Mashenka

Mashenka


13

Página 16 de 21

13

Ganin había regresado a su dormitorio, donde comenzó a hacer las maletas. De debajo de la cama sacó dos maletas de cuero, una de ellas con funda a cuadros, y la otra sin protección, de cuero castaño, con pálidas marcas de etiquetas despegadas, y vació el contenido en el suelo. Luego, de la móvil y chirriante oscuridad del armario extrajo un traje negro, un pequeño montón de ropa interior y un par de botas pesadas, de color castaño y con clavos de latón. De la mesilla junto a la cama sacó, en dos o tres veces, una variopinta colección de diversos objetos: apelotonados pañuelos sucios, hojas de afeitar con manchas de herrumbre alrededor de sus circulares orificios, periódicos viejos, gemelos amarillentos como dientes de caballo, un calcetín de seda roto, desemparejado…

Se quitó la chaqueta, se puso en cuclillas junto a aquel triste y polvoriento montón de desechos, y comenzó a separar lo que pensaba llevarse de lo que pensaba tirar.

Primeramente puso en la maleta el traje y la ropa interior. Después, la pistola automática y unos pantalones de montar, muy desgastados en la parte del trasero.

Mientras se preguntaba qué iba a meter a continuación, reparó en una cartera negra que había caído debajo de la silla, cuando volcó las maletas en el suelo. La cogió, y se disponía a abrirla, sonriente al pensar en su contenido, cuando se dijo que debía terminar cuanto antes de hacer las maletas, por lo que se metió la cartera en el bolsillo trasero del pantalón, y comenzó a arrojar, al azar, los diversos objetos en las dos maletas abiertas: arrugadas prendas interiores sucias, libros rusos que sólo Dios sabía cómo habían ido a parar a sus manos, y todas aquellas cosas insignificantes pero en cierto modo inapreciables que tan conocidas nos son a la vista y al tacto, y cuya única virtud radica en que permiten que la persona condenada a huir sin cesar se encuentre como en su casa, aunque la sensación sea muy leve, cuando saca de las maletas esos perecederos y humanos deshechos por centésima vez.

Después de llenar las maletas, Ganin las cerró, las puso en pie, una al lado de la otra, y llenó la papelera con los cadáveres de los viejos periódicos. Echó una ojeada al dormitorio, ya vacío, y salió para saldar cuentas con la patrona.

Cuando Ganin entró, Lydia Nikolaevna leía, tiesamente sentada en un sillón. La perra dachshund abandonó deslizándose la cama, y comenzó a retorcerse junto a los pies de Ganin, en un arrebato de histérica devoción.

Lydia Nikolaevna se entristeció al darse cuenta de que, en esta ocasión, Ganin realmente se disponía a partir. Sentía simpatía hacia la alta y tranquila figura de aquel pupilo. Lydia Nikolaevna solía acostumbrarse a la presencia de sus huéspedes, y en su inevitable partida veía algo emparentado con la muerte.

Ganin le pagó la pensión de la semana anterior, y besó su mano, leve como una hoja seca.

Cuando iba por el pasillo, Ganin recordó que los bailarines le habían invitado a una fiesta que se celebraría aquella noche, por lo que decidió no irse todavía. Siempre le quedaba el recurso de alojarse en un hotel, incluso pasada la medianoche.

Contemplando con beatífica y atemorizada mirada cuanto tenía alrededor, techo, suelo y paredes, exclamó mentalmente: «¡Mañana llega Mashenka! ¡Y mañana me la llevaré conmigo!». Esto le produjo un estremecimiento interior, como un delicioso suspiro de todo su cuerpo.

Con rápidos movimientos, sacó la cartera negra en la que guardaba las cinco cartas recibidas mientras se encontraba en Crimea. En un instante, recordó íntegramente aquel invierno en Crimea, el invierno de 1917 a 1918. El viento del nordeste impulsaba el apestoso polvillo a lo largo de la costa de Yalta; una ola se estrellaba en el rompeolas y sus aguas invadían el paseo; los insolentes y pasmados marineros bolcheviques; después, los alemanes con sus cascos como setas de acero; luego, las alegres escarapelas tricolores, días de expectación, ancho espacio en el que respirar…; una flaca y menuda prostituta, con cabello rizado y perfil griego, paseando por el rompeolas; el viento del nordeste volvía a traer la música de la banda en el parque; y, por fin, su compañía iniciaba la marcha, estancias en villorrios tártaros en los que durante todo el día brillaba la navaja en las minúsculas barberías, como siempre había brillado, y el jabón de afeitar le hinchaba a uno las mejillas, y en las polvorientas calles los rapaces se peleaban con bastones, tal como lo habían hecho mil años antes.

Ganin separó la primera carta. Era una sola hoja alargada, con un dibujo, en el ángulo superior izquierdo, representando a un hombre joven, con chaqué azul, sosteniendo con la izquierda, a la espalda, un ramo de flores, y besando la mano a una señora, tan delicada como él, con pendientes junto a las mejillas, y un vestido escotado, de color de rosa.

Esta primera carta le había sido retransmitida desde San Petersburgo a Yalta. Fue escrita dos años después de aquel maravilloso otoño.

«Lyova, hoy hace una semana que llegué a Poltava, y me aburro terriblemente. No sé si tú y yo volveremos a vernos, pero quisiera que jamás me olvidaras».

La letra era pequeña y redondeada, causando la impresión de que avanzara de puntillas. Para mayor claridad, alguna letra estaba subrayada, y la última letra de cada palabra se prolongaba en un trazo impetuoso hacia la derecha; únicamente al final de una palabra, se inclinaba la cola hacia dentro, de un modo conmovedor, como si Mashenka se hubiera arrepentido de la palabra, en el último instante. Sus puntos eran grandes y decisivos, pero había en el texto muy pocas comas.

«Llevo una semana contemplando la nieve, la blanca y fría nieve. Es fría, desagradable y deprimente, y de repente por la mente cruza la idea, como un pájaro, de que en algún lugar, lejos de aquí, hay gente que vive una vida totalmente distinta. Esta gente no vive aislada, como yo, en una pequeña casa de campo.

»No, el aburrimiento, aquí, no se puede soportar. Escríbeme, Lyova, aunque sólo sea para contarme trivialidades».

Ganin recordaba el momento en que recibió esta carta, recordaba que recorrió un pedregoso y empinado sendero, aquel distante atardecer del mes de enero, y que pasó junto a las puntiagudas estacas de las empalizadas tártaras, con alguna que otra calavera de caballo aquí y allá, recordó que se sentó junto a un riachuelo cuyas aguas lamían suaves piedras blancas, y que, por entre las incontables ramas de un manzano, delicadas y delineadas con pasmosa claridad, contempló el cielo tiernamente sonrosado, en el que la luna nueva se deslizaba como un traslúcido recorte de uña, y a su lado, junto al cuerno bajo, temblaba como una gota brillante la primera estrella.

Aquella misma noche contestó la carta, hablando de la estrella, de los cipreses del jardín, del asno cuyos rebuznos oía todas las mañanas, en el patio tártaro, detrás de la casa. Escribió amorosamente, ensoñado, recordando los húmedos amentos en el resbaladizo puente del pabellón en que se encontraron por vez primera.

En aquellos tiempos las cartas tardaban mucho en llegar a su destino. Hasta el mes de julio no recibió la respuesta.

«Muchas gracias por tu dulce carta sureña. ¿Por qué dices que todavía te acuerdas de mí? ¿Y que nunca me olvidarás? ¿De veras? ¡Qué maravilla!

»Hoy hace un tiempo encantador, fresco y agradable, porque acabamos de tener un chubasco y el cielo está despejado. Voskresensk, ¿recuerdas? ¿No te gustaría volver a pasear por aquellos parajes tan conocidos? A mí sí. Siento unos enormes deseos de hacerlo. Qué agradable era pasear bajo la lluvia, por el parque, en otoño… ¿Por qué razón el mal tiempo no nos entristecía, entonces?

»Dejo la carta por un rato, y me voy a dar un paseo.

»Ayer no pude concluir la carta. Horroroso, ¿verdad? Perdóname, querido Lyova. Te prometo que no volveré a hacerlo».

Ganin bajó la mano en que sostenía la carta, y quedó unos instantes sumido en sus pensamientos. Qué bien recordaba las alegres formas de expresión de Mashenka, su corta y honda carcajada cuando pedía disculpas, la rápida transición desde el suspiro de melancolía a la mirada de ardiente vitalidad…

En la misma carta, Mashenka había escrito:

«Durante largo tiempo he estado preocupada por tu paradero y tu suerte. Ahora no debemos romper el débil hilo que nos une. Son muchas las cosas que quiero decirte y preguntarte, pero mi pensamiento vaga sin rumbo. Desde aquellos tiempos, he visto muchas desdichas y también he sido desdichada. Escribe, escribe por el amor de Dios, escribe más a menudo y más extensamente. Que tengas suerte, mucha suerte. Me gustaría despedirme de un modo más afectuoso, pero quizás haya olvidado cómo hacerlo, después de tanto tiempo. ¿O es que hay algo que me lo impide?».

Después de recibir esta carta, estuvo varios días tembloroso de felicidad. No podía comprender cómo había sido capaz de separarse de Mashenka. Sólo recordaba el primer otoño que pasaron juntos, y todo lo demás, aquellos tormentos y peleas, quedaban en segundo término, lejanos e insignificantes. La lánguida oscuridad, el consabido resplandor del mar en la noche, el aterciopelado susurro de los cipreses en las estrechas sendas, el brillo de la luna en las anchas hojas de las magnolias, todo le deprimía.

El cumplimiento del deber le obligaba a quedarse en Yalta —corrían los días de la guerra civil—, pero momentos había en que pensaba en abandonarlo todo e ir en busca de Mashenka, por las casas de campo de Ucrania.

Era conmovedor y maravilloso que sus cartas consiguieran cruzar la terrible Rusia de aquellos días, como blancas mariposas volando por encima de las trincheras. Su contestación a la segunda carta de Mashenka tardó mucho en llegar a manos de ésta, que era incapaz de comprender las razones, por cuanto pensaba que los normales obstáculos de aquellos tiempos desaparecían, en cuanto hacía referencia a sus cartas.

«Quizá te parezca raro que te escriba a pesar de tu silencio, pero lo hago porque no creo, me niego a creer, que no quieras contestarme. Si no me has contestado, no se debe a que no quieras, sino sencillamente a que… en fin, a que no puedes, o a que no has tenido tiempo, o a cualquier cosa. Dime, Lyova, ¿no te parece gracioso recordar lo que en cierta ocasión me dijiste, es decir, que estar enamorado de mí era para ti, lo mismo que vivir, y que si algún día no pudieras quererme dejarías de vivir? Sí, todo pasa, todo cambia. ¿Te gustaría que volviera a ocurrir todo lo que nos ocurrió? Me parece que hoy me encuentro excesivamente deprimida…

»Pero hoy es primavera y mimosa venden,

te traigo un ramo, frágil como un sueño,

porque en todas las esquinas la ofrecen.

»Es un lindo poemita, pero no puedo recordar el principio y el final, ni tampoco el nombre del autor. Ahora, esperaré tu carta. No sé cómo despedirme de ti. Quizá con un beso. Sí, creo que sí, creo que ya te lo he dado».

Dos o tres semanas después, le llegó la cuarta carta.

«Tu carta me produjo una gran alegría, Lyova. ¡Qué carta tan bonita! Sí, estás en lo cierto, un amor tan intenso y radiante es inolvidable. Dices que darías cuantos días de vida te quedan a cambio de un instante de nuestro pasado, pero yo creo que sería mucho mejor que nos volviéramos a ver y pudiéramos comparar.

»Lyova, si vienes, llama a la centralita telefónica, y pide el número 34. Te contestarán en alemán, porque se trata de un hospital militar alemán. Diles que me avisen.

»Ayer fui a la ciudad, y me divertí un poco. Había mucha alegría, con mucha música y luz. Un hombre muy divertido, con barbita amarilla, se inventó un juego de sociedad en mi honor, y me calificó de reina del baile. Hoy me aburro, me aburro terriblemente. Es una lástima que los días pasen así, tan sin pena ni gloria, tan estúpidamente, pese a que debieran ser, según dicen, los más felices años de nuestra vida. Creo que pronto me convertiré en una hipócrita, perdón, quería decir una hipocondríaca. No, no permitiré que ocurra.

»¡Quiero librarme del yugo del amor,

y esforzarme en dejar de pensar!

¡Quiero beber, beber y beber,

y constantemente el vaso llenar!

»¿No está mal, verdad?

»Escríbeme a vuelta de correo. ¿Vendrás y nos veremos? ¿Imposible? Bueno, es horrible. Pero ¿a lo mejor puedes? Qué tonterías escribo, ¿cómo puedo pensar que hagas el largo viaje hasta aquí, sólo para verme? ¡Cuánta vanidad! ¿No crees?

»Antes de escribirte, he leído un poema en una vieja revista. Es de Krapovitsky, y se titula “Mi pequeña perla pálida”. Me ha gustado mucho. Escribe y cuéntamelo todo. Te mando un beso. Otros versos que también he leído. Son de Podtyagin:

»Sobre el bosque y el río brilla la luna llena,

¡mira el agua móvil, con cuánta belleza destella!».

Ganin musitó:

—Pobre Podtyagin. Es extraño, muy extraño. Si alguien me hubiera dicho que llegaría a conocerle, no lo hubiera creído.

Con una sonrisa, sacudiendo la cabeza, Ganin desplegó la última carta. La recibió la víspera de su partida hacia el frente. Al alba, hacía frío a bordo del buque, aquel día de enero, y el café de bellotas le había dejado medio mareado.

«Eyova, querido Lyova, ¡con cuánta impaciencia he esperado tu carta! Ha sido muy difícil para mí escribirte cartas tan medidas, refrenando mis sentimientos. ¿Cómo he sido capaz de vivir tres años sin ti, cómo me las he arreglado para sobrevivir, sin tener razón alguna para ello?

»Te quiero. Si vienes, te mataré a besos. ¿Recuerdas estos versos?

»Escribid diciéndoles que a mi hijo Lyov

le mando uno y mil besos,

que un casco austríaco de Lvov

pienso regalarle por su cumpleaños,

pero mandad nota aparte a mi padre…

»¡Dios mío, qué lejos están aquellos días de esplendor en que nos amábamos…! Igual que tú, pienso que volveremos a vernos, pero ¿cuándo?, ¿cuándo?

»Te quiero. Ven a mi lado. Tu carta me ha producido tal alegría que aún estoy medio loca, de felicidad…».

Mientras formaba un ordenado montón con las cinco cartas dobladas, Ganin repitió suavemente:

—Felicidad… Esto, precisamente esto: felicidad. Ahora, dentro de doce horas, volveremos a vernos.

Se quedó quieto, inmóvil, sumido en secretos y deliciosos pensamientos. No le cabía la menor duda de que Mashenka seguía amándole, igual que antes. Ganin sostenía las cinco cartas de la muchacha en la mano. Fuera había anochecido, y todo estaba oscuro. En el dormitorio, las asas de las dos maletas lanzaban destellos. La desolada estancia olía a polvo.

Seguía Ganin sentado en la misma postura, cuando a sus oídos llegaron voces en el pasillo junto a la puerta de su cuarto, y, de repente, sin llamar, entró Alfyorov.

Sin dar muestras de la menor inhibición o arrepentimiento, dijo:

—Lo lamento infinito. No sé por qué razón he pensado que se había usted ido ya.

Mientras sus dedos jugueteaban con las cartas dobladas, Ganin contempló, sin expresión en las pupilas, la amarillenta barbita de Alfyorov.

La patrona apareció en la puerta.

Alfyorov torció el cuello. Luego cruzó el dormitorio, con aire de propietario, y dijo:

—Lydia Nikolaevna, es absolutamente necesario que apartemos este maldito trasto, de modo que se pueda abrir la puerta y pasar de un dormitorio a otro. Alfyorov intentó mover el armario, lanzando gruñidos y tambaleándose impotente.

—Permítame —dijo Ganin con alegría.

Se metió la cartera negra en el bolsillo, se puso en pie, se acercó al armario, abrió las manos y escupió en sus palmas.

Ir a la siguiente página

Report Page