Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 12

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La niebla venía arrastrándose desde el Rhin, el aire estaba húmedo, el cielo oscuro. Yo conducía tan lentamente que los árboles de la Cecilienallee parecían salir individualmente de la niebla, iluminados fantasmagóricamente por la cruda luz de los faros. Nina me informó:

—Romberg telefoneó a Mila. La pequeña tenía clase hasta la una. A las tres empezaron los padres a buscar. ¡Pobre Mila! Se ha excitado tanto que ha debido meterse en la cama. El médico está ahora junto a ella.

Giré el volante hacia la izquierda, y el coche se deslizó sin ruido hacia el oeste, subiendo la calle del Parque.

—Robert...

—¿Sí?

—¿Tiene él..., tiene mi marido algo que ver con eso?

Asentí con la cabeza.

—¿Te acuerdas del día en que volviste de la clínica? Entonces, Romberg nos hizo una foto a todos. Tu marido va detrás de aquella foto.

—¿Por qué?

—Ese día la amiga del señor Schwertfeger saltó por la ventana..., la muchacha que acometió a vuestro «Mercedes».

Mickey la vio. Mickey retuvo su nombre: Hilde Lutz. Con la foto y con Mickey, Romberg puede demostrar que existe una conexión entre Lutz, tu marido y el señor Schwertfeger.

—Y, ¿tú crees que él..., que él intenta hacer chantaje a Romberg por medio de la criatura?

—Lo sé.

Ella se apretó las manos contra las sienes y gimió:

—Tú tienes la culpa de ello..., tú tienes la culpa..., tú le has traído los documentos...

Apreté el freno. Nina fue lanzada hacia adelante. Golpeó con la frente en el cristal del parabrisas y dio un ligero grito. Yo quise sujetarla, pero ya había bajado del coche. Salté detrás de ella y me dirigí hacia el nuevo edificio, donde Romberg tenía su vivienda. En el ascensor subimos al tercer piso. Nina llamó. Unos pasos se aproximaron. Luego se abrió la puerta, apareciendo Carla Romberg pálida y asustada. El cabello castaño le caía desordenadamente sobre la frente y no llevaba gafas. Los ojos castaños estaban enrojecidos de llorar. Detrás de ella, en el cuarto de la niña, vi la vacía cama de Mickey y, encima de ella, los juguetes de todos colores, gatos y monos, ovejas y perros.

La señora Romberg nos miró y guardó silencio. Se apretó una mano contra la boca.

Nina le preguntó:

—¿Ha sabido algo mientras tanto?

Carla Romberg sacudió negativamente la cabeza.

—¿Podemos entrar?

—¿Quién está ahí? —sonó la voz de Peter Romberg, procedente del cuarto de trabajo. Inmediatamente después apareció él mismo. Llevaba unos pantalones de franela y una chaqueta de cuero. Su cara aparecía tan vacía de sangre que las pecas asumían un color azul. Más despeinado que nunca sobresalía el rojo pelo de la cabeza. Su voz resonó llena de odio:

—Cierra la puerta, Carla.

Ella quiso cerrarla, pero yo puse un pie en la abertura.

—Un momento, tengo que decirles algo.

Romberg podía apenas hablar de tan colérico.

—¡Váyase de mi vista!

—¡Pero, por el amor de Dios, nosotros no tenemos ninguna culpa de que Mickey haya desaparecido! —exclamó Nina.

El pequeño repórter me señaló con el dedo.

—¡Pregúntele quién tiene la culpa! Lo siento, señora Brummer, lo siento por usted. Usted siempre fue buena con nosotros.

Desde el cuarto de trabajo resonó una voz en la radio:

«Düssel Siete»... «Düssel Siete»... Diríjase inmediatamente a la calle Heyses. Hay una riña entre borrachos... «Düssel Siete»... «Düssel Siete»...

—Romberg, tenga usted conocimiento —le dije—, ¿quiere esperar hasta que le maten a la niña?

Carla Romberg prorrumpió en un grito.

—Ya le he dicho que quitara el dedo del asunto, que quemara y olvidara la maldita fotografía. ¿Por qué no lo ha hecho?

Me respondió excitado:

—¿No existe bajeza en la que usted no colabore, verdad?

—¡Sólo trato de ayudarle! Deme el retrato...

—Y entonces me devolverán a Mickey, ¿no? ¡Así me lo había figurado!

—¡Maldito idiota! ¡Entregue la fotografía entonces al juez de instrucción! ¡Haga algo con ella!

—No pase cuidado, algo haré con ella. Mi diario hará algo, cuando tengamos el material suficiente. ¡El juez de instrucción! ¡Esto les gustaría a ustedes! Ya se le ha dado una vez material al juez de instrucción, y ¿qué? El señor Brummer es un hombre libre y perfectamente honrado... —Susurró—: Cuando nosotros nos pongamos en campaña, millones lo leerán, millones de personas honradas de este país, y luego veremos lo que le pasa a su jefe. ¡Y a usted!

—¿Y a Mickey? ¿Qué le sucederá a Mickey? ¿Tiene para usted más valor esa maldita foto que la vida de su hija?

Se acercó hasta casi tocarme:

—¡Si le tuercen un solo pelo a Mickey, que Dios tenga piedad de todos ustedes!

—¡Vaya tontería! ¡Entonces será demasiado tarde!

—Nosotros le habíamos considerado nuestro amigo...

—¡Soy su amigo!

—Un sapo asqueroso es usted, un maldito embaucador...

—¡Señor Romberg! —exclamó Nina.

La puerta de la vivienda de enfrente se abrió de golpe. Un hombre gordo, con los tirantes del pantalón colgando, apareció en el umbral:

—¿Dificultades, señor Romberg? ¿De qué clase de gente se trata? ¿Quiere que llame a la policía?

—Sí, por favor —dijo el pequeño repórter—. ¡Llame a la policía!

Cogí la mano de Nina y la arrastré conmigo, escaleras abajo.

Detrás oí al hombre gordo que preguntaba:

—¿Quiénes eran?

Y la voz de Romberg contestó:

—Ratas.

Seguidamente se cerraron ambas puertas.

No solté la mano de Nina hasta que llegamos al «Cadillac». Entonces me senté al volante. La calle aparecía desierta. El viento de otoño empujaba las hojas sobre la calzada. La hojarasca crujía.

—¿Tienes... un cigarrillo?

Ambos nos pusimos a fumar.

—No tienes tú sólo la culpa —me dijo ella—. Soy tan culpable como tú.

—Tonterías.

—No son tonterías. Cuando se comete un crimen no solamente son culpables los que lo ejecutan, sino también los que lo consienten.

—Frases. Él es fuerte, nosotros débiles. Él tiene mucho dinero, nosotros, nada. ¡Yo sólo soy el culpable! Hubiera debido impedirlo, entonces Sin los documentos no tendría ninguna fuerza. Entonces hubieran podido todavía condenarle. Hoy se ríe de nosotros. Hoy es demasiado tarde.

Ella guardó silencio y oí soplar el viento de la noche y murmurar la hojarasca.

De repente me dijo:

—Robert...

—¿Sí?

—Creo que acabo de empezar a quererte.

—¡Oh! Nina.

—Lo digo en serio. Al principio no podía sufrirte. Luego tuve miedo de ti. Seguidamente me invadió la curiosidad. Pero ahora..., cuando tú ahora me tocas, me pasa algo..., algo que no me había pasado nunca. Ahora he empezado a amarte.

—¿Y por qué?

—Porque has dicho que era culpa tuya. Porque te has dejado insultar por Romberg. No eres tan osado como él, ni tan astuto. Le estás sometido, como yo. No eres valiente, Robert.

—No —asentí—, no soy valiente.

Ella me abrazó y me besó dulcemente en la mejilla. Yo le dije:

—Si alguien nos viera...

—Cobarde —murmuró—, cobarde.

Me besó en la boca.

—No sé lo que va a suceder. Pero te prometo, cuando todo haya concluido, si sobrevivimos, y tú vuelves a ser libre, y yo sea también libre, se lo prometo al buen Dios Robert: seré una buena mujer para ti.

Volvió a besarme, y miré la desierta calle por encima de su rubio cabello, y recordé el principio de una poesía que había leído en la cárcel, hacía mucho tiempo: «Cobarde, toma la mano de un cobarde...».

Repentinamente me enderecé:

—¿Qué tienes? —me preguntó, asustada.

Y entonces ella vio lo que yo veía: una pequeña niña de cabello negro, envuelta en un abriguito rojo, que venía muy cansada por la calle, hacia nosotros, inclinada, luchando contra el viento, una cartera de colegial al hombro.

Nina salió del coche y yo bajé la ventana con el fin de enterarme de lo que dijera.

—¡Mickita! —Nina se inclinó hacia ella—. ¿Qué historias son éstas que te traes? ¿De dónde vienes ahora?

—¿Quién está sentado en el coche?

—El señor Holden.

—A él no le quiero.

—¿Por qué no?

—Porque dice mentiras.

—Mickey, ¿dónde estuviste?

—Delante de la escuela había dos hombres. Les he preguntado qué hora era, porque tenían intención de pasear un poco más con mi amiga. Pero era demasiado tarde. Entonces los dos me han dicho que me llevarían a casa. En su bonito automóvil.

—Mickey, pero ya sabes que no tienes que ir con gente extraña.

—Pero es que era muy tarde. He subido al coche con ellos. Pero se ha estropeado. Y hemos tenido que esperar.

—¿Dónde?

—En una casa muy grande, no sé dónde. Me han dado limonada y revistas para mirar.

—¿Y tus padres? ¿No has pensado en ellos?

—¡Naturalmente que sí! Los hombres me han dicho que llamaban a casa. Oye, tía, ¿no han llamado?

—No, Mickey.

—No lo comprendo. Eran tan buenos... Me han dado peces de caramelo... y ahora, cuando me traían a casa, uno de ellos ha telefoneado a papá, allí en la esquina, desde la cabina, lo he visto yo misma.

—¡Sube en seguida a ver a tus padres!

—Claro —dijo Mickey—. ¿A dónde iría, si no?

Nina la acompañó hasta el portal de la casa. Luego volvió a mi lado.

—¡Tengo que denunciar a mi marido!

—No me hagas reír. —Puse el coche en marcha.

—¡Matará a la niña! ¡No retrocederá ante nada! La llamada desde la cabina telefónica... ¿Puedes figurarte lo que le dijeron a Romberg? Si no entrega la foto, Mickey volverá a desaparecer, esta vez para siempre.

—¿Puedes probar que tu marido tiene algo que ver con todo esto? Hace horas que está con el juez de instrucción.

—¡Pero no debemos permitir que se cometa un crimen!

—No ocurrirá nada parecido. Romberg les dará la fotografía. No es ningún idiota —contesté, sin dar yo mismo crédito alguno a mis palabras... y ella tampoco.

El temporal llegó. Silbaba entre las ramas de los árboles de la Cecilienallee y vi cómo se levantaba oleaje en el Rhin. Las multicolores hojas bailaban una danza fantástica.

Delante de la villa había aparcado un coche. Penetré en el garaje. Nina se quedó sentada y salió solamente al hacerlo yo. En el garaje reinaba la oscuridad. Choqué contra ella y la abracé. Su mejilla se posó sobre la mía y nos mantuvimos estrechamente apretados, escuchando la tempestad y el chirrido de las ramas de los árboles.

—Mañana, a las tres, en la embarcación —murmuró Nina—. Él debe volver a ver al juez, tendrás tiempo. Yo tomaré un taxi.

—Estaré allí.

—Pensaré en ti, Robert..., hasta mañana a las tres, pensaré en ti.

—Yo también.

—No mires más a mi ventana.

—No puedo menos de hacerlo.

—Cuando..., cuando se apague la luz, entonces piensa en mí —susurró—. Yo pensaré en ti, todo el tiempo.

Le besé la mano.

—Te amo —me dijo.

—Porque soy cobarde...

—Buenas noches, cobarde...

Salí rápidamente al parque. Yo la seguí. En el momento en que cerraba la puerta del garaje, oí la voz del doctor Zorn:

—Buenas noches, señora.

Se encontraba en medio del sendero de grava, pequeña y débil silueta, a unos cinco metros de distancia.

—Oímos llegar el coche. El señor Brummer me rogó que les saliera al encuentro. Quiere hablar con usted. —Extendió un dedo hacia mí—. Con usted también, señor Holden.

Acabé de cerrar la puerta y nos dirigimos, los tres, hacia la villa. Por el camino, rocé la mano de Nina. El doctor Zorn dijo:

—Vamos a tener mal tiempo.

Nadie le contestó.

—¿Qué decía, señora?

—No he dicho nada, señor doctor.

—¡Ah! Perdone. Se oye tan mal durante la tempestad.

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