigos. Ya no los consideraba tales y me repugnaban. Hasta que ellos me fueron a buscar, me sacaron de la cama a media noche y me obligaron a ir a la plantación. Me insultaron, me trataron de mentiroso y de hereje. No lo entendí, hasta que estuvimos ahí. Tenían a la esclava atada a un palo, su espalda estaba en carne viva por los latigazos, me bajaron los pantalones y comprobaron que no había enfermado. ¿Sientes asco de lo que cuento?, ¿me desprecias por no haber hecho lo suficiente?

—No, Charles. Siento asco de lo sucedido, no de ti. No te desprecio, sé que has hecho y sigues haciendo todo lo que está a tu alcance. Este es el inicio, ¿verdad?, el comienzo del camino que te llevó a esto… —Acarició la mejilla marcada con hierro, el parche que cubría la cuenca vacía de su ojo.

—Sí, lo fue. Al igual que tú, hasta ese momento los relatos de los esclavos eran eso, relatos. Historias de horrores lejanas, de otras personas. Nunca imaginé que compartiría mesa con esos monstruos y sentí lo mismo que tú al saber que mi piel me ponía de su lado en este mundo dividido. Supe que debía borrar esa línea divisoria.

—¿Qué ocurrió esa noche, Charles?

—La hechicera de la plantación le dijo que estaba enferma, una enfermedad que le habían contagiado los abusadores, pero que ella ahora se la contagiaba a ellos. Era considerada una maldición de los dioses, la vulva con dientes en la cultura africana. Todos los que habían estado con la muchacha en el último tiempo acarreaban la horrible marca. —Nora sintió la irrefrenable dicha de la venganza; aunque sabía el destino de la esclava, una parte de ella se alegró de que los hombres pagaran, se preguntó si eso la hacía buena o mala persona—. Yo, por supuesto, no la tenía, y ellos creyeron que me había perdonado o que yo había hecho un trato con su dios. Por eso me llamaron hereje. En las plantaciones del sur son muy supersticiosos, ¿sabes?, la población africana es tan grande que su cultura avanza más de lo que se cree. En fin… a ella la mataron, a mí me dieron una paliza y media población de las inmediaciones terminó con la marca del dios africano entre las piernas.

—Supongo que no es de buena cristiana desear que sea una enfermedad mortal.

—¿A mí me lo preguntas? Luego de eso, mi padre tomó una determinación para mí. Me dijo: Charles, regresarás al norte, estudiarás allí y aprenderás todo lo que debes saber para liderar una editorial. Te nutrirás del comercio, la economía y la política hasta saber todo lo que debas para ganar más dinero que nadie en este país. Te harás rico, y convertirás a la editorial Miler en la más próspera de estas tierras. La llamaremos Miler & Miler y asumirás las responsabilidades en Boston, Chicago y Nueva York. Luego, cuando ya no puedas contar el dinero, regresarás al sur y aprenderás todo lo que una editorial no debe publicar. Por cada amigo, harás un enemigo. Por cada libro de grandes ventas, uno controversial. Por cada palabra complaciente, una insultante. Y entonces entenderás que ser editor es caminar por la cuerda floja mientras una multitud apuesta por cuándo caerás. No les des el gusto.

Quedaron en silencio. La presión en la mano de Charles se convirtió en una suave caricia al tiempo en que Nora pensaba en el relato. ¿Era posible quererlo más de lo que hacía?, no lo creía. Él le había dicho que el entendimiento nutría a la empatía; en su caso, alimentaba otro sentimiento mucho más profundo. Uno que crecía en su interior y la devoraba.

—Mi padre fue un hombre sabio, aunque poco emotivo —dijo al rato. Apoyó la espalda sobre el mantel y perdió la mirada en el cielo, como si lo buscara—. Se murió un mes después de que lo hiciera mi madre, dejando esas palabras como las últimas. Debía irse como un buen libro, no había otro modo para él. Tenía que despedirse de mí de esa manera, con un consejo y una conclusión, como si a último momento decidiera que un epílogo sobraba y arruinaba la obra que fue su vida.

—Así que le hiciste caso.

—A rajatabla. Ambrosee vino a mí con la noticia y el testamento, y desde entonces, hasta que decidió que se cansó de California y su maldito calor, trabajé codo a codo para construir la línea editorial de Miler & Miler que hubiera hinchado de orgullo el pecho de mi padre. Humildad aparte, creo haber hecho un maldito buen trabajo, ¿eh?

—¿Buscando halagos, señor Miler? —Nora se recostó a su lado y rio.

—Charles… y es una orden de su endemoniado jefe, señorita Jolley.

—Nora, y es una orden de su maldita asistente. —Giraron los rostros en el mismo instante y sus miradas hicieron contacto. Las sonrisas se ampliaron al tiempo que los corazones se aceleraban. Nora volvió a tomarle la mano, para Charles ya no fue suficiente.

—Nora… —probó su nombre, como tantas veces en el pasado, en esa oportunidad con su permiso—. Nora… —Se incorporó sobre su codo para contemplarla. Mi bella Nora…

Esperó a que ella le rehuyera, que escapara y rompiera el contacto de las miradas. Casi anheló ver el desprecio y el asco en su rostro, una señal que le indicara que debía apartarse, ahogar las ilusiones y detener el impulso que se adueñaba de su cuerpo y le apagaba la razón. Pero solo vio deseo y expectación, reciprocidad.

—Todos tenemos un punto débil, Nora… —le susurró antes de besarla.

Era su talón de Aquiles, acababa de comprobarlo. Ella y su maldita empatía, su sensibilidad, su forma de verlo. Ni cuando no tenía cicatrices se había sentido tan adorado como lo hacía bajo la mirada almendrada de Nora, tan atractivo y merecedor de esos sentimientos. Justo en ese momento de su vida, en que más lo necesitaba, que bebía de esas sensaciones como lo haría un sediento de la fuente.

Las bocas se unieron, era el único camino. Nora no escapó del encuentro de labios, sino que se impulsó hacia arriba para acortar la distancia y permitir que la mano de Charles se colara bajo su nuca. Sintió la suavidad de la piel del guante, la forma en que los dedos que aún conservaba se aferraban a ella y quiso más. Quiso que nunca se detuviera. Abrió la boca para respirar y para dejarlo entrar, avanzar y proclamar esa cavidad como suya. Le pertenecía, toda ella lo hacía. No era propiedad, eran reclamo y entrega. Una danza y contradanza. Dar y recibir.

Nora decidió que era su turno de tomar lo que se le ofrecía, ella también lo deseaba, demasiado. Estaba en desventaja, se dijo, y merecía cobrárselo. Cobrar la deuda de los primeros días sin conocer el rostro del hombre que le quitaba el sueño, las cartas que habían sembrado ansias en su pecho, la imagen que él había recreado de ella para protegerse. Se cobró cada centímetro de distancia que había puesto Miler en los cuatro años que llevaba buscándolo y lo hizo con sus labios y su lengua como arma. Entró en la boca de él y reclamó el pago. Danzó con él, aprendió a complacerlo y a complacerse. Bebió de su sabor a limonada y a hombre, y le regaló el suyo de mujer, del despertar de su pasión.

Las manos se volvieron compañeras de baile. Las de ella se aferraban a la nuca de él, en el lugar exacto en que los mechones castaños se ondulaban. La de él, que no lo sostenía, avanzó por el cuello desnudo de Nora y se detuvo en el esternón para sentir el latido desbocado de ese corazón que bombeaba sangre en su nombre.

—Charles… —susurró cuando él se detuvo—. Charles, ¿qué sucede?

No tenía respuesta, o si la tenía, no estaba listo para darla. Apoyó la frente en la de ella y respiró de su aliento tibio antes de separarse.

—Necesito pensar —dijo, y sonó como una bofetada para Nora—. Necesito pensar y no puedo hacerlo contigo cerca.

Dolió. Dolió tanto que era imposible no interpretar su significado.

—No se preocupe, señor Miler. Tendrá tiempo de pensar a solas, me marcho al pueblo…

Quiso corregirla, suplicarle que volviera a llamarlo Charles y que se quedara.

Ven, siéntate, quítame la razón por un par de segundos más.

La dejó marchar, porque todo el valor que ostentaba como editor, le faltaba como hombre. Era un cobarde, tanto como podía ser un hombre enamorado.

Nora se puso el traje de montar y se marchó al galope en el caballo de Miler. Cuando lo hizo, solo la mirada de Kaliska la acompañó, unos ojos negros que habían visto todo: el beso, las dudas y las huidas. Charles se marchó a su remanso, y Nora a los brazos de su amiga.

 

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