Nina

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LIBRO PRIMERO » 25

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Se pelearon durante un buen rato, hasta que Brummer consiguió que le dejaran hacer su voluntad. El viejo perro le siguió en el «Opel-Rekord» negro. Le llevé la pequeña maleta dejándosela a sus pies.

—Gracias, Holden. Tome una habitación en el hotel. Vuelva mañana a primera hora a Düsseldorf. —Se inclinó hacia mí—. Y no se preocupe, no es tan fiero el león como lo pintan. Piense en nuestra conversación.

—Sí, señor Brummer.

—Se acabó la conversación —dijo Hart.

—Buenas noches, señor Brummer —dije.

La portezuela se cerró. El «Opel» arrancó. Esperé hasta que las luces rojas traseras se hubieron desvanecido, luego volví al «Cadillac», me senté al volante y aguardé. La lluvia tamborileaba sobre el techo. De cuando en cuando pasaba por delante de mí un coche que salía de la zona. Esperé once minutos. Luego apareció un hombre en la oscuridad, al fondo de la rampa de carga y se dirigió hacia mí. Llevaba pantalones negros de algodón, una chaqueta de cuero y tenía la apariencia de un luchador de lucha libre. Era muy alto y andaba encorvado. La cabeza, brutal, se le asentaba directamente sobre los hombros. No tenía cuello. El sucio cabello rubio era corto. Los ojos pequeños y acuosos descansaban muellemente en pesadas bolsas de grasa. Venía como tambaleándose. Parecía la estampa populachera de Julius María Brummer. Sin decir palabra, abrió la portezuela y se dejó caer junto a mí. Olí la humedad de la chaqueta y la tela mojada de los pantalones. Le miré y él me miró. Después de un largo silencio, me preguntó con voz chillona y estridente:

—¿Es que no quiere ponerse en marcha?

—¿Hacia dónde?

—¡Hacia Berlín, hombre!

—¿Es usted...?

—Naturalmente, soy el hermano.

—¿Hermano de quién?

—El hermano de Dietrich. No se agite de esta manera. Todo funciona perfectamente. Dos de mis camaradas vigilan a los señores. ¿Han cogido a Brummer, no?

—Sí.

—Ya saldrá pronto. Venga, y arranque de una vez, hombre.

Puse el automóvil en marcha. Las luces quedaron atrás Los limpiaparabrisas golpeaban rítmicamente. El gigante continuó:

—Me llamo Kolb.

—¿No me dijo que era hermano de...?

—Lo soy.

—Pero...

—Padres diferentes, joven, padres diferentes.

Un zócalo rojo con un tanque soviético oxidado quedó atrás. Dos soldados, con el uniforme calado, le hacían guardia. Este era el monumento que, en Berlín, siempre estaba cambiando de emplazamiento, según decía un artículo que me había caído en las manos mientras estaba en el presidio. Así, pues, el tanque se encontraba actualmente aquí...

—Habéis tardado mucho, camarada, muchísimo...

—Había niebla.

—A pesar de ella, los otros hace dos horas que llegaron. ¿Se llama usted Holden, no?

—Sí.

—Estuvo en la cárcel, ¿no?

—¿Cómo lo sabe?

—Mi hermano, por teléfono —suspiró—. Para algunos todo son dificultades, para otros, todo va viento en popa. Míreme, ¿qué diría que me sucedió?

—No sé...

—Rotura de la ingle. Trágico, ¿no? Un movimiento en falso y, ¡adiós! ¿Sabe lo que yo era?

—¿Qué?

—¿Ha oído hablar alguna vez de «Los Cinco Arturos»?

—Sí —le mentí.

—Era el mejor número de toda Europa. Estuvimos tres veces en Estados Unidos. Yo era el hombre de la base. Hice un falso movimiento y me rompí la ingle. Trágico, ¿no?

Estábamos llegando al Avus. Las rojas lámparas de posición de las antenas de RIAS-Berlín refulgían en la lluvia.

—No puedo quejarme —continuó Kolb—. Tengo un hermano fiel como el oro. Me ayuda, ¿sabe usted? Por fin ha cazado algo gordo. Todo se lo debo a él. De verdad. Hay un buen Dios que recompensa las buenas acciones y le paga, al buen Otto lo que ha hecho por mí.

—Óigame, Kolb, ¿a dónde vamos ahora?

—A casa, hombre, a descansar. ¿No está cansado?

—Sí, pero...

—A Hasenheide.

—¿Qué es esto?

—El nombre de una calle. En Neukoln. Pensión Rosa.

—Pero, óigame...

—¿Qué quiere usted? ¡Sector americano! Teléfono en la habitación. Esto es importante.

—¿Importante? ¿Por qué?

—Claro, hombre. He de llamarle para decirle dónde tiene que venir a buscar la cartera con las cosas.

Ahora se presentaban nuevas luces ante nosotros. El Avus se había terminado y habíamos alcanzado Charlottenburg. Le dije:

—¿Tan seguro está de recuperar la cartera?

—¡Hombre! Las carteras que yo no pueda recuperar no existen.

—Bueno, bueno.

—Nada de bueno, bueno. Es como si ya estuviera hecho, sólo existe una pequeña dificultad. Uno de los tres individuos se ha sujetado la cartera a la muñeca. Con una cadena de plata. Hay un candado en la cadena, lo hemos visto. Y como conozco a los fulanos, es otro el que tiene la llave.

—Y, ¿entonces?

—Óigame, ¿es que quiere ofenderme? La rotura de ingle no la tengo en las manos. Esto es una especialidad mía. Vea la vieja Funkturm (Torre de la radio). ¿Sabe usted? Cada vez que veo sus luces me vuelvo sentimental. He recorrido el mundo entero y algo así no existe en ninguna parte. Ahora creo que empiezo a hablar correctamente, como si hubiera nacido en Berlín y no en Dresden, ¿verdad?

—Sí, sí, claro.

—Mi hermano no ha podido soportar esto. Para él era demasiado pacífico. Él era camarero, ¿sabe usted? Le gusta la alegría, el movimiento, la jarana. Pero a mí no, gracias. Vea usted las luces de la punta de la torre y las de la mitad. Allí hay un restaurante. Nunca he estado en él. Dicen que se come allí muy bien.

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