Mortal

Mortal


Capítulo veintiuno

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Capítulo veintiuno

JORDIN NO HABÍA SENTIDO tanto miedo como en los últimos días. El pinchazo de la ansiedad, sí, cuando no localizaba a Jonathan. Ese instante de vacilación cuando se daba cuenta que él no estaba en el campamento. Pero nunca fue verdadero miedo, porque él siempre aparecía, como en respuesta a la tácita llamada de la joven, como ocurrió ayer cuando él regresó al campamento con el chico amomiado, Keenan.

Pero ahora cuando bordeaban el extremo sureste de la ciudad, ella sentía miedo. Perturbada por imágenes de sangrenegras, temerosa de que llegara el momento en que habría algo más de lo que ella pudiera hacer para defenderlo. Aterrada de que le arrebataran a Jonathan.

De que finalmente estuviera sin él.

No debieron haber venido. Pero Jonathan estaba decidido y habría partido con o sin ella. Y separarse de él era tan inaceptable como perderlo.

Habían viajado todo el día, deteniéndose solamente cuando era necesario para descansar, dar agua a los caballos, o hacer sus propias necesidades, comiendo en la silla y hablando poco. Jordin no necesitaba preguntar a dónde deseaba ir Jonathan, o por qué. Ella lo sabía. Y lo que su soberano quería era tan bueno como una directriz en la mente de la joven.

Por eso había sido tan difícil devolver a Keenan al puesto de avanzada. Por primera vez, la lealtad de ella se había puesto en conflicto directo. La había desgarrado hacerlo, habiendo visto la mirada en el rostro de Jonathan, la forma en que se había agachado para hablarle al chiquillo antes de dejarlo ir de mala gana. Pero ella no se molestó con Rom. No podía; él era su líder, y más que nadie en el mundo, amaba a Jonathan casi tanto como ella.

Hoy habían llegado directo a la ciudad a plena luz del día. Cuando Jordin sugirió que entraran por los túneles, él había rechazado la idea. Entonces no le interesaba entrar al centro. Al menos, eso le brindó a ella una leve medida de alivio.

Pero solo un poco.

Bordearon la ciudad, al este y luego al sur, manteniéndose ocultos hasta donde pudieron. Todo este costado de Bizancio estaba sembrado de árboles raquíticos y residuos de ruinas… antiguas bodegas y fábricas que apenas eran cimientos destruidos de hormigón llenos de malezas a lo largo de grietas cada vez más anchas; hacía mucho tiempo que se habían llevado los costados de madera y las vigas de metal para su reutilización.

Pasaron una pequeña planta eléctrica, uno de los varios centros satélite que apoyaban la ración de electricidad a los habitantes de la ciudad, y más allá una estación de tren para el transporte de basura. Los rieles llevaban directamente al sur hacia los basureros industriales, donde podrían depositarse lejos de la ciudad. Jordin observó que uno de los trenes arrancaba mientras otro esperaba ocupar su lugar en el depósito.

En lo alto, el cielo había comenzado a agitarse. Venía una tormenta. Extraña la rapidez con que cambiaba el clima. Y esta tempestad parecía ser fuerte, salida de la nada. A pesar de que a Jordin no le gustaba la idea de quedar atrapada en medio de un aguacero, recibiría con agrado un chaparrón en algún lugar donde pudiera guarecerse.

Jonathan se inclinó hacia delante en su silla mientras se apuraban hacia el sur a través de la maleza y de los arruinados edificios de hormigón, bordeando como a quinientos metros la planta de basura. Ahora Jordin vio lo que llamaba la atención de su compañero: un perímetro amurallado que se extendía más allá del último depósito. Debía tener seis metros de altura, hormigón macizo, con alambrada enrollada en la parte superior.

Pintada en la superficie del muro estaba la inconfundible brújula de Sirin. El símbolo más reverenciado del Orden.

El viento volvió a cambiar abruptamente, soplando desde el sur, llevando un olor mucho más conocido y menos atractivo que la basura para la nariz de Jordin.

Amomiados.

Un olor pútrido, diferente de cualquier otro con que ella se hubiera topado.

Tiró de las riendas de su caballo y miró más allá del final del depósito más cercano. El gran complejo amurallado se hallaba en el perímetro de la ciudad como un tumor, con una chimenea siniestra de fácilmente cinco metros de diámetro surgiendo desde el centro.

Jonathan también se había detenido a tres metros por delante de Jordin. Ella se le puso al lado, se volvió hacia él, empezó a hablar, y se detuvo.

Él estaba mirando los muros frente a ellos, visiblemente conmovido sobre la silla de montar.

—¿Jonathan? —exclamó Jordin.

El joven estaba demasiado obsesionado para responder.

Cuando ella volvió a mirar no estaba segura de lo que él observaba. ¿La chimenea?

¿El cielo en lo alto?

No. Estaba mirando el humo. Este apenas era visible contra la tormenta venidera, flotando serenamente como un fantasma que se elevaba hacia el rugiente cielo. Casi hermoso. Sin esfuerzo, como la respiración.

Eso no era… no podía ser…

De ahí procedía la fetidez.

Con un grito agudo, Jonathan espoleó al caballo hacia delante a raudo galope. Reaccionando al instante y sin pensarlo dos veces, Jordin siguió tras él… a través de la basura, hacia el tren que arrancaba, incluso mientras este comenzaba a ganar impulso. Jonathan se inclinó en el caballo, que saltó con facilidad los dobles rieles. Jordin miró hacia el norte, a la máquina que se acercaba; el sonido de alma en pena le resonó en la oreja derecha, a diez metros de distancia, acercándose…

La joven se agachó y saltó justo por delante de la máquina en marcha, espoleando el caballo. Una rugiente ráfaga de aire del tren que pasaba le azotó las trenzas contra el rostro.

Las venas se le cargaron de adrenalina. El pulso le resonó en los oídos. A pesar del miedo, a pesar de la preocupación por Jonathan, ella había sido hecha, creada, para esto. No solo para sentir los flancos de su garañón tensándose debajo de ella, o para sentir en el rostro la tormenta que se avecinaba.

Sino para él. Para seguirlo hasta el fin del mundo.

Corrieron a lo largo del muro norte, marcado cada treinta metros con la brújula de Sirin pintada de un rojo que se diluía en color café por los bordes, como una herida que se seca.

Allí, en el costado adyacente del perímetro, un largo edificio de ladrillo se levantaba del muro occidental. En la mitad, un ancho portón de metal. Una entrada. Rollos de alambre de púas en espiral a lo largo del techo como serpientes metálicas.

Jonathan desaceleró cuando llegaron al edificio, paró en seco y se bajó sin previo aviso.

—¿Qué estás haciendo?

—Llegamos —expresó él cabestreando al caballo hacia el edificio.

Jordin se bajó de la montura y regresó a mirar hacia Bizancio. Los rieles de los trenes accedían desde aquí hacia un túnel que surgía del perímetro de la ciudad. Se detuvieron directamente ante el edificio.

Ella levantó la mirada hacia el letrero que había encima del portón.

Autoridad de Transición.

Delante de ella, Jonathan se desabrochó la vaina en la cintura.

—Jonathan… ¿qué estás haciendo?

—Voy a entrar.

Él iba a hacerlo, incluso aunque todo dentro de la chica gritó de repente: Márchate. ¡Sal de aquí! Pues este no solo era un lugar de amomiados.

Era un lugar de muerte.

—¿Cómo?

Arriba en las ventanas de observación, un guardia se inclinaba hacia delante, viéndolos a través del cristal. Un segundo hombre estaba señalando, levantándose y hablando a algo en un cordón.

El pánico y el frío surgieron dentro de Jordin. Aún había tiempo. Todavía podía llevar de vuelta al joven a un lugar seguro…

—Jonathan…

—Solo hay una manera de ver lo que pasa adentro —contestó él deslizando la espada entre las correas de la alforja, y asegurándola contra el flanco del caballo.

No.

Él la miró, sosteniéndole la mirada por un instante.

¿Confías en mí?

¿Me crees?

Jordin podía sacarlo de aquí. Aún estaban a tiempo. Cerró los ojos.

Sí.

Cuando los abrió, él ya se movía hacia el portón.

Sí.

La joven desabrochó la espada que le colgaba de la cadera y la colgó en la silla al lado del arco y la aljaba. Pero dejó el cuchillo metido en la bota, consciente de la presencia del arma contra el tobillo cuando corría tras Jonathan.

Se abrió una puerta al lado del portón y salió un guardia uniformado. Un metro ochenta de estatura. Cabello cortado al ras. Apestaba. No solo a amomiado sino que emanaba la misma pestilencia que provenía de la chimenea dentro del complejo. Sin embargo, se trataba de un amomiado común. No de un sangrenegra.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó el hombre, mirando a los ojos de los visitantes y fijándose en las trenzas nómadas de Jonathan, luego en la adornada túnica, y después en la chica, antes de entrecerrar ligeramente los ojos.

—Hemos venido a entregarnos —declaró Jonathan mirándolo directo a los ojos.

Rom no podía hacer más que detenerse y dar descanso a los caballos. De tener alternativa los habría hecho cabalgar hasta extenuarlos.

—Mataremos a los animales si no los hacemos descansar —gritó Triphon.

—¡Si no los alcanzamos, nada importa!

—Y sin monturas tendremos menos posibilidad de sacar sin ningún percance a Jonathan.

La urgencia de correr el resto de la distancia era casi más de lo que Rom podía soportar. Pero Triphon tenía razón: el caballo soltaba espumarajos a lo largo del abrigo de Rom. A este ritmo pronto estarían a pie.

Se detuvieron al lado de un arroyo exactamente en las afueras de la ciudad.

—¿En qué estaba pensando Jonathan? —objetó Rom, andando de un lado al otro.

Triphon se quedó en silencio. Había sacado la comida. Ninguno de ellos la tocó.

—¿En qué estaba pensando?

—Tú sabes en qué estaba pensando.

Rom había oído la historia acerca de la noche en que escaparon de la ciudad. Triphon tenía razón, más de la que él mismo conocía. Sabía exactamente por qué Jonathan había ido a la ciudad, y por quién.

La niña del carretón.

¿Pero por qué Jonathan se atrevía a arriesgar el futuro de los mortales? ¡Sin duda comprendía lo miope que estaba siendo al devolver la vida a una amomiada!

—¿Podía él aún dar vida a un amomiado?

Efectivamente, el niño había multiplicado su sangre dando vida a mil doscientos mortales… tal vez esa había sido la intención desde el principio.

No. El mundo lo necesitaba como soberano. Estaba destinado a gobernar. Él tenía que gobernar.

Pero primero tenía que vivir.

—Suficiente —anunció Rom, yendo a agarrar las riendas del caballo.

Triphon meneó la cabeza, pero hizo lo mismo.

Treinta segundos después ambos hombres cabalgaban otra vez a toda velocidad.

—Así que ustedes se están entregando —expresó el guardia, mirando de Jonathan a Jordin.

—Sí —expresó Jonathan—. El papeleo debe de estar en camino. Nos ofrecimos como voluntarios para venir inmediatamente por obediencia. Por la esperanza de la felicidad. Pero si usted pudiera dejarnos entrar ahora…

Jonathan no era experto en mentir… nunca lo había sido.

Tampoco ella.

Jordin miró a lo lejos, temiendo que el hombre viera en ella el impulso de tajarle la garganta si se atrevía a poner una mano encima de Jonathan. Sin duda, ella lo haría.

El hombre frunció el ceño mirando otra vez las trenzas de Jonathan como quien se frunce mientras intenta recordar las palabras de una canción, sin poder sino en la punta de la lengua.

—Usted debe de ser de la parte oeste de la ciudad.

—Sí. Del oeste. Nuestros padres son… artesanos.

—Sumerios entonces. No llevan puesto el amuleto.

—Ya nos los quitamos, para que nuestras familias se quedaran con ellos. En recuerdo de nosotros.

—¿Qué pasa con ustedes para que los hayan enviado aquí?

La mirada de Jordin se dirigió hacia Jonathan, cuya atención había pasado del hombre en el patio hacia el otro lado del portón. Más allá, dos filas de largos edificios con pequeñas ventanas de tamaño industrial, ninguna de ellas abierta, que recorrían todo el perímetro trasero. Tal vez había treinta en total.

—Haré una llamada —anunció el guardia—. No todos los días nos llegan voluntarios.

—No —manifestó Jordin, volviendo a poner la atención en el amomiado—. Él nació con una pierna lisiada. Ahora está bien, pero lo ocultó por mucho tiempo, y está preocupado acerca… acerca de la felicidad. De su posición con el Creador. Asistimos juntos a la basílica. Nos confesamos con el sacerdote y él nos aconsejó…

¿Estaba diciendo algo creíble? Parecía que la chica nunca hubiera asistido a la basílica en toda la vida.

—¿Y usted?

—Yo… —balbuceó Jordin, recordando entonces una historia que había oído acerca de la amada de Rom, la primera mártir—. Me cayó encima aceite de lámpara hace dos años. Lo oculté… de todo el mundo. Bajo esta ropa, estoy completamente cicatrizada. Se supone que me voy a casar…

La mirada de ella se volvió hacia Jonathan, pero él estaba perdido para ambos.

—Y el secreto se sabrá pronto. No puedo soportarlo. Estoy cansada de ocultar. Quiero estar bien… con el Creador.

Jordin se dio cuenta demasiado tarde de que no estaba segura de qué haría si el sujeto exigía ver la evidencia.

El guardia rezongó. Tenía la mirada matizada con todo indicio de que daría por terminado el asunto con ellos dos lo más pronto posible. Relacionarse con lisiados e imperfectos no era algo que alguien ansiaba… incluso un guardia haciendo su trabajo.

—¡Hagan lo que quieran! Ustedes están obedeciendo los estatutos, y por eso podrían hallar la felicidad —exclamó como quien ha pronunciado lo mismo muchas veces, palabras sin significado excepto para quienes las oían.

—Entendemos.

—Firmen aquí —ordenó, tocando un libro abierto en cuya parte superior estaba escrito: Libro de fallecimientos.

Jordin reprimió un escalofrío, con la mente brincándole hacia el Libro de los Mortales sobre el altar del santuario interior. Le pareció blasfemo que su nombre estuviera inscrito en alguna otra parte.

Jonathan estaba mirando el humo que se elevaba desde la chimenea, ajeno a ellos. El guardia le observó la mirada y frunció el ceño.

—¿Qué espera, muchacho? Aquí envían a la gente a morir. La mayoría son terminales de todos modos, pero usted sabe eso. Tan pronto como se procese el papeleo emitiremos el permiso para sus funerales, pero hasta donde concierne al Orden, ustedes ya están muertos. Acostúmbrense a eso. Firmen.

Así que eran verídicas… las historias. Jordin agarró el bolígrafo y garabateó Tara Shubin en el libro, el primer nombre que le vino a la cabeza.

—¿Cuánto tiempo se tarda en morir aquí? —quiso saber Jonathan.

—No tenemos recursos para mantenerlos por mucho tiempo. No es justo que se les cargue a los vivos la manutención de los muertos. Todos aquí tienen un año límite.

¿Un año?

El guardia tocó el libro y le pasó el bolígrafo a Jonathan, quien lo agarró distraídamente y escribió su verdadero nombre: «Jonathan Talus».

Jordin miró de refilón hacia el portón de hierro. Por doquier se movían algunas formas sobre los senderos de asfalto entre edificios. Andaban con la postura de quienes no tienen nada que ofrecer, de aquellos inaceptables según los estándares del Orden, que solo podrían hallar aceptación en resignarse a la poca vida que tenían, y a la esperanza de que esa obediencia pudiera ganarles otra vida mejor.

¿Qué clase de Orden podría torcer tanto las mentes de sus fieles para vivir en medio de la muerte?

—Sus caballos serán enviados a los establos de la Fortaleza o a las carnicerías. Cualquier cosa de valor que tengan se destinará a los considerables gastos del Centro.

La joven asintió, pero su atención se había centrado en Jonathan, quien había llegado hasta el portón y agarraba dos de las barras de hierro.

—¿Algo de valor?

—No —susurró Jordin.

Solo el cuchillo en su bota. Un arma que no encontrarían en ningún amomiado muerto, por así decirlo.

—Se les dará nueva ropa cuando la necesiten —informó el guardia mirando sobre ella con evaluación clínica—. Nuestra consejera no se encuentra en servicio, pues no estábamos esperando nuevas llegadas. Los llevaré a sus albergues y más tarde recibirán de ella las instrucciones sobre duchas y alimentación.

Jonathan permanecía inmóvil, mirando a través de las barras.

—Cada dormitorio se abre una hora diaria. La unidad cinco está abierta ahora —siguió indicando el hombre, y miró su reloj—. Regresarán dentro de quince minutos y la seis se abrirá durante una hora. Ya aprenderán las reglas.

Ella asintió sin decir nada.

—No hay sacerdote aquí. Ni basílica. El último servicio de ustedes será el funeral. Orarán por ustedes allí. Hallarán una copia del Libro de las Órdenes en su unidad de alojamiento.

Jordin se sintió mal.

—¡Hágase a un lado!

Jonathan se tambaleó hacia atrás mientras el guardia levantaba de su cinturón el pesado anillo de llaves e insertaba la más grande en la pesada cerradura del portón.

—Bienvenidos al portal, y si son afortunados, bienvenidos a la felicidad.

¿Felicidad?

Jordin miró las filas de edificios de hormigón a través del portón abierto. Las figuras pululaban fuera de estos, algunas miraban a los recién llegados en el portón, y otras desde las sucias ventanas de los dormitorios. Todas ellas esperaban la muerte.

¿Era entonces este el deseo del creador del Orden?

El portón se abrió de par en par mientras un humo gris pálido seguía emanando de la chimenea hacia los cielos turbulentos.

Los condenados miraban a la joven como si fuera una aparición. Un objeto que no les pertenecía en su reino, como si una parte ya les hubiera pasado de esta vida a la otra, y solo esperaran que sus cuerpos alcanzaran el más allá.

El guardia se apartó, evitando tocar a cualquiera de los dos, observó ella, como si la muerte fuera una enfermedad contagiosa.

Muévanse. Pero algo dentro de la chica se resistía a la idea de entrar a este lugar. A la idea de poner el pie en el agrietado camino de asfalto que se extendía desde el portón y continuaba entre las filas de edificios. La Autoridad de Transición ofendía toda sensibilidad dentro de la joven en calidad de nómada. La reclusión, la vista de nada más que los interiores de esos muros de más de seis metros, la torre redonda de tres pisos que ahora constituía la única salida… todo apestaba a muerte en vida. A amomiados.

Muévanse.

Jordin se quedó enraizada al sitio hasta que Jonathan comenzó a andar, pasando al guardia y entrando al complejo. El dador de vida… entraba al lugar de los muertos.

La bilis le subía a la muchacha por la garganta, y por un momento creyó que iría a vomitar.

Jonathan se detuvo a diez pasos y regresó a mirarla… una silenciosa mirada que no era orden ni petición. Simple aceptación: si entraba tras él o no.

La muchacha sabía que podía irse, y que él no lo lamentaría. Que no tenía ninguna expectativa puesta en ella.

Que siempre la amaría.

Aún había tiempo. Jordin podía sacarlo. Pero esa no era la manera de proceder con Jonathan, y ella estaba allí para seguirlo, no al revés.

La joven puso un pie frente al otro hasta que atravesó el portón y se unió al joven.

El cielo resplandeció en lo alto, el blanco destello de un rayo en el cielo oscuro. Demasiado silencioso.

Ambos recorrieron todo el camino hasta la planta eléctrica, justo al norte de la Autoridad de Transición, antes de que el caballo de Rom se derrumbara debajo de él.

Bestia y jinete rodaron por el suelo. Rom se deslizó sobre el tembloroso cuello del animal, estrellándose contra la tierra al frente, raspándose el cabello y la piel de la barbilla. Delante de él, Triphon hacía parar en seco a su montura. El caballo comenzó a doblarse, pero se recuperó cuando el guerrero se deslizó de la silla.

El líder se impulsó hacia arriba y quedó de pie, haciendo caso omiso del dolor que le subía por la pierna. Miró desesperadamente los costados agitados del corcel que yacía sobre el suelo, y luego en dirección a los depósitos de basura, y a lo que él sabía que yacía más allá.

—¡Llévate el mío! —gritó Triphon, poniéndole en la mano las riendas de su caballo.

El hombre, preocupado, miró a su amigo.

—¡Ve! ¡Yo seguiré detrás de ti!

Sin decir nada, Rom saltó al anca de la montura de Triphon, cuyos flancos se movieron espasmódicamente por la fatiga. Entonces le hundió los talones y salió disparado, deseando que el animal viviera solo un instante más.

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