Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 12

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12

La casa de la calle Stressemann, 31, A, era vieja. Tenía un solo piso y parecía gris y sombría, detrás de dos árboles torcidos. Su construcción databa, probablemente, de principios de siglo. Dos cariátides de piedra arenisca soportaban el balcón. Al lado de la puerta se encontraba una joven vestida de negro. Llevaba un sombrero negro en forma de torta y gafas de gruesos cristales. Con ambas manos levantaba unos periódicos.

—Dios vive —dijo la muchacha.

—¿Qué pasa?

—Su reinado se aproxima. Los testigos de Jehová predican en el mundo entero. —Elevó todavía más los periódicos, y pude leer su título—: La Atalaya.

—¿Cuánto? —pregunté.

—No debe comprar lo que no quiere —me dijo la muchacha. Y añadió, sonriendo valientemente—. El día del Gran Juicio se aproxima a nuestra generación. Los malos se condenarán en este Juicio, pero los Testigos de Jehová y todos los que aman la Justicia, como usted, serán salvados, como se salvaron Noé y su familia, antes del Diluvio. Los sobrevivientes poseerán la tierra en el Nuevo Mundo creado por Dios. Así está consignado en los Evangelios de San Mateo y en las Epístolas de San Pedro.

Le di un marco y ella me entregó un ejemplar del periódico, aclarándome:

—Sólo vale cincuenta pfennigs.

—Está bien —le dije, y me metí en el oscuro y húmedo portal.

Sobre una de las paredes había un cuadro de timbres con los nombres de los inquilinos. Había cuatro, dos en la planta baja, y otros dos en el primer piso. Leí:

Toni Worm

músico

Vivía en el primer piso. La puerta de la vivienda tenía una mirilla y, cuando hube llamado, apareció en ella un ojo humano que me contempló.

Me asustó un poco aquel ojo, pues no había oído pasos al otro lado de la puerta. El ojo me miraba sin pestañear.

La boca invisible de la cara a que pertenecía aquel ojo me preguntó:

—¿Qué desea?

—Traigo una carta. Para el señor Worm. ¿Es usted el señor Worm?

—Sí.

Hablaba poco claramente. O estaba resfriado o se había emborrachado.

—Entonces, abra.

—Eche la carta en el buzón.

—Debo esperar la respuesta.

—En el buzón. Eche la carta dentro.

Negué con la cabeza.

El ojo me miró enfadado.

La voz dijo ásperamente:

—Entonces olvide este asunto.

—La carta es de la señora Brummer.

La puerta del piso se abrió de golpe.

Un hombre joven, lo máximo de veinticinco años, apareció en su umbral. Llevaba un pijama azul oscuro brillante con finos adornos plateados. Era un joven extraordinariamente guapo y no estaba resfriado, sino totalmente borracho. Los grandes, negros ojos, resplandecían. El cabello corto, despeinado, le caía sobre la frente húmeda de sudor. Lo boca sensual le colgaba abierta. Poseía párpados excesivamente largos y manos finas y expresivas. Era, verdaderamente, un joven muy atractivo, con anchos hombros y estrechas caderas. Llevaba los pies desnudos y, por ello, no le había oído aproximarse a la puerta. Se apoyó en la pared:

—¿Es usted policía?

—No.

Pasé por su lado al introducirme en la vivienda y pensé en Nina, la de los ojos azules y en su cuerpo blanco y lleno. El moreno Toni, con los párpados de seda. La rubia Nina. Pareja encantadora... Seguramente tenían muchas cosas que decirse. Y escribir...

En la sala de estar las contraventanas se encontraban cerradas. Ardía la luz eléctrica. Olía a coñac y a cigarrillos. Sobre las teclas de un piano abierto había muchas hojas de música, una camisa, unos pantalones y una corbata.

Había también una estantería con muchos libros y revistas, todo colocado en gran desorden, y un sofá muy bajo, y al lado una mesita cubierta con losetas y, delante de ella, tres sillas. Sobre el sofá, la ropa de cama en completo desorden. Sobre la mesita de ladrillo, cuatro periódicos de la mañana, entre ellos, una botella de coñac, Asbach-Ural y un vaso. Por todas partes, ceniceros colmados de colillas.

La luz eléctrica caía crudamente sobre nosotros desde la desnuda bombilla del techo, mientras que, a través de los intersticios de las contraventanas, los penetrantes rayos del sol intentaban invadir la estancia.

Me senté sobre la arrugada cama y descubrí a su lado una fotografía de Nina Brummer en un marco colgado en la pared. Era un retrato de gran formato: Nina Brummer en la playa, sonriendo y saludando con la mano, vestida con un estrecho traje de baño negro. Tenía una apariencia muy atractiva. Más atractiva de lo que parecía en aquel momento.

Titubeando llegó el joven hasta mí.

Le entregué la carta y se sentó gimoteando sobre una de las tres sillas, desgarrando el sobre. Sus manos temblaban de tal manera que la carta escapó de sus dedos. La recogió y empezó a leer.

Cuando volvió la página lanzó un gemido. Con mano temblorosa se acarició el cabello, corto y negro. Bebió. Seguramente hacía horas que bebía. Contemplé los periódicos que se hallaban sobre la mesa de ladrillos y conté las palabras de los títulos. Hallé cuatro veces la palabra Nina y cuatro veces la consonante B, tres veces la expresión «tentativa de suicidio» y tres veces la palabra «asunto».

Entonces me di cuenta de que el hermoso joven había acabado de leer la carta y me contemplaba. Me señaló con el dedo índice.

—¿Quién es usted?

—El chofer del señor Brummer.

Worm cayó de nuevo sentado sobre su silla y repitió:

—El chofer del señor Brummer... —Cerró los ojos—. Ella debe de haber perdido el conocimiento..., ¿dónde le ha entregado esta carta?

—En el hospital. —Continué—: Soy un amigo. Puede confiar en mí. No tengo ningún interés en publicar nada sobre sus relaciones.

—¿Qué relaciones? —Se levantó cansadamente—. No sé de qué me habla.

—¡Claro, claro, señor Worm!

—Váyase de aquí —tartamudeó, intentó levantarse y volvió caer sobre el asiento. El albornoz se abrió Tony Worm estaba de verdad completamente desarrollado.

Me dirigí hacia la puerta. En algún sitio alguien había tirado de la cadena de un retrete. La pared resonaba.

—¡Oiga! ¡Usted!

Me volví. Me daba compasión. Un joven tan guapo. Podía comprender perfectamente a Nina.

Se puso con gran dificultad sobre las piernas, se dirigió vacilante hacia mí y cayó sobre el taburete giratorio del piano. Sus codos se apoyaron en las teclas, produciendo dos sonidos discordantes, uno alto y otro bajo. Se fue deslizando de lado y me precipité a ampararlo con mi cuerpo antes de que cayera sobre la alfombra.

—No puedo hacerlo. ¿Sabe usted? —me informó.

—Bueno, pues no lo haga.

—¿Qué se propone?

Volvió a levantarse. Con la espalda apoyada contra el piano, podía mantenerse de pie. Su aliento olía a coñac. Mi mañana se presentaba llena de olores.

—Viene en todos los periódicos..., la policía investiga el caso..., ¿qué pasaría si lo supieran? Tengo necesidad de tranquilidad para trabajar. Tengo un buen empleo. ¿Conoce usted el bar Edén?

—No.

—Buen empleo. De verdad. Acabo de empezar. Debo también pensar en mí. Mire..., esta vivienda..., los muebles..., los libros..., todo me lo he comprado yo solo. Con mi propio dinero... He..., he ganado un premio..., en el conservatorio..., aquí... —golpeó con fuerza sobre un montón de hojas sueltas— mi rapsodia..., tres cuartas partes acabada. El año próximo quería comprarme un «Volkswagen». Le he dicho que no puedo casarme con ella..., nunca le he mentido..., ¿por qué hace esto? ¿Por qué?

Me encogí de hombros.

—Brummer acabará conmigo si se entera. ¿Por qué quiere huir? ¿Adónde hemos de huir? Se lo pregunto a usted, ¿a dónde hemos de huir?

—No me lo pregunte.

Con la mano abierta golpeó sobre la carta.

— Air France. Comprar un pasaje para París. En seguida. ¿Qué tontería es esta? ¡Ella está en el hospital! ¿Cómo conseguiría salir?

—No me lo pregunte.

—Ella necesita un pasaporte. ¿Dónde lo tiene?

—No me lo pregunte.

—Y, ¿qué hacemos en París? Yo no sé hablar francés. No tengo dinero, ni ella tampoco. —Me agarró por las solapas de la chaqueta—. ¿Por qué ha intentado quitarse la vida?

—No —le dije.

—¿Qué?

—No me agarre. No me gusta.

Me soltó.

—¿Qué hay tan espantoso que ella no puede soportar?

—No tengo idea.

—Pero ella lo escribe.

—Esto es su problema.

—¿Como el mío? ¡Ella está casada!

Desde su retrato resplandecía Nina Brummer hermosa y rubia, insinuante y tentadora, pero, por lo que se veía, no lo bastante tentadora ni insinuante.

—Yo no le puedo ayudar... —Toni Worm se dirigió tambaleante hacia la mesa, llenó su vaso, vertiendo coñac también fuera-... no quiero tener nada que ver con esto. ¡Siempre le he dicho que mi trabajo es antes que todo! —gritó con extraordinario orgullo—: ¡Nunca he aceptado dinero de ella! ¡Nunca he admitido un regalo! ¡Soy casi diez años más joven que ella! —Su voz se aplacó—. Fue un acuerdo completamente claro entre nosotros desde el día en que se me insinuó.

—¿Ella se le insinuó a usted?

—Claro, en el bar Edén... —Se pasó la mano por la boca—. Ella es tan linda. Tan hermosa. Tan generosa. Nosotros..., nosotros hemos pasado muy buenos ratos juntos, de veras... —Golpeó de nuevo el montón de papel pautado—. ¡Pero esto! ¡Dos tercios de la obra! ¡Nunca le he representado una comedia!

—Debo irme, señor Worm.

—Dígale que no puedo. Que no debe escribirme más. Que debe quedarse quieta. Más tarde podremos volver a encontrarnos. Después. Le deseo muchas felicidades.

—Pero no encarga ningún pasaje hacia París.

—¡No! ¡Ni tampoco le escribo! ¡Ni le llamo por teléfono!

—Muy bien —dije—. Ahora deje de beber y procure dormir.

—No puedo dormir... No me juzgue mal..., la aprecio mucho..., mucho, es tremendo para mí lo que ha hecho..., pero, ¿cómo puedo ayudarla, si no me dice por qué lo ha hecho? ¡Algo terrible! ¿Qué había tan terrible?

—Tampoco yo lo sé —le contesté.

Después me fui.

Cuando salí de la oscuridad de la escalera, penetrando en el calor del sol, oí una voz amiga:

—Buenos días, señor.

—Buenos días.

—Dios vive —pronunció la testigo de Jehová.

Se mantenía todavía a pleno sol, penetrada de su misión.

—Claro, claro —le contesté, dirigiéndome hacia el «Cadillac» rojo y negro—, ya hemos hablado antes de ello.

—¡Oh, perdóneme usted! —repuso la muchacha y sonrió. Más adelante recordaría esta sonrisa...

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