Nano

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Nano, S. L., Boulder, Colorado

Domingo, 21 de abril de 2013, 12.33 h

—Así que la empresa para la que trabajas se llama Nano. ¿Quién has dicho que era el mandamás? —gritó George para hacerse oír por encima del ruido del viento y del ronco estrépito del motor del Volkswagen, un GTI rojo de gasolina.

No tenía la menor idea de que Pia supiera conducir, y menos aún de aquel modo. Se aferró a los costados del asiento deportivo y contempló con nerviosismo la serpenteante carretera por la que la joven avanzaba a gran velocidad.

Cada vez que tomaban una curva, apretaba por instinto el pie izquierdo contra el suelo, como si pudiera influir en la trayectoria del coche con su freno imaginario. Lo último que deseaba era que el Volkswagen se saliera de la carretera en uno de aquellos giros cerrados. Ascendían por las Montañas Rocosas, que parecían precipitarse sobre Boulder igual que un mar embravecido. A pesar de que no faltaba mucho para que llegara el mes de mayo, los álamos seguían desnudos y sus ramas delgadas tenían un color amarillento que contrastaba con el verde de los árboles de hoja perenne. En las rectas, únicos tramos en los que tenía la sensación de que podía soltar el asiento sin que le fuera la vida en ello, George se rodeaba el torso con los brazos. Acostumbrado al clima de Los Ángeles, el de Boulder le resultaba condenadamente frío. En cambio, Pia no parecía notarlo. Todavía llevaba puesta la ropa de correr y solo se había echado un jersey por encima de los hombros.

—Berman, se llama Zachary Berman —respondió ella alzando la voz.

Conducía con las ventanillas bajadas y el viento le azotaba la negra melena, que le llegaba casi hasta los hombros. Se había puesto unas gafas de sol de ciclista que se curvaban más allá de sus sienes, así que cada vez que George se atrevía a mirarla no veía más que una imagen distorsionada de sí mismo, con los pelos de punta y el rostro ensanchado.

—¿Qué clase de persona es?

—No sé gran cosa de él —contestó Pia.

Era una verdad a medias. A pesar de lo que le ocultaba a George, era cierto que no sabía gran cosa de Zach aparte de lo que se decía en la prensa. Berman era una especie de donjuán en el panorama internacional que encajaba en el mismo molde que otros emprendedores famosos, relativamente jóvenes y con mucho éxito, como Richard Branson o Larry Ellison. Lo que sí sabía era que, pese a tener esposa e hijos, el suyo era, según sus propias palabras, un matrimonio abierto.

Lo que Pia callaba era que Zachary Berman se había topado con ella por casualidad en una de las cafeterías de Nano y desde entonces no paraba de tirarle los tejos. Al principio, se permitió disfrutar de unas cuantas citas informales con su jefe porque estaba sinceramente impresionada por todo lo que este estaba logrando en el terreno de la nanotecnología y por la promesa que Berman representaba para la medicina. Sin embargo, cuando él empezó a tomárselo como algo más personal y ella se enteró de que él tenía una familia en Nueva York, la joven decidió poner punto final a la relación, para disgusto de Berman.

Entonces llegaron los problemas. Acostumbrado a no recibir negativas de ninguna mujer, Berman se transformó en una pesadilla para Pia. Aunque no hubiera estado casado, ella no habría tenido el menor interés en mantener ningún tipo de relación. Estaba en Boulder para trabajar y recuperarse del trauma emocional vivido en Nueva York. Además, no sabía si sería capaz de involucrarse en serio, aun tratándose de otro que no fuese el hombre obsesionado y egoísta que parecía ser Berman. Con el paso de los años, Pia había llegado a conocer muy bien sus propias limitaciones en cuanto al trato social.

—¿Está soltero? —quiso saber George.

—No. Está casado y tiene dos hijos —soltó Pia sin dar más detalles y con la esperanza de que la conversación acabara ahí.

No quería inquietar a George diciéndole que Berman se sentía atraído por ella y que sus atenciones habían llegado al extremo de convertirse en una molestia. Por otra parte, en algún rincón de su mente se agazapaba la fastidiosa idea de que Berman regresaba aquel mismo día de un importante viaje de negocios, gracias al cual se lo había quitado de encima durante casi dos semanas.

—¿Cuántos años tiene? —insistió su amigo.

—Cuarenta y tantos largos, me parece.

La chica apretó los dientes. George podía ponerse francamente pesado cuando quería.

—Creo que he visto una foto suya. En People, si no me equivoco, durante el último Festival de Cannes. Tiene uno de esos yates enormes.

—¿De verdad? —contestó ella vagamente, como si no estuviera interesada. Y no lo estaba.

—¿Tuvo algo que ver con que la empresa, como me has dicho, te diera este coche?

Pia acarició el volante de cuero. No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación, pero no tenía modo de cortarla sin decir que no quería seguir hablando de Berman, y eso dejaría traslucir lo que precisamente intentaba evitar. George se estaba comportando justo como ella recordaba que lo hacía, siempre formulando preguntas con la intención de inmiscuirse en su vida privada. Antes de que Pia consiguiera sacarlo de allí, su amigo había estado dando vueltas por su apartamento durante más de veinte minutos soltando una letanía de comentarios sobre si se cuidaba como era debido sin tener apenas comida en la nevera; incluso había sugerido que en realidad quizá no viviera allí. La joven sabía que lo que trataba de averiguar era si estaba saliendo con alguien.

—La verdad es que sí tuvo algo que ver —respondió—. Se enteró de que iba al trabajo en bicicleta y quiso cederme uno de los vehículos de la empresa. Según él, las carreteras de las montañas son demasiado peligrosas, sobre todo por la noche, cuando tengo que ir a controlar alguno de mis experimentos.

—Parece que está completamente nuevo —comentó el joven mientras examinaba el interior del coche.

—Supongo que tuve suerte —repuso Pia mirándolo.

George era un fastidio, pero tal vez pudiera resultarle útil que se hubiese presentado de aquella manera. Puede que fuera un modo de disuadir a Berman para que la dejara en paz.

—¡Pia! —gritó George.

Ella volvió a mirar rápidamente hacia la carretera y una mancha borrosa cruzó a toda prisa por delante del coche. Se oyó un golpe sordo.

—Le hemos dado a algo —dijo George, que se dio la vuelta para mirar a su espalda.

Ella frenó, detuvo el coche y metió la marcha atrás. Empezó a retroceder mucho más deprisa de lo que a George le habría gustado. Pia paró de nuevo y salió dejando el motor en marcha. Antes de que George pudiera bajarse, ella apareció a su lado con algo en las manos. El chico estiró el cuello para ver qué era.

—Es un perrillo de la pradera —explicó ella—. Creo que solo lo hemos rozado. Al menos eso espero. Parece que está vivo. ¡Maldita sea! ¡Odio este tipo de cosas!

Pia sujetaba una pequeña bola de pelo con ambas manos. George vislumbró una criatura similar a una ardilla, pero más grande. No parecía moverse demasiado.

—Hay muchos en la parte baja de las montañas —continuó—. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí arriba, amiguito?

La ternura de su voz despertó en George la habitual confusión que ella le inspiraba. Sabía que la joven podía mostrarse desdeñosa con las demás personas, incluido él, como si las considerase desprovistas de emociones; en cambio, no había persona más cariñosa con los animales. En el laboratorio de fisiología, durante el primer año de carrera, Pia se negó a tomar parte en los experimentos más avanzados, en los que se utilizaban perros, porque todos ellos eran eliminados al finalizar. Incluso los gatos callejeros que rondaban la residencia acababan siendo objeto de sus atenciones de un modo u otro.

—Toma, cógelo —le dijo.

«Esto ya es más propio de Pia», pensó George.

Le entregó el bulto peludo y todavía caliente.

—En la ciudad hay un veterinario que abre los fines de semana. Vamos a tener que dar un rodeo.

George sostuvo el animal mientras regresaban a Boulder en silencio. En su opinión el roedor estaba muerto, pero Pia no apartaba la mirada del frente, era una mujer con una misión. Pasaron la siguiente media hora en la clínica veterinaria, donde les dijeron que, en efecto, el perro de la pradera estaba muerto, seguramente porque se le había partido el cuello. Pia se puso más triste de lo que George la había visto nunca, incluso se le llenaron los ojos de lágrimas. Sin duda, toda una novedad.

Al salir de la clínica, el joven se alegró cuando Pia aparcó ante un Burger King cercano. No intercambiaron una sola palabra hasta que tuvieron la comida delante.

—Lamento lo del pobre animal —dijo George para romper el silencio.

—Gracias —repuso ella y respiró hondo—. Es la segunda vez que me ocurre. La primera me pasé varios días sin dormir.

George cambió de conversación.

—Cuando me has explicado en tu apartamento que la infección de Will influyó en que te mudaras a Boulder para investigar la nanotecnología como posible cura, me he acordado de Rothman y su muerte. Sé que entonces no quisiste hablar del asunto, pero me encantaría saber qué ocurrió de verdad. Sé que aquellos financieros de Connecticut estuvieron involucrados, pero ¿quién fue el asesino material? ¿Lo sabes?

Pia dejó la hamburguesa y miró a George fijamente, con unas pupilas tan grandes y negras que el chico pensó que podría ahogarse en ellas. La joven apretó los labios con fuerza. Daba la impresión de estar a punto de estallar. Él también soltó la hamburguesa, temeroso de lo que se avecinaba. Se recostó en el asiento para poner cierta distancia entre ambos.

—Voy a decirlo una vez y no volveré a repetirlo —le espetó Pia tras inclinarse hacia él con los ojos entornados—: El tiempo no ha cambiado mi forma de pensar. No tengo intención de hablar ni contigo ni con nadie del asesinato de Rothman. ¡Ni ahora ni nunca! Confórmate con saber que la gente que lo orquestó ha muerto. Aunque me consta que lo mataron con polonio 210, no sé cómo lo llevaron a cabo ni quién lo hizo. Pero sí sé que me matarían si hablara de ello. Y que si te contase lo que sé, te eliminarían a ti también.

—De acuerdo, de acuerdo —consiguió decir George. Veía fuego en los ojos de Pia—. No volveré a preguntar.

El rostro de la joven se relajó. Sabía que los asesinatos de Rothman y su colaborador los había perpetrado una banda albanesa que era rival de otra en la que su padre ocupaba un lugar destacado. En su momento le dijeron que si hablaba de lo poco que sabía no solo provocaría su propia muerte y la de George, sino que además desencadenaría una disputa entre ambos bandos que acabaría con un baño de sangre. Se trataba de una situación en la que siempre saldría perdiendo y de una responsabilidad que sería incapaz de sobrellevar.

Acabaron su almuerzo en silencio y no volvieron a hablar hasta que subieron al coche y tuvieron Nano a la vista.

—Este lugar es impresionante —comentó George mientras estudiaba las instalaciones. Pia se había detenido ante la garita de seguridad.

El complejo ajardinado era mucho más grande de lo que podría haberse imaginado y estaba formado por numerosos edificios modernos, algunos de hasta cinco pisos de altura, que se perdían entre grandes masas de enormes árboles perennes. Toda la zona estaba rodeada por una valla metálica rematada con alambre de espino. Aquello le confería un aspecto más de base militar que de empresa de alta tecnología.

—Parece que aquí se toman la seguridad muy en serio —añadió.

Los guardias del control iban vestidos con elegantes uniformes de estilo militar.

—No te equivocas. La nanotecnología está creciendo muy deprisa y la competencia es feroz. Nano cuenta con su propio departamento legal, donde trabajan varios abogados especialistas en patentes que apenas dan abasto.

Pia esperó a que uno de los vigilantes abriera una puerta y saliese de la garita. Entonces le entregó su identificación y el hombre la examinó detenidamente. Después miró a George, expectante.

—Viene conmigo —le explicó Pia—. Es mi invitado.

—Primero tendrá que dirigirse a la oficina central de seguridad y hablar con un supervisor. —Su tono no era amistoso, pero tampoco hostil; actuaba con profesionalidad.

Cuando la barrera se levantó, Pia siguió adelante.

—Nunca había traído visitas. No está bien visto.

—Espero que no sea un problema.

—Ya veremos qué nos dicen en la oficina central, pero me extrañaría que no te dejaran entrar, al menos en el edificio donde trabajo. Todos los días veo por allí a mensajeros de FedEx y cosas así, de modo que no puede decirse que sea una zona vetada para la gente de fuera.

—Quizá sea mejor que entres tú sola y hagas lo que tengas que hacer mientras te espero al otro lado de la verja.

—Venga ya, George. El que no arriesga no gana.

El joven tuvo que luchar contra la timidez que lo invadía siempre que Pia lo llevaba a algún sitio donde pensaba que no sería bien recibido. En la facultad de medicina la joven había estado a punto de conseguir que los expulsaran a ambos cuando, a pesar de las claras advertencias de la administración, se empeñó en investigar las muertes ocurridas en el laboratorio donde cursaba una optativa. Pero aquello era un laboratorio científico. ¿Qué tendrían que ocultarle? Era residente de radiología, por el amor de Dios.

Cuando entraron en el espacioso vestíbulo ultramoderno, Pia se dirigió al mostrador de seguridad y pidió ver a uno de los supervisores. Mientras aguardaban, se dedicaron a observar las hileras de monitores de circuito de cerrado atentamente controladas por el personal. Las imágenes de los laboratorios, los pasillos y las zonas comunes cambiaban una y otra vez en las pantallas.

Cuando llegó la supervisora, examinó el carné de conducir de George y su acreditación del hospital. Acto seguido le hizo unas cuantas preguntas, le pidió que se sentara ante un escáner de retina y desapareció en las entrañas del edificio. Más de veinte minutos después reapareció y le devolvió la acreditación a George y el pase a Pia.

—El señor Wilson será responsabilidad suya mientras dure la visita —le advirtió en tono seco.

Pia se volvió hacia George.

—Vamos. Ya está todo arreglado.

—¿Por qué crees que ha tardado tanto? —preguntó el joven mientras seguía a Pia por el vestíbulo.

—Estoy segura de que han comprobado tus antecedentes. Deben de haber respirado aliviados al ver que eres un simple residente de radiología de la UCLA; así hay pocas probabilidades de que seas una especie de espía industrial. Tengo la sensación de que eso es lo que les da tanto miedo.

Antes de poder acceder a los ascensores, Pia y George tuvieron que introducir sus pases en una máquina lectora y después someterse a un escáner de iris. Una luz verde se encendió para indicarles que todo estaba en orden. George había visto sistemas de seguridad parecidos, pero solo en las películas.

—Bueno ¿y qué hay en este edificio, aparte de tu laboratorio? —preguntó mientras subían al cuarto piso.

—Este bloque alberga todos los laboratorios de biología, que son bastantes, porque los jefazos de Nano están convencidos de que el verdadero futuro de la nanotecnología se halla en el campo de la medicina.

—El complejo es enorme. ¿Qué hay en los demás edificios?

—No tengo la menor idea —contestó Pia.

—¿Y no sientes curiosidad?

—Supongo que un poco. Bueno, no mucha en realidad. La mayoría de las actuales aplicaciones de la nanotecnología están relacionadas con la pintura, los materiales ligeros, la producción y el almacenaje de energía, los tejidos, la informática… Son usos que no tienen nada que ver con la medicina y que, por lo tanto, no me interesan ni lo más mínimo. Me consta que Nano ha lanzado al mercado algunos aparatos de diagnóstico médico, como sensores y preparados de ADN para los tests y la secuenciación in vitro. Eso sí que me parece interesante, pero las otras aplicaciones comerciales no. Lo que realmente me llama la atención son los nanorrobots microbívoros con los que estoy trabajando en estos momentos.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con sigilo a un pasillo cegadoramente blanco iluminado por fluorescentes. Pia salió y George la siguió bizqueando. Se puso las gafas de sol que llevaba en la cabeza para protegerse los ojos.

—Como ya te he comentado —prosiguió Pia—, Nano ha hecho grandes avances en el terreno de la manufactura molecular, de modo que en estos momentos es capaz de construir artefactos complejos, como los microbívoros, átomo a átomo.

Pia se detuvo de repente y George la imitó.

—Oye, no tendrás la sensación de que te estoy aleccionando, ¿verdad? Tal vez no te interese saber todo esto. Si es así, dímelo y me callo. Me entusiasma lo que hago en esta empresa. Puede que me viniera a Colorado para alejarme de Nueva York y de mi padre, para digerir mi sentimiento de culpabilidad por lo de Will y para aclararme respecto a mi futuro profesional, pero lo cierto es que el trabajo me encanta. Me parece tan fascinante como lo que hacía con Rothman antes de que lo asesinaran.

—Claro que quiero que me lo expliques —contestó George, deseoso de que Pia siguiera hablando—. De verdad.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—Muy bien, porque creo que despertará tu curiosidad, siempre y cuando me escuches y no te despistes como antes, en el apartamento.

—¡Soy todo oídos!

Pia echó a andar de nuevo, gesticulando con las manos como si fuera italiana de la cabeza a los pies y no solo a medias.

George la siguió sin dejar de observarla. En realidad los detalles que le explicaba tan solo le interesaban en parte. El resto de su ser se limitaba a disfrutar de la compañía de Pia, de su entusiasmo y de su notable fisionomía: ojos almendrados, pestañas increíblemente largas y oscuras, nariz esculpida con delicadeza y una piel perfecta hasta el extremo. George la seguiría a cualquier parte. Era un caso perdido, y no sabía por qué, pero le daba igual.

Pia le tomó la palabra y siguió hablando:

—Cada microbívoro cuenta con más de seiscientos mil millones de átomos en su compleja estructura. En realidad son unos cuantos más, pero ¿qué son mil millones arriba o abajo? —Se rio de su propia gracia—. Son unos robots diminutos dotados de brazos móviles que buscan y recogen microbios patógenos y los introducen en su cámara digestiva, donde los eliminan. Son increíbles. Bueno, ya hemos llegado.

Se detuvo ante una puerta anónima protegida por otro escáner de iris. Acercó la cabeza al dispositivo para someterse al examen y una luz verde se encendió sobre el dintel. George se dispuso a imitarla, pero ella le indicó que no era necesario.

—No hace falta. El escáner es solo para abrir la puerta.

Una vez dentro, George no pudo evitar acordarse del laboratorio del profesor Rothman en Columbia, aunque el de Nano era más grande y moderno. Enseguida oyó el familiar zumbido de las campanas de ventilación y de los aparatos médicos que abarrotaban la estancia.

—¡Impresionante! —exclamó.

—Lo es. Mi superior no deja de repetirme que hay más de cincuenta millones de dólares en equipamiento tan solo en este laboratorio.

—¿Tu superior? ¿Te refieres a Berman?

—No. Berman es el mandamás. Mi jefa directa es una mujer llamada Mariel Spallek, y no me cae precisamente bien.

No ofreció más detalles. Dejó la mochila en el suelo, cogió un cuaderno de registro y se acercó a una consola central donde aparecían las lecturas de todos los equipos biotecnológicos. Con la ayuda de un lápiz, marcó algunas casillas de la libreta y escribió en otras.

—¿Todo en orden? —preguntó George.

—Eso parece. Mi iPhone me habría avisado si se hubiera producido alguna anomalía. De momento las cosas pintan bien. Antes de comenzar esta serie de experimentos habíamos tenido algunos problemas de biocompatibilidad con los microbívoros. Cuando los introdujimos en nuestros primeros especímenes, nos sorprendió descubrir que se daban casos de reacciones alérgicas. No muchos, pero sí suficientes para que nos preocupáramos. En el momento en que comencemos a trabajar con mamíferos, en especial con primates y humanos, no puede haber ninguna reacción de ese tipo. Al principio observamos que el sistema inmunológico de nuestros sujetos en ocasiones trataba a los microbívoros como invasores extraños, que es lo que son en realidad. Nuestra sorpresa se debió a que la superficie de los microbívoros es de carbono diamantoide, que es lo más inocuo y poco reactivo que puede haber. ¿Me sigues?

—Sí, claro —contestó George casi con demasiada rapidez.

Ella siguió hablando de todos modos:

—Dedujimos que algunas moléculas se habían adherido a la superficie de los microbívoros a pesar de su supuesta falta de reactividad y que eso había provocado cierto nivel de respuesta inmunológica. Supongo que recuerdas todo esto de las clases de inmunología de la facultad, ¿no?

—Sí, claro. ¡Por supuesto! —repuso George con la esperanza de poder disimular que no se acordaba prácticamente de nada de lo que le estaba diciendo.

La memoria de Pia para los pequeños detalles nunca dejaba de impresionarlo. Siempre que hablaba sobre cuestiones científicas su rostro se iluminaba con una especie de pasión interior. Además, en aquellos momentos no tenía dificultad para mantener el contacto visual, algo que era incapaz de hacer en una conversación normal, especialmente si se trataban cuestiones personales, como las emociones.

George asintió con entusiasmo e intentó pensar en una pregunta inteligente, cosa nada fácil de hacer estando tan cerca de Pia. Inhalaba su maravilloso aroma, que le resultaba embriagador y le recordaba las pocas veces que se habían acostado juntos.

—¿Qué clase de animales estáis utilizando como sujetos en estos experimentos? —logró articular con la voz entrecortada.

—Un tipo de lombriz intestinal. Pero no tardaremos en empezar a ensayar con mamíferos si estos sujetos dejan de mostrar respuestas inmunes, como viene siendo el caso. No me apetece nada trabajar con mamíferos, como podrás imaginarte. Estoy segura de que recuerdas lo que opino al respecto.

George asintió de nuevo.

—Si llega el momento de inyectar esos nanorrobots en un cuerpo humano, en el de Will McKinley, por ejemplo, ¿de cuántos microbívoros estaríamos hablando?

—De unos cien mil millones, más o menos el mismo número de estrellas que hay en la Vía Láctea.

George soltó un silbido.

—¿Qué tamaño tendría entonces la dosis?

—Muy pequeño, alrededor de un centímetro cúbico diluido en cinco de solución salina. Eso te dará otra perspectiva de lo diminutas que son estas cosas.

Cada microbívoro mide menos que la mitad de un glóbulo rojo.

—Así pues, ¿en esto es en lo que has estado trabajando durante los últimos dieciocho meses, en la biocompatibilidad de los microbívoros?

—Sí, ha sido mi principal tarea, y hemos hecho progresos importantes. Se produjo un avance considerable cuando propuse incorporar a la superficie diamantoide del microbívoro ciertos polímeros oligosacáridos.

George no pudo evitar dar un respingo ante semejante comentario. Pia hablaba a un nivel muy superior al suyo. El joven recordaba vagamente la palabra «oligosacárido» de su primer curso de bioquímica —algo relacionado con los azúcares complejos—, pero poco más. Para desviar la atención de su ignorancia, añadió a toda prisa:

—En tu apartamento mencionaste que tenías unas imágenes obtenidas con el microscopio de barrido electrónico. ¿Podrías enseñármelas para que me haga una idea de cómo son?

—Buena idea —contestó Pia animada.

Llevó a George hasta una pantalla de ordenador cercana y, tras unos cuantos clics, apareció una imagen. Se hizo a un lado y la señaló con orgullo. La imagen era en blanco y negro y mostraba varios microbívoros, oscuros y relucientes, en presencia de un objeto más grande con forma de rosquilla. Pia se lo explicó:

—Eso es un glóbulo rojo; el resto son microbívoros.

George se acercó para verlos mejor y se quedó asombrado.

—Parecen naves espaciales con una boca enorme.

—Nunca se me había ocurrido verlos de esa manera, pero tienes razón.

—¿Qué son esos objetos circulares dispuestos alrededor del casco?

—Son los sensores encargados de detectar los microorganismos o las proteínas que constituyen su objetivo, según cada caso. También contienen unos dispositivos de sujeción para que el objetivo se adhiera a ellos. Los círculos más pequeños que rodean los sensores son las tenazas que van moviendo los objetivos por el cuerpo del microbívoro, como si fuera una cadena humana, para arrojarlo finalmente a la cámara de digestión.

—Que es ese agujero, ¿no?

—En efecto. Una vez que el nanorrobot se ha tragado lo que buscaba, por decirlo de alguna manera, lo digiere mediante un proceso enzimático y lo convierte en una serie de subproductos inofensivos que después devuelve al torrente sanguíneo.

—¿Y dices que estas cosas son seis veces más pequeñas que el grosor de un cabello humano? Parece increíble.

—Tienen que ser así de pequeños para atravesar los capilares más finos, que tienen un diámetro de unos cuatro micrones.

George se incorporó y miró a Pia. Seguía sin tener problemas para mantener el contacto visual con él.

—¿Y cómo sabe este robot en miniatura qué tiene que hacer y cuándo?

—Lleva un ordenador de a bordo —contestó Pia—. Gracias a los nanocircuitos y a los nanotransistores, dispone de un ordenador con cinco millones de bits de código, un veinte por ciento más que el ordenador de la sonda Cassini en su misión a Saturno.

—Cuesta creerlo —señaló George, y lo decía muy en serio.

—Bienvenido al futuro. Cuando volvamos al apartamento te enseñaré un artículo que un futurista llamado Robert Freitas escribió hace más de una década. Predijo todo esto cuando la manufactura molecular no era más que un sueño imposible. Es bastante exhaustivo.

—Seguro que es una lectura de lo más divertida —repuso George, incapaz de contener el sarcasmo.

Afortunadamente, Pia lo pasó por alto, pues había vuelto a centrarse en la imagen. Por su postura y expresión, George comprendió que se sentía muy orgullosa de lo que estaba haciendo.

—Creo que te resultará fascinante.

—O sea, que el cazatalentos te trajo a Boulder para que te ocuparas de esto.

—No, lo que me trajo hasta aquí fue que Berman, el presidente de Nano, había leído el trabajo de Rothman sobre la salmonela en el que yo participé. Verás, desde un punto de vista operativo, los microbívoros tienen un problema con las bacterias provistas de flagelo, ya sabes, esas pequeñas colas como la que tiene la salmonela. Cuando un microbívoro se traga una salmonela, el flagelo no entra en la cámara digestiva, sino que se suelta y queda flotando. Ese fragmento es capaz de causar tanto daño inmunológico como la bacteria entera. Berman pensó que mi experiencia con ese tema en el laboratorio de Rothman podría contribuir a solucionar el problema.

—¿Y fue así?

—Bueno, he estado dándole vueltas y he hecho algunos avances. Tengo una idea acerca de cómo resolverlo, pero cuando me enteré de las dificultades que tenían con la biocompatibilidad me interesé más en ese asunto. Lo del flagelo es solo una cuestión mecánica, en cambio la biocompatibilidad plantea cuestiones más interesantes. Me pareció un desafío mayor.

Pia continuó hablando y George no pudo evitar pensar de nuevo en cómo era posible que él hubiera acabado en la UCLA.

—¿Cuándo te hicieron la oferta los de Nano?

—¿La oferta? No lo recuerdo. En junio pasado, creo, justo antes de la graduación. ¿Por qué me preguntas otra vez sobre lo mismo?

George sintió que la frustración lo invadía al darse cuenta de que su decisión de trasladarse a Los Ángeles había sido totalmente absurda. Tendría que haberse quedado en Nueva York. Por suerte, algo distrajo su atención antes de que pudiera decir nada. La puerta del laboratorio se abrió y entró una mujer vestida con bata blanca. El joven la estudió con atención. Era impresionante, de porte atlético, más alta que Pia y llevaba el cabello rubio recogido en una coleta. Su gesto era imperioso y la mirada que les lanzó primero a Pia, luego a él y finalmente de nuevo a Pia no podría describirse como amistosa. A continuación consultó la carpeta que llevaba en la mano. George se sintió incómodo en el acto.

—¿Este es el señor Wilson? —preguntó la recién llegada.

—Sí, Mariel. El doctor Wilson, en realidad.

George se adelantó con la mano tendida, pues supuso que se trataba de la jefa que Pia había mencionado antes.

—Encantado de conocerla. Soy George Wilson.

La mujer se limitó a asentir con la cabeza y el joven retiró la mano.

—El señor Berman regresa hoy. Es posible que incluso haya aterrizado ya. No le gusta que haya visitas en Nano, por eso no están bien vistas. Creía que lo habías entendido. Me atrevería a decir que le disgustará especialmente que un joven haya venido a verte a ti, Pia. Nano espera que seas productiva. Fuiste contratada por razones muy concretas.

George miró a su amiga. ¿Qué había querido decir aquella mujer con esas palabras?

—George y yo estudiamos juntos en la facultad de medicina. Es residente en la UCLA y será mi invitado en casa durante un par de días. No creo que el señor Berman lo considere una infracción en absoluto. No afectará a mi rendimiento.

«¿Invitado?», pensó George. Aquella era la primera noticia agradable que recibía en lo tocante a donde iba a alojarse, pero no dijo nada. La tensión entre las dos mujeres resultaba evidente, y estaba claro que tenía que ver con Pia y Berman. Tal vez su intuición y sus miedos estuvieran justificados, teniendo en cuenta lo que sabía de Zachary Berman. Había visto con demasiada frecuencia cómo reaccionaban muchos hombres ante Pia, incluido él. Y un Volkswagen nuevo parecía un tanto excesivo como muestra de generosidad entre un jefe y su empleada.

—¿Qué hace exactamente el señor Wilson en este laboratorio?

—He venido a comprobar cómo van las pruebas de biocompatibilidad que inicié anoche —contestó Pia—. Quería asegurarme de que avanzaban según lo previsto. Además, sabía que solo serían unos minutos, así que le he pedido que me acompañe. Casi hemos terminado.

Mariel Spallek le lanzó a George una mirada que hizo que este se sintiera todavía más incómodo. La situación le recordó que Pia tenía una habilidad especial para meterlo en líos.

—Me aseguraré de que el señor Berman sepa que estás aquí —dijo Mariel mirando a Pia por encima del hombro antes de salir. Pero George se preguntó si no se referiría a él en realidad.

—¿Se puede saber a qué ha venido todo eso o es mejor que no pregunte? —quiso saber él cuando la mujer se hubo marchado—. A juzgar por sus palabras, se diría que entre Berman y tú hay algo. ¿Es cierto o son imaginaciones mías?

—Será mejor que no preguntes —repuso Pia sin más.

Estaba contenta, ya estaba segura de que su jefe se enteraría de que un joven había ido a visitarla. Quizá aquello calmara sus ardores. En cuanto a lo que George pudiera estar pensando tras aquel incidente con Mariel, ni siquiera se lo planteó.

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