Naomi

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El baile de El Dorado era un sábado por la tarde, a partir de las siete y media. Cuando volví del trabajo a eso de las cinco, encontré a Naomi recién bañada y muy atareada con su maquillaje.

—Llegó, Jōji —dijo apenas me vio reflejado en el espejo.

Estirando un brazo por detrás de la espalda apuntó al sofá, donde había extendido el kimono y la faja entera que había encargado con urgencia en Mitsukoshi. El kimono, ribeteado con relleno de algodón y forrado, era de crespón de seda rojo oscuro, con un dibujo envolvente de flores amarillas y hojas verdes. En la faja, barcazas de placer al estilo antiguo flotaban sobre delicadas olas bordadas con hilo de plata.

—¿Qué me dices? ¿Te parece bien elegido? —y mientras lo decía repartía sobre sus manos unos polvos blancos y se los aplicaba con palmadas vigorosas sobre los hombros y la nuca, todavía calientes.

A decir verdad, las telas blandas y sueltas no eran lo que más favorecía a su figura de hombros fuertes, caderas anchas y busto exuberante. La muselina o la seda ordinaria le prestaban la belleza exótica de una chica eurasiática, pero un kimono más formal, como aquél, sólo la hacía parecer vulgar. Y cuando se ponía un dibujo llamativo, parecía una camarera de una de esas tabernas de Yokohama donde van los marineros extranjeros. No quise decir nada al verla tan satisfecha, pero me dio horror pensar que tenía que dejarme ver en el tren y en el baile junto a una mujer tan provocativa.

Cuando acabó de arreglarse dijo:

—Ahora, Jōji, te vas a poner tu traje azul.

Por una vez me lo había sacado ella, lo había cepillado y lo había planchado.

—Preferiría ir de marrón mejor que de azul.

—¡Jōji! ¿Es que no sabes nada? —me reprendió, lanzándome una mirada colérica—. Para una fiesta de tarde tienes que ir con traje azul oscuro o smoking. Y no puedes llevar un soft collar, tiene que ser stiff —empleó las palabras en inglés—. Es lo que manda la etiquette, y más vale que a partir de ahora no se te olvide.

—¿Es así?

—Es así. ¿Cómo pretendes ser elegante si no sabes ni eso? Tienes el traje muy sobado, pero eso en la ropa occidental no importa mientras conserve la forma y no haga arrugas. Toma, ya te lo he estado preparando y es lo que vas a llevar esta noche. Pero te tienes que comprar un smoking en seguida; si no, no querré bailar contigo.

La corbata tenía que ser azul oscura o negra, preferiblemente con nudo de pajarita; los zapatos tenían que ser de charol, o en todo caso negros (el cuero marrón era impropio); los calcetines mejores eran los de seda, pero valían de cualquier clase siempre que fueran absolutamente negros. No sé de dónde habría sacado tanta información, pero me dio una conferencia sobre todos y cada uno de los detalles de mi arreglo. Tardamos bastante tiempo en poder salir de casa.

Cuando llegamos eran las siete y media pasadas y ya había empezado el baile. Al subir por la escalera hacia el salón, que era un comedor transformado, se oía una ruidosa jazz band. Junto a la puerta había un cartel en inglés: «Special Dance – Admission: Ladies Free, Gentlemen ¥3.00». Un camarero cobraba la entrada. Como en realidad era un café, el «salón de baile» no era demasiado grande: yo vi como unas diez parejas en la pista, suficiente para que pareciera bastante llena. Se habían apartado las mesas y las sillas, poniéndolas en dos filas a un lado. La idea parecía ser que la entrada te daba derecho a ocupar un asiento en el que descansar de vez en cuando, viendo bailar a los otros. Había varios corrillos de hombres y mujeres sentados y charlando, desconocidos para mí. Al entrar Naomi cuchichearon entre ellos y examinaron su vistoso atuendo con esa mirada extraña y suspicaz, medio hostil medio despectiva, que sólo se ve en esa clase de escenarios. Me pareció estar oyéndoles: «Oye, mira a esa damisela que acaba de entrar»; «¿Y qué me decís del payaso que la acompaña?».

Sentí con toda nitidez que su mirada se posaba no sólo en Naomi sino también en mí, que intentaba encogerme detrás de ella. La música retumbaba en mis oídos, y vi que los bailarines, desde el primero al último más mañosos que yo, habían formado un gran corro y daban vueltas y vueltas. Entretanto yo recordaba que mido sólo un metro cincuenta y siete, que soy moreno como un salvaje, que tengo los dientes irregulares, y que llevaba un traje azul de dos temporadas que había conocido mejores días. Me sonrojé y temblé, prometiéndome no volver a pisar jamás un sitio así.

—Aquí parados no hacemos nada… Vamos más adentro…, vamos hacia las mesas —tal vez Naomi estuviera también cohibida, porque hablaba a media voz, con la boca pegada a mi oreja.

—Sí, pero ¿tú crees que se puede cruzar por entre toda esta gente?

—No creo que importe…

—¿Y si nos chocamos con alguien?

—Pues habrá que tener cuidado para no chocarse… Mira, ese señor acaba de cruzar. No pasa nada, vamos.

Yo la seguí a través de la aglomeración. Me temblaban las piernas, y el suelo estaba resbaladizo; no fue fácil llegar sanos y salvos al otro lado. Recuerdo que Naomi me dirigió una mirada asesina cuando di un traspiés y estuve a punto de caerme.

—Allí hay sitio. Vamos a ocupar esa mesa.

Más audaz que yo, pasó tranquilamente por delante de los mirones hasta una mesa de un extremo. Había estado esperando aquel momento con enorme ilusión, pero no quería salir a bailar inmediatamente. La noté un poco agitada mientras sacaba un espejito del bolso y se retocaba la cara; luego bisbiseó: «Tienes el nudo de la corbata torcido hacia la izquierda», dirigiendo los ojos a la pista.

—Está aquí Hamada, ¿verdad, Naomi?

—No digas «Naomi». Di «señorita Naomi» —y volvió a mirarme con el ceño fruncido—. Hama-san está aquí, y Ma-chan también.

—¿Dónde?

—Por allí… —de pronto bajó la voz—. Está feo apuntar —me reconvino—. Por allí, bailando con una señorita vestida de rosa. Ése es Ma-chan.

«Hola», dijo Ma-chan al venir hacia nosotros, dirigiéndonos una ancha sonrisa por encima del hombro de su pareja. La señorita de rosa era alta y llenita, y lucía destapados sus brazos largos y voluptuosos. Llevaba el cabello, negrísimo y espeso —no simplemente abundante, sino pesado y opresivo—, cortado a la altura de los hombros, rizado con descuido y adornado con una cinta atada en torno a la cabeza y por encima de la frente. Tenía las mejillas rojas, los ojos grandes y los labios gruesos, pero el contorno ovalado de su rostro, con la nariz larga y fina, era del más puro estilo de las estampas japonesas del ukiyoe. Yo me fijo mucho en el rostro de las mujeres, y jamás había visto otro más desentonado. Se me ocurrió pensar que aquella mujer seguramente estaba afligida por tener cara de japonesa, y había trabajado horas extra por parecer occidental. Se había blanqueado todos los rincones visibles de su epidermis, de tal manera que parecía espolvoreada de harina de arroz, y se había pintado los ojos con una sombra brillante verdiazul. El arrebol de sus mejillas era obviamente colorete. Desafortunadamente, aquella cinta retorcida alrededor de la cabeza le daba un aspecto monstruoso.

—Naomi… —dije sin darme cuenta, y corrigiéndome continué—: Señorita Naomi, ¿esa mujer es «una señorita»?

—Sí, lo es. Aunque parezca una fulana.

—¿La conoces?

—No, pero Ma-chan me ha hablado de ella. ¿Ves la cinta? Tiene las cejas en la frente, y por eso se pone una cinta para taparlas y se pinta otras cejas debajo. Fíjate bien: esas cejas son falsas.

—Pero de cara no es fea. No le haría falta embadurnarse con tanto potingue rojo y verde.

—Lo que le ocurre es que es tonta —declaró Naomi con su engreimiento habitual. Parecía estar recobrando su seguridad—. Y no es tan guapa. ¿Es eso lo que tú llamas una belleza?

—No es una belleza, pero tiene la nariz delicada y fina, y de figura no está mal. Si se maquillara normalmente resultaría bastante atractiva.

—¡Puaf! ¿Atractiva? No me hagas reír. Caras como ésa las hay en todas partes. Y mira cómo se viste. A mí me da igual que quiera pasar por occidental, pero es que no lo parece ni de lejos. Es patético. Va hecha una mona.

—Oye, la que está bailando con Hamada es una cara conocida, ¿no?

—¡No va a serlo! Es Haruno Kirako, del Teatro Imperial.

—¡Qué me dices! ¿Es que Hamada la conoce?

—Claro. Como baila bien, conoce a muchas actrices.

Hamada, que llevaba un traje marrón y zapatos de boxcalf color chocolate con polainas, era claramente el mejor bailarín de la pista. Lo escandaloso era cómo pegaba la mejilla a la de su pareja. Debía de ser un estilo de baile. Kirako era de complexión delicada, con dedos finos y marfileños; parecía como si en el firme abrazo de Hamada se fuera a quebrar. Mucho más guapa allí que en escena, vestía un kimono espléndido y seductor, con faja entera de damasco labrado con un dragón en hilo de oro y verde oscuro sobre fondo negro. Hamada, más alto que ella, llevaba la cabeza muy inclinada, con la oreja aplastada contra el bucle de la sien de Kirako; parecía como si le estuviera olisqueando el pelo. Kirako, por su parte, apretaba la frente contra la mejilla de él con tanta fuerza que se le hacían arrugas profundas en el rabillo del ojo. Las dos cabezas y los cuatro ojos parpadeantes bailaban y bailaban sin separarse un instante, ni siquiera cuando sus cuerpos no se tocaban.

—Jōji, ¿conoces esa manera de bailar?

—No, pero no es muy elegante, ¿o sí?

—No. En realidad es una ordinariez —pronunció las palabras como si las escupiera—. Se llama cheek dancing. En los sitios bien no se hace. En América te echan si lo intentas; es lo que he oído. Hama-san baila bien, pero es un presumido.

—Pero ella también lo hace.

—Bueno, ¿qué vas a esperar de una actriz? Aquí no deberían dejar entrar a actrices. Si se comportan así, las señoras de verdad dejarán de venir.

—No hay casi ningún hombre con traje azul, y hay que ver cómo te pusiste sobre eso. Mira cómo va vestido Hamada.

Me había dado cuenta desde el primer momento. Naomi, con su afán de sabelotodo, me había obligado a ponerme un traje azul oscuro por no se sabe qué cosas que había oído sobre la etiquette. Pero aquí en el baile sólo estábamos dos o tres de azul, y no había ni un solo smoking. Los demás llevaban trajes de moda en colores heterodoxos.

—Sí, pero Hama-san se equivoca. Hay que venir de azul.

—Eso es lo que tú dices, pero… Mira ese occidental. Lleva un traje de lana, ¿no? Yo diría que da igual cómo se vista cada uno.

—No es verdad. Siempre hay que ir vestido correctamente, aunque seas el único que lo hace. Ese occidental ha venido vestido así porque los japoneses no saben cómo hay que vestirse. Y además, Hama-san es un caso aparte, porque tiene mucha experiencia y es un buen bailarín. Pero tú estarías horroroso si no fueras bien vestido.

En la pista el movimiento se desaceleró hasta cesar y estallaron aplausos entusiastas. La orquesta había dejado de tocar, pero los bailarines querían seguir; los más ávidos silbaban, pataleaban y gritaban: «¡Otra!». La música echó a andar y el sinuoso flujo empezó otra vez. Al cabo de un rato paró, y hubo nuevas voces de: «¡Otra!». Se repitió lo mismo dos o tres veces, hasta que finalmente no hubo cantidad de aplausos que surtiera efecto sobre los músicos. Entonces los hombres dieron escolta a sus parejas hasta las mesas. Hamada y Ma-chan acompañaron a Kirako y a la de rosa hasta sus mesas respectivas, las sentaron, saludaron con una cortés inclinación y se acercaron a donde nosotros estábamos sentados.

—Buenas tardes —dijo Hamada—. Han llegado hace poco, ¿verdad?

—¿Qué pasa, no bailan? —dijo Ma-chan, con su acostumbrada rudeza. Estaba de pie justamente detrás de Naomi, mirando desde arriba su rutilante atavío—. Si no lo has prometido, ¿por qué no bailas la siguiente pieza conmigo?

—No, gracias. Eres demasiado torpe.

—Tonterías. No he pagado por aprender, pero sé bailar de todos modos. Curioso, ¿eh? —dilatando la nariz, soltó una risilla insinuante y vulgar—. Es cuestión de talento natural.

—¡Bah! No presumas tanto. No se puede decir que hayas hecho muy bonita estampa bailando con Tía Rosa.

Era asombroso lo ordinaria que de pronto se volvía Naomi al hablar con aquel chico.

—Mal, ¿eh? —Ma-chan se rascó la cabeza azarado y dirigió la vista hacia la de rosa, que estaba sentada a su mesa a cierta distancia de nosotros—. Yo creía tener tanto valor como el que más, pero no estoy a la altura de una mujer que se presenta aquí así vestida.

—Va hecha una mona, eso es lo que le pasa.

—¿Una mona? Eso está bien. Va hecha una mona, sí.

—¡Mira quién habla! ¿No la has traído tú? Realmente, Ma-chan, está horrible y se lo deberías decir. Jamás parecerá occidental con esa cara. Es como si llevara escrito «Japón, puro Japón» por todas partes.

—En otras palabras, un esfuerzo lamentable.

—Efectivamente, el esfuerzo lamentable de una mona. Porque hay quien parece occidental aunque se vista a la japonesa.

—¿Como tú, por ejemplo?

Naomi soltó su descarada risa nasal.

—Por ejemplo, yo parezco más eurasiática que ella.

—¡Kumagai!

Aparentemente en deferencia a mí, Hamada interpelaba a Ma-chan por su apellido. Parecía un poco inquieto, vacilante.

—Kumagai, tú y el señor Kawai no os conocéis, ¿verdad?

—No, no nos conocemos. Aunque su cara me suena… —desde su posición detrás de la silla de Naomi, Ma-chan, ahora «Kumagai», me dirigió una mirada irónica—. Permítame que me presente. Me llamo Kumagai Seitarō.

—Nombre real, Kumagai Seitarō; alias, Ma-chan —Naomi alzó los ojos a Kumagai—. A ver, Ma-chan, preséntate un poco mejor.

—No, porque me delataría… Los detalles tenga la bondad de preguntárselos a la señorita Naomi.

—¡Lo que hay que oír! ¿Qué sé yo de los detalles?

Yo estaba incómodo rodeado de aquella pandilla, pero Naomi se había puesto bromista y no vi otra alternativa que sonreír y decir:

—Señor Hamada, señor Kumagai, ¿les apetece sentarse con nosotros?

—Jōji, tengo sed. ¿Quieres pedir algo de beber? ¿Tú qué quieres tomar, Hama-san? ¿Una limonada?

—Cualquier cosa estará bien…

—¿Y tú, Ma-chan?

—Si me invitan, un whisky con soda.

—Qué asco. Odio a los bebedores. Les apesta el aliento.

—¿Y qué pasa por eso? Dicen que es parte del atractivo masculino.

—¿Quién lo dice? ¿Esa mona?

—Ahí me has pillado. Me rindo.

Olvidada de la gente de alrededor, Naomi se desternillaba de risa.

—Jōji, llama al camarero. Un whisky con soda y tres limonadas… ¡No, espera, espera! Borra las limonadas; yo prefiero un fruit cocktail.

—¿Fruit cocktail? —me extrañó que Naomi conociera una bebida de la que yo jamás había oído hablar—. Si es un cocktail llevará alcohol, ¿no?

—No, Jōji. Tú no te enteras. Hama-chan, Ma-chan, atended a esto. ¡Este hombre es tan paleto! —Naomi me golpeó en un hombro con el dedo índice al decir «este hombre»—. Por eso me hace gracia venir a un baile con él. Está tan atontado que hace un momento casi se cae.

—El suelo está muy resbaladizo —dijo Hamada en mi defensa—. Y al principio todo el mundo se siente desplazado. Cuando se acostumbre se sentirá como en casa.

—¿Y yo qué? ¿Yo no me siento como en casa?

—Lo tuyo es diferente, Naomi, tú tienes aplomo… Tú eres un genio para las artes sociales.

—Tú también eres un poco genial, Hama-san.

—¿Quién, yo?

—Desde luego: ¡hacerte amigo de Haruno Kirako sin que nos diéramos cuenta!

—Es verdad —Kumagai sacó el labio inferior y asintió—. Hamada, ¿todavía no has hecho una comedia para Kirako?

—Déjate de bromas. Yo no hago esa clase de cosas.

—Pero me encanta que te acalores tanto para defenderte —dijo Naomi—. Tienes por ahí algún lado decente… Oye, Hama-san, ¿por qué no le dices a Kirako que se siente con nosotros? ¡Anda, llámala! Así me la presentas.

—¿Para que puedas burlarte de ella? Tienes una lengua demasiado afilada para mí.

—No te preocupes, no me burlaré. Llámala. Cuantos más seamos, mejor.

—Según eso, ¿yo debo llamar a la Mona?

—Ah, sí, sí —Naomi se volvió a Kumagai—. Llama a la Mona, Ma-chan. Vamos a juntarnos todos.

—De acuerdo. Pero la música ha vuelto a empezar. La llamaré después de bailar una pieza contigo.

—Yo no quería bailar contigo, Ma-chan, pero me figuro que no hay escapatoria.

—¿Con quién crees que estás hablando? Si no eres más que una principiante.

—Jōji, me voy a bailar, así que mírame bien. Luego bailaré contigo.

Estoy seguro de que en mi cara había una expresión extraña y triste, pero Naomi se levantó de un salto, tomó del brazo a Kumagai y se unió a la corriente de los danzantes, que una vez más habían comenzado sus animadas evoluciones.

—Ah, ésta es la séptima pieza, un fox-trot —dijo Hamada, sacando del bolsillo un programa. Se había quedado solo conmigo y parecía no saber de qué hablar. Titubeante, se puso en pie—. Discúlpeme, pero este baile se lo prometí a Kirako.

—Ningún problema. No se preocupe por mí.

Cuando ya se habían ido los tres llegó el camarero con un whisky con soda y los «cócteles de fruta». No había otra cosa que hacer sino seguir sentado allí solo, con las cuatro bebidas delante, y mirar distraídamente a la pista de baile. Por supuesto que yo no había ido a bailar; lo que fundamentalmente me interesaba era ver si Naomi lucía con ventaja en un sitio así y cómo bailaba, y por lo tanto estaba más cómodo allí que en la pista. Sintiéndome liberado, seguí atentamente la figura de Naomi en sus idas y venidas entre la marea de gente.

¡Está bailando bien!, me dije. Nada de que avergonzarse aquí… Sabe hacerlo, cuando le dejo hacer este tipo de cosas.

Sus vistosas mangas largas ondeaban y danzaban mientras ella giraba de puntillas, con sus sandalitas de baile y sus calcetinitos blancos. A cada paso que daba se le alzaba la solapa del kimono, aleteando como una mariposa. En todos los detalles se destacaba del resto como una flor: sus blancos dedos, asidos al hombro de Kumagai como una geisha sostiene un plectro; la ornada faja, gruesa y pesada, liada en torno a su talle; su nuca; su perfil; su rostro entero; su pelo. Mirándola entonces me di cuenta de que el traje japonés tiene su encanto. Y, tal vez debido al atuendo de la de rosa y los modelos estrafalarios de otras mujeres, el gusto chillón de Naomi, que en mi fuero interno me había preocupado, en el fondo tampoco resultaba tan vulgar.

—¡Ah, qué calor tengo! ¿Qué tal, Jōji? ¿Me has visto bailar?

Acabada la pieza, volvió a la mesa y se abalanzó sobre su cóctel de fruta.

—Sí, te he estado mirando. Casi no puedo creer que sea tu estreno.

—¿De veras? Entonces el siguiente lo bailaré contigo. Es un one-step. ¿Te parece bien? El one-step es fácil.

—¿Dónde están los otros, Hamada y Kumagai?

—Ahora vienen. Van a venir con Kirako y la Mona. Harías bien en pedir dos fruit cocktails más.

—Eso me recuerda que la de rosa estaba bailando con ese occidental hace un momento.

—Sí, ¿verdad que ha sido gracioso? —Naomi se remojó la seca garganta con su bebida—. No son ni amigos ni nada; él simplemente se le acercó y le pidió a la Mona que bailase con él. Se está riendo de ella, ¿no te das cuenta? ¡Eso no se hace si no te han presentado! La ha debido de tomar por una fulana o algo así.

—¿Y ella no podía negarse?

—¡Pues ahí está la gracia, que ella no se podía negar porque es un occidental! ¡Qué idiota! ¡Es de pena!

—Pero tú no deberías ser tan severa. No me gusta que hables así.

—Está bien, sé lo que hago. A una mujer así habría que decírselo. Si no, nos meterá en problemas a todos. También Ma-chan lo ha dicho, que está yendo demasiado lejos y que él se lo va advertir.

—Bueno, seguramente no pasará nada porque un hombre se lo diga, pero…

—¡Calla! Aquí viene Hama-chan con Kirako. Hay que levantarse cuando llega una señora.

—Permítanme presentarles —Hamada estaba ante nosotros, firme como un soldado—. La señorita Haruno Kirako.

En momentos como aquél, yo usaba la belleza de Naomi como patrón: ¿Es esta mujer superior a Naomi o inferior? Grácil, coqueta, Kirako salió de la sombra de Hamada con una sonrisa tranquila. Debía de tener un año o dos más que Naomi, pero en cuanto a vitalidad y espíritu juvenil estaban a la par. Si acaso, su magnífica vestimenta superaba a la de Naomi.

—¿Cómo están ustedes? —dijo modestamente, bajando sus ojos redondos, vivos e inteligentes, e inhalando ligeramente al hacer una reverencia. En sus movimientos, como cabía esperar de una actriz, no había nada de la tosquedad de Naomi.

Naomi rebasaba los límites de la mera vivacidad; era demasiado tosca en todo lo que hacía. Su manera de hablar, altanera y carente de dulzura femenina, era a menudo vulgar. En pocas palabras, era un animal salvaje, mientras que Kirako era refinada en todos los sentidos: en la manera de hablar, de mover los ojos, de inclinar la cabeza y de alzar las manos. Daba la impresión de un objeto precioso que hubiera sido escrupulosamente pulimentado con arte supremo. Por ejemplo, cuando se sentó a la mesa y alzó su vaso, la mano, desde la palma hasta la muñeca, pareció prodigiosamente esbelta, tan liviana como si apenas pudiera soportar el peso de la manga blandamente fruncida.

Ni la tersura de su piel ni la calidez de su complexión eran inferiores a las de Naomi, y yo no sé cuántas veces mis ojos pasaron de uno a otro de los dos pares de manos apoyados en la mesa. Pero sus rostros eran muy diferentes: si Naomi era Mary Pickford, una chica yanqui, la otra era una belleza sutil de Italia o Francia, graciosa y vagamente casquivana. Si hubieran sido flores, Naomi habría florecido en el campo, Kirako dentro de casa. ¡Qué fina, casi transparente, era aquella naricilla plantada en su cara firme y redonda! ¡Ni siquiera un bebé, sólo una muñeca hecha por el mayor de los maestros, podía tener una nariz tan delicada! Por último me fijé en sus dientes: Naomi siempre había presumido de los suyos, pero los de Kirako eran sartas de perlas, como semillas en la brillante sandía que era su linda boca.

Yo me sentí pequeño e insignificante, y seguramente a Naomi le pasó lo mismo. De pronto, cuando Kirako se incorporó al grupo, Naomi perdió su arrogancia. Lejos de burlarse de Kirako, se sumió en el silencio. La conversación en nuestra mesa se secó por completo. Pero Naomi tenía mal perder, y era ella la que le había dicho a Hamada que invitase a Kirako a unirse a nosotros. Finalmente, recobrando su desenvoltura acostumbrada, dijo:

—Hamada, no estés ahí como un pasmarote, di algo… —y para echar a rodar la conversación, añadió—: Señorita Kirako, ¿cuándo conoció usted a Hama-san?

—¡Ah! —dijo Kirako, y sus claros ojos se iluminaron—. Muy recientemente.

—Ahora mismo la estaba viendo bailar —por influencia de Kirako, el tono de Naomi se había hecho más cortés—. ¡Qué bien baila usted! Ha tenido que practicar mucho.

—No tanto. Bueno, es verdad que llevo tiempo, pero no parece que haya hecho grandes progresos. Soy muy torpe.

—¡Qué va! Hama-san, ¿tú qué dices?

—Que baila de maravilla. Ha aprendido en serio, en la escuela donde se forman las actrices.

—¡Qué cosas dice! —Kirako bajó los ojos tímidamente.

—Es que lo hace usted muy bien —insistió Naomi—. Cuando yo me he puesto a mirar en general, Hama-san era el mejor bailarín, y usted la mejor bailarina.

—¡No, no!

—¿Qué es esto, un concurso? ¿El mejor bailarín no soy yo?

Kumagai entró en nuestro grupo remolcando a la de rosa.

Según nos la presentó Kumagai, era hija de un hombre de negocios de Aoyama. Se llamaba Inoue Kikuko, y tenía veinticinco o veintiséis años; ya casi se le había pasado la edad de casarse. (Yo oí más tarde que había estado casada dos o tres años, pero que el matrimonio había terminado recientemente debido a su obsesión con el baile.) Sin duda había pensado sacar partido de su belleza voluptuosa poniéndose un vestido que dejaba al descubierto sus hombros y sus brazos, pero vista de cerca el efecto era más de matrona obesa que de mujer sensual. Claro está que una figura llenita queda mejor vestida a la occidental que una flaca; el verdadero problema estaba en la cara. Como si fuera una muñeca occidental con la cabeza de una muñeca de Kioto, su ropa y su fisonomía no casaban. La cosa no habría sido tan grave si ella hubiera aceptado la situación, pero se había empeñado en armonizarlas mediante toda clase de triquiñuelas, con el único resultado de echarlo todo a perder. Entonces pude comprobar que, efectivamente, sus cejas de verdad quedaban ocultas por la cinta; las que se dibujaban sobre sus ojos eran claramente artificiales. La sombra verde alrededor de los ojos, el colorete, los lunares, la línea de los labios, la línea de la nariz: prácticamente no había parte de la cara que no estuviera trucada.

—Ma-chan, ¿te gustan los monos? —preguntó Naomi abruptamente.

—¿Los monos? —Kumagai reprimió una carcajada—. Qué pregunta más rara, ¿no?

—Yo tengo dos monos en casa, y he pensado regalarte uno de ellos, si quieres. ¿Qué te parece? Te gustan los monos, ¿no?

—Qué curioso. ¿Realmente tiene usted monos? —preguntó gravemente Kikuko.

Animada por el éxito, Naomi siguió adelante, con chispas en los ojos.

—Sí, sí. ¿A usted le gustan los monos, Kikuko?

—Bueno, me gustan toda clase de animales: los perros, los gatos, los…

—¿Y los monos?

—Sí, los monos también.

La conversación era tan cómica que Kumagai miraba para otro lado sujetándose los costados, mientras Hamada escondía la risa en un pañuelo y Kirako sonreía con malicia. Pero Kikuko, una mujer sorprendentemente bonachona, no parecía darse cuenta de que se estaban riendo a su costa.

Tan pronto como empezó la octava pieza, un one-step, y Kumagai y Kikuko salieron a la pista, Naomi declaró con brutalidad:

—Uf, qué idiota. Debe de tener serrín en la cabeza. ¿No cree usted, Kirako?

—Bueno, yo no sé…

—¿No parece una mona? He hablado de monos a propósito.

—Bueno, pero…

—No lo ha pillado, ni siquiera con todo el mundo riéndose. Eso demuestra que es idiota.

Con un gesto que era mitad de asombro y mitad de desprecio, Kirako miró de soslayo a Naomi; pero «Bueno, no sé» fue todo lo que dijo.

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