Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 5

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—La mejor cerveza del mundo. Para mí no existe más que la «Pilsen». —Secó con el dorso de su rosada mano la espuma que le quedaba en los ángulos de la boca. Estábamos ahora completamente solos—. Embotellado original. La mando venir por cajas. Vea el sello con la hoz y el martillo en la etiqueta. Viene directa de Praga. Los rojos saben fabricar cerveza.

Llevó la mano al plato, desgarró la roulade en das trozos y tiró uno de ellos al viejo dogo, que se mantenía a su lado. La carne cayó sobre la alfombra. Con gran abundancia de saliva empezó el perro a comer.

—Ya no ve nada el pobre «Pupele». —Brummer limpió con los labios sus grasientos dedos—. Después de haber criado por segunda vez, perdió también el pelo. Pero para nosotros es igual. Te queremos, «Pupele».

—¿Qué edad tiene? —pregunté.

—Once o doce años, no lo sé a punto fijo. En 1945, el más frío de los inviernos que hemos tenido, lo encontré en unas ruinas, casi muerto. —Volvió a tirar otro trozo de carne sobre la alfombra—. Mila se enfadará porque se lo ensuciamos todo, «Pupele»... —Se veía que quería al viejo perro. Y entonces me dijo—: Espero que no tendrá una falsa impresión, Holden.

—¿Una falsa impresión?

—Porque no hablo de mi mujer. No puedo. Cuando pienso en mi esposa pierdo la cabeza. Y ahora la necesito. Existen toda clase de propósitos contra mí.

Volví la vista hacia mi plato. El plato llevaba las doradas iniciales J y B. Y también los cuchillos y los tenedores iban grabados.

—No es curioso, ¿eh?

—No mucho —repuse yo.

—Magnífico. Sírvase más patatas. Y coliflor. Es muy buena esta coliflor, ¿verdad?

—Sí.

—Verá usted, Holden, atropellé a un hombre causándole la muerte.

Me serví coliflor.

—De ello hace aproximadamente un año.

Me serví más patatas.

—Fue un asunto horroroso. Era duro de oído y se me metió directamente debajo del coche. No pude evitarlo, verdaderamente, no pude. Pero yo venía de una fiesta. Tres o cuatro martinis, posiblemente cinco. Aunque completamente sereno, como es natural.

Comí coliflor y patatas y un pedacito de roulade.

—Hubo la gran comedia de siempre. Coches de patrulla. Análisis de sangre que resultó positivo. Mi permiso de conducir se fue al diablo. Si me atraparan de nuevo detrás de un volante habría lío, pero gordo. Mala suerte, ¿verdad?

—Sí, mala suerte —dije.

—Desde entonces me veo obligado a tener chofer. El último que tuve se volvió repentinamente un fresco. Era un guapetón, homosexual. Sus... relaciones lo dañaban, y él intentó dañarme a mí. Así, pues, lo eché. No me dejo chantajear, Holden.

—Yo no soy homosexual.

—No, no lo parece. ¿Qué le pasa a usted?

—¿Cómo?

—¿Cuál es su punto flaco?

—No tengo ninguno, señor Brummer.

—¡Bah, tonterías!

Dejé cuchillo y tenedor sobre el plato.

—¡Venga, hable de una vez!

Seguí callado.

—Como consecuencia de mi anuncio, recibí siete ofertas. —Hurgó con el índice en sus dientes, no sacó nada y continuó comiendo—. La suya fue la que más me gustó. ¿Sabe por qué?

—¿Por qué, señor Brummer?

—Era muy devota, muy rastrera, muy resignada. ¿Por qué está usted tan resignado, Holden?

No contesté.

—¿Perteneció a las SS?

—No.

—¿Fue miembro del Partido?

—No.

—Usted no quiere hablar —insistió él y volvió a hurgarse los dientes. La llama de las velas vaciló. El perro aulló. Yo me dije que con este Julius Brummer no tenía ninguna probabilidad. Sus pequeños ojos se contrajeron hasta convertirse en simples ranuras—. Tengo muchos enemigos en Düsseldorf, Holden, pero poseo también muchos amigos. Aun entre la policía. ¿Qué le parece?

—No he dicho nada, señor Brummer.

—Por ejemplo, en el servicio de identificación. El jefe de este departamento se llama Röhm. Buen muchacho. Me hace todos los favores que le pido. Me facilita todas las informaciones que necesito. Es interesante una cosa así, ¿verdad?

—Claro.

—Le llamaré. ¿Cuál es su nombre de pila, Holden?

—Robert.

Se dirigió hacia el aparato telefónico, situado sobre un aparador.

—Robert Holden, muy bien. ¿Cuándo nació?

—El 7 de abril de 1916.

—¿Dónde?

No respondí.

—Empezó a marcar números.

—¿Tiene pasaporte?

—Sí.

—Démelo.

No me moví. Todas las calles que recorría acababan sin salida. Todos los caminos eran en vano. Ya no existía ningún camino para mí.

—Venga, Holden, el pasaporte.

En la quietud de la estancia advertí el sonido del teléfono al llamar. Zumbaba monótonamente. Le dije:

—Puede usted colgar, señor Brummer. Estuve en presidio.

—Ah, bien. ¿Cuánto tiempo?

Entonces le mentí. Mi pasado debía permanecer muerto, ya lo había espiado. Había abandonado Munich para poder vivir con libertad, para dejar muerto mi pasado. Munich estaba lejos. Le mentí:

—Dos años.

—¿Cuándo salió usted? —dijo, colgando el teléfono.

—Hace cuatro meses.

—¿Por qué le encerraron?

Mentí y vi con desesperación que él no me creía.

—Por bancarrota fraudulenta. Poseía una tienda de pañería.

—¿Sí, de verdad?

—De verdad —seguí mintiendo.

En efecto, entonces engañé a Julius María Brummer...

No he permanecido en presidio dos años, sino nueve, y no por bancarrota fraudulenta, sino por homicidio. Maté a mi mujer, a mi mujer Margit, a la que amaba por encima de todo.

Nunca he poseído una tienda de pañería en Munich. Era comerciante de antigüedades, experto en objetos de arte. Tenía una bonita tienda en la Theatinerstrasse.

Estaba felizmente casado cuando estalló la guerra. Polonia, Francia, Rusia, África: siempre soñaba con mi mujer, sólo con ella. Era lo único que me ligaba a la vida, pues yo odiaba la guerra, el uniforme y la necesidad de matar.

Finalmente volví a casa, a finales de 1946. Fue una larga guerra, una guerra muy larga para mí, y yo la había perdido más que cualquier otro.

Cuando llegué estaba en la cama con su amante. En cama y desnuda. Entonces lo hice.

Caí sobre ellos y, de una herida que me había inferido el individuo en la frente, antes de escaparse corriendo, me brotaba la sangre sobre los ojos, y yo lo veía todo a través del velo pegajoso y espeso, de color rojo. La golpeé a ella y escuché sus gritos, hasta que los vecinos me separaron y me abatieron. Murió la misma noche, Margit, mi mujer, mi único amor.

Yo fui su asesino.

Me concedieron circunstancias atenuantes y me impusieron doce años. Al cabo de nueve fui indultado.

Abandoné Munich. Me vine aquí, a fin de olvidar a Margit, mi pasado, todo. Lo había perdido todo, mi negocio de antigüedades, mi hogar. Ahora quería volver a empezar desde el principio. Por eso mentí a Julius María Brummer.

Me contempló en silencio.

Me levanté porque sentía que me iba a expulsar. ¿Quién contrata a un ex presidiario en calidad de chofer? No tenía suerte. Debía haber sabido desde el principio que no tendría suerte. No podía volver a tener suerte nunca, jamás, con mi pasado.

—¿Por qué se pone en pie, Holden?

—Para despedirme, señor Brummer.

—Siéntese. Cuatrocientos marcos, además de la comida y del alojamiento. ¿Va bien?

Sacudí la cabeza.

Interpretó mal mi movimiento de asombro:

—¿Demasiado poco?

Asentí. Todo giraba a mi alrededor.

—Bueno, pues, quinientos. Pero se lo advierto desde este momento, tendrá mucho trabajo porque necesito estar continuamente de viaje. Hamburgo, Munich, Berlín, París y Roma. Tengo miedo de viajar en avión.

—¿Me contrata a pesar de lo que le he dicho?

—Precisamente por ello. Las gentes como usted inspiran confianza. ¿Otras preguntas, Holden?

—Sí. ¿Podría adelantarme una mensualidad? Tengo deudas.

Sacó del bolsillo posterior del pantalón un fajo de billetes de Banco, se humedeció el pulgar y el índice y contó diez billetes de cincuenta marcos sobre el mantel. Sentía que el color me subía hacia la nuca, mis labios se quedaron secos. Los billetes de color lila formaban un semicírculo delante de mí. Me dieron la sensación del arco iris después de una larga temporada de mal tiempo. Sentí que Brummer me contemplaba con curiosidad. Levanté la cabeza.

—¿Bebe usted, Holden?

—No.

—Es la condición indispensable. ¿Mujeres?

—Así así.

—¿Puede empezar en seguida?

—Sí.

Sobre el aparador empezó a sonar el teléfono. Se levantó, cruzó la habitación y levantó el auricular.

—¿Sí?

Luego calló y escuchó una voz que llegó hasta mi oído, aunque no comprendí las palabras. Recogí el dinero. El viejo perro se arrastró sobre el vientre hacia su amo. Fuera, la lluvia batía las contraventanas.

—Voy —dijo Julius Brummer. Depositó el auricular en el soporte y con la mano se enjugó la frente.

El perro aulló.

—Deberá llevarme en seguida al hospital. Mi mujer se está muriendo —dijo Brummer.

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