Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 3

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Con el fin de hacer comprensible lo que va a seguir, señor comisario, y mostrarle, al mismo tiempo, el sencillo sistema según el cual procedí, le contaré en primer lugar el episodio del puesto de gasolina. Creo que con él se encontrará en situación de descubrir las raíces de mi atrevimiento: el juicioso desarrollo de irrazonables terrores...

El asunto del puesto de gasolina empezó el miércoles después de nuestro regreso de Munich. Recuerdo que era precisamente un miércoles porque el miércoles tengo mi larde libre, y yo necesitaba una tarde libre para mi propósito.

Abandoné mi cuarto unos minutos antes de las cuatro de la tarde. Los tres autos que Brummer poseía se encontraban en el garaje, y la puerta de éste se hallaba abierta los miércoles por la tarde, para el caso de que Nina Brummer quisiera irse a la ciudad. Las llaves de los coches permanecían puestas y los papeles estaban en el compartimiento de los guantes.

No había logrado ver a Nina desde mi vuelta. Mientras me dirigía hacia la villa levanté la mirada y tuve la impresión de que la cortina de una de las ventanas, que estaba levantada por un lado, acababa de volver a su sitio. Pero, naturalmente, también podía haberme equivocado. Era fresco ese día de octubre, las hojas de los árboles se habían coloreado ya de color castaño rojo, amarillo y negro y, allá abajo, junto al estanque gritaban un par de pájaros. Su grito resonaba muy fuerte en la quietud de aquella tarde y el cielo estaba gris.

Entré en la cocina y me despedí de la vieja cocinera checa, pues era importante para mí que ella me viera antes de salir:

—No me espere, Mila. Cenaré en la ciudad.

Llevaba un traje gris ese día, con camisa blanca y corbata azul, y estuve otra vez en la cocina, con el fin de que Mila pudiera ver la ropa que yo llevaba...

También el follaje de la Cecilienallee había asumido todos los colores del otoño. Sobre las aguas del Rhin se extendía una pequeña capa de niebla. Un remolcador jadeaba corriente arriba, el humo de sus chimeneas quedaba comprimido sobre la corriente y su olor llegaba hasta mí.

En el Hofgarten tomé el autobús y me dirigí a la ciudad. En una tienda cercana a la estación principal compré un traje castaño y otro negro con pintas blancas, ambos de confección. Adquirí también una corbata verde con puntos negros y otra plateada con negras rayas. Todo de lo más barato que existía, pues no tenía la intención de llevar trajes y corbatas muy a menudo. Finalmente, me procuré también la maleta más económica, metiendo todo lo demás en ella. Seguidamente fui a la estación y entregué la maleta en la consigna. Me dieron una contraseña azul numerada. Eran ahora las 17’30, el tráfico de la noche había empezado, la gente que salía de oficinas y fábricas se dirigía apresuradamente hacia su casa, los coches pitaban, los tranvías campanilleaban y todas las encrucijadas se hallaban taponadas. Tomé un taxi y me dirigí hacia el Rhin. En el cruce de las calles Klever y Schwerin mandé parar y me apeé. Eran ahora las seis menos diez minutos. Quiero que comprenda, señor comisario Kehlmann, que le describo tan minuciosamente estos hechos para que pueda comprender claramente el mecanismo del terror de este primer episodio, pues el propio mecanismo forma la base de lo demás.

Procedí ahora lentamente hasta el pequeño local de cine que se encontraba en la calle Lützov, tres manzanas más allá. Este miércoles se representaba en él «Las diabólicas», película policíaca francesa que yo había presenciado ya. Era importante escoger un film que ya conociera, pues era fácil que más adelante tuviera necesidad de explicar el argumento. En traje gris, camisa blanca y corbata azul, entré en el vestíbulo del cine y adquirí una localidad de primera fila. En la sala, casi vacía, reinaba ya la oscuridad, se estaban proyectando anuncios. Al lado de la puerta giratoria se encontraba la acomodadora, joven de cabello rojo, muy bonita. Le dirigí una sonrisa, colocándome de tal manera que la luz del día cayera sobre mí y ella pudiera reconocerme perfectamente. Al mismo tiempo le dije:

—¿Qué, guapa, te gustaría venir conmigo?

La pelirroja sacó un hocico a lo Brigitte Bardot, inclinó hacia atrás la cabeza, irguió el pecho y me precedió, sin dignarse contestarme, en la oscuridad de la sala. La luz de su linterna rebotaba sobre los asientos vacíos. La alcancé y, poniéndole una mano sobre la redonda cadera, le susurré al oído:

—¡Anda, no seas así!

Quedose parada, me dio un golpe en la mano y señaló con la lámpara:

—Allí.

—Bueno, como quieras. Hubiéramos podido pasar una magnífica tarde.

—Precisamente esperaba a uno como usted —repuso la acomodadora—. Quedaría servida para toda la vida.

Y desapareció. Después de los anuncios vino el noticiario y seguidamente se encendieron las luces. Me volví para averiguar dónde se encontraba la salida, localizándola detrás de una cortina de terciopelo rojo. Seguidamente miré a la pelirroja que se hallaba de nuevo en la puerta de entrada. La luz volvió a apagarse y la película dio comienzo. Esperé a que hubiera salido el título, me quité los zapatos y, pisando sobre los calcetines, salí agachado hacia la puerta. Detrás de la cortina de terciopelo había un pasillo oscuro de paredes enmohecidas, seguía un patio y a continuación se encontraba uno en la calle.

Y lo mejor del caso, pensaba yo mientras volvía a calzarme los zapatos, era que se podía entrar en el cine por la misma salida. Eran las 18’26. La representación siguiente empezaba a las 20’15, por lo tanto la película que se estaba proyectando duraría, con toda probabilidad, hasta las veinte horas. Tenía a mi disposición una hora y media de tiempo. No era mucho. Bajé corriendo por la Cecilienallee. Oscurecía ya, pues el tiempo era muy malo ese miércoles por la tarde, lo que me convenía. En un par de ventanas de la villa lucía la luz, y cuando penetré en el parque (el portal poseía un mecanismo eléctrico disimulado), oí ladrar el viejo perro. Se aproximaban unos minutos desagradables: debía sacar el «Cadillac» del garaje. No sería ninguna desgracia que alguien me viera, siempre podía decir que lo llevaba rápidamente a que le cambiaran el aceite. No, no sería una desgracia, pero significaría abandonar completamente mi plan.

Nadie me vio. El coche rodó silenciosamente sobre la avenida, cerré el portal y partí tan de prisa como pude. Cada minuto que transcurría me acercaba a mi objetivo, pero también a un desastre en el último momento. Pues si, a mi vuelta, alguien me viera, debía también olvidar mi propósito.

En la ciudad rugía siempre el tráfico del atardecer, por lo que me era difícil avanzar. Delante de la estación no quedaba naturalmente, ningún sitio para aparcar. Dejé el «Cadillac» cerca de un poste de prohibición de aparcamiento y me precipité a la consigna. Si un policía me colocaba bajo el limpia parabrisas una papeleta de multa, siempre podría ir la misma tarde a cualquier comisaría y pagar los dos marcos. En este caso no habría denuncia y no tendría necesidad de mostrar mi tarjeta de conductor.

En la consigna me hice entregar la maleta y corrí de nuevo hacia el coche. No habían dejado papeleta alguna. Tenía suerte. Esperaba seguir teniéndola. Pensé en Nina, pero procuré imaginarme inmediatamente algo muy distinto, ya que necesitaba conservar la tranquilidad de los nervios para lo que se avecina. No debía pensar en Nina.

Por lo menos en estos momentos.

Me dirigí hacia el Rhin. Se había hecho de noche cerrada. En una tranquila calle lateral me cambié. Me quité el traje gris poniéndome el castaño barato y, en lugar de la corbata azul, tomé la verde con los puntos negros. Seguidamente desordené un poco mi cabello, eché maleta y traje en la parte trasera y volví a partir. Eran las 19’10. Me quedaban cincuenta minutos. Y me esperaba lo más difícil.

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