Mafia

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Tres meses después » Mauro

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Mauro

Una fuerte capa de humo ennegrecida me impedía respirar. Taponaba mis fosas nasales, oprimía mis pulmones. Arrastraba un aroma nauseabundo a pólvora y madera quemada. Pero curiosamente no me nublaba la vista.

Enfrente, a unos dos metros de mí, Cristianno agonizaba sobre el cuerpo moribundo de Kathia. Ambos empapados con la sangre que esta había perdido.

Estiré un brazo y deseé poder encontrar las fuerzas para arrastrarme por el suelo e ir hacia ellos; tenía que hacer algo por salvarles, no podía dejar que murieran delante de mí.

Entonces… alguien sonrió. Toda mi piel se estremeció de miedo. Y, aunque no quise hacerle caso, supe qué vendría a continuación.

Alessio apareció sujetando una pistola. Me guiñó un ojo antes de apuntar a la cabeza de Cristianno con el arma.

—Despídete de tu compañero, hijo mío —dijo jocoso antes de presionar el gatillo. Aquel ruido atronador se entremezcló con mi grito desgarrador.

Y desperté.

Me incorporé en la cama como un resorte, notando la delgada capa de sudor pegada a mi pecho desnudo mientras estrujaba las sábanas entre mis manos. Jadeaba e incluso temblaba. Siempre que eso sucedía tardaba al menos unos minutos en volver a controlar mis constantes.

Esa maldita pesadilla se había repetido desde hacía semanas. Una y otra vez. En ocasiones incluso me robaba el sueño y ni siquiera los somníferos me ayudaban a recuperarlo.

Coloqué los pies en el suelo y me froté el cabello al tiempo en que recobraba el aliento. El sol entraba por los ventanales de mi habitación dándole un tono dorado al entorno. Eché una rápida ojeada hacia el otro extremo de la cama, pero, como había supuesto, Giovanna ya no estaba ahí.

A lo lejos, el agua de la ducha caía. Y eso me hizo sonreír. Me alegró saber que le había ahorrado el momento de verme de nuevo en la tesitura de recrear mis tormentos; ella también los arrastraba, a su manera. En realidad, todos teníamos algo que nos atormentaría de por vida.

Habían pasado unos tres meses desde que todo había terminado. Las primeras semanas fueron puro desconcierto. Tuvimos que dar muchísimas explicaciones, no solo a la prensa, sino también al estado. Situación que pudimos controlar excelentemente gracias al cargo de alcalde de Roma que se le había asignado a Silvano. Su gestión de rehabilitación ayudó a calmar los comentarios más odiosos y a convencer a los más escépticos; tanto que a nadie le importó que mi tío decidiera agotar la legislatura que debería haber cumplido Adriano Bianchi. Seguramente hasta repetiría.

Ahora mi familia vivía momentáneamente en la que había sido la mansión de la familia Carusso. La explosión que había provocado la muerte de Alessio destrozó las tres últimas plantas del edificio Gabbana haciendo que el inmueble completo corriera peligro. Y, teniendo en cuenta la zona en la que estaba ubicado, que hubiera un derrumbamiento podría provocar daños muy duros. Así que sería una obra que llevaría meses.

Vivir en la mansión había sido idea de Enrico y Sarah. Allí había espacio suficiente (demasiado quizás) para albergar a toda la familia y además daba mayor privacidad de cara a la prensa y a los curiosos. Pero en mi caso, la estancia fue limitada.

Hacía poco más de seis semanas que nos habíamos traslado a vivir a la casa de Prati que adquirí para Giovanna. En realidad, era demasiado pronto para nosotros el dar un paso como ese, pero jamás fuimos una pareja normal. Ella no tenía donde ir y yo no estaba dispuesto a alejarme de ella, así que no se me ocurría mejor forma de empezar una vida juntos. De hecho, nos habíamos adaptado increíblemente bien.

Aunque esa extraña sensación neófita, que ahorra placer y aumenta el desconcierto, seguía pululando en el ambiente. A veces, Giovanna temía. Y lo manifestaba ante cosas tan sencillas como ignorar las ganas que tenía de regresar al instituto.

Sobre el tocador, la carpeta con los documentos que tenía que entregar al colegio San Angelo todavía estaban sin rellenar.

Me dirigí al baño y entré con sigilo sabiendo que me toparía con el cuerpo desnudo de mi novia bajo el agua de la ducha. Sus curvas se reflejaban en el cristal cubiertas de vaho y humedad. Siempre que la observaba de aquella manera notaba una fuerte presión en el vientre, una extraña necesidad.

Me acerqué a ella desprendiéndome de la ropa interior y abrí la mampara.

—¡Mauro! —Un gritito—. ¡Voy a tener que ponerte un cencerro! ¡Me has asustado, imbécil! —Exclamó Giovanna con el cabello a medio enjabonar.

—Yo también te quiero, cariño. —Terminé de entrar en la ducha, la cogí de la cintura y capturé su boca.

—Buenos días —jadeó ella.

—Humm, eso está mejor. —Y escondí la cabeza en su cuello más que dispuesto a pasar a la faena. No sería la primera vez que aquella bañera era testigo de cómo hacíamos el amor.

—Eres un guarro —sonrió al notar mi excitación.

—No te equivoques. —La miré arrogante—. No es guarro, sino ardiente.

—¿No tuviste suficiente anoche?

—Que poco me conoces, Carusso.

Continué con mis movimientos, besando su cuello, acariciando sus pechos. Pero Giovanna no iba a dejarme pasar de ahí.

—Estate quieto. —Me apartó—. Tenemos muchas cosas que hacer y apenas tenemos tiempo.

Cierto. Debíamos organizar un viaje a Japón…

—Ni siquiera uno rapidito.

—No. Enjuágame el cabello, anda. —Me estampó su bonita mata de pelo enjabonado en toda la boca al darme la espalda. Fue como un guantazo, pero con divertida elegancia.

—Sí, jefa —sonreí. Esa chica era una traviesa. Comencé acariciando su cabello mientras el agua arrastraba el jabón. Giovanna había inclinado la cabeza y cerrado los ojos, estaba disfrutando del momento. Creo que aquel era un buen momento para hablarle—. He visto los documentos de la renovación de la matrícula sobre el tocador. Ni siquiera están escritos.

Lo dije con una entonación casual. No quería que se sintiera acorralada. Sin embargo, se le tensaron los hombros.

—Ah, no —tartamudeó.

—¿Por qué? —Yo seguí a lo mío, haciéndome el loco.

—No he tenido tiempo.

—Mentirosa —le susurré jocoso al oído—. El plazo de entrega termina en dos días. Mi primo, Kathia y los demás ya los han entregado. Y yo también.

Cualquiera no volvía al instituto después de la reja que nos había dado mi abuela (ayudada en exceso por mi encantadora tía). Así que volveríamos a repetir el último curso; exámenes, deberes, madrugones… Fiestas, copiar, hacer novillos. Si lo pensaba de ese modo, empezaba a gustarme.

—Así está bien —admitió ella al ver que terminaba de enjuagarle—. Gracias.

—Giovanna… —la detuve al ver que pretendía marcharse.

—¿Vas a obligarme a decirlo en voz alta, Gabbana?

No, ya sabía lo que se pasaba por su mente. Darle voz a ese pensamiento nos haría daño a ambos. Ella creía que se aprovechaba de mí, que estaba conmigo porque no le quedaba nada, pero eso era la mayor mentira que pudiera existir. No había razón para decírmelo, yo ya lo sabía. Todo el mundo se había dado cuenta de ello.

—Te lo he dicho —mascullé—. No estás sola, no tienes por qué abandonar tus pretensiones.

—¿Y si esto se acaba?

—¡No tiene por qué acabar! —Alcé la voz. Me molestaba que creyera que si terminaba me lo llevaría todo conmigo, concluiría con la poca estabilidad que ella hubiera podido conseguir—. Y si terminara, me encargaría de darte todas las oportunidades necesarias para que pudieras continuar tú sola. —Esa era la única verdad, joder.

—¿Harías eso por alguien que quiere alejarse de ti o que ni siquiera amas?

Apreté los dientes.

—¿Por quién coño me tomas, Giovanna? ¿Qué clase de monstruo crees que soy?

—Lo siento —suspiró ella, con la mirada bastante húmeda.

Lo último que quería era hacerla llorar. Me hirió ver su fragilidad tan expuesta. Sabía perfectamente qué clase de chica era. Giovanna no se doblegaba, era fuerte y resistente. Podía salir adelante ella sola. Pero temía por mí, por no saber cuánto podía durar aquello.

—Cariño, escúchame. —Le empujé con delicadeza hacia el interior de la ducha—. No se trata de medir el ego, ni recompensar tu muestra de lealtad. —No nos debíamos nada—. Se trata de formar una vida, de caminar juntos hacia una misma dirección. Yo quiero vivir esa aventura contigo. Estoy dispuesto. —Todo dependía de ella. Me acerqué a su oído—. Y si se acaba… Esta es tu casa.

Giovanna contuvo una exclamación al tiempo en que sus dedos se clavaban en mi pecho.

—Pero yo no quiero que termine.

—¡Gracias! —Exclamé antes de sonreírle y alcé las cejas—. Creí que me estabas dejando.

Eso la hizo reír.

—Gilipollas. —La besé.

—Entrega esos documentos, ¿entendido?

—Está bien —aceptó. Y un instante más tarde frunció el ceño antes de mirar hacia abajo—. ¡Oh! ¡¿Otra vez?!

En efecto, el pequeño Mauro también quería participar.

—¡Me he emocionado, ¿vale?! ¡Soy un chico de sangre caliente!

—Guarda a tu amiguito de una maldita vez. —Me empujó y salió de la ducha.

—¿En serio vas a dejarnos así? ¿No se te remueve la conciencia? —Me ignoró por completo mientras se colocaba el albornoz—. ¡Giovanna!

—¡Mastúrbate! —La oí gritar y eso me produjo una carcajada.

Terminé de ducharme y me dirigí al vestidor cuando de pronto escuché la voz de mi madre; hablaba con Giovanna en la cocina.

Tragué saliva incapaz de moverme. Había estado con ella miles de veces desde su regreso a Roma. Realmente no había sentido que nada hubiera cambiado entre los dos, seguía siendo la reina de mi vida. Sin embargo… ambos teníamos una cuenta pendiente. Una explicación que acordamos tácitamente comentar cuando ella estuviera preparada. No le había exigido nada, no le había impuesto nada; había decidido esperar. Porque se lo debía, por el respeto y el amor que le tenía tanto a ella como a mi… padre. Fabio.

Pero esa mañana sentí que la espera había terminado.

Bajé indeciso. No, nervioso. Así era. Estaba muy nervioso. Sabía que, en cuanto la mirara a los ojos, confirmaría mis sospechas.

Conforme me acercaba, las voces de mi novia y mi madre se hicieron más fuertes. Me tentó esperar un poco más porque me pareció extraordinario el modo en que se hablaban.

—¡Oh! ¿Quieres un café, Mauro? —Giovanna fue la primera en verme.

—Sí, gracias —dije—. Hola, mamá.

Ella me sonrió como si acabara de toparse con algo realmente bello. Tuve unas ganas locas de lanzarme a ella y darle un abrazo.

—Hola, cariño.

—Aquí tienes. —Giovanna dejó una taza de café sobre la mesa—. Iré a vestirme. Te veo después, Patrizia. —La besó en la mejilla.

—Hasta luego, cielo.

Mentiría si no dijera que el silencio que le siguió a la marcha de Giovanna no fue incómodo. Ni siquiera tuve valor de tomar un sorbo de mi café. Nunca habíamos experimentado algo así.

—Me gustaría que me acompañaras a un lugar —dijo.

—Por supuesto.

***

Mi madre detuvo su bonito Porsche negro frente a la verja principal del cementerio. Al desviarnos por Tiburtina, ya me había imaginado a donde se dirigía, pero no esperé sentirme tan inquieto.

Ella todavía no había soltado el volante. Me dio la impresión de que en cualquier momento arrancaría y saldríamos de allí. Miraba al frente tras sus gafas de firma mientras un pañuelo rojo oscuro le enmarcaba la cara. Vista desde mi posición, Patrizia Nesta parecía una elegante dama italiana del siglo pasado.

Apoyé mis dedos en su mano e hice un poco de presión para indicarle que no estaba sola. Que fuera lo que fuese lo que íbamos a hacer allí, estaría con ella.

Mi madre sonrió, cogió aire y salió del coche.

La seguí. Fui tras de ella todo el tiempo hasta que me detuve al ver como abría el panteón Gabbana. Entró tímida, sabiendo que yo me quedaría un poco rezagado, que le daría esa extraña intimidad que quizás necesitaba.

Y agaché la cabeza, porque mirar hacia la tumba de Fabio me resultó mucho más duro de lo que esperaba. Dentro de aquel sarcófago de piedra maciza descansaba el cuerpo de mi padre. Pero no fui el único allí que se sintió conmovido. A mi madre empezaron a temblarle las manos.

—Hoy hace veinticinco años del momento en que miré a Fabio y el suelo pareció moverse bajo mis pies —confesó dejándome completamente sobrecogido. Era 8 de julio—. Íbamos a celebrar el cumpleaños de mi padre en Villa Flora. ¿Recuerdas dónde está?

—Claro qué sí. —Era una enorme casería que mis abuelos maternos tenían cerca de la reserva natural de Castelporziano. Lugar que mi familia siempre aprovechaba para visitar durante el verano.

—Estaba acostumbrada a esas reuniones —continuó—. Me encantaban… —Porque para ella la familia lo era todo.

Ese día llevaba un vestido amarillo claro con finas líneas horizontales blancas y una cinta atada al cabello. Me contó que al verse en el espejo se sintió satisfecha porque era una prenda que había comparado en invierno y todavía no había podido estrenar. Patrizia era así de coqueta; faceta que, desde luego, volvía loco a más de un chico.

Ella era consciente de ello, sin embargo lo ignoraba porque estaba más pendiente de contener ese carácter explosivo que la definía y que tantos quebraderos de cabeza le daban a sus padres; bueno, a día de hoy, todavía lo conservaba.

Ayudó a cocinar, compartió secretitos con su grandísima amiga Graciella e incluso tuvo tiempo para discutir con uno de sus primos.

—¡Si pretendes ser una señorita de la aristocracia, tienes que dejar de comportarte como un camionero! —La había gritado su madre sin hacer ni una maldita referencia al hecho de que, si Patrizia había perdido los nervios, era porque su puñetero primo le había levantado la falda delante del resto de chicos.

Por entonces, a una niña de casi dieciocho años, enseñar las braguitas podía suponerle un trauma, joder.

Llena de furia, echó a correr hacia el jardín justo cuando los Gabbana llegaban a la casería. Y se detuvo a tiempo de ver como un Fabio de veinte años bajaba del coche y se la quedaba mirando con una fijeza sobrecogedora.

Le conocía bien, a todos, se habían criado juntos. Habían ido al mismo colegio, compartían el mismo grupo de amigos. A veces, incluso dormían unos en la casa de otros.

Sonreí con timidez y fruncí el ceño al darme cuenta de que la pausa que había hecho mi madre era mucho más larga de lo normal. Seguramente su mente había volado al recuerdo que tenía de ese momento.

Me acerqué con sigilo y coloqué una mano en la parte baja de su espalda.

—Mamá… —dije bajito. Y ella me sonrió antes de negar con la cabeza.

—Me miró como si no existiera nada más —murmuró—. Fue tan intenso que incluso me sentí desnuda. —Lejos de considerarme avergonzado, noté la nostalgia penetrando en mí tras surgir de su voz.

Me confesó que Fabio fue incapaz de apartar la mirada y que ella jamás había sentido un calor tan agudo en el vientre. Hasta que recapacitó y echó a correr de nuevo. No comprendía que aquello pudiera ocurrirle con una persona que prácticamente consideraba su hermano.

Ni tampoco imaginó que Fabio la seguiría y que se pasarían horas riendo y hablando de mil cosas distintas mientras caía el atardecer de Castelporziano. Se perdieron la comida porque prefirieron perderse el uno en el otro.

Más tarde, cuando su madre dio con ellos, hubo una fuerte discusión y Patrizia terminó aislada en su habitación sabiendo que la madrugada sería eterna; no dejaría de pensar en el menor de los Gabbana.

Ese momento definió lo que iba a ser el amor de sus vidas.

—Me besó por primera vez en la Noche Vieja de ese mismo año —comentó algo avergonzada—. Recuerdo que discutí con él sin motivos —sonrió.

Estaba enfadada porque habían pasado varios meses sin verse, y es que Fabio, por aquella época, cursaba tercero de Bioquímica en Oxford y tan solo volvía a Roma por vacaciones. Pero estuve acertado al suponer que eso no era lo que verdaderamente la enfadaba. Patrizia llevaba tres meses comprometida con Alessio.

—Le reproché el haberse ido sin pedirme que le esperase. —Acarició la piedra del sarcófago—. Era muy tímido, no solía hablar de sus sentimientos, por eso se mantuvo callado, y eso me enfadó mucho más. Le empujé, le golpeé… Y entonces él me besó… —Se ruborizó antes de acariciar sus labios con la punta de los dedos—. Supongo que puedes imaginar el resto.

No consumaron esa noche, pero sus bocas no pudieron dejar de tocarse.

—¿Por qué? —pregunté sin más y ella cogió aire.

—Ya era demasiado tarde para echarse atrás. Mi padre estaba realmente encantado con Alessio. En realidad, él era un buen chico, o al menos eso me parecía.

Resoplé indignado.

—Joder, Fabio pudo haber hecho algo… —Podría haber luchado si ella era la mujer que amaba, maldita sea.

—¿Y herir a su hermano? —Mi madre supo qué tono emplear para enmudecerme—. Mauro, cariño, Fabio era leal…

—Eso lo sé muy bien. —Casi gruñí. Deseé que lo hubiera sido un poco menos, de ese modo quizás ahora no habría estado frente a su tumba.

—Pues entonces siquiera deberías plantearte lo contrario. ¿Serías capaz de traicionar a Cristianno por el hecho de estar enamorado de la misma mujer que él?

Apreté los dientes. ¿Cómo iba yo siquiera a plantearme algo así?

—Jamás…

—Nuestros primeros años de matrimonio fueron felices…

Ciertamente, nunca dejaron de amarse, solo que ambos prefirieron mirar hacia otro lado ahora que sus vidas estaban ligadas a las de otros; Fabio también se había casado.

Pero ninguno de los dos pudo resistirse a caer de nuevo. Y esa vez cayeron de verdad, en todos los sentidos. Fueron amantes durante casi un año, hasta que Patrizia quedó embarazada, de mí. Ese fue el detonante de todo. Hablaron, decidieron que era momento de empezar una vida juntos, que estaban cansados de guardar las apariencias y de desearse en la distancia.

Todo estaba preparado y perfectamente decidido. Sin embargo un buen día, Fabio desapareció sin decir nada. Ya sabía esa parte de la historia, sabía que Alessio le había amenazado con mi integridad, Cristianno me lo había contado. Pero aun así me impactó oírla de nuevo desde el punto de vista de mi madre.

Ella, en su intimidad, había llorado su ausencia, se había sentido vacía. Y, aunque yo sabía que Alessio también había amenazado a mi madre, no pude evitar preguntar.

—¿Por qué no le odiaste? —Refiriéndome a Fabio. Refiriéndome a la aparente poca resistencia que puso.

—Porque sabía que Fabio jamás habría actuado así de haber podido decidir —dijo con tremenda seguridad—. Era su vida o la tuya… No hay nada que pensar.

—Esa es una carga para mí… —Pensé en voz alta. Y es que si yo no hubiera existido, probablemente habrían tenido alternativa.

—¿Crees que me arrepiento? —Mi madre frunció el ceño.

—No, pero de no haber tenido esa presión, quizás…

—No voy a tolerarte que digas algo así, ¿me has oído? —espetó cogiéndome de la barbilla—. Le amé y le perdí, pero tengo ante mí el mejor regalo que hubiera podido dejarme. Volvería a vivir lo mismo una y otra vez.

Sentí una extraña opresión en la garganta que me invitó a derramar unas lágrimas. Pero preferí abrazar a mi madre.

—Cariño, él te adoraba… —me susurró al oído.

—Lo sé, mamá —murmuré mirando el nombre de mi padre grabado en la piedra—. He sentido ese cariño.

Solo que me hubiera gustado poder disfrutarlo de otro modo.

Eh, Fabio, me debes una vida. Tienes que compensarme por todo el tiempo en que no he podido disfrutarte como mi padre. El tiempo en que no he podido cobijarme en ti, aprender de tu sabiduría o simplemente alardear de ser tu hijo.

Trata de mirarme bien, daré todo por hacer que te sientas orgulloso de mí, por pensar que mereció la pena lo vivido para dejar un pedazo de ti mismo en este mundo.

Así que más te vale esperarme allí arriba. Quiero bromear contigo sobre lo joven que pareces a mí lado. Y sentarnos juntos para deleitarnos con las vistas de ese horizonte que ampara el lugar en el que estás.

Soy tu halagada descendencia. Soy ese hijo que tanto deseaste y que apenas te dejaron disfrutar. El mismo que ahora te dice: Te quiero muchísimo, papá.

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