Mashenka

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Los negros trenes pasaban rugiendo, y a su paso se estremecían las ventanas de la casa. Pasaban con un movimiento parecido al de unos fantasmales hombros sacudiéndose de encima una carga, y montañas de humo se alzaban hacia lo alto, ocultando el cielo nocturno. A la luz de la luna, los tejados ardían con un suave y metálico resplandor. Y bajo el puente de hierro despertó una sonora y negra sombra cuando el tren negro lo cruzó rugiente, despidiendo una parpadeante cadena de luz a lo largo de su cuerpo. El metálico rugido y la masa de humo parecieron traspasar la casa, que temblaba entre la brecha por la que pasaban los raíles, como líneas trazadas por un dedo iluminado por la luna, a un lado, y la calle cruzada por un puente que esperaba el rugido del próximo tren, al otro. La casa era como un espectro sobre el que se podía poner la mano para estrujarlo.

En pie junto a la ventana del dormitorio de los bailarines, Ganin contemplaba la calle. Mate brillaba el asfalto, negras y encogidas figuras iban de un lado para otro, desaparecían en las sombras y volvían a surgir a la luz oblicua de los escaparates. En una ventana sin cortinas de la casa frontera, se veían destellos de cristal y marcos dorados, en un ambiente color de ámbar. Y en aquel instante una elegante sombra negra cerró las persianas.

Ganin dio medio vuelta. Kolin le ofreció, tembloroso, un vaso de vodka.

La estancia estaba iluminada por una pálida y algo extraña luz, debido a que los ingeniosos bailarines habían cubierto la lámpara con una pieza de seda color malva. En la mesa, en medio de la habitación, las botellas despedían un brillo violáceo, el aceite brillaba en las abiertas latas de sardinas, y había bombones envueltos en papel de plata, un mosaico de porciones de salchicha y pastelillos de carne.

Sentados a la mesa estaban: Podtyagin, pálido y átono, con la amplia frente cubierta de gotas de sudor; Alfyorov, luciendo una corbata de seda nueva; y Klara, con su sempiterno vestido negro, lánguida y arrebolada, a causa del barato licor de naranja ingerido.

Gornotsvetov, sin chaqueta, y con una sucia camisa de seda de cuello abierto, sentado en el borde de la cama, afinaba una guitarra que había conseguido sabía Dios dónde. Kolin no dejaba de moverse ni un instante, ocupado en escanciar vodka, licores, pálidos vinos del Rhin, moviendo cómicamente las caderas, mientras su delgado torso, aprisionado en una prieta chaqueta azul, permanecía casi inmóvil.

Alzó los ojos para dirigir una tierna mirada a Ganin, y le formuló la consabida pregunta, en tono de amable reproche:

—¿Cómo es eso? ¿No bebe?

—Sí, claro, cómo no… —contestó Ganin, sentándose en el alféizar de la ventana, y cogiendo el frío vaso que le ofrecía el bailarín. Se echó la bebida al coleto, y miró a los que se sentaban alrededor de la mesa.

Todos guardaban silencio, incluso Alfyorov, a quien la emoción de pensar que dentro de ocho o nueve horas llegaría su esposa había dejado sin habla.

Gornotsvetov ajustó una clavija y pulsó una cuerda:

—Ya está afinada.

Tocó un acorde, y mató el sonido con la palma de la mano.

—¿Por qué no cantan, caballeros? Canten en honor de Klara. Vamos, cantemos: Cual fragante flor…

Alfyorov sonrió a Klara, se inclinó hacia atrás, por lo que poco faltó para que cayera, ya que estaba sentado en un taburete sin respaldo, levantó el vaso en ademán de galantería fingidamente cómica, e hizo un esfuerzo para cantar en falsa y afectada voz de tenorino, pero nadie le secundó.

Gornotsvetov tocó unas notas más, y dejó la guitarra. Todos se sentían inhibidos.

—¡Menudo coro! —se quejó Podtyagin, y sacudió la cabeza, apoyada en la palma de la mano.

Se encontraba mal. El recuerdo de la pérdida de su pasaporte se combinaba con una clara dificultad en respirar. Lúgubremente, añadió:

—No debiera beber. Esta es la razón de todo.

—Ya se lo he dicho —murmuró Klara—. Pero es usted como un niño, Antón Sergeyevich.

Kolin revoloteó alrededor de la mesa, meneando las caderas:

—¿Cómo es que no están todos comiendo y bebiendo?

Comenzó a llenar vasos. Nadie dijo nada. No cabía la menor duda de que la fiesta era un fracaso.

Ganin, que hasta aquel momento había estado sentado en el alféizar de la ventana, contemplando con una débil sonrisa de ironía el malva esplendor de la mesa y los rostros extrañamente iluminados, saltó bruscamente al suelo y soltó una carcajada de límpido sonido. Mientras se dirigía hacia la mesa, dijo:

—Llene todos los vasos, Kolin. Más vino para Alfyorov. Mañana la vida cambiará. Mañana ya no estaré aquí. Vamos, vamos, a divertirse todos. Klara, deje ya de mirarme como una corza herida. Kolin, dé más licor de naranja o de lo que sea a Klara. Y usted, Antón Sergeyevich, anímese, hombre. De nada le servirá llorar por su pasaporte. Le darán otro pasaporte que será todavía mejor que el anterior. Vamos, recítenos alguna poesía. A propósito…

—¿Puedo quedarme con esta botella vacía? —dijo de repente Alfyorov, y en sus ojos excitados apareció un destello de lascivia.

Ganin se acercó a Podtyagin, y puso la mano sobre su hombro carnoso.

—A propósito, recuerdo algunos versos suyos, Antón Sergeyevich: «Luna llena… bosque y río…». ¿Son así, verdad?

Podtyagin volvió la cabeza y le miró. Luego, en su rostro se dibujó una lenta sonrisa:

—¿En qué calendario los ha encontrado? Les gustaba mucho imprimir mis versos en las hojas de los calendarios. En el reverso, antes de la receta culinaria.

—¡Señores, señores! ¿Qué va a hacer este hombre? —gritó Kolin, indicando a Alfyorov, quien, después de abrir la ventana, había levantado la mano en que sostenía la botella y se disponía a lanzarla a la noche azul.

—Dejen que haga lo que le dé la gana —rió Ganin.

La barbita de Alfyorov brillaba, la nuez del cuello se le había hinchado, y la brisa nocturna agitaba el escaso pelo de sus sienes. Trazó con el brazo un arco, lo bajó, sin soltar la botella, dejándolo caído al costado, y así se quedó unos instantes, hasta que, solemnemente, puso la botella en el suelo.

Los bailarines se echaron a reír.

Alfyorov se sentó al lado de Gornotsvetov, cogió la guitarra de sus manos e intentó tocarla. Alfyorov era un hombre que se emborrachaba muy fácilmente.

Con dificultad en el habla, Podtyagin dijo:

—¡Qué seria está Klara! Las chicas como ella solían escribirme unas cartas realmente conmovedoras. Pero ahora Klara ni siquiera quiere mirarme.

Pensando que jamás se había sentido tan desgraciada como ahora, Klara dijo:

—No beban más, por favor.

Podtyagin consiguió esbozar una sonrisa, y tiró de la manga de Ganin:

—Aquí tenemos al futuro salvador de Rusia. Vamos, Lyovushka, hable, cuéntenos algo, ¿por qué territorios ha vagado, dónde ha luchado?

Con benévola sonrisa Ganin dijo:

—¿De veras? ¿Quieren que les cuente algo?

—¡Naturalmente! Esto me ayudará a superar mi depresión. ¿Cuándo salió de Rusia?

—¿Cuándo? Kolin, por favor, un poco más de esa bebida tan pegajosa. No, no es para mí, es para Alfyorov. Sí. En su vaso.

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