Nina

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LIBRO PRIMERO » 26

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Mi habitación en la Pensión Rosa era pequeña como la que tenía con la viuda Meise, en Düsseldorf y amueblada con el propio pésimo gusto. Pero no había humedad y, sobre la mesita de noche, estaba el teléfono. En una pequeña librería se encontraba una Biblia, un libro técnico sobre la cría de conejos y tres revistas francesas. Una se titulaba Régal, la otra Sensation y la tercera Tabou. En Régal se exhibían muchachas desnudas, en Sensation jóvenes desnudos. En Tabou había ambas cosas.

Me tendí sobre la cama, contemplé las revistas, luego leí que los conejos domésticos son increíblemente prolíficos, pueden tener una camada de hasta doce, cada cinco semanas, entre marzo y octubre, y los pequeños, a los seis meses son ya capaces de proliferar, aunque no hayan terminado su crecimiento hasta los doce meses. Finalmente busqué en la vieja Biblia la historia de Noé y el Diluvio, pero estaba demasiado cansado y no la encontré.

El teléfono me despertó a las dos y media de la madrugada. Me había dormido sin apagar la luz.

—¿Holden?

—Sí.

—Soy Kolb. —La voz del castrado sonaba alegre—. ¿Le he despertado, viejo camarada?

—Sí.

—Perfectamente. Todo va bien. A las 6’30 en el campo de aviación de Tempelhof. En el restaurante. Sea puntual. Allí recibirá la cosa.

—¿Ya la tiene?

—Oiga, tan de prisa no se hacen las cosas. El señor se encuentra ahora en su hotel, durmiendo.

—Pero...

—¡Es usted impaciente! Es de Baviera, ¿no?

—Sí.

—Me lo suponía. Le repito. Restaurante del campo de aviación. Encargue tranquilamente su café. Yo iré. Él también irá. Él vuela, a las siete, es decir: para las siete tiene plaza reservada en un avión. No hace falta que me salude, ¿sabe usted? Cuando yo me vaya al excusado, salga usted y lleve el coche hasta la puerta de entrada, ¿comprendido?

—Y, ¿si usted no va al lavabo?

—No se preocupe, iré.

Por la mañana, brilló el sol. Hacía tanto calor como el día precedente. Fui en el coche hasta el aeropuerto, me senté en el restaurante y pedí café. Debajo de mí, en el campo de aviación rodaban las máquinas volantes, acercándose. Repostaban de combustible. Los altavoces anunciaban vuelos. Vi gente que subía a los aviones. Había mucho movimiento. El restaurante se llenó.

A las 6’25 apareció Kolb. Llevaba ahora un traje cruzado azul marino con rayas blancas y una camisa de deporte. Se sentó cerca de la entrada, no me saludó y yo no le saludé. Ambos tomamos café.

A las 6’40 entró un hombre que llevaba una gran cartera de piel de cerdo en la mano derecha. La cartera iba sujeta a su muñeca con una cadena de plata. El hombre era alto y delgado y llevaba unas gafas con montura de concha negra. Parecía un intelectual. Un camarero rubio tomó su pedido a las 6’42. El ex hombre-base de los «Arturos» leía el l'agesspiegel.

—Atención —sonó en el altavoz—. Air France anuncia su vuelo quinientos cuarenta y seis hacia Munich. Se ruega a los señores pasajeros se sirvan salir por la escalera tres. Les deseamos un feliz viaje.

A las 6’48, el camarero rubio trajo una cafeterita de café al hombre de las gafas de concha. Era un camarero muy novato. Precisamente, al llegar a la mesa, tropezó. La cafetera se volcó y su contenido se derramó sobre el traje de franela del hombre de las gafas de concha.

Entonces se representó allí una pequeña comedia.

El hombre de las gafas de concha se irritó. El camarero rubio se disculpó. Otros huéspedes se acercaron afirmando que el camarero había sido, en efecto, muy descuidado.

El hombre de las gafas de concha intentó limpiar su traje con el pañuelo. No tuvo éxito, pues sólo podía usar la mano izquierda. El inhábil camarero le recomendó que fuera al lavabo. El hombre de las gafas de concha se levantó furioso y salió del restaurante. Seguidamente se levantó Kolb. Después de Kolb me levanté yo.

Los lavabos se encontraban a la izquierda de la entrada del restaurante. Al pasar por delante de la parte reservada a los hombres, oí un feo ruido al otro lado de la puerta. Pasé por el vestíbulo y salí hacia el sitio del aparcamiento a fin de recoger el coche. La gigantesca pantalla de radar, situada sobre el techo del aeropuerto, giraba lentamente a la luz gris de la mañana...

Al detener el «Cadillac» delante de las encristaladas puertas, vi que Kolb salía, sosteniendo en la mano la cartera de piel de cerdo. Subió a mi lado y arranqué de nuevo. La cartera estaba ahora entre nosotros. La cadena de plata estaba rota y sus anillos manchados de sangre.

—Puede dejarme en la Kurfürstendamm —me dijo Kolb, mientras se limpiaba las manos con su poco limpio pañuelo. Las manos llevaban también huellas de sangre—. De todos modos debe pasar por la Kurfürstendamm para ir hacia la autopista y yo debo quedarme en la Salud.

—¿En dónde?

—En el Comité de Salud Pública, ahora lo llaman Oficina Social. Para recoger mi subsidio.

—Es un poco temprano, ¿no?

—Pero, por lo menos, seré el primero. No me importa esperar. Mientras tanto, leo el diario. ¿Qué le parece Kruschev, camarada?

Le llevé, pues, hasta el final de la Kurfürstendamm y allí se despidió de mí:

—Fue un placer, Holden. Me alegra haberle podido servir tan fácilmente. Le aconsejo que se vaya un poco de prisa de la ciudad. Luego puede tomarse el tiempo que quiera.

—No se preocupe.

—Saludos al señor Brummer y dígale que estoy siempre a sus órdenes.

—De su parte.

—Oiga... —Su mirada iba ansiosamente hacia la caja de bombones que reposaba todavía sobre el asiento posterior del coche—, hay chocolate en ella, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué hará con él?

—Nada.

—¿No podría llevármelo? Tengo dos hijos que se vuelven locos por el chocolate. Creo que el señor Brummer pensaba un poco en ellos.

—También lo creo yo —le dije, y él recogió la caja del fondo del coche.

Todavía seguí viéndolo saludarme un buen rato, por medio del espejo retrovisor. Se mantenía con la caja en las manos sobre el bordillo y su cara relucía de contento.

Me apresuré a salir de Berlín. En la frontera de la zona, todo había vuelto a la quietud. El control pasó sin incidente. Conduje hasta un sitio de aparcamiento situado en las cercanías de Brück, paré el coche y saqué la cartera de debajo de mi asiento.

Había una gran quietud en el aparcamiento a esta hora de la mañana. En la distancia pastaban vacas negras, y vi un molino de viento cuyas aspas se movían lentamente al impulso del aire.

Abrí la portezuela y dejé colgar mis piernas hacia el exterior. En la cartera había cartas y documentos, fotografías y fotocopias de documentos con el sello de varios notarios. Contemplé atentamente las fotografías y leí detenidamente todas las cartas y todos los documentos y todas las fotocopias de los documentos.

El sol ascendió y el ambiente se caldeó. En una dirección y otra circulaban algunos coches. Las vacas tenían la cabeza hundida en la hierba y pastaban.

Después que hube leído todos los documentos y contemplado todas las fotografías, volví a encerrarlos dentro de la cartera, colocándola de nuevo bajo mi asiento. Seguidamente, reemprendí el camino.

El sol se encontraba a mi izquierda. Conecté la radio y escuché el concierto de una emisora. Pensaba en las palabras de Julius Brummer: «El que posea esta cartera será el hombre más poderoso de la ciudad. Probablemente el hombre más poderoso del país».

Yo no sabía cuán poderosos podían ser el hombre más poderoso de la ciudad y el hombre más poderoso del país. Puro la cartera, de la que había hablado Julius Brummer, se encontraba ahora bajo mi asiento. A menudo se desplazaba hacia aquí o hacia allá y frecuentemente sonaba la cadena rota, y durante todo este tiempo pensé en mi madre...

El mejor día de la semana, siempre había sido para mi madre el sábado, y su mejor hora, el sábado al mediodía. Nuestra familia era muy pobre y teníamos muchas deudas. Pero, por lo menos, una vez a la semana, mi madre mostraba una cara risueña y, entonces, siempre le oía decir: «Robert, cariño, ¡ahora podemos tener tranquilidad hasta el lunes por la mañana! Ningún alguacil del juzgado vendrá, ni ninguna factura del gas. Ni siquiera pueden venir a cortarnos la luz, ni esta tarde ni mañana. ¡Así, pues, para mí, es el sábado el día más precioso de la semana!».

Yo le pregunté: «¿Por qué no el domingo, mamá?».

Ella contestó: «El domingo vuelve a invadirme el temor del lunes, tesoro. ¡Pero en sábado, siempre hay un día por medio!».

Esta lógica me impresionó tanto en mi niñez, que la hice mía para toda la vida. Y nunca me ha abandonado. Precisamente porque en mi vida tampoco me ha abandonado nunca el temor, no ya del cobrador del gas o del que corta la luz eléctrica, sino de poderes más malignos, ni tampoco por las deudas, sino de los demás hombres, pues todos los hombres pueden hacer el mal y lo hacen...

También el 23 de agosto de 1956, durante el cual el «Cadillac» de Julius María Brummer atravesaba la zona soviética hacia el Oeste, era un sábado, y en la miserable campiña de la Marca de Brandeburgo, pues había escogido este día el trayecto más corto hacia Helmstedt, yo pensé durante largo tiempo en mi madre.

El sol subió más, las sombras de los pinos sobre la arena de un amarillo opaco se volvieron más cortas, y yo pensé que este era un sábado extraordinario, un sábado que suprimía todos los demás, mejor dicho, eliminaba todos los lunes y mi temor hacia ellos.

No sé si ustedes conocerán esa impresión de tener poder. Hasta ese sábado, 23 de agosto de 1956, nunca había yo tenido poder de ninguna clase, jamás, en toda mi vida. Y nadie, al que yo conociera, había sido poderoso. Precisamente por ello, siempre había intentado imaginarme cómo se sentían los poderosos, los corruptores de masas, los millonarios los conquistadores.

El poder que ahora poseía, no era en el sentido propio de la palabra, mío, pero estaba decidido a tener parte de él de una forma modesta, quieta. En la necesidad, yo podía pasarme sin Julius Brummer, pero él, no podía de ninguna forma pasarse sin mí. Podía suponerse que no era ningún snob para encontrar intolerable compartir secretos con su chofer. No lo parecía. A mí me había dado una impresión muy democrática.

No, no creo que usted la conozca esa sensación de poseer poder, señor comisario de lo criminal, Kehlmann, de Baden-Baden, al que, según las circunstancias, van dedicadas estas líneas. No el verdadero poder. No el poder real, el poder de la clase que el 23 de agosto del año pasado, en forma de documentos originales y fotografías se encontraba debajo de mi asiento del coche. Es una sensación embriagadora, señor comisario. Estoy seguro de que usted nunca ha disfrutado de ella, al igual que mi madre, en la que pensaba aquel 23 de agosto entre Magdeburg, Eichenbarleben y el punto fronterizo de zona, Helmstedt, en la que pensaba, mientras conducía el coche hacia el Oeste en una de aquellas soleadas tardes de sábado que mi mamá había siempre amado tanto...

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