Mortal

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Capítulo dieciséis

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Capítulo dieciséis

DOMINIC RECORRIÓ EL GRAN pasillo del palacio, los tacones de sus botas repiqueteaban contra el piso de mármol al ritmo de la hecatombe que tenía dentro del corazón.

Había transcurrido un día desde que el líder del senado presenciara la acción más horrible y profana de su vida en relación con el asesinato del regente. Además había oído la blasfemia más insondable de parte del hombre que cometió el acto, exactamente allí en la tarima del senado, donde Saric había revivido efectivamente a su hermana para instalarla después como soberana.

Esa primera noche, el hombre había sufrido pesadillas. Pesadillas relacionadas con el cuello del regente abriéndose en esa profunda herida. De la soberana desnuda gritando desde la enorme mesa, como si este fuera un altar y ella el sacrificio. Pesadillas de sangre fluyendo de la manguera expansible de Saric al interior del brazo de la mujer. De la inconfundible cicatriz que le cortó el torso, evidencia clara de la salvaje herida que había acabado con la vida de Feyn nueve años antes en su toma de posesión.

De la mujer levantándose y hablando, no con su propia voz, sino con la de Saric.

Todos ustedes están muertos. Todos ustedes. Muertos.

Dominic había despertado sudando. Paseó por sus aposentos en la Fortaleza. Fue a la ventana a mirar hacia afuera en medio de la noche oscura en dirección al palacio y al apartamento de la soberana. Las velas habían ardido allí durante la noche.

Luego, la voz más terrible de todas se le filtró en la mente.

La suya propia.

Estás muerto.

¿Era posible?

Unos escalofríos le habían recorrido la nuca, le habían pinchado las yemas de los dedos y le habían puesto a zumbar los oídos. Temor, en su forma más visceral.

Había pasado el día siguiente en vigilia casi sin poder dormir, las manos heladas y entumecidas, anticipando ya más pesadillas en la noche venidera. Había ido en la tarde a la basílica para tranquilizar el espíritu. No era el día habitual, pero tales servicios se llevaban a cabo durante la semana a fin de disipar los temores de quienes necesitaban consuelo, y de mantener a raya el terror a lo eterno con un acto más apropiado en deferencia a lo único que se aceptaría al final de la vida de alguien.

El Orden.

Sabemos que el Creador existe dentro de su Orden.

Aquello le ayudó. Esa noche se había ido a dormir sabiendo dos cosas: Primera, que el Creador aún era el Creador, conocido dentro del Orden. Que cuestionar al Orden era cuestionar al Creador mismo. Esta verdad permanecía firme, un ancla solitaria en medio de esta repentina tormenta de acontecimientos.

Segunda, que Feyn reclamó su cargo como soberana, por asombrosa que resultara su resurrección del letargo o de la blasfema protección de que ella había renacido bajo una luna sangrienta.

No hubo pesadillas la segunda noche. Y Dominic se había levantado hoy nuevamente tranquilo. Nuevamente decidido.

Recorrió el camino hacia el atrio exterior de la oficina en la última hora de la tarde, con la mirada en alto, haciendo caso omiso de las oscuras grietas que serpenteaban en el abovedado techo, centrándose más bien en el brillo de la luz reflejada en la superficie dorada. Estas salas antiguas estaban consagradas desde los días del Caos, dedicadas al Creador cuando se le conocía por un nombre más misterioso: Dios.

Ahora Dominic solo tenía un objetivo. Debía asegurarse de que Feyn le garantizara que obraría para destruir a su hermano, quien evidentemente se levantaba contra el Orden. Sin duda, ella veía que su propio trono estaba en grave peligro. Quizás incluso su destino eterno. Tenían que trabajar juntos.

El líder del senado asintió hacia Savore, el secretario a quien había conocido tantos años como el hombre de Rowan. Qué diferente era verlo cuidando el escritorio de la oficina donde Saric montaba su juego, sin duda haciendo girar los recursos del mundo para sus propios y tenebrosos propósitos. Dominic llegó a imaginar que veía sombras arrastrándose desde la gran recámara más allá.

Todos ustedes… muertos.

Savore se levantó para señalar con un gesto las puertas de cuatro metros de la oficina. El secretario mismo no las tocaría… correspondía a cada hombre arreglárselas con su propia fuerza en este espacio, obrar incluso de este modo para conseguir audiencia con la soberana, mano firme del Creador en la tierra.

Dominic colocó las palmas contra la intrincada y labrada puerta de bronce. Era común para cualquier prelado hacer una pausa y considerar los símbolos de cada oficina continental: los alquimistas de Russe, los educadores de Asiana, los arquitectos de Qin, los ambientalistas de Nova Albión, los banqueros de Abisinia, los sacerdotes de Europa Mayor y los artesanos de Sumeria. Dominic mismo a menudo había hecho lo mismo, yendo tan lejos como acariciar con la yema de un dedo el Libro de las Órdenes además del emblema de Europa, su propio continente.

Pero hoy solamente vio el símbolo que presidía sobre todos ellos: la gran brújula, los puntos escalonados de la aureola de Sirin, por la cual todos ellos debían vivir y por la cual todos serían juzgados.

Abrió la puerta de un empujón.

Adentro estaban cerradas las pesadas cortinas de terciopelo contra la oscurecida luz de un día menguante, mientras una docena de candeleros enviaban sombras versátiles y atractivas por todo el salón.

Eso fue lo primero que observó.

Lo segundo fueron los dos sangrenegras a cada lado de su visión periférica cuando las puertas se cerraron detrás de él con el ruido siniestro de una bóveda.

Lo tercero fue la figura sentada al escritorio. La dama estaba ricamente ataviada con terciopelo azul, tan oscuro como el de la medianoche. Estudiaba alguna clase de informe, mientras sorbía de una copa de peltre. Tenía las uñas perfectamente arregladas.

La mujer levantó la mirada con languidez felina. Los ojos eran negros e insondables en medio de las sombras.

Dominic se apoyó en una rodilla sobre la gruesa alfombra, pero por primera vez en la vida observó en vez de bajar la mirada.

La figura detrás del escritorio era realmente la misma soberana; por suerte, no se veía a Saric por ninguna parte. Pero ella había cambiado drásticamente.

La soberana soltó el informe con un movimiento de los dedos.

—Mi señor Dominic —saludó con voz tan suave como un ronroneo.

Esta era la primera vez que él la oía hablar desde ese escalofriante grito, y concordó en que no podía conciliar para nada esos dos sonidos.

Feyn se levantó de la silla, mientras la luz de las velas captaba la obsidiana de sus pendientes de araña. Tenía el cabello recogido totalmente en la cabeza y se le veía todo el cuello. El corte alto y abierto del vestido le acentuaba el escote y la piel pálida en una abertura que le llegaba hasta el esternón.

Dominic volvió a rechazar la idea de que esta pudiera ser la misma mujer. Y sin embargo allí estaba: Feyn, como todos la habían conocido. Y como nunca se le había conocido.

La soberana rodeó el escritorio por un costado, moviéndose con gracia y sin prisa. La luz del candelero más cercano le irradió el rostro, revelando una sombra en una mejilla, solo discernible lo suficiente para que él se preguntara si se trataba de un juego de luz.

No. ¿Un moretón, entonces?

La dama hizo una pausa delante de Dominic, quien se encontró bajando la mirada hacia los pies femeninos calzados con botas. Una palma abierta se le extendió en el campo de visión. La tomó y le besó el anillo del cargo junto con el interior de los delicados dedos. Olían a vino, perfume de almizcle y sal.

La mano se retiró, no sin que antes el hombre notara la marca en la parte anterior del codo. Una pequeña herida de pinchazo visible en la alta separación de la manga.

El líder del senado comenzó a erguirse con ambas manos sobre la rodilla, pero luego se dio cuenta de que ella no le había dicho que se levantara. Parpadeó y se echó hacia atrás, haciendo caso omiso del sonido de su rótula en la alfombra.

—¿A qué vienes? —preguntó Feyn, volviéndose hacia el escritorio y recogiendo la copa.

Él levantó la vista, sorprendido otra vez por la majestuosa inclinación de la mandíbula de la mujer, la rectitud misma de la nariz, el decorado de los labios, húmedos después del vino.

—A hablar con usted. Tengo preocupaciones.

—Todo el mundo tiene preocupaciones respecto a algo, Dominic.

—¿Podríamos hablar en privado, mi señora? —inquirió él mirando hacia las puertas y de nuevo hacia ella.

—Estamos en privado.

El tono, aunque desapasionado, era extraño, y él volvió a pensar que ella le recordaba menos al potro sorprendido, que solo un día antes temblaba sobre sus patas, que a una gran pantera.

—Por favor.

Ella alejó la mirada en dirección a los guardias. Con una expresiva mirada las dos formas musculosas inclinaron la cabeza y salieron a través de las enormes puertas dobles, las cuales cayeron de nuevo pesadamente en su lugar.

Y entonces quedaron solos.

—Ven, Dominic —pidió Feyn yendo a una silla con respaldo hacia atrás al lado de la ventana encortinada.

Él se levantó de modo inestable y se puso delante de ella, inseguro. Rowan siempre lo había invitado a sentarse al lado de él en el sillón acompañante. Pero Feyn sencillamente se recostó y esperó que el hombre hablara.

—Comprenda, por favor, la naturaleza de mi preocupación —comenzó él a decir cruzando las manos—. Usted regresó ante nosotros de… la manera más insólita. Y aunque quizás no sepa la naturaleza de las cosas que expresó su hermano antes de ese momento, debo informarle que fueron totalmente perturbadoras.

—¿Ah, sí? —exclamó ella extendiendo el antebrazo a lo largo del brazo de la silla, sosteniendo con los dedos el borde de la copa.

—Sí. Y me siento obligado a preguntar sus propias… creencias en estos asuntos. Sus lealtades.

—¿Preguntas a tu soberana cuáles son sus lealtades?

—En realidad, mi señora. Temo que su hermano haya sugerido pensamientos que ningún buen hombre del Orden nunca debería tener. Ha expresado la mayor blasfemia. Por no hablar de que asesinó al regente a sangre fría delante de nuestros ojos.

Ella bajó la mirada y meció la copa en su regazo, repasando lentamente el borde del cristal con la yema de un dedo.

—¿Y cuál es tu punto? —inquirió mientras levantaba la mirada.

—Debo preguntarle, mi señora, con todo respeto. ¿Sigue usted el Orden? ¿Lo servirá? ¿Morirá por él?

—No sería la primera vez que yo haya muerto por este cargo, ¿verdad? —respondió Feyn formando una extraña sonrisa en la comisura de los labios.

—Sí, perdóneme. Y sin embargo…

—Moriré por este cargo —interrumpió ella—. Y lo serviré.

—¿Moriría también por la verdad, señora… con relación al Creador, y al Orden que es la mano de él?

—¿La verdad? ¿Cuál es la verdad, Dominic?

—Conocemos al Creador a través de su Orden —dijo repitiendo lo dicho por todos, aprendido en la temprana infancia.

—Ya veo. Entonces debo preguntarte, Dominic, ¿qué es un creador?

—Está claro, aquel que da vida, mi señora.

—¿Y tienes vida tú?

—Sí. Aunque su hermano no parece pensar así.

—¿Y yo? ¿Tengo vida?

—Evidentemente —contestó él mirándole las manos y después los ojos.

—¿Cómo lo sabes?

—Usted ve, y respira.

¿Cómo no estremecerse ante el recuerdo de la primera bocanada irregular de aire que ella tomó mientras el pecho se le arqueaba hacia arriba en esa mesa de piedra parecida a un altar?

—¿Y cómo sabes tú que tienes vida? —insistió ella.

—Porque estoy aquí delante de usted.

—Ya veo. ¿Y cuál es el propósito de nuestras vidas, si no te importa?

—Servir al Creador.

—Entonces estamos de acuerdo.

—Y conocemos al Creador a través del Orden —repitió él asintiendo levemente con la cabeza.

—También conocemos al Creador por su sello en nosotros. Por la vida en nuestras venas, ¿o no?

—Yo… sí. Por así decirlo.

—Además conocemos al Creador por esas tendencias interiores que todos tenemos por servirle, ¿verdad? El temor de desilusionarlo en alguna forma.

—¡Claro que sí!

—Algunos lo llaman temor. Pero nosotros, Dominic, lo conocemos como lealtad. Como amor. ¿No es cierto?

¿Por qué sentía él que debía vacilar?

Pero no. Simplemente estaba sorprendido por verla tan bien recuperada. Y vestida.

—Sí —replicó el hombre—. Por nuestro amor.

—Sin embargo, ¿sabes realmente qué es el amor, Dominic?

—Es el temor al Creador. Es aquello a lo que nos comprometemos, y a lo que correspondemos con nuestras acciones y mentes.

—Y si amamos a nuestro Creador, ¿también amamos y servimos a su mano?

—Sí, desde luego.

—¿Soy la mano del Creador en la tierra, Dominic?

—Claro que sí, mi señora. Usted es la única.

—¿No nací y me crié para ser soberana por las leyes de sucesión, escogida por el Creador?

—No hay ninguna duda, mi señora. Usted es la legítima soberana.

—Eres un hombre del Libro, Dominic. Pregunto: ¿cuál es el castigo para cualquiera que se interponga en el camino de la elegida del Orden en asumir el cargo? ¿De alguien que gobernara incluso… fuera del Orden… en lugar de ella?

Él hizo una pausa.

—¿Dominic?

—La muerte, mi señora.

—Umm.

Otra vez le atravesó la mente la imagen de la cabeza de Rowan cayéndosele del cuello tajado.

—Y sin embargo te echaste impulsivamente hacia atrás cuando esta muerte se realizó. ¿Objetas las reglas del Orden?

—¡Nunca! Por fidelidad a mi palabra he servido al Orden toda la vida. Con diligencia, con la esperanza de la felicidad.

—Por consiguiente, ¿me jurarás lealtad?

—Por supuesto, mi soberana.

—¿Cómo puedo saberlo con certeza?

Dominic acababa de darse cuenta de que su propósito al acudir a Feyn se había invertido de alguna forma. Ahora él estaba bajo interrogatorio. El poder de ella como soberana era evidente incluso ahora.

—El Creador conoce mi lealtad —afirmó él—. Exíjame algo para que usted también la conozca.

La mujer lo observó inexpresiva, sus ojos negros inquietantes sin pestañear.

—Inclínate ante tu soberana.

Él bajó ambas rodillas hacia la gruesa alfombra en un solo movimiento.

Feyn se levantó, puso a un lado la copa y caminó hacia el hombre.

—¿Me das tu total lealtad?

—Sí, mi señora.

—El Creador me ha elegido para gobernar sobre ti como soberana. ¿Te someterás a mi juicio y sabiduría en todas las cosas?

—Lo haré.

—Júralo.

—Lo juro.

Ella se acercó… tanto que él podría estirar la mano y tocarle el vestido de terciopelo. La mano femenina se apoyó en lo alto de la cabeza de Dominic, quien pudo sentir la calidez de ella a través de su cabello canoso. Otra vez el aroma a almizcle, condimentos, vino…

—Aunque quizás no comprendas mis acciones, te someterás a mí en todas las cosas, confiando en que soy leal al Creador —añadió ella en voz baja.

¿Por qué esta sensación de alivio, esta disminución del miedo que venía de modo tan claro?

—Sí.

—Aunque esto sobrepase tu comprensión y desafíe tu propia lógica y voluntad.

—Lo haré.

—Entonces haces bien —añadió ella deslizándole la mano por la mejilla, levantándole el rostro y mirándolo con un indicio de ternura—. Un día podría recompensarte con un regalo. Si lo hago, recíbelo con gracia.

—Lo haré, mi señora. Pero servirle es suficiente regalo.

El temor de él había desaparecido, reemplazado por una extraña y profunda paz. Sí. Sin duda aquí estaba la boca y la mano del Creador en la tierra.

—Te puedes levantar.

Dominic habría permanecido de rodillas hasta que se le entumecieran las piernas y ya no pudiera sentir los pies. Pero se irguió lentamente hasta quedar de pie y un poco mareado.

—¿Mi señora?

—Eso es todo, Dominic —respondió ella, agarrando de nuevo la copa de la mesa lateral.

—Gracias, mi señora —expresó él retrocediendo un paso e inclinando la cabeza.

Dominic salió cruzando la gruesa alfombra hacia las puertas dobles. Esta vez, cuando puso la mano sobre la imagen de la brújula, igual a la estampada en el otro lado, soltó una prolongada y lenta exhalación. Se le había aclarado la mente.

Ahora sabía dos cosas: Que al Creador se le conocía por su Orden. Y que Feyn era la voz de ese Orden. Él era devoto. Seguiría lo que ella demandara. Y la felicidad vendría a su paso.

—Ah, ¿Dominic?

—¿Mi señora? —contestó él, volviéndose.

Feyn estaba parada detrás del escritorio, una columna de terciopelo, la luz de velas calentándole la piel de marfil.

—Debes saber algo antes de salir.

—¿Sí?

—No traicionaré a mi hermano —aseveró ella descendiendo en la silla, con la mirada fija en él.

Feyn miró las pesadas puertas de bronce mucho después de que el líder del senado se hubiera ido.

Mucho después de que ella hubiera acabado el contenido de la copa de un solo trago. Incluso mientras la mano le descendía sobre el hombro.

Como ella sabía que iba a ser.

Volvió la cabeza mientras Saric se inclinaba y la besaba tiernamente. Pero no lo suficiente para que ella no sintiera el moretón en la mejilla.

—Lo hiciste bien, cariño.

Su necesidad de él la consumía. La necesidad de oír esas palabras, como si fueran la misma sangre que él le había dado. La había estado observando todo el tiempo. Desde que era niña sabía la existencia del pequeño corredor detrás de la pared encortinada tras el escritorio. Su propio padre, Vorrin, le había enseñado a permanecer en ese corredor durante muchas visitas estatales, a fin de que observara negociaciones a través de los años de su capacitación para este mismo cargo.

—¿Quedaste complacido? —preguntó ella.

—Cuán hermosamente… con qué poco esfuerzo, lo dominaste con tu charla de lealtad hacia el Creador.

—Así es —concordó Feyn, mirando al frente, deseando de algún modo que las cortinas se abrieran, incluso a la noche; ella se lo permitiría.

—¿Y quién es ese Creador?

—Tú, mi señor.

—Eso es correcto. Estoy impresionado con tu habilidad. Que quienes vengan a usarte crean que has caído en sus redes. Y en vez de eso ejerces tu oficio.

—Sí, desde luego —manifestó ella, volviendo la mejilla hacia la mano de él.

—¿Ves? Tienes talento natural, mi amor. Y un día nos será de gran utilidad.

—Gracias.

—Tengo algo de lo que te debo hablar —comentó Saric, asintiendo con la cabeza, sentándose en el borde del escritorio, y alejando la copa.

—¿Sí?

—Los mortales entraron a la ciudad por el norte.

—Entonces busquemos en el norte —contestó la joven pestañeando.

—Parece que ellos pueden oler nuestra sangre —advirtió él levantando la cabeza y mirándola.

¿Olerla? ¿Era posible eso? Entonces ella recordó la manera en que el nómada, Roland, había retrocedido y girado la cabeza como atenuando un mal olor. La forma en que Rom se armara de valor la primera vez que se le acercó.

—Mis sangrenegras están en desventaja en la exploración. Hubo un incidente en un puesto de avanzada… falta un cuerpo entre los restos carbonizados. Supongo que los mortales capturaron a uno de mis hijos. Cualquier información que él les haya dado sería falsa… mis hijos están cuidadosamente entrenados y son totalmente leales. Pero me preocupa que lo hubieran podido agarrar.

Cuando Saric volvió a mirarla le brillaban los ojos con tal aterradora intensidad que hizo recordar a Feyn el más severo de las reprimendas de su hermano.

—Despacharás a quinientos de tus hombres hacia el norte. Guardias, vestidos de vagabundos. Recorrerán los desiertos y cañones en busca de cualquier señal de los nómadas. Al primer avistamiento vendrán a informar. Debemos localizar a esa gente. ¿Está claro?

—Como quieras, hermano.

Saric la miró fijamente por unos instantes. Luego levantó la mano y le acarició con el pulgar el debilitado moretón en la mejilla.

—Llámame Creador cuando estemos solos. Me agrada más.

—Como desees, mi Creador.

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