Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 4

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Sonó el teléfono.

Era pequeño, blanco y estaba colgado en la enladrillada pared, cerca de la puerta. Rápidamente, la viejecita alzó el auricular. En la última media hora había acabado de preparar la cena. La coliflor y las patatas estaban a punto.

—Sí, dígame —pronunció Mila Blehova.

Escuchó y tragó saliva, nerviosa. Sin darse cuenta apoyó una mano sobre el dolorido estómago.

—Sí, señor. Serviré al momento.

Con mucho gusto me hubiera marchado hacía rato. Pero no sabía adónde. Ya no me atrevía a volver a mi habitación amueblada, con un marco y treinta y un céntimos. Este encuentro con Julius Brummer era la única esperanza de mi vida. Y me agarraba a esta esperanza.

Hacía mucho rato que Mila Blehova había comprendido lo que me pasaba. Me hizo un signo amistoso y pronunció en el teléfono:

—Aquí está el chofer. Usted le había llamado, señor. Hace mucho rato que se espera.

Escuchó de nuevo.

—Muy bien, se lo diré. —Colgó el teléfono y se dirigió hacia el armario de los cubiertos donde preparó una fuente con manteles, servilletas y cubiertos—. Puede venir conmigo.

—Pero no quiero molestar al señor Brummer mientras come.

—No se preocupe por eso en esta casa, especialmente los miércoles. El criado no está y yo sirvo... No debo olvidar la cerveza. —Tomó dos botellas del refrigerador y las colocó sobre la fuente. Luego preparó otra bandeja con las viandas y la llevó a la plataforma de un montacargas. Apretó un botón. El pequeño ascensor desapareció zumbando hacia arriba. La vieja cocinera se desabrochó el delantal, y abandonamos la cocina. El perro nos siguió cojeando.

El vestíbulo estaba ya vacío. Las ventanas habían sido cerradas, así como la puerta de entrada. Los policías y reporteros habían desaparecido. La suciedad de las alfombras, los ceniceros llenos y las vacías tazas atestiguaban todavía su presencia. Hacía frío en el vestíbulo, la humedad de la lluvia lo había penetrado.

Subimos la escalera hasta el primer piso. La madera de los escalones crujía y yo me paraba a contemplar los oscuros cuadros que adornaban las paredes. Entendía algo de pintura, pues años atrás había tenido contacto con el arte. Un Brueghel, representando campesinos, probablemente auténtico. Árboles de Fragonard, igualmente originales. Una copia de la Casta Susana del Tintoretto. Los viejos contemplaban libidinosamente a la joven doncella de los tirantes muslos y de los tensos senos que miraba púdicamente hacia el estanque...

El perro semiciego nos precedía cojeando por un corredor con varias puertas a ambos lados, cuya tercera abrió Mila Blehova. El comedor era amplio. En su centro se hallaba una antigua mesa. A su alrededor se encontraban doce sillas antiguas. Pesados cortinajes, de un color rojo oscuro, cubrían las ventanas. Al contrario del vestíbulo, hacía mucho calor aquí. Los tapices laterales, de seda, mostraban hojas y sarmientos en gris plata y azul. Los aparadores, situados contra las paredes, lucían tapetes de encaje complicado. Contemplé cómo Mila Blehova ponía uno de los extremos de la gigantesca mesa para una sola persona. Colocó un candelabro de plata sobre el mantel de damasco y encendió siete velas. Seguidamente apagó la luz del techo. La sala se encontraba ahora en una acogedora semioscuridad. La vieja cocinera abrió un panel de la pared. El montacargas apareció. Mila Blehova me dijo mientras colocaba los platos sobre la mesa:

—Antes el comedor estaba abajo. Ahora han hecho en él una sala de reunión. El montacargas es también nuevo, pero todo llega frío a la mesa...

El viejo dogo ladró alegremente y se dirigió hacia una segunda puerta, que se abrió inmediatamente. Entró un hombre. La luz de las siete velas titiló sobre un traje cruzado de color oscuro, una camisa blanca y una corbata plateada. Ese hombre era completamente calvo, muy alto y muy gordo. A pesar de su obesidad, se movía casi graciosamente sobre pequeños y lindos pies, metidos en pequeños y lindos zapatos. Entró flotando en la habitación como un globo gigantesco que, aunque caiga al suelo, vuelve siempre a elevarse.

Su cabeza era redonda, la frente baja. La cara manifestaba un saludable color rosado, y los ojos, pequeños y acuosos, descansaban en dos bolsas de grasa. Sobre la pequeña, femenina boca, crecía un pequeño bigote rubio.

El perro ladraba tristemente. El obeso gigante lo acarició.

—Bueno, «Pupele», bueno... —Luego volvió a enderezarse—. ¿Señor Holden? Buenas noches, me llamo Brummer. —Su mano era pequeña y blanda—. Perdone que le haya hecho esperar tanto. Ya sabe, probablemente, lo que ha pasado.

Hablaba rápida y objetivamente y daba una impresión de fuerza y dominio. Aprecié su edad en los cuarenta y cinco años.

—Señor Brummer —le dije—, permítame que, en... este momento, le exprese mi sentimiento. Es un mal momento para presentarme. ¿No cree que sería mejor que volviera mañana por la mañana?

Julius Brummer sacudió la cabeza. Se saltó cinco frases del diálogo:

—¿Siente apetito, señor Holden? —Me di cuenta ahora de que movía sin cesar las mandíbulas, debía de tener goma de mascar en la boca—. ¿Tiene apetito?

Asentí. Me encontraba mal de tanta hambre.

—Otro cubierto, Mila.

—Sí, señor.

—No ponga esta cara, señor Holden, ¿De qué le serviría a mi pobre mujer el que nosotros no comiéramos? A nadie puede afectarle tanto la desgracia como a mí. Quiero a mi mujer. Éramos felices, ¿verdad, Mila?

—Y tanto, señor. —La vieja cocinera se atragantó mientras ponía el segundo cubierto. Él se le acercó y la apretó contra sí. La blanca cabeza de la viejecita alcanzaba apenas el lugar de su americana donde lucía una cadena de oro—. ¿Por qué lo habrá hecho? ¿Por qué?

—Nadie lo sabe, Mila. —Su voz sonaba cálida y llena.

—No me han dejado verla. Pero ya me enteraré de lo que le ha pasado, confía en mí.

—¿Y si se muere, señor? ¿Si nuestra Nina se muere?

Él sacudió enérgicamente la cabeza, y esto significaba: Ella no morirá.

Una incalculable fuerza se desprendía del movimiento de cabeza de Julius Brummer. Mila Blehova le contempló embelesada. Para ella, este hombre constituía el polo de la fuerza y de la paz. Pronunció fatigada:

—Le he preparado roulades de buey, señor. Y coliflor.

—¿Con tocino?

—Al mediodía me había dicho usted con tocino.

Él levantó la tapadera de una fuente.

—¿Cuatro porciones?

—Distraída, he puesto también dos para la señora...

—Magnífico, puesto que tenemos al señor Holden.

—Soy una vieja boba, señor.

—Mi buena Mila. Eres lo mejor del mundo —dijo Julius Brummer.

Era el mismo Julius Brummer, cuya muerte, hoy, mientras escribo estas líneas, hoy, apenas nueve meses después, preparo con todo cuidado, porque le odio más que cualquier hombre sobre la tierra, puede odiar a cualquier otro ser humano...

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