Mortal

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Capítulo veintidós

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Capítulo veintidós

EL SOL BRILLABA EN lo alto, incluso a través de cúmulos de nubes que cambiaban de lugar, mientras Saric dirigía sus doce divisiones al interior del valle Seyala. Donde el río Lucrine recorre los páramos, había dicho el explorador mortal.

Un amplio valle verde yacía adelante, casi un kilómetro antes de que se estrechara en un cañón, exuberante y sin tráfico equino o humano, ni ninguna otra señal de paso. Desde aquí se erguía bruscamente la ladera occidental hacia los páramos baldíos, y el río Lucrine brillaba con el ocasional vislumbre del sol. El bosque llegaba hasta la pendiente opuesta, típica de la vegetación en parches de estos lares.

Saric levantó una mano a la altura del hombro, señaló el alto y, causando sorpresa, hizo detener su caballo. El sordo ruido de cascos y pies se disolvió entre chirrido de sillas y resoplido de caballos.

Había hecho poner cueros de batalla solo por protección, y ahora se arrepintió de hacerlo. No habían visto señal de mortales, ni amenaza de ninguna clase… solamente las liebres ocasionales que corrían a esconderse cuando el ejército invadía un paisaje sereno que casi nadie había visto.

Brack colocó su caballo al lado del de Saric. En el otro flanco, Varus, general de rango de las doce divisiones, estudiaba el paisaje que tenían por delante.

—¿Seguro que es este? —indagó Saric.

—El valle Seyala no está marcado en nuestros mapas, pero no hay duda de la ubicación —explicó Varus—. O el hombre creó una fantasía o nos dio el lugar equivocado.

—¿Y nuestros exploradores?

—El cañón se angosta mucho. Parece una trampa.

—Ingenioso. Astutos mortales, que engañan con un explorador suicida —comentó Varus chasqueando la lengua.

—Así es.

—Solicito permiso para hablar —pidió Brack.

El capitán de la guardia de élite mantenía su elevada posición directamente debajo de Saric, en parte debido a su atención al detalle de la lealtad. Su devoción no necesariamente era superior a la de cualquier otro de los hijos de Saric, pero este era un hombre refinado en gran manera en todos los aspectos… extraño, teniendo en cuenta su naturaleza violenta. Él era testimonio del poder total de las cámaras de incubación construidas por Pravus y perfeccionadas por Saric. En realidad, entre ambos habían levantado una raza perfecta.

—Habla libremente.

—Aunque el explorador nos haya engañado, no podemos saber si lo hizo bajo órdenes. Pudo habernos dado falsa información por su cuenta, para proteger a su gente.

—Si tienes razón y el explorador pretendió que lo capturaran, aun sabiendo que moriría, querría decir que estos mortales tienen verdaderas y profundas lealtades —contestó Saric revisando la cima de los precipicios por duodécima vez.

—Tenemos que suponer que se trata de una trampa —advirtió Varus—. Y que todo nuestro ejército podría estar en peligro.

—¿Cómo podría tener sentido una trampa? —objetó Brack, hablando como para sí—. Si el explorador estaba en lo cierto, ellos son solamente setecientos. Cualquier confrontación terminaría en su aniquilación. ¿Para qué todo el trabajo de enviar un explorador bajo posibilidades tan absurdas?

Si el explorador hubiera dicho la verdad —resaltó el general.

Era claro que había más en cuanto a los mortales de lo que Saric ya sabía.

La única cosa peor que enemigos numerosos… eran enemigos clandestinos.

Y la sensación de haber sido puesto en ridículo.

Sin embargo, él también podía hacer cualquier jugarreta. Tenía plena confianza en que su sangrenegra capturado por los mortales no había divulgado cuántos realmente eran.

Se retorció en la silla e inspeccionó sus divisiones. Habían marchado toda la noche y la mañana en tres amplias columnas, tres mil a caballo delante de nueve mil soldados de infantería, abarcando casi un kilómetro hacia atrás. Doce mil en total.

Guerreros, montados a caballo, espadas envainadas y muslos blindados, cascos de cuero sobre largas trenzas que se extendían sobre hombros y pecho como garras incrustadas en el grueso cuero de la armadura. Detrás de ellos la infantería se mantenía de pie, perfectamente formada, con la cabeza fija, hacia delante y alerta.

El primer ejército en casi quinientos años.

Suyo.

La tecnología y los armamentos de las tropas durante la era del Caos pudieron haber sido mucho más avanzados, pero la historia nunca había visto guerreros con más disciplina, velocidad o fortaleza que estos.

Y debido a ello, el poder de Saric era incomparable.

Absoluto.

—Hay movimiento.

Se volvió ante el anuncio de Brack. Dos jinetes habían entrado al valle desde los cañones que había más allá. Cabalgaban lado a lado, lentamente, sin ninguna señal de ansiedad.

—Nos atrajeron —opinó Varus, escupiendo a su lado derecho con evidente disgusto.

—Así parece —comentó Saric—. ¿Ven algún peligro? Alguno de ustedes.

Silencio por un instante.

—No.

—No, mi señor.

—Veamos entonces de qué está hecho nuestro astuto enemigo, ¿de acuerdo?

Saric espoleó su caballo al frente, andando al mismo paso tranquilo de los dos jinetes que se aproximaban. Detrás de él, el ejército cobraba vida con precisión. Dos líneas de caballos irrumpían hacia los flancos, marchando como uno de modo que la tierra vibraba con cada pisada mientras los capitanes de Saric emergían a lo largo del corredor.

Los mortales se detuvieron, como a cien pasos de distancia.

—Mantengan atrás a sus jinetes —ordenó Saric—. No quiero perseguir a un enemigo que huye por estos parajes. Estarán preparados para emboscar.

Casi al instante, la caballería a cada lado desaceleró su paso hasta una marcha cautelosa, amplia pero en paralelo con Saric.

Los dos nómadas reanudaron su aproximación. Ambos montaban sementales de raza, criados para recorrer grandes distancias, según la tradición. Tenían el cabello largo, trenzado y con cuentas, y vestían una mezcla de cuero café oscuro con visos rojos y metal pintado o tejido en mangas y pechos. Las botas estaban ubicadas en estribos adheridos a livianas monturas.

Saric nunca había visto un nómada aparte del explorador que capturaran dos días antes. Tenía sentido que quienes manipulaban a Jonathan fueran tras las descontentas tribus que siempre se habían opuesto al Orden, y que sobrevivían sin las comodidades de la ciudad. Estos podían correr y ocultarse como chacales. Era evidente que también podían mantener combates cuerpo a cuerpo y que no eran ajenos a la estrategia. Porque allí no se podía confundir el asunto: lo habían traído aquí con intención.

Solo cuando estuvieron a cincuenta pasos Saric vio que uno de ellos era una mujer. Mentón arrogante y mirada acerada.

Material exótico para una concubina.

Aún sin indicios de guerreros adicionales en terreno elevado.

Los jinetes se detuvieron a treinta pasos, prudentes y aparentemente sin impacientarse. Pero Saric tenía mejor entendimiento como para no subestimarlos.

—Esa es una distancia suficiente —gritó el hombre, con voz firme.

¿Quién era este tipo que se atrevía a darle órdenes? ¿Le dirigían el camino dos guerreros solitarios? ¿Qué clase de enemigos podían acercarse a tan apabullante despliegue de fuerza y exigir que no se movieran más?

Nómadas.

—Deténganse —ordenó Saric con la mano en alto.

Inmediatamente, las columnas detrás de él dejaron de marchar al unísono. El silencio cundió en el valle.

Esta era la primera vez que Saric veía a un nómada mortal fuera de cautiverio, y por un instante quedó cautivado. Aquí no había un enemigo cobarde, sino una criatura llena de extraño poder. Poder igual al suyo propio y que emergía del hombre en algo como olas, como calor. ¿Qué clase de sangre hacía tan valiente a un hombre? Hasta la mujer lo miraba directamente con una audacia que Saric encontraba irresistible. Si lo que Rom le había dicho a Feyn era verdad, por las venas de esta gente corría la sangre natural de un niño que había nacido sin Legión con la que contender. Pura, no manipulada por la alquimia.

Una repentina y cruda sensación como de garras afiladas se le hundió en el corazón. El instante en que sintió la salvaje emoción supo de qué se trataba.

Celos.

Inmediatamente, la reemplazó con otra pasión: ira.

Pero ninguna de ellas le serviría. El error de la humanidad durante la era del Caos había sido la incapacidad de controlar tan poderosos sentimientos. Él había evolucionado mucho más.

En realidad, él era maestro… y creador.

Aún sobre tan magníficas criaturas como estas dos, sentadas en sus caballos, mirándolo.

Pronto verían.

Roland miró sobre el enorme ejército de Saric, muy consciente de los nervios que le bajaban por cuello y brazos. Mediante un rápido cálculo, allí muy bien había más de diez mil de ellos. Muchísimos más de los que les habían hecho creer.

Olían como una horda infernal. Aun a esta distancia era muy difícil soportar la pestilencia.

Su formación era casi perfecta: tres enormes bloques de tres o cuatro mil cada uno, un cuarto montado, el resto a pie. Cualquiera que hubiera sido la disciplina empleada en su entrenamiento, había sido eficaz; difícilmente podían ser más ordenados o resueltos si fueran mecanizados.

Dos generales a los lados del líder, a medio caballo de distancia por detrás. Altos y fornidos, tan seguros de sí mismos como rocas frente a la brisa del mediodía. Pero Roland ya se había topado con algunas de estas rocas y sabía cuán rápido se podían mover.

Y luego estaba Saric con su armadura de cuero negro, con sus hebillas de plata y mangas rojas, una exhibición de autoridad. Igual que el resto de los sangrenegras, tenía la piel pálida, casi traslúcida bajo el intermitente sol. Aun desde aquí los ojos mortales de Roland pudieron detectar las líneas de venas negras cerca de la superficie de la piel de Saric. Las fijas cuencas de sus ojos negros, como dos carbones en un rostro reseco por el sol.

Sepulcral. Y escalofriantemente hermoso.

—¿Estás seguro, hermano? —preguntó Michael respirando hondo.

—Siempre y nunca estoy seguro —contestó él en tono apenas más fuerte que un susurro—. Lista para correr si algo sale mal. A través de los cañones en la ruta que te mostré. No los lleves hacia nuestro campamento. Directo al oeste y corta…

—Sé qué hacer. Ten cuidado.

—Espera aquí.

El príncipe nómada espoleó un poco su montura, la guió hacia delante y se detuvo a quince pasos de Saric.

—Deseo hablar con Saric, hermano de la soberana —expresó, negándole otro título más que ese—. Tienes mi palabra de que no te haré daño. No tengo intención de enfadar a esta maquinaria militar, solo quiero hablar de condiciones.

Saric miró, impasible. Ni siquiera un parpadeo.

—Te debe de parecer extraño que dos de mi clase se enfrenten a diez mil de ustedes —continuó Roland—. Te podrías preguntar cómo atraje tan fácilmente a tu ejército con el mensaje de un solo hombre, uno de mis guerreros más humildes. Y haces bien en dudar que los guerreros que dirijo sean solo setecientos, como él te dijo. Ahora comprendes que no sabes nada de nuestro verdadero poder. Así que acércate más y permíteme explicarte.

Ese fue un largo discurso para Roland, pero estaba tratando con un hombre del Orden, dado a tales demostraciones de poder. Así que dejó que sus palabras actuaran en este pálido jefe supremo, este creador de sangrenegras, contento de saber que, a pesar de las apariencias, aún conservaba la superioridad. Él los había engañado a todos ellos. También estaba fuera del alcance de esta gente, era capaz de desaparecer en segundos en el interior de los cañones. Por rápidos que fueran los mismos sangrenegras, sus corceles no vencerían al semental nómada.

No obstante, aquí había algo más que Roland no podía desechar fácilmente. Así como Saric debía reevaluar ahora todo lo que sabía acerca de la fuerza mortal, Roland debía hacer lo mismo. Podía oler la ira y la ambición flotando en ese mar de humanidad, casi tan fuerte como la hediondez a muerte.

¿Pero era realmente hediondez a muerte? Para nada era igual a la de los amomiados; los poderosos visos de lo que él podría llamar lealtad y afecto eran tan fuertes como una niebla espesa en el valle. Afecto. Quizás incluso amor.

¿Sería posible que Saric hubiera hallado de veras una manera de crear vida al igual que Jonathan? ¿Vida plena, con emoción?

Allí montado a caballo se hallaba un individuo poderoso, un guerrero al que Roland reconocía como majestuoso. ¿Quién más podría haber organizado la derrota del Orden y el florecimiento de tal ejército como este hombre singularmente fuerte que nació para gobernar?

El deseo de someter a un enemigo de igual fortaleza batalló dentro de Roland con simple admiración, y se le vino a la mente que un día mataría a este individuo o se uniría a él. No podía haber término medio.

Aún no había respuesta de Saric.

—Ven ahora. ¿Te asustas tan fácilmente de dos de nosotros?

—¿Te parezco imbécil? —manifestó Saric al fin sin una pizca de inquietud en la voz.

—Definitivamente, no.

—Entonces acércate más .

Roland consideró la solicitud, juzgando la posibilidad de un ataque personal. Saric tenía poco que ganar matándolo. Era Jonathan quien amenazaba su poder, no uno de dos guerreros solitarios. En cualquier caso, el nómada había desafiado al poderoso, y ahora estaba obligado a aceptar ese mismo desafío. Cualquier cosa menos sería una muestra de debilidad.

Cortó a la mitad la distancia entre ellos.

—No deberías temer a quien ha venido a darte las llaves de tu reino —expresó Roland.

—No estoy seguro de que entiendes tu posición —replicó Saric con una sonrisa burlesca en la boca.

—La entiendo muy bien. Ordena a dos de tus hombres que me maten, y morirás tú también.

Ninguno se movió. Esos ojos negros lo analizaban, desprovistos de emoción. No obstante, el hedor del hombre estaba saturado de ira… y de extraña ansiedad.

—Pareces muy confiado —comentó Saric.

—Debo conocer a mi enemigo. Que sean tres hombres si lo deseas.

—Como quieras —ratificó Saric haciendo una inclinación con la cabeza—. Varus, complace al hombre.

El sangrenegra a la derecha de Saric se volvió y profirió una orden. Sin titubear, tres caballos salieron de las filas detrás y trotaron al frente.

—A pie —decidió Roland señalando un pequeño montículo, a veinte pasos a la izquierda de Michael.

Sin esperar respuesta, el príncipe hizo girar el caballo, cabalgó hacia donde esperaba Michael, y desmontó, pasándole las riendas.

—Recuerda, el cañón —le dijo a su hermana—. Ten listo mi caballo.

Entonces comenzó a caminar hacia el montículo.

Solo entonces los tres guerreros desmontaron. Se le acercaron corriendo, los tres en línea, abriéndose mientras se aproximaban.

Veinte pasos…

Pero Roland quería llegar al montículo, así que continuó y se detuvo solamente cuando estaba en lo alto, observando la embestida de los sangrenegras.

Diez pasos…

Respiró hondo, abrió los brazos a nivel de la cintura e inclinó la cabeza. En el momento siguiente vio.

El tiempo se redujo a un goteo.

Los sangrenegras llegaban corriendo, pero en la vista de Roland caminaban pesadamente como por barro pegajoso. Las greñas se les agitaban por detrás como humo negro en un sueño. Cada gramo de sus moles lidiando con la gravedad y la viscosidad del tiempo mismo, a fin de alcanzarlo. Eran tan voluminosos que él podría correr hacia ellos, tocar a cada uno, y esquivarlos en zigzag antes de que pudieran reaccionar.

Eso era un error, por supuesto. Ellos eran veloces… él ya sabía eso. Demasiado rápidos para arriesgarse a que lo acorralaran, o para pelear tres contra uno. Pero sus movimientos obrarían en contra de ellos mismos.

Roland sacó un cuchillo de la vaina en su cintura y lo lanzó impulsando la mano por detrás hacia el más cercano de los tres, el de la izquierda. La hoja voló por el aire y dio en el blanco, clavándose en la cavidad del ojo.

La cabeza del hombre se echó hacia atrás, los pies se le despegaron del suelo y fue a caer de espaldas lanzando un bufido. Muerto.

Cinco pasos…

Quedaban dos, uno en mitad de rotación de una espada de casi un metro de largo, de doble filo. Esta brilló hacia Roland como un platillo reluciente, para cortarle el torso.

No había manera de evitar la espada. Solo adelantarse un paso hacia ella mientras pasaba uno de los bordes, y antes de que lo agarrara el segundo.

Las hojas desaceleraron hasta convertirse en un zumbido y luego en el pesado giro de una rueda de dos radios. Roland decidió el momento y se lanzó hacia delante. Cuando lo hizo, el hombro se le estrelló contra la empuñadura, justo en su centro. La espada se precipitó sin causar daño.

El príncipe cayó y rodó hacia delante. Ya había sacado otros dos cuchillos, y lanzó tajos hacia arriba mientras ellos saltaban para evitarlo. Una de las hojas encontró el hueso de una pierna, y el impacto le hizo vibrar el hombro. El guerrero rugió de dolor y se lanzó hacia delante.

Roland se puso de pie detrás de ellos, pero el tercer hombre ya había girado y hacía oscilar por completo su arma.

—¡Roland!

El grito de Michael cortó el aire.

Una vez más, le sorprendió la velocidad de ellos. Era demasiado tarde para evitar la hoja. Demasiado desequilibrado para la arremetida. Así que desvió el golpe para recibirlo de lleno en el pecho, donde el cuero era más grueso, utilizando el largo total de su hoja para dispersar la fuerza del golpe a lo largo del borde tanto como le fuera posible.

La espada chocó contra el cuero. Lo cortó y le entró al pecho con un agudo escozor.

Pero no hasta el hueso.

Era todo lo que Roland necesitaba saber. Lanzó todo su peso para golpear el rostro del otro hombre, en el centro exacto. La nariz del sangrenegra se hundió ruidosamente contra los nudillos del nómada.

Entonces quitó la espada de la mano del hombre, la hizo oscilar como una honda y la clavó en el cuello descubierto del guerrero. Giró hacia el segundo sangrenegra que se tambaleaba con uno de los cuchillos de Roland que le sobresalía apestando de la pierna.

—¡Basta! —gritó Roland, apuntando hacia el ejército la sangrienta espada que tenía en la mano—. ¡Vete! Mientras aún estés vivo.

Pero el guerrero no parecía interesado en correr a cubrirse. Extrajo de la cintura un largo cuchillo y lo hizo girar cuidadosamente hacia la izquierda.

—¿Dónde aprendiste a pelear, nómada?

El príncipe no había esperado una pregunta tan típica de parte del sangrenegra. No bajo el escrutinio de sus superiores. Tampoco vio la necesidad de contestar.

—Haz regresar a tu hombre —advirtió, moviendo la barbilla en dirección a Saric—. ¡O lo mataré!

—Yo no huyo —expresó el guerrero.

—¡Mather! ¡Retrocede!

El sangrenegra se irguió al instante. Luego se puso de pie y corrió hacia sus filas, orden incuestionable.

Roland se dirigió hacia su caballo, saltó a la silla y giró.

—¿Estás bien? —preguntó Michael mirándole el pecho.

—Solo un rasguño.

Regresó al trote hasta donde Saric y se detuvo. Solo diez pasos los separaban. A excepción de los tres sangrenegras que habían sido enviados a pelear contra Roland, ni un alma parecía haberse movido. El ejército era extraordinariamente disciplinado. Como una máquina… desconcertantemente viva.

Roland supo entonces que no había manera de que los nómadas sobrevivieran a una batalla cuerpo a cuerpo con los sangrenegras. Tendrían que revisar con mucho cuidado qué estrategia usar.

—Impresionante —comentó Saric—. ¿Cuál es tu planteamiento?

—¿Dónde está Pasha?

—Tu hombre.

—Sí.

—Feyn lo mató.

Feyn. La que Rom insistía en que era la única esperanza que tenían.

El príncipe solo hizo un brusco asentimiento de cabeza.

—Mi planteamiento es que pasarás muchos trabajos si vienes contra nosotros. Pero no tienes que hacerlo.

—¿Es eso cierto?

—Lo es.

—¿Por qué?

—Porque tú quieres a Jonathan —anunció Roland—. Y yo te lo puedo entregar.

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