Mortal

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Capítulo diecisiete

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Capítulo diecisiete

JORDIN SE LEVANTÓ TEMPRANO según los estándares nómadas. Temprano, y atribulada.

El amanecer se había dispersado hacia el valle horas atrás, iluminando las laderas y extendiéndose a lo largo de aquella hondonada. La luz solar salpicaba el agua del riachuelo poco profundo antes de extenderse a través de los redondos vértices de las yurtas y subir la gran escalera de las ruinas Bahar contra el muro oriental. Si el sol se mantenía el tiempo suficiente, para el mediodía las escalinatas de mármol blanco estarían brillantes. Y si el cielo se mantenía despejado durante toda la tarde, llegaría luz dorada más allá de las columnas de la antigua basílica e iluminaría el viejo vitral con fuego colorido.

El día estaba repleto de vida.

Pero Jonathan no se hallaba a la vista.

Jordin nunca fallaba en encontrarlo en alguna parte: río abajo, donde a veces iba a bañarse, o con los caballos, donde pasaba horas trenzándoles las crines y las colas, y poniéndoles los tantos adornos que le obsequiaban y que él mismo no podía usar por completo. En ocasiones, la chica hallaba a Jonathan en las laderas, esculpiendo, solo, o durmiendo cuando iba a las altas colinas en algún momento durante la juerga salvaje de la noche anterior.

Pero esta mañana no lo hallaba por ninguna parte. Adah, quien se levantó temprano a fin de cocinar para Jonathan y Rom, se había acercado a Jordin para preguntarle dónde estaba el joven. Lo había ido a buscar en la pequeña yurta que él poseía en el centro del campamento, pero no había indicio de que hubiera estado allí durante toda la noche. Cuando ella llegó al corral, descubrió que el caballo de él no estaba.

¿A dónde habría ido? Si Jordin no lograba localizarlo pronto, tendría que decírselo a Rom, lo cual oscurecería su papel como protectora. Bien que los demás no supieran el paradero de Jonathan, pero no ella.

Recorrió el borde del precipicio occidental, el norte del campamento, y subió las laderas. Exhalando lentamente, deseó deshacerse de un inicio de pánico y se obligó a ver al otro lado del valle más allá del campamento que despertaba al nuevo día.

Jonathan había estado en silencio desde que regresaran de Bizancio, anteayer. Jordin sabía que él quedó entusiasmado por la niña perdida, Kaya. Y por las amomiadas que habían visto en las afueras de la ciudad. Con una sola mirada a los ojos de él, ella supo que se hallaba profundamente atribulado en sentidos que nadie, quizás ni siquiera la misma Jordin, podía entender. El muchacho se había puesto la soledad como un manto desde que regresaron.

Jordin corrió a lo largo del borde del precipicio, luchando contra el miedo, una emoción muy extraña en ella en su época de mortalidad, pero una pesadilla fácilmente recordada de sus años como amomiada. Toda la vida había temido ser abandonada, hasta el día en que encontró a Jonathan. Ahora lo que más temía era simplemente vivir sin él.

La chica recorrió el valle de norte a sur desde las caballerizas en el borde norte del campamento. A lo largo del riachuelo hasta la ampliación del valle, hacia el río principal que atravesaba todo el camino desde el desierto hasta la costa oeste, hacia el mar.

Estaba a punto de volver a dirigirse hacia el costado sur cuando vio de reojo la mancha negra a través de la luz solar, hacia el sur, subiendo a lo lejos. Se protegió los ojos del brillo del sol y los entrecerró para enfocarlos.

Un jinete. A menos de dos kilómetros de distancia, viajando al paso como si hubiera cabalgado durante horas. Entonces Jordin reconoció el tamaño y el color del caballo pardo, la postura del jinete…

Jonathan.

La joven se mantuvo inmóvil todo un segundo, con el corazón martilleándole en los oídos. Su primer pensamiento fue que él estaba a salvo. Gracias al Creador que estaba bien.

El segundo pensamiento fue que su soberano había ido lejos. A caballo. Muy lejos. Sin que nadie lo supiera.

Debía alcanzarlo primero. Tenía que estar a su lado cuando entrara al campamento. Debía saber dónde había estado.

Jordin corrió hacia el farallón rocoso desde donde había trepado a la cima de la colina, jurando nunca más volver a dejarlo solo durante más de una hora. No, tan cerca de su toma de posesión.

Voló a través de las laderas, con preguntas retumbándole en la mente. Bajó la última colina hacia el suelo del valle, corriendo casi un kilómetro a través de los bajíos del riachuelo, cortando por el campamento, saltando sobre hogueras de la noche anterior que aún ardían.

Las cabezas se volvían. Los niños dejaban de jugar para observar. Los guerreros miraban, las madres se volvían de sus quehaceres y les gritaban a sus hijos, quienes llegaban trotando detrás de Jordin. Verla corriendo por el campamento con tanta prisa era extraño y solo podía significar una cosa: Jonathan.

El jinete acababa de entrar por la parte sur cuando ella lo vio, su caballo a paso firme. La muchacha corrió más rápido.

Solo entonces vio que otros también miraban en la misma dirección. No solo estaban viendo, sino que parecían afirmados al suelo. Fijos. Ella llegó a los peldaños de las ruinas cuando se dio cuenta de que todo el mundo miraba hacia allá.

Él no estaba solo.

Jordin se detuvo en seco junto a una docena más de nómadas, reunida para ver el regreso del hombre. Allí, en las ancas del caballo, se hallaba una segunda figura. Más pequeña, mirando alrededor del jinete, agarrándolo por la cintura. Un niño, de apenas doce años, si acaso.

El olor golpeó a Jordin como una ráfaga de viento.

Amomiado.

Traer a cualquier amomiado al valle era una violación expresa de la ley nómada. Además de los espías que venían a ver a Rom, ella nunca había visto un amomiado fuera de Bizancio desde que el último se había vuelto mortal. Eso fue antes de la moratoria, años atrás.

Una figura salió al claro por delante de la escalera de la ruina, largas cuentas le brillaban en el cabello, seguida de cerca por otra. Jordin sintió un escalofrío en los brazos.

Maro el radical.

La joven corrió al frente mientras otros varios salían de sus yurtas, tapándose las narices con ropa o con las manos.

—¿Qué es ese hedor a muerte? —preguntó alguien detrás de ella.

—¡Un amomiado! —exclamó una voz muy conocida por Jordin: Rhoda, la conflictiva herrera que le daba tan duro y tan a menudo al vino como al acero—. Oh, Creador… Ha traído un amomiado al campamento…

El muchacho no desaceleró el paso, ni demostró ninguna preocupación. Portaba una máscara de clara resolución, como si las miradas impresionadas no tuvieran nada que ver con él.

Pero Jordin sabía mejor que nadie. Su soberano podría estar en silencio la mayor parte del tiempo, pero su inteligencia era superior en sentidos que pocos conocían tan bien como ella. Además, los poderes de observación en él eran incluso más agudos que los de Roland.

Ella se dio cuenta de eso por primera vez dos años atrás, cuando se hallaban en el puesto de observación en lo alto con las piernas colgando sobre el precipicio, observando el campamento muy por debajo. Después de media hora de silencio, Jordin enfrentó una inquietud.

—¿Mi soberano?

—¿Sí?

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Si primero puedo hacerte otra —contestó él, mirándola, con la boca sonriente.

—Por supuesto —concordó ella, añadiendo luego—. Mi soberano.

—¿Me llamarás Jonathan en vez de soberano? —pidió él.

Jordin creía más apropiado el título más formal, especialmente de parte de alguien sin posición como ella.

—¿Jonathan?

—Me gusta la forma en que lo dices.

—Jonathan.

—Gracias —dijo él con una amplia sonrisa.

En retrospectiva, Jordin pensó que se había enamorado de él en ese momento, mirando al interior de esos ojos brillantes color avellana, los cuales nunca se apartaban de los de ella.

—Tu turno.

—¿El mío?

—Tu pregunta.

—Ah… sí. Me estaba preguntando, ¿qué pasa por tu mente cuando observas el campamento por tantas horas?

Él bajó la mirada hacia el valle, absorto de nuevo en sus pensamientos por algunos segundos.

—Hay mil doscientos once mortales vivos hoy día. Todos viven en este valle. Diecisiete están ahora en el río, bañándose. Quinientos cincuenta y tres que he visto se han aventurado a salir de sus yurtas esta mañana. Casi setecientos aún duermen, la mayoría de los cuales se acostaron en las primeras horas de esta mañana. Trescientos doce danzaban anoche alrededor de la hoguera… —afirmó él, y entonces la miró—. Conozco todos sus nombres.

Jordin estaba asombrada de los poderes de observación de Jonathan, de la agudeza de su memoria.

—Pienso en cada ser que ha recibido mi sangre, Jordin. Están atados para siempre a mí. Y algún día su número será más de lo que yo pueda contar. Me preocupa que no los pueda conocer a todos —expresó con ojos húmedos—. ¿Qué tal si les pierdo la pista?

O quizás fue con esas palabras y esas lágrimas con las que ella se había enamorado de él.

Ahora ese mismo joven entraba cabalgando en el pueblo sobre su caballo y un niño atrás con el rostro vuelto hacia la espalda de Jonathan, dedos blancos agarrándolo por la cintura. Su soberano, a quien amaba más que a su propia vida, estaba trayendo un amomiado entre los mortales. Uno cuyo nombre él nunca olvidaría.

El jinete se detuvo al lado de los escalones hacia las ruinas del templo, a diez pasos de un arco formado por los expectantes observadores. Maro dio dos pasos al frente y se detuvo. El primo de Roland tenía cabello oscuro, nariz aguileña, y era famoso por sus flechas con hendiduras que chillaban cuando se las ponía a volar.

El silencio permaneció entre ellos. El caballo movió su cola trenzada, ajeno a todo.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó finalmente Maro.

—Su nombre es Keenan —informó Jonathan—. Necesita nuestra ayuda.

Jordin se adelantó con cuidado hasta colocarse exactamente detrás del hombro derecho de Maro, ya molesta por el tono del guerrero. Detrás de Jonathan, Keenan había levantado la despeinada cabeza rubia y comenzaba a mirarlo temerosamente.

—Es un amomiado —advirtió Maro sin levantar la voz—. Traer un amomiado a nuestro perímetro está prohibido estrictamente.

Jonathan consideró a Maro por un instante, y luego levantó a Keenan en silencio y lo bajó de la silla antes de apearse detrás del pequeñuelo quien, cabeza y media más bajo que Jonathan, estaba temblando. El amomiado más cerca del puesto de avanzada que Jordin conocía estaba casi a cuatro horas de viaje a caballo. ¿Estaba el joven soberano buscando expresamente amomiados para traerlos?

Jonathan se inclinó hacia delante y susurró algo al chico, pero antes de que Jordin pudiera preguntar qué le dijo o de que ella pudiera moverse hacia ellos, Maro se adelantó. El amomiado dio un paso atrás, el sucio rostro lleno de miedo.

—La ley nos protege a todos —indicó el radical asintiendo hacia Jonathan—. Nadie está por encima de ella.

—Recuerda a quién le estás hablando —declaró tranquilamente Jordin entre dientes.

—¿Reproche de parte de la hija de un desertor? —objetó Maro volviéndose y entrecerrando los ojos.

Ella sintió que el rubor le corría por el rostro y lo acaloraba.

—¿Qué es esto? —inquirió Rhoda, la herrera, uniéndose a la refriega.

—Jonathan ha traído un amomiado al campamento —anunció Maro, yendo hacia la derecha de Jonathan, como para flanquearle el paso.

Con seguridad, él no tenía intención de confrontarlo realmente. ¿Cómo podía algún mortal reprender a Jonathan?

—¡Retrocede! —exclamó Jordin con voz fuerte y profunda, moviéndose al lado de Maro.

—¿De qué sirve la vida si la ruina nos encuentra antes de que la sangre en nuestras venas haya llegado al poder?

—¿La sangre en tus venas? Esa sangre en tus venas no es tuya. ¿Cómo te atreves a cuestionar a tu soberano?

—Es nuestra sangre la que nos permitirá gobernar a un mundo de amomiados muertos. Y es nuestra ley la que protege a los mortales hasta que podamos conseguirlo. La defenderemos hasta la muerte —advirtió Maro, e hizo sobresalir la barbilla hacia el muchacho amomiado—. Contra los muertos.

El hombre se volvió y miró hacia la multitud.

—Díganme si estoy equivocado.

Seriph, el miembro de rango en el consejo, ya se había unido al círculo de espectadores.

—Que los muertos entierren a sus muertos —declaró tranquilamente Jonathan—. Pero yo le daré vida a Keenan.

—¿Rompiendo la ley? —exigió saber Maro; mirando luego a Seriph—. ¿Qué dices tú?

El silencio se asentó en el valle. Hasta la brisa pareció prestar atención. Nunca había habido un enfrentamiento directo como este dentro del campamento, o entre algún hombre y Jonathan. ¿Dónde estaban Rom o Roland para poner orden?

—La ley es clara —pronunció Seriph mirando al pequeño amomiado, aparentemente escogiendo las palabras con mucho cuidado—. Ningún amomiado puede entrar al valle Seyala sin la aprobación del consejo. A nadie más se le dará vida hasta que Jonathan suba al poder.

—Él rompió la ley al traer aquí a un amomiado. Dime si no es verdad.

Seriph titubeó. Acusar a un soberano de romper la ley era algo inaudito. Hasta los nómadas sabían eso. El radical parecía muy consciente de que sus palabras podrían ser las primeras de esta clase articuladas en público por un miembro de rango en el consejo.

—Él rompe la ley —decretó en voz baja Seriph.

—Él rompe la ley —repitió Maro, más audaz ahora, yendo de nuevo hacia la derecha y regresando, como un juez delante de un prisionero.

—¡Él es nuestro soberano! —gritó Jordin, con ardiente indignación en las venas.

—Nuestro valle no se convertirá en una tumba para muertos —declaró Maro—. Para todo amomiado en fila a fin de obtener una vida que ni siquiera entiende. ¡Y no contaminaremos el campamento con fetidez de amomiados!

Maro sacó el cuchillo de su funda y corrió hacia el pequeño sin brindar ninguna explicación.

Jordin supo lo que ocurriría antes de que pasara… lo supo en el momento en que Maro se movió.

Ella supo que Jonathan se movería para proteger al chico, a pesar de las intenciones de Maro. Lo cual hizo, audazmente y sin compromiso.

Jordin supo que debía intervenir entre ellos para proteger a su soberano. Se volvió sobre Maro, quien tuvo la audacia de intentar acuchillarla. Creador, ¿se había vuelto loco el hombre?

La joven se arqueó hacia atrás, el acero silbándole a pocos centímetros de la barbilla, con su propio cuchillo al instante en la mano.

En el borde del círculo Seriph miraba estupefacto. Más allá de ellos, Triphon y Rom corrían hacia la trifulca. Roland detrás. Cruzaban el campamento a toda prisa, pero no lo suficientemente rápido.

—¡Hereje! —exclamó Maro entre dientes, girando hacia la izquierda.

Jordin sabía que Maro hacía esto deliberadamente para alejarla de Jonathan, por lo que giró sobre los talones y no cedió su terreno.

—¿Sabes qué creo, Maro? Que el día antes de que te volvieras mortal apestabas dos veces peor que este chiquillo.

Los ojos de él se entrecerraron, los músculos a lo largo de los hombros se le tensaron junto con las piernas. Jordin se preparó para contraatacar, pero con un súbito grito, el chiquillo amomiado salió disparado detrás de ella.

—¡Retrocede! —gritó la joven.

Demasiado tarde. Maro se abalanzó hacia el chico. Jonathan voló entre ellos mientras Jordin se arrojaba acuchillando hacia arriba. Esto no era ningún entrenamiento… el ataque de Jordin fue a los tendones. El cuchillo de Maro salió disparado, pero su brazo, aun dando un giro completo, conectó con Jonathan. La mano de Maro golpeó la mandíbula del soberano, apartándole la cabeza a un lado y lanzándolo tambaleándose sobre el chiquillo.

Entonces Rom se abalanzó sobre Maro, llegándole por detrás. Lo empujó hacia delante y le cayó sobre la espalda, lo agarró del cabello y le golpeó la frente contra la tierra dura con tanta fuerza como para romperle la nariz con un crujido audible. No una vez sino dos.

Maro quedó inmóvil. Jordin podía oler vida en él, quien gracias al Creador estaba inconsciente.

Con la rodilla aún en la espalda del radical, Rom le levantó la cabeza mostrando el grotesco rostro ensangrentado del hombre. El líder respiraba irregularmente, no por la excesiva fuerza, sino por furia. Jordin nunca antes le había visto esa mirada en la cara.

—¡Nadie toca al soberano! —aulló Rom, aflojando luego el cabello de Maro y dejándole caer la cabeza con un ruido sólido y sordo—. ¿Está claro?

Los allí reunidos no tuvieron argumento.

—Llévate a este necio —ordenó dirigiéndose a Roland—. Mira que sea castigado. No se volverá a acercar a Jonathan a menos de veinte metros o juro que lo encadenaré o le haré algo peor aun.

El rostro de Roland se puso como una piedra, pero asintió bruscamente.

Detrás de Jonathan se oía el suave lloriqueo del chico amomiado. Rom examinó al chiquillo por un instante, pero cuando habló a continuación no se dirigió a Jonathan.

—Lleva a ese amomiado otra vez al lugar de donde vino.

Jordin pestañeó. Rom se había dirigido a ella. La joven miró a Jonathan. Apenas dos mañanas antes el líder se había inclinado ante el deseo de Jonathan de convertir a un sangrenegra… sin importar lo mal que esto terminara.

—Pero…

—No voy a complicar nuestra misión. Hay mucho más en juego aquí que un amomiado. Haz como digo.

Jordin logró verlo entonces: la tensión alrededor de los ojos. La oscura evidencia del desvelo en las líneas de los rabillos frunciéndose más profundo de lo normal. La tensión alrededor de la boca.

Ella miró del chico a Jonathan, cuyos ojos se posaron en los suyos por un instante. Luego asintió una vez con la cabeza…

Jonathan se apoyó sobre una rodilla, se inclinó y susurró al chiquillo, por cuyo rostro bajaban lágrimas. Entonces Jonathan se levantó y con una sola mirada a la joven atravesó la multitud, la cual rápidamente se separó ante él.

Jordin volvió a vacilar, hecha pedazos entre obedecer a Rom e ir tras Jonathan.

—Yo me encargaré de Jonathan —expresó Rom, en voz muy baja para que nadie más oyera.

Jordin asintió con la cabeza. Armándose de valor por el hedor, agarró tiernamente al muchacho por la mano.

—Ven —dijo—. Vamos a buscar mi caballo.

El chiquillo temblaba mientras ella lo llevaba. Jordin no necesitó mirar hacia atrás para darse cuenta de que más de una dura mirada la seguía.

O para saber que Saric y sus sangrenegras ya no eran la única amenaza para la soberanía de Jonathan.

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