Naomi

Naomi


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Mis lectores seguramente se estarán imaginando, por la marcha de los acontecimientos hasta aquí, que Naomi y yo no tardamos en volver a estar juntos, y que nuestra reconciliación no fue un milagro sino una consecuencia natural. Efectivamente, fue el resultado final, pero más trabajoso de lo que se podría pensar. En el ínterin yo hice muchas veces el tonto, y gasté en vano no pocos esfuerzos.

No hubo de pasar mucho tiempo para que Naomi y yo volviéramos a hablarnos amigablemente. La razón es que a la noche siguiente ella vino también a recoger sus cosas, y también a la siguiente, y ya después todas las noches. Cada vez que venía subía al piso de arriba y bajaba con un paquete, pero siempre era sólo algo simbólico, alguna cosa que cabía en un envoltorio pequeño de crespón.

—¿Qué has venido a buscar hoy? —preguntaba yo.

—¿Esto? No es nada, una cosilla —respondía vagamente—. Tengo sed, ¿me darías una taza de té? —entonces se sentaba a mi lado y teníamos veinte o treinta minutos de conversación.

—¿Estás alojada cerca de aquí? —pregunté una tarde según estábamos el uno frente al otro ante una mesa, bebiendo té negro.

—¿Por qué lo preguntas?

—No es malo preguntar, ¿o sí?

—Pero ¿por qué? ¿Qué piensas hacer cuando lo averigües?

—No pienso hacer nada, es mera curiosidad. ¿Dónde vives? Me lo puedes decir, ¿no?

—No, no te lo voy a decir.

—¿Por qué no?

—No estoy obligada a satisfacer tu curiosidad. Si tienes tantas ganas de saberlo, sígueme. Se te da muy bien hacer de detective.

—No llegaré a tanto. Pero creo que debes de estar alojada en algún punto de este barrio.

—¿Por qué piensas eso?

—Vienes todas las noches y te llevas alguna cosa, ¿no es verdad?

—Sólo el que venga todas las noches no significa que viva en el barrio, ¿sabes? Existen los trenes y los coches.

—Entonces, ¿te tomas la molestia de hacer un recorrido largo?

—Bueno… —dijo evasivamente; y cambió de tema con habilidad—: ¿Me estás diciendo que no debería venir todas las noches?

—No, no pretendo decir eso. Además, ¿yo qué le voy a hacer? Si cuando te digo que no vengas, entras avasallando de todos modos.

—Eso es verdad. Si me dices que no venga, lo único que haré será venir más a menudo. Soy así de perversa… ¿Te da miedo que venga? ¿Es eso?

—Bueno, sí, un poco.

Ella echó atrás la cabeza adelantando el blanquísimo mentón, abrió la roja boca y chilló de risa.

—No te preocupes. Seré buena. Lo que de veras me gustaría es que olvidáramos todo nuestro pasado y sencillamente ser amiga tuya. ¿Vale? No tendría nada de malo, ¿no?

—No lo sé; suena extraño, también.

—¿Qué tiene de extraño? ¿Por qué va a ser extraño que personas que han estado casadas sean amigas? Vaya manera más anticuada de pensar. La verdad es que a mí no me importa ni tanto así lo que haya ocurrido en el pasado. Todavía podría seducirte, aquí mismo, si quisiera. Sería sencillo. Pero prometo no hacer nada de ese género. Sería una pena hacerte flaquear ahora, cuando estás tan decidido.

—Te doy lástima. ¿Es por eso por lo que estás diciendo «Seamos amigos»?

—No, no es ésa mi intención. Tú simplemente tienes que ser firme, y no me darás lástima.

—De eso es de lo que no me fío. Yo estoy siendo firme, pero podría empezar a flaquear si paso el tiempo contigo.

—Eres un bobo. Entonces ¿no quieres que seamos amigos?

—Pues no, creo que no.

—En ese caso te tentaré. Haré pedazos tu determinación —me sonrió con una expresión peculiar, ni burlona ni seria—. ¿Qué eliges: tener una relación de amigos simpática y limpia, o que te seduzca y volverte a meter en problemas? Esta noche te hago chantaje.

Me pregunté por qué demonios me hacía aquella propuesta. Estaba seguro de que tenía algún móvil al ir a verme todas las tardes. No era sólo molestarme. Primero seríamos amigos; después me iría convenciendo poco a poco hasta que volviéramos a ser marido y mujer sin que ella tuviera que rendirse… ¿Era eso lo que tenía en la cabeza? Si era ésa su verdadera intención, no había necesidad de acudir a una estratagema tan complicada. Yo accedería al momento. No sé cuándo fui consciente de ello, pero yo sabía que no desecharía ninguna oportunidad de volver a la vida conyugal.

«Pero, Naomi, ¿para qué queremos ser sólo amigos?», le podría haber dicho para abordar el asunto, escogiendo con cuidado el momento. «¿No sería mejor que tú dieras un paso más y convinieras en volver a ser mi mujer?» Pero mirando a Naomi esa noche no me pareció que respondería bien si yo le abría el corazón y apelaba a ella en esos términos. «Para nada», me diría; «o sólo amigos o nada». Una vez que me hubiera calado, correría el albur y se reiría de mí. A mí no me divertiría esa clase de tratamiento; y en cualquier caso, si su verdadero propósito no era volver a mí sino conservar su libertad, jugar con otro montón de hombres y ponerme en esa lista, tendría yo que tener un cuidado exquisito con lo que decía. Ya que ni siquiera quería decirme exactamente dónde vivía, había que suponer que seguía estando con un hombre. Si en esas condiciones yo volvía a tomarla por mi mujer, me iba a dar otro batacazo.

Entonces se me ocurrió una idea:

—De acuerdo, seamos amigos. No quiero ser chantajeado.

Ahora me tocaba a mí sonreír. Si éramos amigos, paulatinamente averiguaría cuál era su verdadero objetivo. Si quedaba en ella alguna decencia, más adelante tendría ocasión de abrirle mi corazón y convencerla de que debíamos volver a estar juntos. Entonces podría conseguir que fuera mi mujer en condiciones más favorables; eso era lo que yo me guardaba en la manga.

—¿Estás de acuerdo, entonces? —dijo, mirándome con cierta incomodidad—. Pero sólo se trata de ser amigos, Jōji.

—Desde luego.

—Nada de malas ideas por ninguna de las dos partes.

—Claro que no. Yo no aceptaría otra cosa.

Ella se echó a reír con su risilla nasal.

Después de aquello vino aún más a menudo que antes. Tan pronto como yo volvía de trabajar entraba ella volando como una golondrina. «Jōji, ¿no me vas a sacar a cenar esta noche? Hasta ahí puedes llegar, ya que somos amigos, ¿no?» Luego se atracaba en un restaurante occidental, a mi costa. O venía a hora avanzada de una noche lluviosa, llamaba a la puerta del dormitorio y decía: «¿Estás acostado? Si es así, no te molestes en levantarte. Vengo a pasar la noche». Entonces se iba al otro cuarto, hacía la cama y se tendía a dormir. A veces, cuando yo me levantaba por la mañana, la encontraba allí durmiendo a pierna suelta. Y cada vez que abría la boca decía: «Somos amigos, acuérdate».

En esa época me parecía muchas veces que era una prostituta nata. Aunque era voluble por naturaleza y no le daba empacho descubrir su piel para incontables hombres, también sabía esconder sus carnes; nunca dejaba a un hombre vislumbrar ni la porción más mínima sin necesidad. Esconder la piel que está a disposición de todos: eso, en mi opinión, es el instinto de conservación de la prostituta. La epidermis de una prostituta es su atractivo más importante, su «mercancía». A veces la tiene que guardar con mayor denuedo que ninguna virgen, para que el valor del atractivo principal no disminuya. Naomi sabía exactamente lo que estaba haciendo. Delante de mí, su exmarido, se mantenía bien guardada. Eso no significa que fuera siempre modesta y discreta. Deliberadamente se cambiaba de ropa en mi presencia; mientras se estaba cambiando dejaba que se le cayera la combinación, y exhalando un «¡Oh!» y poniéndose las manos sobre los hombros para taparse corría a la habitación de al lado. O bien, volviendo del baño, se sentaba frente al espejo y empezaba a descubrirse; entonces, como si acabara de reparar en mi presencia, decía: «¡Ay, Jōji! Tú no deberías estar aquí. Vete». Cuando no se estaba exhibiendo de esas maneras, los fragmentos de su carne que me dejaba ver de vez en cuando —el escote, un codo, una pantorrilla o un talón— eran meros atisbos, pero lo suficiente para que yo viera que su cuerpo era todavía más satinado y bello que antes. En mi imaginación yo a menudo lo desnudaba y contemplaba incansablemente sus contornos.

—¿Qué miras, Jōji? —me dijo una vez mientras se cambiaba de ropa de espaldas a mí.

—Miro tu figura. Yo diría que es todavía más juvenil y más lozana que antes.

—Qué asqueroso. No deberías mirar el cuerpo de una señora.

—Lógicamente no lo veo, pero lo deduzco a través del kimono. Siempre fuiste ancha de caderas, pero ahora las tienes más redondas, ¿no es cierto?

—Sí; me están aumentando las caderas. Pero mis piernas son absolutamente rectas y finas.

—Tus piernas siempre fueron rectas. Cuando te ponías derecha quedaban las dos juntas. ¿Siguen quedando así?

—Sí, juntísimas —dijo ella, y ciñéndose el kimono se cuadró—. Mira, juntitas.

Me recordó una estatua de Rodin que había visto en fotografía.

—Jōji, ¿tú quieres ver mi cuerpo?

—Si quisiera, ¿me lo enseñarías?

—No podría. Somos sólo amigos, ¿no? Ahora vete mientras acabo de cambiarme —y dio un portazo como si estuviera lanzando la puerta contra mi espalda.

Siempre estaba así, excitando mi apetito y poniéndome en el disparadero para después alzar una barrera infranqueable. Entre nosotros había un muro de cristal: por mucho que me pareciera haberme acercado, aquella última barrera no había forma de salvarla. Si extendía la mano sin pensar, me daba contra el muro; podría reconcomerme, pero no conseguía tocar su piel. A veces ella parecía a punto de eliminar la barricada. Ah, tal vez sea en este momento, pensaba yo; pero cuando me aproximaba el muro seguía estando allí.

—Jōji, has sido buen chico —decía con fingida seriedad—: te voy a dar un beso.

Aunque yo sabía muy bien que se burlaba de mí, cuando me ofrecía los labios respondía; pero en el último instante ella escapaba, y me echaba un soplo de aire desde una distancia de ocho o diez centímetros.

—Es un beso de amigos —decía con sonrisa sarcástica.

Aquella forma peculiar de saludo que ella llamaba «beso de amigos», en la que yo me tenía que conformar con su aliento en vez de sus labios, llegó a ser costumbre entre nosotros. Al marcharse decía: «Adiós, ya volveré», y ahuecaba los labios. Yo acercaba la cara y abría la boca, como para aplicarme un inhalador. Ella me soplaba una bocanada de aire, y yo lo tragaba ávidamente, con los ojos cerrados, hasta lo hondo de mi pecho. Su aliento era húmedo y cálido, y tenía una fragancia dulce, floreal, que parecía increíble que saliera de un ser humano. (Ahora me doy cuenta de que subrepticiamente se ponía perfume alrededor de la boca para tentarme, pero claro está que entonces no sabía de ese truco.) Solía pensar que quizá hasta los órganos internos de una hechicera así fueran diferentes de los de otras mujeres, de modo que el aire que pasaba por su cuerpo a su boca adquiría aquella fragancia cautivadora.

Yo andaba cada día más trastornado y confuso; Naomi sabía embrollar mis ideas a su antojo. Llegados a aquel punto, ya no estaba yo en situación de insistir en que oficialmente estábamos casados, ni de exigir respeto. Claro está que, si de veras me hubieran dado tanto miedo sus seducciones, habría podido simplemente rehuirla, ya que desde el primer momento tuve que saber que aquello iba a pasar; eran ganas de engañarme a mí mismo, decir que estaba intentando desvelar sus verdaderas intenciones o esperando la ocasión oportuna. Decía temer sus tentaciones, pero la verdad es que las esperaba con ilusión. Por otra parte, nunca iban más allá de aquel juego tonto de los amigos, del que ella no se apeaba. Era una treta para mortificarme aún más, pensaba yo. Me atormentaría hasta que ya no pudiera aguantar más, y entonces, cuando le pareciera que era el momento, se arrancaría la careta de la «amistad» y pondría en acción aquellas demoníacas maniobras de las que estaba tan orgullosa. Lanzaría su envite pronto, pensé; no es de las mujeres que se reprimen. Si yo le seguía la corriente, si cuando me decía «Salta» saltaba y cuando me decía «Siéntate» me sentaba, y ejecutaba todos los números cumpliendo exactamente sus órdenes, al final me llevaría el premio. Cada día me cosquilleaba la nariz de expectación, pero las cosas no acababan de salir como esperaba. ¿Se quitará hoy la máscara?, pensaba. ¿Mañana descubrirá sus cartas? Pero llegaba el momento y se zafaba siempre por un pelo.

Por fin empecé a impacientarme seriamente. Estaba a toda hora con la guardia baja, como queriendo decir: «Ya no aguanto seguir en esta espera. Si me vas a tentar, date prisa». Ponía a la vista mis puntos débiles. Finalmente empecé yo a tentarla a ella, pero no me quiso escuchar.

—¡Jōji! ¿Qué estás haciendo? ¿Y nuestra promesa? No me esperaba eso de ti —me regañaba, mirándome como mira una madre a un niño revoltoso.

—Me da igual nuestra promesa. No puedo…

—¡No! ¡Somos sólo amigos!

—No digas eso, Naomi…, por favor…

—¡Qué pelmazo! ¡He dicho que no! Pero en su lugar te doy un beso —me lanzaba su soplo habitual—. ¿Vale? Te tendrás que contentar con eso. Y aún podría ser mucho más de lo que debería haber entre amigos, pero por tratarse de ti hago una excepción especial.

Esa caricia «especial» no hacía nada por apaciguarme, sin embargo. Al contrario, tenía un poder de estimulación extraordinario.

Con el final frustrante de cada día aumentaba mi exasperación. Después de que Naomi se esfumara como en alas del viento, pasaba bastante rato sin poder hacer nada más que encolerizarme conmigo mismo y dar vueltas por la habitación como un animal enjaulado, descargando violentamente mis iras sobre lo primero que hubiera a mano.

Me atormentaban ataques feroces de lo que se podría llamar histeria masculina. Naomi venía todos los días, y los ataques también se repetían a diario. Para acabar de arreglarlo, mi histeria no era de las habituales: cuando pasaba el ataque no me reponía. Al contrario, una vez que me había calmado recordaba los detalles más nimios de la anatomía de Naomi de manera aún más clara y persistente. Podía ser un atisbo de su pie, asomando bajo el borde del kimono mientras se cambiaba; o sus labios a pocos centímetros cuando me soplaba un beso. Se alzaban ante mi vista retrospectivamente con vividez aún mayor que cuando las veía en la realidad; y cuando expandía mi ensoñación siguiendo las líneas de sus labios o de sus pies, otras partes de su cuerpo, partes que yo no había visto en la realidad, se hacían visibles milagrosamente, como una imagen en negativo, hasta que, de pronto, en las profundidades de mi aturullado corazón aparecía una figura semejante a una Venus de mármol. Mi cabeza era un escenario envuelto en un telón de terciopelo negro, y en ese escenario estaba una sola actriz llamada Naomi. Los focos la iluminaban a raudales desde todos los ángulos, y envolvían su cuerpo blanco y flexible en un halo potente que lo destacaba de la profunda oscuridad circundante. Al concentrar yo mi mirada, la luz que brillaba sobre su piel ardía con una llama cada vez más intensa, acercándose tanto que habría podido chamuscarme las cejas. Algunas partes de su anatomía se ampliaban con máxima nitidez, como primeros planos de una película. En su aterradora capacidad de suscitar mi deseo carnal, aquellas imágenes no se diferenciaban de la realidad. Lo único que faltaba era la posibilidad de tocar con las manos; en todos los demás aspectos, las imágenes tenían más vida que la realidad. Si pasaba mucho rato mirando, me empezaba a marear; toda la sangre se me iba a la cabeza; se me aceleraba el pulso. Entonces me daba otro ataque de histeria y me liaba a patadas con una silla, echaba abajo las cortinas, rompía jarrones.

Mis alucinaciones eran cada día más frenéticas. Me bastaba con cerrar los ojos para ver aparecer la imagen de Naomi. Muchas veces, recordando su aliento fragante, levantaba la mirada al cielo, abría la boca y tragaba una bocanada de aire. Cada vez que añoraba sus labios, tanto daba que fuera caminando por la calle o estuviera encerrado en mi habitación, miraba a lo alto y me ponía a tragar. Veía los labios rojos de Naomi allí donde mirase, y cada soplo de aire parecía ser su aliento. Naomi era como un espíritu maligno que llenara el espacio entre el cielo y la tierra, rodeándome, atormentándome, escuchando mis gemidos tan sólo para reírse.

—Estás muy raro últimamente, Jōji. ¿Te pasa algo? —preguntó una tarde.

—¡Cómo quieres que no me pase, teniéndome como me tienes!

—Hummm…

—¿Qué significa «Hummm»?

—Yo, desde luego, pienso atenerme a nuestra promesa.

—¿Por cuánto tiempo?

—Para siempre.

—No es ninguna broma. Me estoy volviendo loco.

—Entonces te voy a dar un consejo. Deberías probar a echarte agua fría por la cabeza.

—Escucha, en serio, tú…

—¡Ya estamos otra vez! Cuando me miras así sólo me dan ganas de atormentarte más. No te acerques tanto. Quédate más lejos y no me toques ni con un dedo, por favor.

—De acuerdo, entonces dame un beso de amigos.

—Lo haré si te portas bien. Pero ¿después no te pondrás todavía peor?

—No me importa. Ya me da igual.

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