Naomi

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—Bueno, Jōji, llegó el one-step. Ahora voy a bailar contigo. Vamos —¡por fin iba a tener el honor de bailar con Naomi!

Aunque me sentí intimidado, estaba feliz: era la ocasión de aplicar lo que había aprendido, y mi pareja era mi querida Naomi. Aunque fuera tan torpe que la gente se riera de mí, mi torpeza haría que Naomi luciera aún más, y me daría por contento. También entraba en ello cierta vanidad. Yo quería que la gente me mirase y dijera: «Tiene que ser el marido de esa mujer». En otras palabras, quería presumir delante de todo el mundo: «Esta mujer es mía. Contemplad mi tesoro». La idea me cohibía, pero al mismo tiempo me producía la más intensa satisfacción. Me sentía como compensado por todos los sacrificios y las penalidades que había arrostrado por ella.

Ella había dado la impresión de no querer bailar conmigo aquella noche, no mientras yo no lo hiciera un poco mejor. Si no quería, yo esperaría pacientemente a que quisiera. Así pues, estaba bastante resignado cuando de pronto dijo: «Voy a bailar contigo». ¡Qué feliz me hicieron esas palabras!

Recuerdo que tomé la mano de Naomi y empecé el onestep, febril de excitación; pero después perdí por completo la noción de lo que estaba pasando. Ya no oía la música; mis pasos eran caóticos; se me nubló la vista; mi corazón parecía a punto de estallar. ¡Era todo tan distinto de bailar con discos en el primer piso de la tienda de música de Yoshimura! Una vez que te metías en aquel océano de gente, no podías ni recular ni avanzar. No sabía qué hacer.

—Jōji, ¿por qué tiemblas? ¡Domínate! —me regañó Naomi al oído—. ¡Ten cuidado, que has vuelto a resbalar! ¡Es que das la vuelta demasiado deprisa! ¡Tranquilízate! ¡Tranquilízate, te estoy diciendo!

A medida que hablaba me ponía más y más nervioso. Para acabarlo de arreglar, habían encerado el suelo para el baile, y si por un instante me olvidaba y bailaba como si estuviera en clase, empezaba a resbalarme en todas direcciones.

—¡Ya estamos! ¿No te he dicho que no levantes el hombro? ¡Baja ese hombro! ¡Bájalo! —y, soltando la mano que yo agarraba frenético, descargó un golpe cruel sobre mi hombro—. ¡Y por qué te tienes que agarrar a mí de esa manera!… ¡Eh, eh, otra vez el hombro!

Así no había manera; era como si estuviéramos bailando sólo para que ella me gritase. Yo estaba en tal estado que casi ni la oía gruñir.

—¡Jōji, ya está bien! —dijo iracunda; y los demás bailarines estaban todavía gritando: «¡Otra!» cuando ella me plantó y se volvió a su silla.

—¡Bueno! ¡Qué espanto! Yo no puedo bailar contigo todavía, Jōji. Tendrás que practicar en casa.

Volvieron Hamada y Kirako, volvieron Kumagai y Kikuko, y la mesa se animó otra vez; pero yo, hundido en el dolor y la decepción, no tuve fuerzas para decir nada mientras Naomi me hacía blanco de sus pullas.

—Oyéndote, un tímido ni se atrevería a bailar. Deja de decir esas cosas; lo que tienes que hacer es bailar con él. Hazle un favor al pobre.

Las palabras de Kumagai me sentaron muy mal. ¡«Hazle un favor al pobre»! ¿Qué manera de hablar era ésa? ¿Quién se creía que era aquel mequetrefe?

—No lo hace tan mal como dices, Naomi —era Hamada—. Ya querría mucha gente bailar así, ¿no es cierto? Kirako, ¿no querría usted bailar el fox-trot que viene ahora con el señor Kawai?

—Sería un placer —asintió Kirako, con todo el encanto que se espera de una actriz.

—Ah, no, yo no podría, no podría —estaba tan nervioso que resultaba cómico.

—Claro que puede. No debería ser tan reservado. ¿No le parece a usted, Kirako?

—Sí, desde luego… Realmente, sería estupendo.

—No, no, no puede ser. Por favor, esperemos a que lo haga mejor.

—Te está diciendo que baila contigo; deberías tomarle la palabra —Naomi hablaba enfáticamente, como si pensara que yo dejaba pasar un honor muy superior a mis merecimientos—. No debes negarte a bailar con nadie que no sea yo. Vamos, está empezando el fox-trot. Te vendrá bien ver cómo bailan otras personas.

—Will you dance with me?

Había ido derecho a Naomi y habló en inglés. Era un joven extranjero delgado, con maquillaje blanco en su cara relamida: el mismo que había bailado con Kikuko. Se inclinó sonriente ante Naomi. Hablaba muy deprisa; seguramente la estaba adulando. Lo único que yo pude pillar fue un descarado «Please, please». Naomi pareció quedarse perpleja y se puso muy colorada, pero no supo responder; no hizo más que poner una sonrisa boba. Quería decir que no, pero la invitación la pilló desprevenida y no sabía rehusar con educación en inglés. El extranjero, aparentemente alentado por su sonrisa, esperaba mirándola impaciente, como diciendo: «¿Qué me contesta?».

—Sí… —Naomi se levantó desganadamente, mientras sus mejillas tomaban un color todavía más subido.

—¡Hace un momento se comía el mundo, y ahora llega ese occidental y se nos derrumba! —Kumagai se partía de la risa.

—Los occidentales son muy agresivos —dijo Kikuko—. Yo ya no sabía qué hacer.

—Bueno, ¿bailamos? —Kirako estaba esperando; ya no se me ocurrió qué otra cosa decir.

Estrictamente hablando —y no sólo aquel día—, yo no tenía ojos para ninguna mujer que no fuera Naomi. Claro está que, cuando veía una mujer bella, advertía su belleza; pero sólo quería mirarla tranquilamente, de lejos, sin tocarla. Madame Shlemskaya fue una excepción, pero incluso en ese caso el trance que experimenté no era vulgar deseo sexual. Era demasiado sublime y esquivo, demasiado parecido a un sueño, para llamarlo así. Aparte de que era distinta de nosotros, por ser extranjera y profesora de baile; en comparación con Kirako, una actriz japonesa del Teatro Imperial, que vestía de manera deslumbrante, con la condesa era fácil estar.

Pero al bailar con Kirako me sorprendió descubrir lo liviana que era. Todo su cuerpo era blando, como de algodón, y sus manos eran tersas como hojas nuevas. En seguida cogió el tranquillo de bailar conmigo a pesar de mi torpeza, y se adaptó a mí como un caballo inteligente se adapta a su jinete. La liviandad llevada a ese extremo es agradabilísima. Yo me animé inmediatamente; mis pies empezaron a moverse con viveza; giré con la misma naturalidad y falta de esfuerzo que si estuviera subido a un carrusel.

¡Esto es divertido! ¡Es maravilloso, qué placer!, dije para mis adentros.

—Vaya, es usted muy bueno. Da gusto bailar con usted.

La voz de Kirako rozó mi oído mientras dábamos vueltas y vueltas como una peonza. Era una voz gentil, débil, dulce, como correspondía a Kirako.

—Nada de eso; es que a usted se le da muy bien.

—No, realmente…

Pasado un momento volvió a hablar:

—Es muy buena la banda de esta noche, ¿verdad?

—Sí.

—No sé, pero es como si bailar no mereciera el esfuerzo a menos que la música sea buena.

Observé que Kirako tenía los labios justo debajo de mi sien. Parecía ser su costumbre: lo mismo que con Hamada unos minutos antes, el mechón de su sien rozaba mi mejilla. La caricia de su sedoso pelo… Los débiles susurros que escapaban de sus labios de cuando en cuando… Para mí, que llevaba tanto tiempo tratado a patadas por aquella potrilla indómita que era Naomi, aquello era el súmmum del refinamiento femenino, algo que jamás había imaginado. Sentí como si una mano compasiva me fuera curando las heridas donde me habían atravesado las espinas…

—Estuve a punto de decirle que no, pero es que los occidentales no tienen amigos. Hay que echarles una mano —fue la defensa de Naomi cuando por fin volvió a la mesa con gesto alicaído.

Eran alrededor de las once y media cuando terminó el número dieciséis, que era un vals. Aún quedaban por delante una serie de propinas. Naomi sugirió volver a casa en taxi si se hacía demasiado tarde, pero yo conseguí tranquilizarla y emprendimos el camino a Shimbashi a tiempo para coger el último tren. Kumagai, Hamada y las mujeres nos acompañaron por el Ginza. Todos llevábamos aún en los oídos el sonido de la banda; cuando uno empezaba a cantar una melodía, los demás se le unían. Yo, que no conocía las canciones, envidiaba su habilidad, su buena memoria y sus voces alegres y juveniles.

—¡La, la, lalalá! —Naomi marcaba el paso estridentemente al caminar—. Hama-san, ¿cuál es la que más te gusta? Mi favorita es «Caravana».

—¡«Caravana» es divina! —chilló Kukiko.

—Yo creo que a mí me gusta más «Susurrando» —dijo Kirako—. ¡Es tan fácil de bailar!

—¿Y «Madame Butterfly»? Ésa es mi favorita —Hamada se puso a silbar «Madame Butterfly».

En la barrera de la estación nos despedimos, y Naomi y yo salimos al andén, ventoso en la noche invernal. Hablamos muy poco mientras llegaba el tren. En mi corazón pesaba la melancolía que sigue al jolgorio.

Naomi no sentía nada de eso.

—Ha estado divertido, ¿verdad? —dijo—. Tenemos que volver pronto.

A sus intentos de iniciar una conversación yo sólo podía asentir entre dientes con cara lúgubre.

¿Y esto es lo que llaman un baile? ¿Y he engañado a mi madre, me he peleado con mi mujer y me he cansado de llorar y de reír sólo por esa estúpida fiesta? ¿Por ese hatajo de gente vanidosa, pelotillera, engreída y pretenciosa?

Entonces, ¿por qué había ido? ¿Para lucir a Naomi delante de ellos? En ese caso yo era igual de vanidoso. ¿Y qué decir de aquel tesoro del que estaba tan ufano? ¿Qué me dices, muchacho?, me pregunté a mí mismo con sorna. Cuando saliste con ella, ¿el mundo se quedó sin habla, como esperabas? El ciego proverbial que no teme a las serpientes, ése eres tú. Y si es el mayor tesoro del mundo en lo que a ti respecta, ¿qué? ¿Qué aspecto tenía tu tesoro cuando lo sacaste en público? Un hatajo de gente vanidosa y presumida, bien has dicho; pero ¿no era ella la más vanidosa, la más presumida de todos? Mirándolo con objetividad, ¿quién te parece que era la persona más impertinente? ¡Tan pagada de sí misma y metiéndose con todo el mundo sin parar mientes! Kikuko no ha sido la única que ese occidental ha tomado por una fulana. Luego no era capaz de decir la cosa más sencilla en inglés, y toda aturullada ha bailado con él. ¡Y qué lengua! Podrá darse aires de señora, pero habla como un camionero. Lo mismo Kikuko que Kirako son mucho más refinadas que ella… Tan tristes reflexiones —no sé si llamarlas pesar o desesperación— me tuvieron encogido el corazón aquella noche durante todo el viaje hasta casa.

En el tren me senté deliberadamente frente a ella para poder echarle otra buena ojeada a aquella mujer llamada Naomi. ¿Qué era lo que tenía para que yo la quisiera tanto? ¿La nariz? ¿Los ojos? Es extraño, pero cuando esa noche fui pasando revista a cada uno de sus rasgos, el rostro que siempre había sido tan atractivo para mí me pareció absolutamente corriente y despreciable. Luego, desde las profundidades de la memoria, me vino vagamente la imagen de la Naomi que yo había conocido en el Café Diamante. En aquellos tiempos era mucho más atractiva. Ingenua e inocente, tímida y triste, no se parecía en nada a esta mujer zafia e insolente. Yo me había enamorado de ella, y la inercia me había sostenido hasta el día presente; pero ahora veía la clase de persona insoportable en la que desde entonces se había convertido. Allí sentada con remilgo, parecía estar diciendo: «Yo sí que soy lista». Su expresión altanera decía: «Ninguna podría ser tan chic, tener tal aspecto de occidental como yo. ¿Quién es la más guapa de todas? Yo». Nadie más sabía que no era capaz de hablar ni una sílaba de inglés, que no era capaz ni tan siquiera de explicar la diferencia entre la active voice y la passive voice; pero yo sí lo sabía.

Mientras yo iba secretamente cubriéndola de vituperios, echó atrás la cabeza, y pude ver la oscuridad de aquella nariz chata de la que estaba tan orgullosa, su rasgo más occidental. A cada lado las aletas eran gruesas. Se me ocurrió pensar que yo tenía un trato íntimo con aquellas ventanas. Cada noche, cuando la abrazaba, me asomaba a ellas desde este ángulo. Sin ir más lejos el otro día la había ayudado a sonarse los mocos; le había acariciado la nariz; a veces había hincado la mía contra la suya, como una cuña. En otras palabras, aquella nariz, aquel pequeño bulto de carne unido a su cara, era como parte de mí. No me lo podía imaginar como propiedad de nadie más. Pero al mirarla ahora, con todo aquello en el pensamiento, la nariz de Naomi se convirtió en algo odioso y asqueroso. Ocurre a menudo que quien está hambriento devora una comida intragable, y al llenarse el estómago de repente se da cuenta de lo mala que está y le da asco. Yo estaba pasando por algo parecido, y cuando me imaginé nuevamente tendido cara a cara con aquella nariz esa noche, me sentí ahíto, estragado. Ya estaba bien.

Es el castigo de mi madre, pensé. No puede salir nada bueno de engañar a tu madre para divertirte.

Pero, lectores míos, no saquen la conclusión de que yo había perdido el interés por Naomi. Es verdad que así lo pensé durante un rato, porque era la primera vez que sentía aquello; pero cuando volvimos a la casa de Ōmori y estuvimos solos, la sensación de saciedad que había tenido en el tren se evaporó, y cada parte de Naomi, sus ojos, su nariz, sus manos, sus pies, volvió a estar llena de encanto. Cada cosa era una exquisitez suprema, y yo era insaciable.

Después de aquel día fui muchas veces a bailar con ella. Cada vez me saltaban a la vista sus defectos y me sentía desgraciado en el camino de vuelta a casa. Pero nunca me duraba mucho, y en el espacio de una noche mi amor por Naomi cambiaba una y otra vez, como las pupilas de un gato.

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