Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 4

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Me dirigí al gran poste de gasolina de la calle Xantener. Aquí me conocían todos, pues venía a menudo. Era importante que todos me conocieran. Dejé deslizar el coche hasta quedar situado al lado de la columna roja y me quedé sentado detrás del volante. Caía bastante luz procedente de los tubos de neón sobre mí. En la cabina encristalada situada delante del garaje estaba sentado un joven de unos dieciocho años. Se llamaba Paul, y también él me conocía y, supongo, que me apreciaba. A menudo me hablaba de su potente moto. No la tenía aún y ahorraba dinero para adquirirla, pero hablaba de ella como si la tuviera desde hacía dos años. Su apellido era Hilfreich. Tenía muchos granos en la cara Paul Hilfreich y seguramente muchas dificultades con las chicas. Ahora llegó rápidamente a mi lado embutido en un limpio mono blanco. Me saludó radiante:

—¡Buenas noches, señor Holden!

—Buenas noches, Paul —y le sacudí la mano. Sobre su sien izquierda empezaba a desarrollarse una pústula especialmente vigorosa—. Lléname el depósito.

— ¡Okay!

Tomó la manguera de la columna y empezó a desenroscar el tapón del depósito del coche. Un motor empezó a zumbar en la columna y la bencina fluyó. Temblorosos subieron en el indicador los litros y marcos. Yo permanecí sentado detrás del volante, esperando. Me dolía hacerle aquello a Paul, pero no había más remedio. Pensaba en Peter Romberg. En la pequeña Mickey. En Mina. En mí. Todos nosotros podríamos vivir en paz solamente cuando Julius María Brummer desapareciera, sólo entonces. No había otro camino, y lo sentía por Paul Hilfreich.

Click, sonó en la columna. El tanque estaba lleno. Paul vino hacia mí. A través de la abierta ventana preguntó cortésmente:

—¿Va bien de aceite?

—Va bien.

Diecinueve horas catorce.

—¿Aire?

—También.

Diecinueve horas catorce.

—¿Agua?

—Todo está en orden.

Ahora yo volvía a sudar.

Diecinueve horas quince.

—Entonces son veinticuatro marcos con treinta, señor Holden.

—Muy bien, anótalo en la cuenta del señor Brummer.

—Lo siento, señor Holden, pero no puede ser.

—¿Por qué no? —le pregunté, a pesar de que sabía perfectamente la causa.

—El señor Brummer ya no tiene cuenta abierta aquí desde que volvió de..., desde que volvió a casa. Quiere que todas las cuentas se paguen al contado. ¡Pero esto lo sabe usted, señor Holden!

—¡Maldita sea, claro que sí! —dije, golpeándome la frente con la palma de la mano y haciéndome el enfadado—. Vaya tontería el haberme olvidado de ello, y ahora no llevo dinero encima. ¿Puedes anotármelo a mí?

—¡Pues claro que sí, señor Holden! —rió Paul— ¡Ya me pagará cuando vuelva!

—Gracias, Paul.

—¡De nada! ¡Buen viaje!

Por el espejo retrovisor le vi hacerme adiós con la mano cuando arranqué. Eran las 19’16. Y la pequeña Mickey estaba un poco más en seguridad. Y yo estaba un poco más adelantado en mi camino hacia Nina. Y Julius María Brummer estaba un poco más allá en su camino hacia la muerte.

Volví a pararme en una calle lateral y me cambié de traje. El castaño barato y la corbata verde fueron de nuevo a la maleta. Luego me dirigí rápidamente a la estación. De nuevo paré bajo el signo de prohibición de aparcamiento, corrí hacia la consigna y deposité la maleta por segunda vez en el mismo día. Con el comprobante azul en la mano volví corriendo al coche. Eran las 19’31. En media hora debía estar de nuevo sentado en mi asiento del cine, sino todo habría sido en vano. Me lancé hacia mi puesto detrás del volante y apreté el botón de arranque. Volví a apretar. Y por tercera vez.

El motor no arrancó.

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