Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 11

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—¿Le ha sableado? —me preguntó la muchacha del labio leporino.

Había transcurrido una hora. Había hecho nuevas pruebas de mecanografía dejando encima de la mesa mis ensayos.

—¿Quién? —pregunté.

—El señor Sauer. Da sablazos a todo el mundo...

—Le he dado cinco marcos.

—¡Está loco por ella! ¡Hay mujeres que tienen una suerte! Debería ver a su costilla. Es mucho más vieja que él, gorda y fofa. Pero sablea a todo el mundo con el fin de ir en taxi detrás de ella. El chofer le explica con quién se encuentra y dónde. Luego viene a contármelo a mí llorando —Se me acercó tomándome de nuevo la mano—. ¿Volverá usted?

—Naturalmente que volveré.

—Me alegraría mucho —contestó Grete Lich, la del labio leporino y apretó mi mano contra su pecho.

En la escalera me quité las gafas negras y envolví el bastón con el papel. En la calle Hattinger encontré un taxi con el que fui a la estación. Aquí me cambié. Gafas y bastón fueron a la maleta que devolví a la consigna.

En la oficina principal de Correos mandé la carta a Brummer. Eran las 7’45 y me dirigí hacia el Juzgado de Instrucción. Diez minutos después de las seis apareció el pequeño abogado Zorn:

—Tenemos trabajo, por lo menos, para dos horas más. Puede irse a casa.

Entonces pensé que también otra gente necesitaba coartadas.

—Buenas noches, señor doctor —y me fui hacia el Rhin. Cuando alcancé el portal de la villa, vi que se encontraba una mujer delante de él. La luz de los faros resbaló sobre ella y mi corazón empezó a latir fuertemente. Paré. Nina Brummer estaba fuera de aliento:

—¡Gracias a Dios, hace una eternidad que le espero!

—¿Qué ha sucedido?

El viento de la noche le metía el rubio cabello hasta dentro de la boca:

—Mickey...

—¿Qué le ha pasado? —urgí, mientras sentía que una mano de hielo me apretaba el corazón.

—Debemos apresurarnos a ir a casa de los Romberg. Mickey ha desaparecido.

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