Naomi

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Esa noche tuvimos una cena muy animada, la primera en muchos días. Los seis, nosotros dos más Hamada, Kumagai, Seki y Nakamura, nos sentamos alrededor de la mesa baja de la habitación grande y estuvimos de charla hasta cerca de las diez. Al principio no me sentó bien que aquella pandilla invadiera nuestra nueva residencia, pero al volver a verles tras un largo intervalo disfruté de su espíritu juvenil, tan alegre, abierto y despreocupado. Naomi estuvo diplomática y encantadora; su manera de atender a nuestros invitados sin frivolidad fue la justa.

—He pasado un buen rato esta noche —dije—. Está bien verles de vez en cuando.

Después de acompañarles al último tren, volvíamos cogidos de la mano y charlando bajo el cielo de verano. Las estrellas lucían brillantes y una brisa fresca soplaba desde el mar.

—¿De verdad has pasado un buen rato? —Naomi parecía contenta de verme de tan buen humor. Tras reflexionar un momento, dijo—: Cuando se les conoce, se ve que no son mala gente.

—No, la verdad es que no lo son.

—Pero ¿no te da miedo que el día menos pensado se nos presenten otra vez? Acuérdate de que el tío de Seki tiene una villa. ¿No ha dicho Seki que volvería a venir con todos de vez en cuando?

—Sí, pero no creo que se presenten sin más en nuestra casa, ¿no?

—A mí de vez en cuando no me importaría, pero será una lata si les da por venir. No deberíamos ser tan hospitalarios si vuelven. No tienen por qué quedarse a cenar.

—Pero tampoco podemos despedirles sin más.

—Claro que podemos. Yo les digo que ya es tarde y les despacho volando. Eso se puede decir, ¿no?

—Nos llevaríamos otro chaparrón de Kumagai.

—¿Y eso qué importa? La culpa es de ellos si vienen a meter la nariz cuando nos hemos venido hasta Kamakura.

Llegamos a un paraje oscuro bajo los pinos. Naomi se detuvo:

—¿Jōji?

Cuando comprendí lo que quería decir su voz dulce, débil, suplicante, la envolví en mis brazos sin hablar. Probar aquellos labios fuertes y apasionados fue como beber un trago de agua salada.

Mis diez días de vacaciones pasaron en un abrir y cerrar de ojos, y seguíamos estando felices. Conforme a lo previsto, empecé a viajar a diario de Kamakura a la oficina. Seki y sus amigos, que habían dicho que «se acercarían de cuando en cuando», sólo habían venido una vez, como una semana después.

Ya acababa el mes cuando en la oficina surgió un asunto urgente que me obligó a prolongar la jornada. Normalmente podía estar en casa a las siete y cenar con Naomi, pero durante los siguientes cinco o seis días tendría que quedarme en el trabajo hasta las nueve y llegar a casa pasadas las once. Era el cuarto día de aquel nuevo horario.

Aquella tarde esperaba trabajar hasta las nueve, pero acabé pronto y salí de la oficina alrededor de las ocho. Como siempre, tomé la Línea Eléctrica Nacional hasta Yokohama, y allí hice transbordo a una línea de carbón. Serían poco antes de las diez cuando me apeé en Kamakura. Estaba más impaciente que de costumbre por correr a casa, ver la cara de Naomi y relajarme con la cena, porque noche tras noche estaba volviendo a casa tarde, aunque en realidad sólo habían sido tres o cuatro días; por eso tomé un rickshaw en la estación y enfilamos la carretera que pasaba por delante de la villa del emperador.

Volviendo a casa después de trabajar durante toda una jornada calurosa y verse zarandeado en el tren, el aire nocturno de la costa se sentía en la piel con una suavidad y un frescor indescriptibles. Aquel día, como sucedía con mucha frecuencia, había caído una ligera llovizna al atardecer, y había una fragancia secreta y serena en la neblina que se alzaba suavemente de las hojas mojadas y las ramas de los pinos cargadas de rocío. Aquí y allá relucían los charcos, incluso en la oscuridad; pero la carretera de arena tenía la humedad justa para absorber el polvo, y las pisadas del porteador eran leves y blandas, como si fuera pisando terciopelo. Oí el sonido de un gramófono al otro lado del seto de una casa que parecía ser la villa de alguien; había gente paseándose con kimonos blancos de verano, de uno en uno o por parejas. Era todo como tiene que ser en un lugar de veraneo.

Me apeé ante la verja, despedí el rickshaw y crucé el jardín hacia la veranda. Esperaba que Naomi descorriera el shoji y saliera a recibirme apenas oyera mis pasos en el jardín; pero, aunque dentro estaba encendida la luz, no había señal de su presencia. Reinaba un silencio absoluto.

—¡Naomi! —la llamé dos o tres veces. No recibiendo respuesta, subí a la veranda y abrí el shoji. La habitación estaba vacía. Como siempre, era un maremágnum de trajes de baño, toallas y albornoces colgados por todos lados, en las paredes, las puertas correderas y la alcoba, y de tazas de té, ceniceros y cojines; pero la habitación estaba muda y muerta. Con ese sentido especial que tiene un amante, yo habría podido jurar que llevaba bastante rato estando así.

«Ha salido…, hará dos o tres horas», me dije.

De todos modos me asomé al aseo, miré en la bañera, y para cerciorarme bajé a la cocina y encendí la luz del fregadero. Mi mirada se tropezó con los restos de alguna comida occidental y una botella grande de sake Masamune, despojos de una buena sesión de comer y beber. Entonces me di cuenta de que los ceniceros estaban llenos de colillas. Aquéllos debían de haberse presentado otra vez.

Corrí a la casa principal.

—Naomi no parece estar aquí. ¿Ha salido? —le pregunté a la dueña.

—¿La señorita? —para ella Naomi era siempre «la señorita» (a Naomi no le hacía gracia que la llamaran de ninguna otra manera; aunque estábamos casados, quería que la gente pensara que simplemente vivíamos juntos, o que quizá éramos novios)—. La señorita volvió por la tarde, y se fue con todos después de cenar.

—¿Con qué todos?

—Bueno… —titubeó un momento—. Con el señorito Kumagai y los demás…

Me extrañó que la casera conociera por su nombre a Kumagai, y todavía más que le llamara «el señorito Kumagai»; pero en aquel momento no quise pararme a hacer averiguaciones.

—Dice usted que volvió por la tarde. ¿También ha estado con ellos durante el día?

—Salió sola a bañarse a primera hora de la tarde, y después volvió con el señorito Kumagai, y…

—¿Sola con Kumagai?

—Eso es…

Todavía no me había entrado el pánico, pero las torpes respuestas de la casera y su cara de alarma me inquietaban. No quería delatarme, pero tampoco podía evitar que mi voz reflejara mi ansiedad.

—¡Entonces no estaban todos!

—No, sólo ellos dos. Dijeron que por la tarde había baile en el hotel, y se fueron juntos.

—¿Y después?

—Después, a última hora, volvió con todos ellos.

—¿Han cenado todos juntos en la casa?

—Sí. Ha estado muy animado… —leyendo la expresión de mis ojos, esbozó una sonrisa forzada.

—¿Aproximadamente a qué hora se han ido después de cenar?

—Déjeme que recuerde… serían cerca de las ocho.

—Hace dos horas —dije sin pensar—. Entonces, ¿supone usted que están en el hotel? ¿Les oyó comentar algo?

—No estoy segura, pero podrían estar en la villa.

Recordé que el tío de Seki tenía una villa en Ōgigayatsu.

—Así que se han ido a la villa. Entonces iré allí a buscarla. ¿Sabe usted dónde es?

—No está lejos…, está en la playa de Hase.

—¿En Hase? Me pareció entender que estaba en Ōgigayatsu… Escuche, la villa de la que yo hablo pertenece a un tío de un amigo de Naomi que se llama Seki. No sé si Seki habrá venido también esta noche, pero…

En el rostro de la casera se dibujó fugazmente un gesto de sorpresa.

—¿Entonces no es esa villa?

—Es que…

—¿De quién es la villa de la playa de Hase?

—Pues… de un familiar del señorito Kumagai…

—¿De Kumagai? —de pronto palidecí.

La casera me dijo que tomara la carretera de Hase en sentido contrario al de la estación, torciera a la izquierda y siguiera hasta pasado el hotel Kaihin. La carretera acababa en la playa. La villa Ōkubo, en la última esquina, era de un familiar de Kumagai. Era la primera vez que yo oía hablar de aquel sitio. Ni Naomi ni Kumagai la habían mencionado jamás.

—¿Naomi va allí con frecuencia?

—Pues… no sé…

A pesar de sus palabras, se veía que lo estaba pasando mal.

—Claro está que esta noche no ha sido la primera vez, ¿verdad? —yo estaba sin aliento y me temblaba la voz, pero no lo podía evitar. Tal vez la casera se asustó viéndome la cara, porque también ella se puso pálida—. No se preocupe, no voy a causarle molestias. Por favor, hable sin miedo. ¿Y anoche? ¿Anoche también salió Naomi?

—Sí…, creo que sí…

—¿Y anteanoche?

—Sí.

—¿También se fue?

—Sí.

—¿Y la noche anterior?

—Sí, también la noche anterior.

—¿Entonces ha estado saliendo todas las noches desde que yo empecé a volver tarde?

—Bueno, exactamente no lo recuerdo, pero…

—¿Y más o menos a qué hora volvía?

—Normalmente… poco antes de las once…

¡Así que los dos se habían estado riendo de mí desde el primer día! ¡Por eso Naomi había querido venir a Kamakura!… Mi cabeza empezó a dar vueltas como un torbellino. Con extraordinaria rapidez pasó por mi mente todo lo que Naomi había dicho y hecho en aquellos días. En un instante, la trama de engaños que me rodeaba se reveló con pasmosa claridad. Era tan complicada que una persona simple como yo apenas podía asirla: mentiras múltiples, un plan meticulosamente urdido y quién sabe cuántos cómplices. De suelo firme y seguro me habían arrojado a una sima profunda, y desde el fondo de aquella sima alzaba los ojos con envidia a Naomi, Kumagai, Hamada, Seki e innumerables más, que pasaban riéndose por encima de mí.

—Me voy. Si no la encuentro por el camino y ella vuelve, por favor no le diga que he estado aquí. Tengo una idea —y así diciendo me eché a la calle.

Salí a la parte delantera del hotel Kaihin, y ciñéndome lo más posible a las sombras seguí la carretera que me había dicho la casera. A un lado y a otro se sucedían las grandes villas. La carretera estaba tranquila y silenciosa, casi desierta, y afortunadamente bastante oscura. A la luz de una entrada miré mi reloj. Ya estuviera Naomi a solas con Kumagai en la villa Ōkubo o de juerga con toda la pandilla, quería pillarla in fraganti. Intentaría reunir mis pruebas subrepticiamente, sin que lo notaran, y ver con qué clase de cuento de camino se descolgaban después. Entonces los descubriría y se llevarían una buena lección. Pensándolo se me aceleró el paso.

No me fue difícil encontrar la casa. Durante unos minutos recorrí la calle arriba y abajo, estudiando el lugar. Había un buen portón de piedra, pasado el cual la finca estaba espesamente arbolada. Un sendero de grava zigzageaba entre árboles y matorrales hasta una entrada recoleta. Las gastadas letras del rótulo, «Villa Ōkubo», y el musgoso muro de piedra que rodeaba un extenso jardín prestaban al lugar un aspecto de hacienda venerable más que residencia de veraneo. Cuanto más veía más me asombraba de que el propietario de aquella imponente mansión, que ocupaba un terreno tan espléndido, tuviera algún parentesco con Kumagai.

Me escurrí por la verja, tratando de hacer el menor ruido posible por el sendero de grava. Los árboles eran tan espesos que desde la calle no había podido ver muy bien la casa principal; pero al aproximarme me sorprendió descubrir que todo —la entrada de recibo, la entrada normal, las dos plantas y todas las habitaciones que alcanzaba a ver— estaba en silencio, cerrado y sin luz.

Bueno, pensé, será que el cuarto de Kumagai está en la parte de atrás. Me deslicé hasta la trasera, y, en efecto, vi que había luz en una habitación de la segunda planta y en la entrada de servicio que tenía debajo.

A la primera ojeada vi que era la habitación de Kumagai. No sólo estaba su mandolina plana apoyada en la barandilla de la veranda, sino que dentro colgaba de una percha un sombrero toscano que recordaba haber visto. Los shojis estaban abiertos, pero no se oían voces. Estaba claro que no había nadie en la habitación.

También estaba descorrido el shoji de la puerta de servicio, como si alguien acabara de salir. Mis ojos siguieron la débil franja de luz que la puerta abierta proyectaba en el suelo, hasta que a sólo cinco o seis metros descubrí un portillo formado por dos viejos postes de madera. Entre los postes se distinguía una nítida línea blanca en la oscuridad: eran las olas que rompían en la playa de Yui. Me asaltó el olor a mar.

Pensé que habrían salido por allí.

Cuando franqueaba el portillo hacia la playa oí a poca distancia la voz inconfundible de Naomi. Debió de ser el viento lo que me impidió oírla antes.

—¡Eh, esperad! Se me ha metido arena en el zapato. No puedo andar así. ¿Alguien me saca esta arena?… ¡Ma-chan, quítame el zapato!

—Yo no, no soy tu esclavo.

—Si me hablas así no volveré a ser simpática contigo… Ay, Hama-san, qué amable eres… Gracias, gracias. Hama-san es el único que yo quiero. Hama-san es el que más me gusta.

—¡Vaya! No me tomes el pelo sólo por ser atento.

La voz de Naomi se deshizo en risitas.

—¡Para, Hama-san, deja de hacerme cosquillas en el pie!

—No te estoy haciendo cosquillas. Mira toda esta arena. Lo único que hago es quitártela.

—Si empiezas a lamer te convertirás en Papi —dijo Seki; y cuatro o cinco hombres se echaron a reír.

Desde donde yo estaba descendían las dunas suavemente. En la bajada se alzaba una casita de té, resguardada por persianas de juncos; las voces salían de su interior. Menos de diez metros me separaban de ella. Yo llevaba todavía el traje de alpaca marrón con el que iba a trabajar. Me alcé las solapas, me abotoné la americana hasta arriba para que la camisa y el cuello no llamaran la atención, y escondí debajo del brazo el sombrero de paja. Encorvado, me escurrí hacia las sombras junto al pozo de la casita. En ese momento habló Naomi:

—Ahora está bien. Vámonos —y salieron todos con ella a la cabeza.

Bajaron desde la casita hasta la orilla; no me habían visto. Hamada, Kumagai, Seki y Nakamura, los cuatro, iban vestidos con sencillos kimonos de verano, mientras que Naomi, en el medio, llevaba una capa oscura y zapatos de tacón alto. Fue lo único que pude distinguir. No se había traído a Kamakura ninguna capa ni zapatos de tacón; se los habría prestado alguien. La capa aleteaba en la brisa. Parecía como si ella se la sujetara al cuerpo por dentro para que no se le volara. A cada paso que daba se marcaba bajo la capa su redondo trasero. Andaba como un borracho, dando bandazos a derecha e izquierda, chocándose adrede con los hombros de los muchachos.

Hasta entonces yo estaba agazapado, inmóvil y conteniendo el aliento. Sólo cuando les tuve a unos veinte metros y ya casi no distinguía los kimonos blancos en la lejanía me enderecé y empecé a seguirles. Al principio pensé que irían bordeando la costa hacia Zaimokuya, pero torcieron a la izquierda y se dirigieron por detrás de una duna a la ciudad. Tan pronto como la duna me los ocultó empecé a subir la cuesta a toda la velocidad que me permitían las piernas, porque sabía que tenían que salir por una calle residencial oscura donde había muchos pinos y lugares sombríos que serían perfectos para esconderme. Allí me podría acercar más a ellos sin miedo a ser descubierto.

Cuando llegué al pie del montículo resonaron en mis oídos sus alegres voces cantarinas. Iban caminando en pelotón, a cuatro o cinco pasos de mí, y cantando:

Just before the battle, Mother,

I am thinking most of you…

Era una de las canciones predilectas de Naomi, que siempre la tenía en los labios. Kumagai iba delante, moviendo los brazos como un director de orquesta. Naomi seguía haciendo eses y topando con los hombros contra los chicos, que a cada golpe oscilaban de lado a lado como si propulsaran una barca.

—¡Yo-jay-jo! ¡Yo-jay-jo!

—¡Eh!, ¿qué haces? Si empujas así nos vamos a estampar contra la pared.

Sonó el golpeteo del bastón de uno de ellos en la pared. Naomi chilló de risa.

—¡Ahora vamos a hacer el Honika ua wiki wiki!

—¡Muy bien! El baile hawaiano de las caderas. ¡Se canta y se menea el culo!

—¡Honika ua wiki wiki! Sweet brown maiden said to me… —y todos se pusieron a menear las caderas al unísono.

—Seki es el mejor a la hora de menear el culo —dijo Naomi riendo.

—Naturalmente. Para eso he estado practicando.

—¿Dónde?

—En la Exposición de la Paz de Ueno. ¿No os acordáis de que había indígenas que bailaban en el Pabellón Internacional? Estuve yendo diez días seguidos.

—¡Las tonterías que hace la gente! —dijo Kumagai.

—Deberías haber ido tú en mi lugar. Te habrían tomado por un indígena, con ese morro.

—Ma-chan, ¿qué hora es? —era la voz de Hamada. No era demasiado aficionado a beber y parecía el más sobrio.

—No sé. ¿Alguien lleva reloj?

—Yo sí —dijo Nakamura, y encendió una cerilla—. ¡Oye, son ya las diez y veinte!

—No te preocupes. Papi no volverá antes de las once y media. Vamos a ir dando toda la vuelta por el camino de Hase. Quiero lucir este atuendo en una calle con gente.

—¡Venga! —gritó Seki.

—Pero ¿qué parecerá que soy, si nos ven así?

—Sin duda alguna, la jefa de una banda.

—Entonces vosotros seríais todos mis secuaces.

—Los cuatro bandoleros del kabuki.

—Y yo su cabecilla, Benten Kozō.

—Y la jefa de los bandoleros, Kawai Naomi… —empezó Kumagai, imitando a un narrador del cine—, al amparo de la oscuridad de la noche y envuelta en una capa negra…

Naomi soltó una risilla:

—¡No pongas esa voz horrible!

—… Arrastrando tras de sí a los cuatro malandrines, encabeza la retirada de la playa de Yui…

—¡Cállate! ¡He dicho que te calles! —y le soltó una bofetada.

—¡Ay…! Tengo la voz horrible de nacimiento. Es una de las tragedias de nuestra época que no haya podido ser cantante de baladas de Osaka…

—Lo que yo digo es que Mary Pickford no sirve para bandida.

—¿Quién, entonces? ¿Priscilla Dean?

—Sí, ésa. Priscilla Dean.

Cantando otra vez, Hamada empezó a bailar. Fue entonces cuando ocurrió. Temiendo que sus pasos de baile le llevaran hacia mí, yo salté a esconderme detrás de un árbol, pero en ese momento dijo:

—Eh, ¿quién va ahí? ¿No es el señor Kawai?

Todos se detuvieron, mudos, y se volvieron hacia mí en la oscuridad. «¡Maldita sea!», pensé, pero ya era demasiado tarde.

—¿Papi? ¿Eres tú, Papi? ¿Qué haces ahí? ¡Ven con nosotros!

Naomi vino a mí taconeando, se abrió la capa y me echó los brazos al cuello. Debajo de la capa no llevaba nada.

—¿Qué significa esto? ¡Me humillas! ¡Zorra! ¡Puta! ¡Arrastrada!

Naomi se echó a reír. Su aliento apestaba a sake. Hasta ese momento yo no sabía que bebiera.

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