Nano

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A bordo de un Gulfstream G550 sobre el Pacífico occidental,

de camino al Aeropuerto Municipal de Boulder

Domingo, 21 de abril de 2013

Zachary Berman nunca era tan feliz como cuando volaba, y especialmente cuando lo hacía como en aquel momento, a bordo del Gulfstream propiedad de Nano, S. L., empresa de la cual era accionista mayoritario, presidente y consejero delegado. Le encantaba la sensación de hallarse suspendido en el aire a quince mil metros de altura sobre el vasto océano Pacífico mientras el aparato se dirigía a toda velocidad hacia el continente norteamericano. Por muy caótica y estresante que fuera su vida en tierra, allí arriba se sentía lejos de todo, a salvo y casi invencible. El avión contaba con un sistema de comunicaciones que rivalizaba con el del Air Force One, pero si lo apagaba tenía tiempo para planificar, trazar estrategias y felicitarse por los progresos de Nano, especialmente en los vuelos largos como aquel: de Pekín a Boulder, más de seis mil millas en línea recta. Naturalmente, Zach —como solía llamarlo la mayoría de la gente— sabía que la distancia que recorrería con su avión sería algo menor debido a la ruta polar y a la forma achatada de la Tierra.

En su opinión, el viaje había sido un gran éxito. Tanto que incluso le asomaba una sonrisa. Dejó el trabajo a un lado, bajó el respaldo de su asiento, alzó el reposapiés y convirtió el sillón en un confortable diván. Acomodado en el cuero marroquí seleccionado y cosido a mano, pensó en las necesidades financieras de Nano. Una sonrisa se dibujó en su rostro ensombrecido por la barba incipiente. De momento las cosas parecían ir a las mil maravillas. Incluso se permitió el lujo de dormitar un rato.

Una hora más tarde, ya con el respaldo en posición vertical, miró perezosamente por la ventanilla mientras daba vueltas en el vaso a los restos de su último whisky de malta del viaje. Pensó en su padre. Se preguntó qué habría opinado del enorme y reciente éxito de su hijo y de que regresara de un viaje de negocios a China volando en un suntuoso jet privado que, a todos los efectos, era de su propiedad. A diario, cuando se miraba al espejo para afeitarse, Zach torcía el gesto ante el creciente parecido que detectaba con su difunto padre, Eli, sobre todo a medida que iba acercándose a los cincuenta.

Aquella era una de las razones por las que llevaba el abundante cabello canoso mucho más largo que Eli. El precio de su corte de pelo habría hecho que el viejo empalideciera. Zach había crecido en un hogar de clase media de un barrio obrero de Palisades Park, en New Jersey, y a menudo veía a su padre volver a casa con restos de pintura en la cabeza. Era uno de los inconvenientes de ser pintor, pero Zach siempre se había preguntado por qué su padre manifestaba tan poco interés por las apariencias. Los veranos que Zach había trabajado para él —desde los catorce años hasta que entró en la universidad— siempre había insistido en ponerse una gorra de béisbol como protección contra las salpicaduras, pues temía que estas pudieran delatar su condición de obrero. Zach había apuntado alto desde muy joven.

Una de las diferencias esenciales entre padre e hijo era que Zachary siempre había interpretado la habitual actitud conformista y satisfecha de Eli como una irremediable falta de ambición. Cuando Zach ya triunfaba en Yale y después en la facultad de derecho de Harvard, su padre había seguido sin mostrar el menor interés por hacer crecer su pequeña empresa de pinturas. No obstante, aquello no le había impedido despreciar la incapacidad de su hijo para jugar al béisbol tan bien como él ni protestar por su decisión de no estudiar medicina a pesar de lo mucho que él le había insistido para que lo hiciera.

Con el paso de los años, el desdén de Eli hacia las elecciones profesionales de su hijo no hizo más que aumentar, especialmente cuando Zach abandonó de repente su bien remunerado trabajo de abogado corporativo en Manhattan para dedicarse a las finanzas; y luego, diez años más tarde, cuando dejó su muy lucrativo empleo como analista financiero en Wall Street. Zach intentó explicarle a un desconcertado Eli que se aburría, que para él Wall Street no era más que una gran mentira y que era posible hallar mucha más riqueza y, desde luego, satisfacción creando algo, y no simplemente jugando con papel y apostando dinero ajeno en un mercado amañado.

Cuando la alarma de su reloj emitió un tintineo para avisarle de la hora y, por tanto, de la proximidad de su destino, hizo girar su asiento para contemplar la parte trasera del avión. Un poco más allá se sentaba Whitney Jones, su ayudante personal y secretaria, que lo miró a la espera de sus instrucciones. Estaba perfecta con uno de sus trajes de chaqueta de Chanel. Se había recogido el oscuro cabello para destacar sus llamativas facciones, que combinaban lo mejor de su padre afroamericano y de su madre china de Singapur. Cada vez que Zach contemplaba aquel perfil no podía evitar recordar el famoso busto de Nefertiti que se conservaba en el Neues Museum de Berlín. Berman hizo un ligero gesto con la cabeza, y Jones, siempre atenta, hizo un leve asentimiento, se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó. Por las instrucciones recibidas previamente, sabía que era hora de despertar a los invitados.

Seguro de que ella se ocuparía de todo, Berman volvió a concentrarse en el paisaje y en sus ensoñaciones. «Un duro día de trabajo es una recompensa en sí mismo», le había dicho su padre al menos una vez a la semana durante toda su vida adulta. Le preocupaba el hecho de que su hijo pareciera incapaz de dedicarse a algo de forma continuada y no supiera apreciar lo que él había aprendido durante las décadas que había dedicado a su negocio. Zach sonrió al recordarlo. Sin duda prefería hallarse a quince mil metros de altura a bordo del Gulfstream a cualquier otra satisfacción fruto de un día de trabajo manual.

Jugueteó distraídamente con su anillo de casado. Las semanas que se avecinaban iban a resultar decisivas para su empresa, pues había miles de millones de dólares en juego; sin embargo, su mujer y sus hijos, que deberían haberse involucrado más en su triunfo, se encontraban en Nueva York, apenas conscientes de su trabajo y del papel que él estaba desempeñando en la fantástica evolución de la nanotecnología. Zachary había querido tener hijos, o al menos eso creía, pero la vida doméstica le había resultado tan aburrida como el ejercicio de la abogacía. Desde niño había sido adicto a los desafíos y la creatividad. No soportaba el statu quo ni lo predecible. Había roto varias veces su juramento de fidelidad conyugal —algunas incluso con Jones— y se había acostumbrado a pensar en su familia con un sentimiento que no iba mucho más allá de la obligación de proveerla de todo lo necesario.

—El trabajo es la propia recompensa —murmuró con silencioso desdén. Aquella era otra de las frases favoritas de su padre—. Pues alguien debería habérselo dicho a Jonathan —añadió.

Jonathan era su adorado hermano pequeño, el favorito de su padre, el que sabía jugar al béisbol. Había fallecido a causa de un cáncer de huesos tras un tratamiento fallido que había acabado siendo más doloroso que la propia enfermedad.

—No, papá, la recompensa es conseguir lo que quieres siempre que quieres.

Zach había cambiado tras la muerte de Jonathan. Siempre se había marcado retos, pero a partir de aquel momento fue más allá y empezó a mostrarse temerario. Dejó Wall Street cuando a su hermano le diagnosticaron el cáncer y lo ayudó a llevar el negocio paterno mientras duró el tratamiento.

Por desgracia, la agresiva enfermedad se impuso y Jonathan falleció cuatro meses después. Eli, a quien se le había partido el corazón, desarrolló una rápida demencia senil y no tardó en seguirlo. Aquello dejó a Zachary, una persona cínica y ambiciosa, al frente de una empresa de moderado éxito que seguía funcionando sin demasiada brillantez.

Como gesto de respeto hacia su hermano y su padre, Zach dedicó seis meses de su vida a convertir Berman Painting and Contracting en algo grande, y se tomó el desafío muy en serio. Bajó los precios de manera agresiva, contrató más cuadrillas y se sumergió en el día a día del negocio buscando un nuevo enfoque para convencerse de que valía la pena que le dedicase sus esfuerzos. Un día se topó con un reportaje sobre las posibles aplicaciones de la nanotecnología en el campo de la pintura y estuvo a punto de no molestarse en leerlo. Al fin y al cabo, la pintura no era más que pintura. ¿Qué importancia podía tener la nanotecnología cuando se estaba dejando el alma en intentar superar a la competencia del norte de New Jersey?

Sin embargo acabó leyendo el reportaje, en especial la parte dedicada a la utilización en pintura de unos nanotubos de carbono capaces de bloquear el paso de las señales de los móviles en las salas de conciertos. A partir de ahí leyó todo lo que pudo encontrar sobre nanotecnología y se convenció de que era un terreno fértil y por explotar. Aunque no entendía casi nada, su enorme potencial le pareció obvio, y un desafío emocionante. En la universidad no había querido saber nada de matemáticas, física, química o biología, y entonces lo lamentó. Tenía mucho que aprender, pero se dispuso a hacerlo con el apetito del hambriento que entra en un restaurante.

En cuestión de semanas vendió la empresa de Eli con un sustancioso beneficio que entregó a la viuda de su hermano. Con eso consideró cumplidas sus obligaciones hacia la familia de Jonathan. Unos meses más tarde, cuando a su madre le diagnosticaron Alzheimer, comprendió que la nanotecnología podría aportarle alguna esperanza y se convenció. De la noche a la mañana se obsesionó con lo que la nanotecnología podía representar para la medicina. ¿Y si lograba curar el cáncer de huesos como tributo a su difunto hermano? Y su madre, ¿lograría ayudarla? ¿Por qué no? Con la nanotecnología, el cielo era el límite.

Notó una leve presión en el brazo. Era Whitney. Se inclinó para hablarle al oído y Zach aspiró el embriagador perfume que llevaba, así como sus feromonas. Aquellos aromas despertaron en su mente la breve pero placentera imagen de su cuerpo, largo y tonificado, tendido en una cama.

—Están listos —susurró Whitney—. Aterrizaremos dentro de cuarenta y cinco minutos.

Zachary asintió, se levantó y estiró los brazos, los hombros y las piernas. La ropa —vaqueros azules y camiseta negra— se le ceñía al cuerpo musculoso. Tras la muerte de su hermano y la enfermedad de sus padres, se había vuelto especialmente sensible a todo lo relacionado con la salud. Aunque estuviera muy ocupado, que era lo habitual, siempre encontraba tiempo para ir al gimnasio y comer de modo saludable.

Berman reconocía abiertamente que se había vuelto un tanto hipocondríaco, y solía aprovechar la circunstancia de que Nano tenía en nómina un buen número de médicos. Lo que lo mortificaba era el miedo a sufrir la misma degeneración senil que había arrastrado a sus padres hacia la más completa inutilidad. Para tranquilizarse, se había hecho las pruebas de la apolipoproteína del gen E4, asociada con el riesgo de padecer la enfermedad. Pero el test tuvo el efecto contrario. Los resultados desvelaron que era homozigótico para el gen, un factor que incrementaba el riesgo de padecer Alzheimer, al igual que el hecho de que tanto su padre como su madre lo hubieran sufrido. Para Zach el interés en las aplicaciones médicas de la nanotecnología no tardó en convertirse en una cuestión personal.

—Ha llegado el momento de dar nuestro pequeño discurso —dijo antes de seguir a Whitney hacia la parte de atrás del avión.

Sentados en unas butacas de cuero parecidas a la suya había tres caballeros chinos vestidos con elegantes trajes de estilo occidental. Al fondo de la nave, en una banqueta plegable, había un individuo caucásico, corpulento y serio, cuya chaqueta abultada escondía todas las armas que se pueden utilizar dentro de un avión: una pistola Taser, cuchillos y una porra de goma. Nunca había tenido necesidad de emplearlas en viajes como aquel, ya que el cargamento principal no presentaba peligro alguno: en los bancos de delante yacían cuatro figuras vestidas con anodinos chándales marrones. Posiblemente los fabricantes del avión hubieran diseñado los asientos y la mesa para que los pasajeros pudieran disfrutar de una partida de cartas o de una comida durante un vuelo largo, pero desde el primer día a Zach la distribución le había parecido perfecta para sus propósitos. Los cuatro (tres hombres y una mujer) estaban esposados unos a otros y encadenados a la mesa. Los habían sedado cuando el avión había alcanzado su altura de crucero y en aquellos momentos se hallaban inconscientes.

Berman, con Whitney a su lado, se volvió hacia sus invitados y empezó a hablar. La joven traducía sus palabras al mandarín con total fluidez. Su dominio de la lengua era una de las razones por las que Zach le pagaba más de un millón de dólares al año.

—Dentro de poco tomaremos tierra en nuestro destino —anunció Berman—. Les ruego que sigan a nuestra representante hasta el vehículo que vendrá a recibirles al pie del avión. Acto seguido, nos dirigiremos al centro de investigación, donde se alojarán con todas las comodidades. Su equipaje llegará poco después a nuestras instalaciones. —Zachary hizo un gesto con la cabeza en dirección a los cuatro pasajeros, a quienes consideraba parte del cargamento—. Estamos entrando en una fase muy emocionante de nuestra asociación. A medida que avancemos en nuestro propósito común, deberemos centrarnos en el objetivo final que hemos definido y para el que hemos trabajado con tanto ahínco. —Hizo una pausa y esperó a que Jones acabara de traducir. Luego terminó su parlamento con unas breves palabras en mandarín—: Bienvenidos a Nano.

Los hombres asintieron y le dieron las gracias. Parecían nerviosos y muy conscientes de la responsabilidad que la rama secreta de su gobierno había depositado en ellos.

Zachary regresó a su asiento, entrelazó los dedos, se recostó en el sillón y cerró los ojos. Deseaba dedicar los últimos cinco minutos de su vuelta a casa a pensar en la mejor razón que pudiera tener para regresar a Boulder. Durante todo el viaje a China, incluso en los momentos más intensos en las negociaciones, un único pensamiento había ocupado su mente: Pia Grazdani.

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