Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 10

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Por la tarde volví a la estación. Esta vez hallé un sitio donde aparcar. Eran las 15’15. Brummer y Zorn estaban en el Juzgado. Debía recogerlos a las dieciocho. Así, pues, tenía mucho tiempo para hacer lo que me convenía. Llegué a la consigna, saqué la maleta barata, entré en los lavabos y cambié de nuevo mi traje por el de color castaño, poniéndome la corbata verde con puntos negros. Dejé la maleta en el coche. Tomé un taxi y me hice conducir hasta el pasaje Frauenlob, al norte de la ciudad. Durante el recorrido estuve vigilando por si alguien me seguía, pero no pude descubrir a nadie. Luego tomé un segundo taxi hasta la calle Artus. Aquí, en una tienda de óptica, compré unas gruesas gafas con vidrios muy oscuros y, en otra tienda, un bastón blanco de ciego. Hice envolver el bastón. Seguidamente tomé un tercer taxi hasta la calle Recklinhausen. Y vigilaba siempre por si alguien me seguía.

En la calle Recklinghausen descendí y esperé hasta qué el taxi hubo desaparecido. Entonces penetré en la entrada de una escalera y desenvolví el bastón de ciego, guardando el papel en mi bolsillo. Salí y me puse a andar con precaución, golpeando el suelo con mi bastón, girando la manzana de la calle Hattinger. Ahora debía atravesar la calzada Una mujer ya anciana me guió y yo le dije:

—Que Dios se lo pague.

En momentos de examen de conciencia y de recogimiento interior, Julius María Brummer había prestado su apoyo a sociedades benéficas. Se gastaba dinero en hospitales, hogares para huérfanos y una organización para combatir la parálisis infantil. En la calle Hattinger había financiado un Instituto para la Rehabilitación de los Ciegos. En un lado de la entrada de la casa gris y ruinosa, colgaba un cartel con la siguiente leyenda:

FUNDACIÓN JULIUS MARÍA BRUMMER

PARA CIEGOS E IMPEDIDOS DE LA VISTA

PRIMER PISO

Seguí el corredor que olía a verduras cocidas y a grasa rancia. En algún sitio lloraba un niño, chirriaba una radio; las ventanas del corredor tenían algunos cristales sustituidos por maderas clavadas. Julius María Brummer no había escogido la mejor casa, ni la más limpia para sus desvelos caritativos. Pero, ¿qué importaba esto? Los ciegos, la basura sólo podían olerla.

En el primer piso había una puerta que no cerraba, y detrás de ella un sucio vestíbulo con vistas a un patio mohoso. De una pared colgaba la fotografía del filántropo, y debajo de ella la sentencia:

Únicamente existe un pecado, y éste consiste en perder la esperanza.

Julius María Brummer

Reflexioné que los ciegos no podían ver la cara de Julius María Brummer ni leer su pensamiento, lástima.

Penetré en una segunda habitación que estaba tan sucia como la primera y en la que otra fotografía de Brummer colgaba de la pared, pero esta vez, sin exergo. Había una mesa, unas cuantas sillas y una máquina de escribir. Por el suelo yacían tarros de cera para el piso, cestos y sandalias, tenderos de ropa y otras cosas que los ciegos manufacturaban o vendían. Detrás de la máquina de escribir estaba sentada una joven con falda negra y blusa blanca. Llevaba un cinturón dorado muy ancho. Los sostenes levantaban el prominente pecho hasta hacer de él un fiero bastión y, en las caderas, la falda amenazaba la seguridad de la cremallera, por lo tirante. La chica estaba pintada como una estrella de revista nocturna, incluso llevaba pestañas con prolongaciones postizas, y las uñas lucían una laca color de oro. La boca echaba llamas. ¿A quién estaba destinado todo este despliegue de encantos, pensé, a quién, aquí arriba? Contra la cerrada ventana zumbaban dos enormes moscas que no parecían estorbar en lo más mínimo a la muchacha. M acerqué a ella, golpeando con el bastón, saludé humildemente, y ella respondió a mi saludo con un alegre:

—¡Bienvenido!

Me di cuenta, súbitamente, que una gran mella partía su labio superior. Los ciegos no podían notarlo, reflexioné, por eso estaba aquí.

—Mi nombre —le dije, no sin cierto regocijo interior— es Zorn, Hilmar Zorn. Hace poco que vivo en Düsseldorf. En Berlín, de donde procedo, he seguido un curso de mecanografía y, me han dicho, que ustedes dan también clases aquí.

—Es verdad —asintió la joven del labio leporino. Vino hasta mí, me tomó la mano y la apretó calurosamente. Sus ojos relucían húmedos. Tendría unos veinticinco años e iba muy perfumada—. Supongo que es usted miembro de una asociación, ¿no es así, señor Zorn?

—Naturalmente.

—¿Qué edad tiene usted, señor Zorn?

Finalmente había soltado mi mano, pero permanecía muy cerca de mí, pasando incesantemente la punta de la lengua sobre su labio superior partido.

—Cuarenta y cuatro años.

—¿Quiere inscribirse en seguida?

—Desearía comprobar antes la forma de trabajo de aquí.

—¿Es usted casado, señor Zorn?

—No.

—Aquí hay muchos que no están casados —dijo la muchacha—. Por lo demás, me llamo Licht, Grete Licht.

—Tanto gusto. ¿Hace tiempo que trabaja aquí, señora Licht?

—Señorita —me corrigió—. Desde la fundación. Antes había estado en una empresa cinematográfica, pero me marché porque los hombres se mostraban demasiado frescos. Aquí son muy corteses. —Se colgó de mi brazo, apretándolo contra su cuerpo—. Me gustan los hombres corteses y, de verdad, si alguno se muestra descortés conmigo, ya puede tomar el portante. Venga, le acompañaré a la sala de clase.

—¿No se encuentra solitaria aquí?

—De ninguna manera. La de historias que se oyen. ¿Sabe usted? No se lo digo por pura fórmula, si alguna vez me caso, será seguramente con un ciego. No a causa de su pasión, no, no. Es que los ciegos... son otra cosa. Fieles y atentos. Verdaderos caballeros, vaya —acabó Grete Licht, la del labio leporino.

En la estancia contigua había muchas mesas. Las ventanas se hallaban cerradas y olía a desinfectantes. Quince ciegos trabajaban en esta habitación. Algunos confeccionaban alfombras y felpudos de fibra, otros recababan. Al lado de la ventana se encontraban cinco viejas máquinas de escribir en las que practicaban los alumnos. Tenían los rostros alzados hacia el techo y las bocas abiertas. Tres de ellos llevaban gafas oscuras. La muchacha del labio leporino me empujó hacia una máquina libre, me apretó contra la silla y me indicó, llevándome de la mano, la ubicación de la máquina y del papel.

—La profesora se ha ido ya. Cada día hay deberes. A veces, escribir un dictado de memoria, otras, redactar una pequeña composición. También podrá usted aprender otras cosas, entre nosotros. ¿Quiere que le dicte algo?

—No, gracias, sólo quisiera practicar un poco. Ver si todavía sé escribir. —Coloqué un papel en la máquina con manos inseguras.

Ella me puso una mano sobre el hombro, diciendo al ciego que escribía a mi lado:

—Señor Sauer, cuídese un poco del señor Zorn, ¿quiere?

El ciego, llamado Sauer, era un hombre de mi edad, con los cabellos blancos. Contestó:

—Está bien, señorita Grete. —Y continuó escribiendo.

La muchacha del labio leporino se fue. Al salir puso la mano sobre el hombro de dos hombres y éstos volvieron a ella sus rostros y le sonrieron con sus muertos ojos.

Empecé a escribir. Con unas cuantas faltas puse el alfabeto y los números del 1 al 10. Luego mecanografié el Padrenuestro. La máquina en que escribía parecía proceder del diluvio. Brummer no había dilapidado ninguna fortuna en esta fundación. Miré a mi derecha y leí la composición que el señor Sauer escribía: «¿Dónde está la felicidad del hombre?», rezaba el título. Leí: «La felicidad del hombre conziste wn tener a ptra persina que le quiera. Yo quiero a mo mujer. Mi mujer me enfaña. Yo lo sé. Lo sé jace semanas. La he seguido en un tadi y la he oido habkar con itro. Me ja costado micho dinero jasta ajora, pweo ella no pa notadp nada, y yo sé ajora que mi mojer me enfaña...».

Escribía muy bien ya el señor Sauer.

Saqué mi hoja de la máquina, puse otra y, mientras los ciegos tejían alfombras o disertaban sobre la felicidad, escribí sobre el infame papel de la Fundación Julius María Brummer: «Usted sabe ya que existo. Soy igual que su chofer. Esto constituye una mala suerte para usted. Y mala suerte para su chofer. Si usted no hace lo que le exijo, le mataré. Por ello, su chofer irá a la cárcel. Su chofer, no yo. Porque nosotros no nos conocemos y yo no tengo ningún motivo para matarle. Hago solamente lo que mis principales me ordenan. Su chofer sí le conoce a usted. Y tiene más motivos para matarle. Cualquier juzgado lo verá palpablemente.

»Me fue posible sacar su "Cadillac” del garaje y comprar bencina en el poste, en calidad de chofer suyo. Igualmente posibles me serán otras muchas cosas. Seguirá usted mis indicaciones o morirá. Mis principales quieren verle donde usted debería estar ya: en la cárcel. Cese inmediatamente en sus pretensiones. Le mataré, si no hace lo que le exijo. Y su chofer irá a presidio por ello, su chofer, no yo.»

Seguidamente escribí la dirección en un sobre barato que había comprado en mi camino hacia aquí.

—Escribe usted muy bien —me dijo el señor Sauer.

—Voy tirando.

—Oiga, ¿podría usted prestarme cinco marcos? Palabra de honor que se los devolveré.

Guardé silencio.

—Por favor. Los debo a un chofer de taxi. No quiere llevarme más si no le pago por anticipado. Y, ¡tiene tanta importancia para mí que me lleve esta noche!

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