Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 11

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Treinta y una rosas rojas.

Las habían envuelto en papel de celofán cuando yo llegué. Era un ramo espléndido, difícil de llevar.

—Y, por favor, que corten un poco los tallos antes de ponerlas en agua.

—Muy bien.

—Son rosas de Holanda. La mejor calidad. El señor Brummer estará contento.

—La cuenta...

—El señor Brummer tiene cuenta abierta en esta casa. Muchas gracias. Buenos días, señor...

Lentamente iba dándome cuenta de cómo vivían los ricos. Tenían cuentas corrientes. Pagaban mensualmente. Poseían crédito, porque inspiraban confianza. Esta era la diferencia.

Para no desentonar con el día, yo llevaba mi traje azul. Pero, a la luz del sol, la tela brillaba en los codos y en las rodillas. La señora de la tienda de flores se dio cuenta. Y apartó rápidamente los ojos como si hubiese visto algo asqueroso, como un epiléptico o un hombre que vomitara. Era una magnífica tienda de flores, y Düsseldorf una magnífica ciudad, de la cual el señor Brummer constituía uno de los más prominentes ciudadanos. De todos modos, pensé yo, en el momento que quiera puedo hacerme un traje a medida. Y pronto tendré un uniforme...

En el hospital de Santa María, una nueva monja se sentaba en la casilla de la portería y otra, desconocida, en la oficina del departamento de pago. La bonita monja que perdió el novio sobre Varsovia había desaparecido. En su sitio trabajaba ahora una hermana mucho más vieja. Consideró atentamente lo que había debajo del celofán.

—Se les debe cortar un poco el tallo antes de ponerlas en agua —le dije.

—Seguramente cuestan más de un marco con cincuenta cada una —consideró, maravillada.

—Seguramente.

—Es pecaminoso. Muchas familias vivirían una semana con lo que ha costado este ramo.

De los quinientos marcos que me había dado Brummer, ciento setenta y cinco habían quedado en las manos de la viuda Meise. Pero con solamente trescientos veinticinco marcos, me parecía ser un pariente próximo de Brummer, un socio de sus negocios, un miembro de la clase directora. Me incliné ante la monja y me fui.

Al bajar las escaleras pensé que me encargaría un traje gris, fresco. Posiblemente con chaleco. Con él podría llevar camisas blancas y corbatas negras. Zapatos y calcetines negros. Aunque con el color gris se podía llevar todo. Yo...

—¡Espere, por favor!

La monja de mediana edad se apresuraba hacia mí.

—La Señora Brummer quiere hablar con usted.

—¿Conmigo? ¿Por qué?

—No lo sé. No ha recuperado todavía completamente el conocimiento. Pero debe usted acompañarme. Venga, por favor.

Así, pues, volví hacia el departamento de pago. La monja me hizo entrar en la habitación de Nina Brummer y me dijo en voz alta:

—La señora está aún muy débil. No debe hablar. —Y desapareció.

También en esta habitación hacía calor. La cabeza de Nina Brummer reposaba sobre la almohada, colocada de través. La habían lavado y peinado, pero su cara conservaba todavía el color blanco azulenco, los labios estaban sin sangre, y parecía la cara de Margit, con una semejanza indescriptible. Pero ahora brillaba el sol, yo había soportado el primer choque y aguanté la vista de esta cara. Sobre el cobertor de la cama se encontraban las treinta y una rosas. Sus manos temblorosas las acariciaban. Los labios grises se movieron. Habló, pero tan lentamente que no pude comprenderla. Me acerqué a la cama. Pronunció penosamente:

—¿Es el nuevo chofer?

—Sí, señora.

Su aliento crepitó. Parecía tener todavía gran dificultad en respirar. El pecho se alzó bajo las sábanas. Los azules, grandes ojos, parecían todavía vidriosos, sus pupilas se movían desacompasadamente. Esa mujer no poseía todavía el conocimiento. Apenas vivía. Había perdido sangre. Estaba débil. Estaba bajo los efectos de las medicinas para fortalecer el corazón y contrarrestar el envenenamiento. No, esa mujer no sabía lo que hacía, lo que decía, esa mujer movió la cabeza a golpes, como una muñeca mecánica y balbució suplicante:

—Ayúdeme...

Me incliné sobre ella.

Cuando volvió a abrir la boca, sentí de nuevo el tufo del gas. Sentí calor. Me encontraba mal.

—...Debe..., ayudarme...

Con toda naturalidad, en aquel momento, y sin llamar, entró la monja, llegó al lecho y tomó las rosas.

—Acabo de encontrar un jarro. —Se dirigió a la puerta, articulando autoritariamente—: El doctor ha ordenado positivamente que la señora Brummer no reciba ninguna visita y no hable. Esto sería muy malo para ella.

La puerta se cerró con ruido.

La señora Brummer tartamudeó con la boca cerrada, de la cual salía un fino hilo de baba:

—Todos..., me..., odian...

La creí bajo palabra. Naturalmente, nadie la amaba aquí. Representaba a la rica y desocupada viciosa, a la pecadora que había querido quitarse la vida.

No, nadie quería a Nina Brummer aquí.

—...Puedo... fiar... nadie...

La cabeza cayó sobre los hombros. La respiración se hizo más audible.

Gas..., gas..., olía a gas.

Ya no podía soportar más el aspecto de esos ojos vidriosos. Me parecía que estaba espiando el sueño, el balbuceo narcótico de un extraño.

Volvió la mirada hacia la mesita de noche. Sobre ella se encontraba un blanco aparato telefónico, y, a su lado, unas cuantas joyas: un anillo, una pulsera ancha, de oro, un reloj de rutilantes piedras.

—Nadie..., debe..., saberlo... ni... Mila...

Su mano derecha se deslizó bajo las sábanas y salió una carta.

No me moví.

En los ojos lechosamente turbios se reveló una espeluznante expresión de entrega.

—Por..., favor...

La mano con la carta se tendió hacia mí.

«Esa mujer no estaba en sus cabales —pensé yo—. No sabía lo que hacía.»

Tomé la carta.

Leí lo que había escrito en el sobre:

Señor Don Toni Worm

Stresemannstrasse, 31, A.

Düsseldorf

Las letras eran grandes y torcidas, como extrañas patas de araña. Las letras recordaban la fiebre, la pesadilla.

Deposité la carta sobre el cobertor, en el sitio que formaba un pequeño hueco entre los senos de Nina Brummer, y sacudí negativamente la cabeza.

—Debe... recibir... esta... carta...

Intentó alzar la cabeza, que recayó sobre la almohada.

No sabía lo que se hacía. Se entregaba completamente a mí. Arriesgaba su honor, su futuro, se sometía al chantaje, bajo el influjo del Cardiazol, del Veritol, de la debilidad, de la pérdida de sangre, del envenenamiento. Esa mujer no estaba en sus cabales.

—...Haré... todo... lo que... quiera...

No podía seguir oyendo esta voz lentamente. No quería oírla más. Sacudí la cabeza e indiqué el teléfono. No podía hablar, pues seguía oliendo el gas y las náuseas me atenazaban la garganta.

—No... tiene... teléfono...

No sé cuándo empecé a amar a Nina Brummer. Seguramente no fue esa mañana.

Uno no puede enamorarse de una forastera, de una mujer al borde de la muerte. No es posible, pero, de una manera especial, Nina Brummer no era una forastera para mí, la conocía de una manera especial desde hacía años, muchos años. Conocía su cara, su piel, sus ojos, su pelo. Pues eran la piel de Margit, el pelo de Margit, la cara de Margit y de Margit eran sus ojos.

Soy un realista. Me repugna cualquier clase de metafísica. Pero parece que la muerte no existe para los seres vivientes. Mi amor por Margit no se extinguió cuando la maté. Al contrario, la había matado porque, precisamente, la amaba, y por ello no podía soportar que me engañara. Y ahora me encontraba delante de una mujer que, de forma incomprensible, se parecía a ella. En ella revivía Margit. Mi amor hacia ella podía perpetuarse. Posiblemente ahí reside la explicación de lo que hice: Tomé la carta.

—Bueno —le dije.

En los ojos vidriosos de Nina Brummer apareció una expresión de alivio infinito.

—Espere... la... respuesta...

—Conforme.

—Llámeme... por... teléfono...

La puerta se abrió.

La monja dijo:

—Si no se va inmediatamente, tendré que avisar al doctor.

La cabeza de Nina Brummer cayó de lado. Cerró los ojos.

—Ahora me voy —contesté.

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